miprimita.com

Cuestión de Respeto

en Dominación

Siempre aparecía con su chubasquero rojo intenso, doblando la esquina contraria a la calle por la que paseo cada mañana de camino al trabajo. Se había convertido en un ritual, un requisito necesario para que pudiera albergar buenos augurios acerca del devenir del resto del día: Tenía que verla. En realidad, por mucho cariño que le hubiera tomado a su chubasquero rojo, no dejaba de ser una desconocida; un frío rostro de mujer, de unos 27 años, a quién veía desde la acera de en frente. No sabía nada más de ella, aunque lo deseaba... y a la vez lo evitaba.

Solía pasar sobre las 8:45 de la mañana, aunque no era demasiado puntual. Nunca me dormía, sólo pensaba en desayunar rápidamente y llegar al lugar en cuestión lo antes posible para cruzarme con ella y poder darle los buenos días desde la distancia. Y si llegaba demasiado pronto, disimulaba examinando las portadas de las revistas y comprando el periódico en un quiosco situado justo en mi acera contraria, donde la esperaba. Todas las mañanas repetía el proceso, hasta había entablado amistad con el quiosquero a quién negaba mi atención tan pronto aparecía Ella con su chubasquero. Entonces cogía mi paraguas, me despedía del vendedor y caminaba por mi acera sin quitarle ojo de encima durante los cien o ciento cincuenta metros comunes en nuestros trayectos.

No suelo fijarme en mujeres por la calle, sería un buen novio en ese sentido ya que no me enamoro con facilidad ni tengo el ojo frívolo. Cuanto más alarde de provocación se presenta ante mis ojos, más frío e inexpresivo me muestro quizá como señal de rebeldía. Sin embargo, Ella me había cautivado y había cambiado mi horario, mis costumbres, casi mi vida. Y ni siquiera sabía cómo se llamaba... aunque en mis fantasías siempre le llamaba Isabel, porque se parecía una Isabel que conocí hace ya años en el pelo: Rubio cobrizo peinado y cortado como el famoso look de Cleopatra.

Pero aquella mañana no me imaginaba la tragedia que estaba a punto de suceder. Ni ella ni su chubasquero mítico doblaron la esquina. Ni a las 8:45 ni en ningún momento durante los 40 minutos que alargué mi conversación con el quiosquero, cuya conversación cada día me parece más insoportable. SImplemente, no apareció. Me dí por vencido y anduve rápido hasta la oficina, donde mis compañeros me saludaron y no tardaron en preguntarme por la tardanza:

- Jo, no he podido llegar antes. He tenido que acercar a mi vecino hasta su trabajo, se ha quedado sin coche temporalmente, y al volver había un atasco de mil demonios.

- Venga ya, jamás te hemos visto conducir...

- Sí, sólo tú sabes qué te traes entre manos.

No podía quitármelo de la cabeza, ¿dónde estaría ella?. ¿Por qué no habría aparecido como cada día?. Sólo esperaba que no hubiera cambiado de camino o de trabajo y fuera a dejar de cruzármela. No podría sorportarlo, pero lo cierto es que no eran tan improbable.

Así no podía seguir, se había convertido en algo demasiado crucial en mi vida cotidiana, ya condicionada totalmente por la intensa presencia de ese chubasquero rojo fuerte y brillante. Así no podría vivir. Había que hacer avanzar esta pseudo relación mental que sólo yo mantenía con ella, debía alcanzar algún contacto, ¡debía hablarle!.

¡Demasiado rápido había pensado semejante idea!. Hablarle... ¿QUé se le dice a una desconocida que ha cambiado tu vida y aún no lo sabe?. Ni le importará, seguramente. ¿Y si descubro que su vida no es como la he soñado?. ¿Y si estuviera casada?. Parecía improbable, no me convencía la idea, aunque no era algo a despreciar. Lo mejor sería que me acercara y, descartando anillos en sus manos, me animara a contarle lo que siento por ella. Sí, eso era la mejor, ¿pero sería capaz de hacerlo?.

Aquella noche no pude pegar ojo. Comencé a diseñar un prototipo de conversación suponiendo demasiadas cosas. Sabía que estaría nervioso y no podía tener pensadas frases demasiado complicadas o me quedaría definitivamente en blanco. Supuse que sería una persona receptiva, al menos así lo era en mi mente, aunque si no lo era no tendría frase que decirle. Y me moriría, seguro.

