Nuevamente gris. Otro día agotador de trabajo había concluido y esa sensación
omnipresente de ser un número en un montón se había apoderado
de él. Tenía la impresión de haberse transformado a lo largo
de la jornada en uno de esos personajes de caricatura. Agobiado, a medio deshacer,
descolorido. Y ese dolor de cabeza que pulsaba detrás de su ojo izquierdo,
amenazando nuevamente con una migraña destructora. Tenía que empezar
a ir al gimnasio para descargar tensiones, el médico se lo había
dicho. Pero las obligaciones y las responsabilidades eran cada vez mayores y poco
a poco estaban drenando su energía, sin dejarle tiempo siquiera para pensar.
Entró
al ascensor y automáticamente apretó el número siete. El
viaje era lento y veía pasar el palier oscuro de cada piso a través
de la reja de hierro. Cinco departamentos por piso. Diez pisos de edificio. Sólo
dos de los departamentos eran consultorios de un médico y de un dentista.
Los restantes veintitantos eran historias desconocidas de las que atisbaba pedacitos
incongruentes cuando coincidía con alguno de ellos en el ascensor, o cuando
escuchaba gritos o risas o música a través de las delgadas paredes
comunes. -Tendría que ir a las reuniones de consorcio para conocerlos-,
pensó entre dientes viendo pasar el palier del tercer piso, pero como de
costumbre el pensamiento se diluyó detrás de una nube de imágenes
y palabras. Así le pasaba cuando estaba fatigado, los pensamientos iban
y venían por su cabeza sin poder focalizarse en ninguno en particular.
Al
llegar al palier de quinto piso recordó las palabras que había escuchado
al pasar en un descuido en su trabajo. -Tanto lujo para qué, si al final
de cuentas no es más que una cucaracha insignificante
- Dos de las
secretarias comentaban eso frente a la puerta de su oficina que en ese momento
estaba vacía. A él le quedó la duda. ¿Habrían
dicho eso refiriéndose a él? ¿Comentarían alguna otra
cosa de la que él era ajeno? Como fuera, él sentía un puñal
atravesado en su garganta. De pronto encontró en palabras de otra persona
lo que él siempre había sospechado acerca de su existencia. Ese
miedo feroz y primitivo a descubrirse frente al espejo intrascendente, mínimo,
despreciable.
Maquinalmente trató de buscar pensamientos positivos para
frenar esa angustia, repasó los argumentos que siempre se daba mentalmente
para sentirse satisfecho y para calmar ese demonio que llevaba encerrado. Recordó
la alegría que sintió cuando le dieron las llaves de su nueva oficina,
ese fue un reconocimiento público a su buena labor y a su esforzado trabajo.
Entonces materializó en su mente la tarea que hacía y su lugar de
trabajo, ese del que él estaba tan orgulloso.
Era un hombre meticuloso
y detallista, perfeccionista y autoexigente. En la empresa todos lo apreciaban,
tenía palabras de aliento y sugerencias útiles para todos. Sabía
conducir los grupos, mantenía un ritmo alto de producción y marcaba
la pauta a seguir con su ejemplo. Disfrutaba de los placeres que la vida le ofrecía
y trasladaba su buen gusto donde quiera que fuese, y su oficina no escapaba a
la consigna. Amplia con sillones para hacer reuniones, un sillón mullido
frente a su isla de trabajo, dos escritorios adosados con una computadora en una
esquina. Trataba de mantener su oficina alegre, había comprado unas plantas
para darle un toque verde y desde que lo habían ascendido tenía
una ventana amplia con una hermosa vista de la ciudad, desde un piso veintiocho
podía ver hasta el río. Luminoso y agradable en los días
de sol, confortable en los días de tormenta. P ero en ciertos días
de ll
-¿Será la lluvia que me pone así?-, reflexionó
al detenerse en su piso. Abrió las dos rejas y salió a la oscuridad
del pasillo, iluminado sólo por la boca espejada del ascensor que de pronto
empezó a descender en busca de su siguiente pasajero. Él lo siguió
con la mirada hasta que la última línea de luz desapareció
dejándolo en la oscuridad. Buscó el ojo rojo que indicaba la luz
temporaria del pasillo y lo oprimió al tiempo que buscaba las llaves en
uno de los bolsillos del maletín de lona donde llevaba su computadora portátil
y los informes que necesitaba chequear. Odiaba traer trabajo a casa pero el día
se le hacía cada vez más corto, esos papeles tenían que estar
en circulación por la mañana a primera hora y tuvo que elegir entre
permanecer en la oficina una hora extra o leerlos con tranquilidad en su nido.
