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Promesas

en Intercambios

(por Berclius)

No pude resistirlo más y eché tres lechazos de caballo en la alfombra, la polla y el cerebro exhaustos. Adentellando los gritos, María, con los ojos babeando, me había estado suplicando que yo le llenara la boca.

- ¡Dámela ya, cabrón, dámela! ¡Dámela, hostias! ¡Dame que te la coma!

Pero era inútil. Postrado en el sofá, hipnotizado, sólo alcanzaba a pasar de la visión de la selva de su coño, pugnando por tragarse aquellos dos huevos cubanos, a la de su garganta, por donde me juraba que habría de asomar el rabo negro de Eliseo.

- ¡Dámela, Juan, por Dios! ¡Guarro, mirón, dámela ya!

Sólo acerté a sacármela por el flanco del calzoncillo, tirando desde los huevos. La polla me daba, por su cuenta, golpes rabiosos en el muslo, acompasados a los del culazo de mi mujer sobre aquel abdomen. Ni siquiera me la toqué.

- ¡Menéatela, por lo menos, guarro cabrón! ¡Sácate ya la puta leche!

Su voz sonaba a diez mil kilómetros. Vi meridianamente, sin embargo, sus ojos en blanco, su último golpe de riñones sobre aquella verga y comprendí que se esta muriendo de gusto. Sólo entonces acerté a levantarme, pero caí de rodillas y manché la alfombra.

- ¡Anda, quita, quita, trae que te la limpie, cabrón!

Ahora sí escuche el violento sonido de desagüe al despegarse de Eliseo. Se echó de la cama al suelo, meciendo las tetas como las guarras, y sorbió los restos de lefa y de dolor. Me miró con la sonrisa blanca y, sin dejar de absorberme, se durmió, ovillada como una niña, con el coño prominente. Eliseo empezó a roncar.

Y me asaltó la risa más grande y sorda. Con los espasmos se me salió la polla de sus labios, volví al sofá y encendí la pipa victoriosa. El humo me dio un sueño atroz. Al despertar, el cubano se había ido. Los primeros rayos del sol sobre Varadero se posaron sobre la cama y la leche de Eliseo rutiló en los cabellos empapados de mi mujer. Entonces me levanté, me restregué el capullo con aquella crema, giré de costado su cuerpo, y me follé despacio y hondo a mi puta y adorable durmiente.

Casi las dos jodidas semanas en Cuba y aún no había pasado nada. Me lo había prometido todo, que iba a sorprenderme, que después de aquel viaje no se habría de volver al polvo sistemático y bostezante. Yo me juré ni sacarle el tema y así me fue. Mucho sol y chés y arroz y museos y taxis y sones y camarada y meliás y bicicletas y culos y mierda. Hasta entrar en la "La cueva del pirata".

Allí conocimos a Eliseo, mulato, soberbiamente guapo, pulcro y bien vestido. A los seis mojitos por boca, bailando y sin recato, se puso a gozarle el culo a María, que me miraba como si hubiera visto un espíritu y las nalgas no le dieran a basto.

- Pobre cubano, no va a pasar hambre; dale, dale al carámbano -pensaba, sonriendo, acunado por el ron en hierbabuena y aquel mar de turistas huecos que jamás leerían las obras completas de George Bataille.

Al cubano se lo tragaron los servicios y María, adecentándose la falda, se me acercó y me espetó que había bebido mucho, que tenía sueño y que quería irse al hotel. Mandando, para variar.

- ¡Viva la necrofilia!, me hicieron exultar para mis adentros los mojitos. ¡Dios mío, me he casado con una muerta!

- ¡No pongas esa cara!, me reprochó. ¡El tío éste se está poniendo las botas y tú...!

- Y yo... ¿qué? ¿Celoso? ¡No será por tu celo! ¡Venga, vámonos!

Pero Eliseo nos alcanzó en la puerta. Nos deslumbró con su sonrisa y nos invitó a otros cocktails en "El Continental". María bebió, Eliseo aún más y yo, ni gota, embriagándome como estaba por los tímidos signos de lujuria de mi mujer, que ahora me miraba, mientras bailaba con el cubano a las espaldas y a las tetas, como si el fantasma fuera yo mismo.

- "Invitáme ar Meliá, asere, a por la última, que con uno' cuanto' verde' no hay problema en resepsión", cantó Eliseo.

Soborné al recepcionista con cinco dólares, subimos y, tras quitarse los pantalones, el cubano se desplomó dormido como un becerro sobre la cama. Desde el sofá, donde nos arrellanamos María y yo, pudimos contemplar, por el arco de los shorts, una verga y unos cojones magníficos.

- ¡Vaya rabo tiene el tío! - me dije.

- ¡Vaya rabo tiene! - dijo María.

- ¡El tío! - repuse - sólo te ha faltado decir.

- Nunca he visto un pollón así - murmuró mi mujer, conteniendo el entusiasmo.

- A qué no te atreves a tocarlo... - me sorprendí invitando a mi consorte.

- Eres un puto guarro. No entiendo cómo puedes querer ser un cabronazo.

- Te lo he dicho mil veces. Sin engaño, no hay cabrón que valga. ¡Y me cago en el puto machismo de las tías!

María se mordió tiernamente una uña y puso cara de ángel, o de zorra. El caso es que pareció que me preguntara en silencio. Yo le respondí en silencio. Y se echó a la alfombra. Y gateando se acercó a Eliseo. Mirándome, asfixiando la risa, le tocó con el índice los huevos, que se contrajeron momentáneamente para relajarse y engordar de inmediato.

La polla reaccionó también instintivamente, se irguió un tanto y asomó la robusta cabeza por la prenda. Aún dormida, era un croissant espléndido, tersa, límpida y surcada de venas exactas en su simetría. Cuando María se giró para contemplar la morcilla cubana, aproveché para bajarle las bragas hasta las rodillas, mojarme el pulgar y pasárselo desde el clítoris hasta el ano.

Se estremeció entera, me insultó y se metió todo lo que pudo la polla en la boca. Eliseo refunfuñó entre sueños pero María tuvo que sacársela de la boca por la tensión en que la puso la lengua borracha de mi mujer. Yo le saqué las bragas, la descalcé, quitándole la blusa y el sostén, la dejé en falda picada. La giré hacia mí con firmeza y me comí su chocho rezumante.

- ¡Siéntate en ese pedazo de rabo y goza de una puta vez! - le ordené desde abajo, sin alejar la lengua de la raja.

- ¡Estás jodido! ¿Y si se despierta? - se excusó.

Eliseo no se despertó y María se fue sentando en su rabo, interminablemente, incansablemente, aullando por dentro, como excretando, o en éxtasis. Nunca pensé que lo hiciera y el paisaje me clavó, estupefacto, en el sofá. Ignoro si todo habrá de ser como siempre. Releeré a Bataille.