Aquella mañana no hice mi cama, sólo preparé una tostada (que se quemó, claro) y apenas pude untarle mantequilla por culpa de los temblores de mis manos y del resto de mi cuerpo. La hora se acercaba. Era como si fuera a mi propio entierro y me dí cuenta de que no lo veía claro: ¿Por qué lo hacía? ¿por razones terapéuticas para poner fin a esto?. ¿O es que quería escuchar unas palabras cariñosas de aquella chica?. Si seguía preguntándome aquellas tonterías no le preguntaría nada por llegar tarde, así que corrí hacia la calle.

Tomé la acera contraria para poder encontrarme con ella, pero la novedad me puso nervioso y al alcanzar la esquina sagrada de mi objetivo, crucé la calle de nuevo y saludé al quiosquero. ¿Qué pretendía?. No sé, pero de pronto me vi esquivando los coches y cruzando sin pensar para cruzar de nuevo al ver, aliviado y a la vez excitado, el chubasquero rojo, elegante, andando como si el día anterior hubiera pasado por ahí como de costumbre.

- Hamm... ¿Isabel? - le pregunté.

- ¿Perdón?

Sus ojos se posaron sobre mí entre sorprendidos e interrogativos. Pero pronto se volvieron en un gesto de desdén que dinamitó mi autoconfianza.

- No importa. Verás... e... estoy un poco nervioso. Sé que vienes mucho por esta calle, todos los días. Ayer no pasaste...

- ¿Qué eres? ¿un pervertido? - Me apuñaló.

- No, escucha, no es que te vigile, es sólo que eres ... una persona muy importante para mí, ¿sabes?. Y quería decirte...

- ¡Lo que me faltaba hoy!, ¿tienes para mucho rato?. Tengo que llegar al trabajo...

- No, no tardaré, es sólo que quería decirte que he pensado mucho en tí, aunque no sé quién eres, y me gusta lo que veo, la verdad es que me gustaría...

- Oye, esto no tiene ninguna gracia y no pienso perder más el tiempo. ¡Ni te acerques a mí!, ¿qué te has creído?.

Yo ya no veía nada más que una cara preciosa pero muy enfadada que a la vez había comenzado a amar más, pero también a querer estrangular. Aquella zorra tan bien vestida, con su traje de oficina adivinado entre las solapas de su chubasquero rojo, no había tenido nucna tan cerca el amor como en aquel momento, y sin embargo actuaba como una despreciable cualquiera.

- Como vuelvas a venir por aquí llamaré a la policía. ¡Adiós!

"Será gilipollas..." masculló para sí misma mientras pasaba a mi lado siguiendo con su camino, chocándome con su hombro, mientras yo buscaba la mueca más digna del repertorio de mi rostro, que en ese momento no encontraba más que la que combina el gesto de dolor con el de la vergüenza más absoluta. Cerré la boca que aún construía alguna palabra pretendidamente amable y apreté los dientes cultivando un dolor y una rabia que me extrañaron, pero que pronto se adueñaron de mí.

Decidí que aquella mujer iba a ser mía de una forma u otra. ¡Qué despreciable!, me había humillado e insultado. Debía demostrarle que había cometido un gravísimo error. Decidí no continuar con mi día normal y comencé a seguirla a cierta distancia. No me importaba que me despidieran del trabajo, ¡esto no iba a quedar así!.

El chubasquero se convirtió en un aliado mío, siempre visible entre el gentío de la calle. Se dirigió hacia una zona donde sólo se levantan rascacielos de oficinas y se acercó al hall de un edificio muy alto de color blanco, sobrio. Subió las escaleras que conducen a la entrada y decidí esperarla.

La mañana se hizo larga, pero eso acrecentó mi rabia y mi excitación. Empecé a pensar cómo demostrarle mi fuerza, su deber por respetarme.

A mediodía apareció de nuevo por la puerta acompañada de dos hombres vestidos de traje negro. Me convencí de que era la hora de comer, y debí acertar porque al cabo de una hora y media volvieron los tres juntos, hablando animosamente, a entrar en el hall y desaparecer dentro del edificio.

Las horas pasaban lentamente, mucho más teniendo en cuenta que comenzó a llover y que aún tenía que sortear otro problema. El conserje de tan importante edificio había comenzado a sospechar de mi estancia, siempre fija, frente a la entrada. De vez en cuando se acercaba a mí y se quedaba unos minutos tratando de hacerme sentir incómodo. Pero mi rabia era mayor que la profesionalidad del conserje, y no me moví nunca.

A las 8 de la tarde, por fin, el chubasquero se asomó por la salida y enseguida el resto de ella se encontraba bajando las escaleras. Esta vez iba sola, iba a casa.