Al acercarse a la puerta de la que colgaba una letra B de bronce se percató
de algo que antes no había notado. Música. Y venía de su
departamento. Era el disco de blues que él adoraba. Un compilado excelente
que llevaba con él años y años. A veces desaparecía
en la pila de CDs pero ocasionalmente alguien se topaba con él y atronaba
los parlantes estratégicamente ubicados en los rincones con melodías
fuertes, cargadas de pasión, de energía. Eso le instaló una
sonrisa en su rostro de facciones agudas. Sin saber por qué se quedó
del otro lado de la puerta con las llaves en la mano, escuchando la canción.
Se pasó una mano por el pelo negro en el que se asomaban varias canas ya
y decidió que no tocaría nada referente al trabajo hasta la siguiente
mañana, aunque tuviera que levantarse más temprano de lo habitual.
Cuando
se apagó la luz del pasillo fue como volver a la realidad, metió
la llave en la cerradura y abrió. Dejó su maletín y su saco
en el sillón de la entrada y caminó rumbo a la cocina, que en ese
momento era el único lugar iluminado del departamento. A cada paso que
daba fue impregnándose de un aroma delicioso, algo así como una
salsa cocinándose. Se relamió de gusto por dentro mientras se asomaba
a la puerta de la cocina. Se apoyó en el marco de la puerta y disfrutó
de la vista.
Ella estaba descalza, el pelo mojado aún y envuelta en
la bata azul de él. Se movía un poco al compás de la música,
mientras sus manos acariciaban un bollo de masa. -Qué bueno, hoy pizza
- pensó, pero entonces recordó que ella le había dicho alguna
vez que amasando lograba descargar las broncas del trabajo, era su particular
forma de relajación. Y sintió ternura mezclada con algo de envidia.
Comprendió que también había tenido un día difícil
y agotador, pero en lugar de meterse en pensamientos tortuosos, había puesto
un disco lleno de potencia y amasaba algo rico para compartir. -Quién pudiera
tener esa fuerza
- pensó mientras avanzaba el paso que lo separaba
de ella y la abrazaba por la cintura. Sorprendida dio un salto pero la calmó
mientras hundía la nariz en su cabellera húmeda. Preguntó
por los chicos, dónde estaban?.
Mientras tanto él había
acomodado su cabeza en el hueco del hombro de ella y dejaba que los aromas lo
invadieran, su piel fresca, el olorcito del pelo lavado, la acidez del fermento
leudante y esa mezcla de ajo, cebolla y tomate que burbujeaba en la cocina. -¿Por
qué no te das una ducha? Falta un rato para la comida. Dale anda, te va
a sacar la mufa que tenés pintada en la cara.- dijo ella al tiempo que
se soltaba de sus brazos y se lavaba las manos. -No tengo mi bata-, dijo sonriendo
y tirando de la cinta que sostenía la bata atada en su sitio. -Uh, bueno,
anda y yo te la dejo en la cama para cuando salgas.-
Él le dio un beso
corto en la mejilla y sintió que el mundo se estaba diluyendo. Fue hasta
el baño y abrió las canillas de la ducha, reguló el agua
y fue a la habitación a sacarse la ropa. Prolijo como era dejo todo bien
acomodado en la silla y sólo con el slip volvió al baño.
Una vez desnudo entró y sintió el golpe de las gotas en el pecho.
Se enjabonó y se lavó el pelo. Después se dedicó a
relajarse bajo la presión del agua cayendo. Su cabeza seguía volando
de aquí para allá, pero esa sensación de sentirse minúsculo
seguía persiguiéndolo. Buscó en su cabeza los otros argumentos
que solía darse para levantarse el ánimo. Ya había revisado
su trabajo y estaba contento con eso, pero qué había de él,
de su cuerpo, de su presencia. ¿Era alguien realmente opaco?