Comencé a seguirla, deshaciendo el camino matutino.

Enseguida pasamos por la esquina donde la había encontrado al comienzo del día y donde me había humillado. Doblé su esquina por primera vez hacia el lado de su camino que nunca había recorrido y descubrí que el chubasquero comenzaba a verse algo peor por culpa de la noche que ya amenazaba.

Nos acercamos, separados por unos metros, a un complejo de edificios relativamente bajitos, de unos cuatro pisos máximo, rodeados por unos jardines. Lo cierto es que, aunque había luz en alguna ventana, no parecía una zona demasiado poblada. Ella siguió caminando hasta llegar a la puerta del complejo y me detuve al comprobar que se encontraba vigilada por una especie de pequeña caseta para el portero. Ella atravesó la puerta sin saludar y pensé que iba a alejarse de mí demasiado, así que me acerqué a la entrada y descubrí que la caseta estaba vacía, y que el portero estaba charlando con un vecino a pocos metros.

¡Era el momento!, no podía esperar más o ella desaparecería hasta el día siguiente. Así que me erguí, levanté las solapas de mi chaqueta y con paso elegante atravesé la puerta, como sabiendo dónde ir. Creo que el portero me llegó a ver, pero no debí llamar su atención y enseguida crucé la puerta de entrada al hall.

Era un sitio amplio, no muy bien iluminado, con dos ascensores y dos plantas bien atendidas en una de las esquinas. En frente de los ascensores, una escalera enseñaba el camino hacia el primer piso, y bajo su hueco había una puerta de aspecto débil, con un pomo redondo con cerradura, aunque la puerta estana en ese momento afortunadamente entornada, sin llegar a cerrarse.

Frente a al ascensor más cercano a la puerta, un brazo sujetaba el chubasquero rojo, y un rostro que miraba al suelo, precioso, rumoreó un "hola" social, de compromiso, sin mirada de acompañamiento. Casi me alegré.

Me decidí, sublimé toda mi rabia en deseo y fuerza, sentí algo inédito en mi corazón y aquello me transmitió fuerza a todo mi cuerpo, que no respondió el saludo y aceleró el paso directo hacia aquella figura.

Su rostro se erguió un centímetro y levantó la mirada extrañada ante mi silencio verbal pero mi avance físico. Sus ojos mostraron su sorpresa y se abrieron tanto como su boca intentó para pedir que me detuviera, pero mi mano evitó que sonido alguno saliera de aquel bonito y turbado rostro. Mi otro brazo la rodeó con fuerza por la cintura y todo mi cuerpo levantó el suyo y la llevé hasta la puerta bajo la escalera. La abrí con mi espalda, mientras ella, sacudía violentamente la cabeza y me propinaba fuertes patadas en la espinilla. Sus dedos trataban de arañarme y en parte lo consiguieron, en medio de mi cara. A duras penas conseguí meterla, a la fuerza, en el oscuro cuarto que apareció allí. AL cerrar la puerta descubrí su chubasquero tirado frente al ascensor, por primera vez despojado de su dueña. Ella misma, con sus movimientos de brazos, golpeó el interruptor de la luz y una bombilla de poca potencia mal-iluminó un cuarto de techo inclinado. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que el portero había instalado en el cuarto toda una suerte de herramientas de bricolage y electrónica, que enseguida le agradecí de veras.

Mi desobediente amor trataba de morderme la mano que le impedía gritar y pedir auxilio, así que aguanté el dolor un momento para alcanzar la cinta aislante que el portero había colocado en la pared, junto al resto de herramientas. Me costó sellar su boca y no pude evitar que un grito ahogado saliera de ella, pero ya no conseguiría emitir más que lejanos ruidos imposibles de oir fuera del cuarto.

Aún la tenía atrapada por la cintura, mientras se retorcía tratando de gritar, y me acerqué sin soltarla, andando con dificultad, a otra puerta dentro del cuarto. Cuatro escalones de por medio, la puerta llevaba a otro cuarto más grande que, tras encender la luz esta vez sin su involuntaria ayuda, resultó contener docenas de bicicletas colgadas de las paredes y una mesa grande en su centro.

¡Mi mente ya había decidido cómo obligar a aquella zorra histérica a mostrarme respeto!. Fue instantáneo. Aún no había acabado de explorar todas las posibilidades cuando ya había cogido una cuerda del primer cuarto y ya estaba liándola alrededor de las muñecas de mi aún nerviosa y convulsionada mujer objeto. La acerqué a la fuerza a la mesa del centro y cogiéndola del cuello le dí la vuelta, la puse de espaldas a mí, y le bajé la cabeza hasta pegarla a la tabla de la mesa, doblada sobre ella.

- Cállate, zorra. Ya hablaste demasiado esta mañana.

Enseguida lamenté haber dado aquel detalle, pero mis pensamientos estaban fuera de mí, era otra persona, era una bestia enrabietada dispuesta a darle a aquella mujer lo único que se merecía por su comportamiento, tan insultante e insensible. Yo le enseñaría a comportarse y a respetarme.

Mi orden pareció surtir algún efecto y sus ahogados gritos inaudibles se moderaron en parte. Comencé a anudar sus muñecas a las patas de la mesa para obligarle a mantener aquella postura de entrega, doblada sobre la mesa, con su mejilla pegada a la tabla, con su culito, apretado a la falda de su traje revelando su forma de mujer, apuntando hacia arriba, preparado.

De repente intentó subir una de sus rodillas a la mesa para tratar de subirse, pero la falda no le daba holgura y no consiguió más que romper una de sus medias al roce con el borde la áspera mesa. Me apresuré a atrapar sus piernas para evitar movimientos y no puedo evitar sentir sus muslos, de formas perfectas, femeninas, enfundados en la falda esperando apreciaciones más profundas. Me costó no apretarlos obscenamente, pero conseguí censurarme para terminar el anudamiento pendiente: Separé sus piernas, preciosas, y las abrí hasta que se juntaron a las patas de la mesa, a las que las anudé mucho más fuerte de lo que hubiera sido suficiente.

La visión era espeluznante pero también increíblemente atractiva: Allí estaba la mujer que había atrapado mi vida en un bucle sin fin. Había protagonizado mis fantasías, siempre inocentes por máximo respeto. Había soñado millones de veces con conversar tranquilamente con ellas... y ahora, inmovilizada sobre aquella mesa, con su camisa blanca por fuera de los esfuerzos por soltarse, con su falda tan apretada sobre su culito que mostraba toda su forma, con sus moldeadas piernas abiertas y atadas a las patas de la mesa... regalándome un trocito de la parte superior de sus medias, el adorno perfecto a media altura de sus piernas, normalmente oculto por su falda ante el mundo, suficiente para que comenzara a sentirme estrecho en mi pantalón.

Me hice con una pequeña navaja del cuarto de las herramientas. En realidad no estaba demasiado afilada, pero sería más que suficiente para mi propósito. Me acerqué a Isa... a ella, por detrás, y posé mis manos sobre su falda, tentando su culito: estaba bien apretado, fuerte, y ancho. Mi mano comenzó a deslizar su cremallera, corta como la de toda falda, los 10 centímetros que se dejó. Me encantó descubrir, además de un trozo arrugado de camisa, el borde superior de sus braguitas, anteriormente considerada como zona sagrada en mis pensamientos... por donde no pasaba en exceso por respeto, ahora ante mis ojos, estirada y marcando la diferencia, muy sensual, entre su piel y la tela blanca de unas braguitas con pretensiones de aristócratas, llenas de encajes y adornos. Mi pequeña navaja empezó su afilado camino desde el lugar donde terminó la cremallera hasta abajo del todo, a través de la tela de su falda, que acabo rajada por completo. Resbaló por sus piernas y acabó bajo la mesa, en el suelo.

El espectáculo era realmente enérgico, motivante. Sólo la camisa, aún arrugada, cubría parte de sus blancas braguitas que ahora se dibujaban completamente sobre el abultado culito de aquella mujer. A partir de ahí, sus piernas nacían, extensas y elegantes, y se separaban obligadas por mis nudos en las patas de la mesa para terminar una a cada lado, en fundadas en unos zapatos de tacón, no muy altos pero sí a tono con el traje.

Ella debió oler mi excitación porque comenzó a tratar de gritar a través de la apresurada mordaza que le había preparado. Le propiné un cachete fuerte en una de sus nalgas, como castigo por el atrevimiento, para que se entregara por completo. Su boca se calmó sin evitar que su cuerpo, con sus formas y su invitante postura forzada, transmitiera algo que su mente no quería en ningún caso.

Aquello me excitó mucho, pero no quería acabar con aquel momento así que me limité a estirarle y colocarle el borde de sus braguitas, recién descolocadas por mi castigo.