Ya rondaba
los cuarenta pero seguía medianamente en forma. El pelo se le había
vuelto canoso con los años pero eran canas que le daban -un toque de distinción-
como le había dicho ella alguna ocasión. Tenía un rostro
masculino, marcado de vivir, pero eran marcas de risas, de buena vida, no marcas
de enojo o de dolor como había visto en algunos de sus amigos. Sus ojos
eran su fuerte y él lo sabía, oscuros y expresivos, se le notaba
el disgusto aún antes de pronunciar palabra y era capaz de reírse
a carcajadas con los ojos sin emitir siquiera un ruido. Se miró las manos
bajo la lluvia de la ducha y las vio grandes, nudosas, manos de alguien que trabaja,
no manos de pusilánime de computadora. -Me gustan tus manos-, dijo ella
una vez, -son manos que saben acariciar pero que no tienen miedo de apretar, son
manos duras, firmes, manos en las que me dejaría caer con confianza.- Sabía
dar placer.
Movió su cuerpo para que el chorro de agua fuera directamente
a su nuca ahora y permaneció así disfrutando del masaje reconfortante
hasta que el agua empezó a perder su tibieza. Entonces salió de
la ducha y se envolvió con una toalla grande y suave. Se secó bien
el pecho ancho y lleno de vellos, sonrió recordando cómo le gustaba
a ella enredar sus dedos en esos pelitos mientras se dormía después
de hacer el amor. Después se secó las piernas, aún torneadas
gracias al fútbol que había practicado en su juventud. Fue a la
habitación con la toalla colgada de la cintura y encontró su bata
azul recostada en la cama. Se plantó frente al espejo grande y se estudió
con objetividad. Era un tipo pintón, nada del otro mundo -pero si quisiera
podría salir a levantar minas por ahí-, pensó. -Si quisiera
-
repitió en voz alta. Soltó la toalla y se calzó la bata,
se volvió a mirar al espejo y sonrió.
Fue a la sala y como el
disco ya había terminado se puso a revisar la desordenada pila de CDs.
Todos en la casa tenían sus gustos particulares de música, y así
se mezclaba canciones infantiles con canciones latinas con canciones de jazz.
Optó por un disco tranquilo, de esos que te dejan charlar. Música
de consultorio decía su hijo mayor. Una vez echo esto dirigió su
mirada al maletín aún tirado sobre el sillón y estuvo a punto
de quebrar su promesa interna, pero se contuvo y no lo tocó.
Volvió
a la cocina donde las cosas ya estaban tomando color, las dos pizzas leudaban
sobre la cocina mientras el horno encendido caldeaba la atmósfera. Ella
se había puesto un kimono largo de seda que él le había comprado
en uno de sus viajes, pero que casi nunca usaba. Volvió a abrazarla por
detrás y esta vez sintió la calidez de su cuerpo a través
de la delgada tela. Notó que estaba desnuda como él bajo la bata
y apretó un poco más el abrazo, mientras espiaba sobre su hombro
como cortaba el queso. -En quince minutos está todo listo, - dijo ella,
-¿por qué no pones la mesa? ¡Ah! Y elegí algo para
tomar.- Él no dijo nada, sólo la hizo girar sobre sus pies y le
dio un beso largo, tierno, suave. Recorrió los límites de sus labios
con la lengua y paladeó ese sabor láctico que había quedado
en su boca después de haber comido un trozo de queso.
Puso el mantel
y los platos, buscó las copas y las servilletas, finalmente puso los cubiertos
y no olvidó un detalle perfecto que ella adoraba. Una vela grande, de color
verde, aromática, fue la elegida esta vez. La encendió y con el
temporizador de luz ajustó la intensidad hasta reducirla a un mínimo.
Después buscó en la alacena un vino que estaba escondido bien al
fondo. Era un vino tinto, con mucho cuerpo, se lo habían regalado para
un cumpleaños hacía un par de años y nunca lo había
querido abrir esperando el momento ideal que en realidad nunca llegaba. -Esta
noche es la noche ideal-, pensó. Y fue en busca de un destapador. En la
cocina ella acababa de poner la pizza en el horno para que el queso se fundiera,
él pasó a su lado y le quitó el corcho a la botella. Ella
lo miró sorprendida, -¿Ese elegiste?- -Alguna vez hay que tomarlo-
dijo volviendo al comedor.