Volví a tomar la navaja y coloqué mi mano en su nuca, agarrándola, poseyéndola, mientras mi sexo se juntaba por detrás a su culito, sintiendo su raja y colocando entre medias a mi pene impaciente. Introduje la navaja por la nuca y rajé su camisa blanca radiante, impoluta, verticalmente, a lo largo de su columna vertebral que fue quedando progresiva y exictantemente descubierta ante mis ojos. La camisa quedó totalmente rajada por detrás, como si fuera una camisa de fuerza. Descubrir el corte horizontal de color blanco correspondiente al cierre de su sujetador... me produjo otro pasmo interno de impaciencia, me cortó la respiración normal. Me animó a continuar rajando y destrocé su camisa por todos lados hasta que mis manos agarraron cada lado de la misma y estiraron acompañados de un gruñido de mi boca. Le arranqué los restos de camisa de un tirón, que coincidió con un pequeño gritito a través de la mordaza. Sus ojos se encendieron y su cabeza se elevó para mirarme, extasiado ante la entrega superficial de mi presa. Aquello le debió llenar de pánico.

[Click. Click, click]

Un ruido de cerradura sonó en la habitación. En realidad procedía de la primera puerta del cuarto adyacente, la que llevaba hasta el lugar público más cercano: los ascensores del edificio. El portero debía estar cerrando la puerta hasta el día siguiente. Mi Isa... bueno, ella debió oir también aquel sonido porque trató de hacerse oir con nuevos grititos y movimientos bruscos, pero interrumpí aquel baile impertinente y peligroso amenazándola con la punta de mi navaja colocada justo en su muslo derecho. Entendió ipso facto.

Escuchamos los pasos del portero mientras se alejaba hacia fuera del edificio, para no volver en toda la noche.

Mi anudada favorita suspiró en señal de rendición, algo desesperada, ante el sonido.

Entonces me acordé:

- "No te acerques a mí, ¿qué te has creído?"

Y también:

- "Como vuelvas a venir por aquí llamaré a la policía"

OH! DIos, eran las palabras de aquella malnacida, zorra, de aquella misma mañana, despreciándome.

La miré, ahora atada.

- ¿QUé piensas ahora, zorra?

- ¿NO dices nadá?

Comencé a desabrocharme los botones del pantalón, agradecidos por ello. Mi sexo estaba enorme, deseando devolverle a aquella mujer sus palabras matutinas en versión nocturna y sexual.

Me senté en el suelo y tuve una excelente vista de su culito, aún protegido por sus braguitas, mientras me desabrochaba los zapatos. Me quité también la chaqueta y la camisa, todo en el suelo. Mi pene increíblemente erecto se salía por la raja delantera de mi ropa interior, no quería evitarlo. QUería que ella lo viera, que viera mi fuerza, mi potencia, así que paseé hasta ponerme justo en frente de su mirada, al otro lado de la mesa. Su cara estaba enrojecida y sus ojos húmedos, pero miraban a mi sexo, a pocos centímetros de su frente. Lo veía oscilar con los latidos de mi corazón, brillante y voluminoso. No le quitaba ojo de encima. Me lo agarré con la mano derecha con fuerza y se lo acerqué a su cara:

- ¿No te importa lo que sientan los demás, no? ¿Te crees que estás por encima de todo el mundo?... con tu trabajito, tu traje caro, tu cuidado peinado...

¿ Y AHORA???

Parpadeó pesadamente sus ojos y dos lágrimas asomaron y corrieron por la escasa área de su mejilla que no estaba pegada a la tabla de la mesa. Sus ojos me miraban, y después a mi sexo, con miedo, con pánico.

Yo lo sabía.

Ella sabía que yo lo sabía.

- Ahora eres mía, y tú lo sabes, querida.

Me dí de nuevo la vuelta a la mesa y coloqué justo detrás de ella. PUse mi mano derecha sobre sus braguitas, sintiendo la suavidad femenina de su tela, y fui rozándola mientras la bajaba. Fui recorriendo sus braguitas hasta colocar mi mano sobre la parte delantera de no tan fácil acceso. Su silencio me extrañaba, pero mi mano estaba loca y sólo quería acariciarla por la parte delantera de su ropa interior.

- ¡¡¿Qué haces?!! - grité.

Mis dedos se mojaron al instante, justo cuando sobrevolaron la zona más conflictiva de su sexo. Una gran mancha oscura se fue extendiendo por todas sus braguitas, casi por toda la tela que cubría su culito, mientras se hacía extrañamente transparente. Oí caer un chorrito de algo sobre el suelo y comprendí la jugada de aquella terca y desobediente mujer:

- ¡¡¡Te estás haciendo pis!!!, sobre mi mano, ¡serás puta! GRRRRR....

¡Mis manos agarraron el borde superior de sus braguitas a la altura de su cintura y de un movimiento BRUSCO se las bajé hasta la mitad de sus muslos! (no bajaron más al estar sus piernas abiertas por completo), descubriendo su sexo totalmente, y también el agujerito de su ano, donde coloqué uno de mis dedos y comencé a apretarla abriéndome camino, ¡era el castigo perfecto!.

Ella contestó con su primer sollozo desesperado, y eso me animó aún más.

Pronto retiré mi dedo y acerqué mi polla al apretado agujero, ¡no se merecía otra cosa!. Mi glande estaba tan inflado que parecía ocho veces tan grande como el agujero:

- Podemos hacerlo por las buenas o por las malas - le advertí.

UN nuevo sollozo que se juntó con un pánico atroz inundó la habitación, y no se detuvo... siguió sollozando.

EN cuanto mi polla tocó su culito sentí una de las más satisfactorias sensaciones de mi vida. Por fin la tenía, por fin era mía, por fin estaba a mi disposición ABSOLUTA, y ¡precisamente ella!. Y no quería que le resultara fácil, quería que me recordara durante todo el tiempo que me había tenido prendadoa mí y eso exigiría un esfuerzo extra para los dos.

Coloqué mis manos a la altura de su cintura y las apreté hasta que le dolió, y entonces no tuve compasión y atraje todo su cuerpo hacia mí sintiendo cómo su delicado ano se negaba a aceptarme dentro.

- Por las malas, ¿eso has decidido?. Muy bien.

Mis manos apretaron aún más su cintura y de una sacudida salvaje la atraje de nuevo hasta mí con una fuerza bestial, apenas me reconocí en aquello, pero no era momento para reflexionar en exceso, como mucho de disfrutar con el alarido que exclamó ella, que no por ahogado fue menos ruidoso ni expresivo, pero que sí fue de puro dolor y un ápice de placer prohibido y no deseado.

- Ahí me tienes, ¡tú misma lo has provocado!. ¿Creías que podías ser más fuerte que yo? , ¡fea!.

No era consciente de lo que decía mi boca. Nunca la hubiera llamado fea en otras circunstancias, pero estaba exclusivamente centrado en agotarla, en esquilmarla sexualmente, imponerme en su intimidad.

Ya sólo quedaban unos centímetros, el glande estaba totalmente desaparecido en su interior (un lugar cálido y sorprendido por la maniobra) aunque ella no hubiera deseado que sintiera aquello. Mis manos volvieron a acercarla hacia mí, esta vez más suavemente, y acabé de introducirme en su complicado hueco. Descansé extasiado, con la respiración entrecortada al dejarme inundar por la idea de poseer a aquella mujer tan especial.

Extraje unos centímetros de mi pene fuera de su culito para disfrutar de nuevo con un embate de poder hasta el fondo de ella. Y comencé a repetir el excitante movimiento mientras su sollozo se sincronizaba con mis entradas, auténticos arrases de su intimidad.

Me detuve al cabo de un minuto al descubrir, contrariado, una pequeña manchita de sangre estrellada y extendida sobre la tela de sus braguitas, aún extendidas y abiertas bajo su entrepierna, sujetadas por sus dos tersas piernas separándose hasta el suelo. Sí, escurría de su culito: mi pene había sido definitivamente incontestable al abrirse camino en contra de su voluntad, pero así debía de ser. Sólo así entendería.

Saqué mi pene fuera de ella, disfrutando su roce con cada una de las paredes internas de mi nueva conquista. El agujerito hubo de obedecer y dilatarse aún un poco más para dejar salir mi glande, lo que le hizo dar un pequeño gemido a medio camino entre el dolor y el placer. ¿Cómo? ¿esa zorra podía estar disfrutando?. Me parecía imposible, pero me iba a asegurar de que no sucediera.

Dí la vuelta a la mesa y me coloqué frente a su rostro, totalmente sucio de las abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos, totalmente hinchados. Cansados. Su cabeza apoyaba prácticamente en el borde de la mesa, así que acerqué mi pene hasta ella y comencé a acariciar su cara con él. Le arranqué la cinta aislante y le tapé la boca con mi mano.

Le enseñé la navaja cerca de los ojos:

- Si haces sólo un sonido, será el último. ¿Comprendido?.

Su rostro pareció pensárselo, pero enseguida asintió casi sin mover la cabeza, y dejando caer los ojos en muestra de debilidad.