Sirvió un poco en una copa y la estudió
con aires de enólogo erudito. Tenía un color rojo oscuro, con iridiscencias
violetas, un rojo profundo que le recordó el color de la sangre. Asomó
su nariz y se dejó envolver por la fragancia dulzona del vino, recordó
ese viaje familiar que habían hecho algunos años atrás a
Mendoza y trató de adivinar los paisajes escondidos detrás del golpe
inicial. Recordaba bien los álamos rodeando las vides, las plantaciones
de durazneros cercanas a las fincas, la fresca tiniebla de la bodega visitada,
el olor a madera que habitaba en los pasillos plenos de toneles de roble. Tomó
un sorbo y lo mantuvo en su boca durante un momento dejando que el líquido
acariciara su lengua con esa textura aterciopelada, lo tragó y sintió
la calidez descendiendo por su pecho mientras disfrutaba de la aspereza de los
taninos que le daban al vino su particular cuerpo. Entonces ella:
-Para nada-,
dijo mientras admiraba la forma en que su silueta se recortaba contra la potente
luz de la cocina a su espalda, dejando su rostro en una extraña semipenumbra
que hacía que sus rasgos asemejaran un boceto a lápiz. -Ya está
lista la pizza, ¿pero me convidas un poco de vino antes?-, ella se acercaba
mientras hablaba y entonces él pudo ver sus facciones con claridad. Su
boca deliciosa, labios llenos y tibios, la nariz recta que le daba aspecto de
señora formal hasta que viendo sus ojos esa impresión se desvanecía.
Estrellas de simpatía brillaban siempre al final de sus ojos café,
tenía una mirada dulce, capaz de apaciguar las tormentas infantiles que
se abatían a veces entre sus hijos y capaz de levantar olas de pasión
en él cuando se lo proponía. Cuando sonreía a él se
le olvidaba el mundo y era capaz de plantar un pequeño beso en cada una
de las miles de pecas que le cruzaban.
Ella tomó la copa y él
sin soltarla la dirigió a sus labios. Bebió lo que él le
ofrecía mirándolo directamente a los ojos. Él movió
imperceptiblemente la mano y una gota roja se escapó por la comisura de
sus labios, se deslizó siguiendo el contorno de su rostro, se balanceó
como un equilibrista y finalmente se desplomó cayendo indecentemente en
la naciente de su escote para perderse dentro del kimono. Ella seguía parada
frente a él, serena y expectante, mientras él perseguía como
un ladrón furtivo ese rubí líquido con la mirada. Sosteniendo
aún la copa se acercó un poco más y con su boca y su lengua
siguió el camino del vino. Cuando llegó al cuello supo que no podría
detenerse.
Su mano subió haciendo el trayecto inverso hasta su boca,
ella entreabrió los labios y lamió suavemente sus dedos sin dejar
de mirarlo. Dejó la copa sobre la mesa y acarició con dulzura el
contorno de sus ojos, delineó bajo sus yemas sus rasgos y siguió
el perfil de su cuerpo. Bajo la bata de seda podía sentirse el cuerpo latiendo,
tenso como una cuerda. Cuando sus manos rozaron sus pezones sobre la tela los
notó sobresalientes y tirantes. Se detuvo allí, acariciando levemente
en pequeños círculos mientras veía la excitación aletear
en la nariz de ella, labios húmedos, ojos cerrados. Dejó a sus manos
seguir su viaje hasta su cadera que adivinaba tibia y llena de ansias ya. Cuando
deslizó apenas sus dedos sobre su monte ella no pudo reprimir un suspiro.
Sin
decir una palabra buscó la cinta anudada en la cintura y la soltó.
Dejó que los pliegues de la seda cayeran por sí mismos y apoyó
su palma en el espacio entre sus pechos. Sintió la respiración acelerada
y el eco sonoro de su corazón bajo la piel mientras hacía a un lado
la tela para dejar al descubierto uno de sus senos. Lo acarició con ganas,
sintiendo su peso y las distintas texturas de la piel. Recorrió su pezón
oscuro y le dio un tenue pellizco. Esta vez fue un gemido lo que fluyó
de la garganta de ella. Él acercó su boca al pezón para lamerlo,
besarlo y morderlo con una suavidad extrema. Las manos de ella despertaron de
su letargo de pronto y se hundieron en el pelo de él. Una de ellas buscó
su boca y acompañó el recorrido que él hacía del pezón,
sintiendo los delgados hilos de saliva que dejaba trazados en su piel sensible.