Aparté la mano y me sentí aliviado al ver que su boca no se movió. Seguía pasando mi pene por su cara, ahora totalmente descubierta. Seguía viéndola tan guapa, tan atractiva, tan mía, como por las mañanas al cruzarme con ella. Mi pene pasaba cerca de sus ojos, de su nariz, mientras ella giraba la cabeza hacia el lado contrario intentando escapar de su visión. Le agarré por el pelo hasta que lo noté tenso y le forcé a mirar hacia mi pene, que se acercó hasta sus labios. ¿Qué se pensaba? ¿que no tendría que complacerme más?.

Comencé a pasearme por sus labios, sellados intentando evitar lo que ya había descubierto que yo pretendía. Estaban mojados por las lágrimas que no podía limpiarse por tener las manos también atadas, pero daban tregua, no me dejaron otra opción. Le agarré la cara apretando su boca en sus mejillas haciendo que todo su rostro se deformara, hasta que la presión fue suficiente y sus deseados labios se entreabrieron temiendo que le obligara con persuasiones aún más contundentes, como ya le había enseñado. Mi pene comenzó a pasearse en el primer centímetro de profundidad de su boquita, de un lado a otro, ya dejando hilos de semen mezclado con lágrimas y saliva. No dudé e introduje lentamente casi la totalidad de mi longitud en su interior, rozando cada pulgada de mí con sus labios que, en su empeño por cerrarse, me apretaban y provocaban un placer sutil pero continuo.

Comencé a entrar y salir de su boca, que no cooperaba para mi placer, excitándome sólo mentalmente. ¡Ella debía servirme!, así que le puse la navaja en el cuello y le hice un gesto fácil de entender. Sus labios se adaptaron rápidamente al diámetro de mi pene y mi entrar y salir se convirtió en algo absolutamente glorioso gracias al roce con sus labios que aunque no seguían muy cooperantes, ahora me producían un roce maravilloso. Mi mano, que aún comandaba su cabeza agarrada por el pelo, le obligaba a fingir un movimiento de vaivén que aumentaba el recorrido. No podía más, aquella mujer por fin empeza a comprender y pagar su error. Su desdén de altos vuelos le estaba costando caro, su falta de comprensión iba a hacerle sufrir un buen rato, no podía ser de otra forma.

Pensar aquellas cosas hizo que tuviera unas ganas enormes de correrme en su boca, pero saqué mi pene de ella violentamente y le pegué una torta en la cara, por haberme hecho sentir tan bien.

- Y ahora voy a hacerte mía definitivamente. - Le dije.

Ya no sollozaba, creo que sólo esperaba a que terminara mi deleite, mi lección, mi ajusticiamiento. Y aquello no podía seguir así, ¡debía despertarla y sufrir mi reprimenda con energía!.

Me dí la vuelta la mesa y volví a colocarme entre sus piernas, apoyado en su culito. La mancha de sangre de sus braguitas había crecido un poco y se había extendido gracias a la mancha de orina, mucho más grande, que ya calaba gran parte de la prenda.

Me arrodillé, y con la navaja, rajé las bragas para retirarlas de sus piernas, que cayeron sobre los restos de la falda con la que comenzó todo.

Arrodillado junto a su sexo, lo tenía totalmente a mi disposición. Sus piernas anudadas, al igual que sus manos al otro lado de la mesa, le impedían evitar que estuviera examinando su más preciada intimidad sin prisas, con todo detalle. Acerqué mi dedo hasta él y le despegué los labios: estaban secos. Consideré que no estaba disfrutando, y eso me excitó aún más.

Mi dedo comenzó a pasar una y otra vez por esos labios, abriéndolos, descubriendo lo más íntimo de su zona más íntima, y trazando círculos sobre su sexo comencé a notar un poco de humedad.

Otra vez, Isa... es decir, ella comenzó a pronunciar frases en voz baja y de palabras rápidas:

- No por favor, déjame ya, no puedo más, deja que me vaya...

Su voz bajita (amenazada por una navaja siempre preparada y atenta) sonaba muy excitante.

Pero el castigo no podía ser interrumpido o perdería toda eficacia.

Mi dedo se introdujo, casi sin querer por culpa de la humedad ya bien notable, un poquito dentro de su sexo y noté que era el momento. Acerqué mi cara hasta su sexo y comencé a pasarle la punta de la lengua por la abertura de su coñito, ya algo mojado. Me gustó pasar de abajo a arriba, acabando con un lamentón consciente sobre su clítoris, y que veces me permitía acariciar con un dedo acompañante. Su sollozo iba en aumento pero también una especie de gemidos que sonaban a dolor más que a otra cosa.

Mi lengua se desplegó cuanto pudo hacia dentro de aquella mujer por primera vez y descubrí más humedad en su interior:

- Ahhh... - medio-gritó de asco, turbada.

- ¡Calla!

Yo ya no podía más y mi superioridad, mi fuerza, era patente.

Le puse en pie detrás de ella y mi pene enseguida encontró el camino hacia su coñito, ya bien mojado contra su voluntad. No dudé y se la metí hasta dentro, hasta que su boca, con un alarido doloroso me avisó del final del camino. Y lejos de darle tregua o un pequeño descanso, fijé mis manos sobre sus hombros, con mis pulgares juntos en su nunca, y comencé a apoyarme en ellos para meterme en ella con embates despiadados y desconsiderados que chocaban una y otra vez al fondo de su interior más íntimo, coincidiendo con grititos de dolor que cada vez fueron más fuertes... Ahora sí que le estaba propinando el dolor que le haría aprender mi lección.

- AHHH... AHH.... AHHH... - Sus gemidos eran desgarrados, comenzaban como alaridos y terminaban como el descompuesto sonido de las gargantas de las tenistas más escandalosas sobre la cancha. Pensé que acabarían por descubrirnos, pero ¿qué podía temer ya ante lo que hacía?.

Todo su cuerpo estaba lo erguido que las cuerdas que ataban sus brazos le permitían sobre la tabla de la mesa, que apenas tocaba con su sujetador y sus pechos (despojada de su camisa blanca de oficinista). Yo estaba descontrolado y sentí cómo toda mi energía se concentraba en algún punto de mi pene, dentro de su conducto. Ya no podía aguantar más tanta acumulación de energía...

Y exploté. Primero salí muy fuerte de ella y volví a entrar como un obús para clavársela al fondo. Tan fuerte fue mi empuje que las arrastré a la mesa y a ella unos centímetros hacia delante. Su grito fue descomunal: Ella quedó erguida, con la boca abierta y los brazos temblorosos... hasta que terminó cayendo sobre la mesa, con los ojos abiertos mirando a ninguna parte y tratando de recuperar el aliento. Yo quedé apoyado sobre su espalda.

Salí enseguida.

Me vestí tranquilamente ante su mirada, aún perdida.

Con la navaja, corté las cuerdas que anudaban sus piernas y por fin pudo juntarlas, cosa que hizo enseguida con avaricia como para proteger un lugar íntimo ya , en el fondo, profanado sin remedio.

Corté las cuerdas de sus brazos, que le habían dejado una marca visible de la presión, y por fin se erguió.

Aún estaba preciosa, sólo con su sujetador puesto.

No decía nada, sólo recogió los restos de su ropa y trató de ponerse lo que aún tenía algo de forma, en vano. Se conformó con los zapatos en sus piernas desnudas, firmes y elegantes, y un revoltijo de telas rajadas reunidas a partir de su camisa blanca y su falda con el que se tapaba cuanto podía.

Subí las escaleras que me separaban del primer cuarto bajo las escaleras y casi estaba preparado para comenzar la huida. Ella apareció apoyada en el marco de la puerta, mirándome, sobre el penúltimo escalón:

- Estás acabado - Dijo.

- Fuiste mía. Nunca olvidarás ni cambiarás eso.

En dos saltos estuve fuera del edificio, ya era medianoche y todo estaba oscuro y frío, y pronto estuve a salvo de todo. Al menos por aquella noche.

Esa fue la penúltima noche que dormí en mi cama.

[SEIS MESES DESPUÉS]

La puerta de la celda se abrió dejando un estrecho hueco por donde una bandeja y una mujer aparecieron:

- Hola

Era Dolores, la guarda encargada de mi grupo de celdas en el que estoy recluído en espera de juicio. Se trata de una mujer alta, no demasiado atractiva pero con morbo. Nunca me dedica ninguna sonrisa,aunque yo no cejo en mi empeño. Seguro que consigo que se fije en mí.

- ¿Qué tal anda el mundo ahí fuera? - Le pregunté con mi mejor sonrisa.

- Ni lo sé ni te importa nada. No saldrás de aquí nunca, imbécil.

- Dolores, de verdad que no quería molestarte, sólo intento darte un poco de conv...

- ¡Yo no tengo nada que hablar contigo!, sólo trabajo aquí con gente que huele tan mal como tú...

Y cerró la celda con sarna, disfrutando.

La verdad es que me gusta la bata blanca y verde de su uniforme de guarda de la prisión, pero... ¿No os parece que me ha faltado el respeto?. Me parece que no me respeta, creo que tendré que darle una lección.