Los dedos de él mientras tanto vagaban por su columna, s
Entonces fue
cuando su mano se atrevió un poco más y buscó el interior
de sus muslos. Podía sentir la tibieza y ese aroma salvaje a hembra le
estaba inundando los sentidos. Ella se movió ligeramente, dejándole
espacio para que pudiera acariciarla sin medias tintas. Él dejó
de besarla y dirigió su mirada al monte de Venus, recortado, prolijo, hinchado,
pulsante. No pudo evitarlo y se arrodilló como adorando esa visión.
Su boca se detuvo en el ombligo mientras su mano curiosa jugaba con sus labios
húmedos y resbaladizos. Ella tiró la cabeza atrás y buscó
apoyarse en la mesa para no caer porque las fuerzas empezaron a flaquearle en
las piernas. Toda ella se concentró en un punto ínfimo de su cuerpo
y hacia allí, sabedor y deseoso de otorgar placer él se dirigió.
La primera pasada de su lengua arrancó un gemido del centro mismo del pecho
de ella. Su botón estaba congestionado, inflamado.
Ella sostenía
su peso con una mano en la mesa y un pie en la silla cercana, mágicamente
etérea, suspendida por el delgado cordel de su excitación frente
al abismo absoluto del placer que él le estaba regalando. Había
hundido sus dedos en la cabellera negro plateada, presionando a veces y dejando
en libertad otras.
Perseguía su presa con sabiduría y paciencia,
con velocidad y ternura, como un cazador experimentado. Percibía ya las
primeras señales que delataban su cercano orgasmo, alcanzaba a atisbar
desde abajo el rostro acalorado y sonriente, esa lengua que él adoraba
sentir jugando en su cuello serpenteaba a veces mojando sus labios y cada movimiento
de su boca arrancaba gemidos de gata de su garganta, los pezones podían
verse duros y oscuros, apuntando al techo, y ese sabor agridulce que tanto le
enervaba los sentidos impregnaba toda su boca que en ese momento tenía
aprisionado su clítoris mientras dos dedos se deslizaban suavemente en
el interior caliente de ella. Fue entonces que sintió el sutil cambio y
lo supo. Ella pareció desprenderse de su cuerpo por un instante y flotar
a la deriva arrastrada por ese mar de placer que acababa de inundarla. Él
continuó sin embargo besándola y acariciándola.
Ella atrajo
el rostro de él hacia el suyo y lo besó sosegadamente, saboreando
los restos de su placer aún presos en la lengua que la había transportado
a las fronteras del infinito. Él se entregó a sus caricias y sus
besos, permitió que lo desnudara y permaneció sin moverse mientras
la bata azul se desmayaba en el piso de madera. Ella no dejaba de mirarlo a los
ojos, segura pero con una estrella de picardía adolescente escondida al
final de sus enormes ojos café. Ambos estaban desnudos frente a frente
y el único contacto que mantenían era a través de sus miradas.
Entonces sonrió como una niña que acaba de planear una travesura,
levantó sus manos pequeñas hasta la frente de él y las dejó
moverse como ágiles exploradoras. Recorrió cada línea y cada
surco de su rostro, se dejó resbalar por el puente de su nariz y con su
pulgar se aventuró dentro de su boca. Dejó que lamiera sus dedos
mientras...
Sus pezones pequeños y chatos de pronto sintieron los finos
dedos de ella caminándolos en pequeños círculos. Ella entonces
apoyó la palma de una de sus manos en el vientre de él y lo rodeó
hasta pararse frente a su espalda. Las manos entonces recorrieron su columna y
un escalofrío placentero se le anudó en el pecho. Ella acariciaba
plenamente, sin sutilezas, sin dejar escapar los pliegues y los huecos, deteniéndose
por momentos cuando sentía la pesada respiración. Sus glúteos,
el interior de la hendidura que los separan y hasta ese orificio prohibido fueron
buceados. Cuando sus manos tomaron sus caderas y se deslizaron por el exterior
de sus muslos, él sintió claramente los pezones de ella rozando
su piel y creyó que no podría resistirlo. Fue por eso que aprisionó
la menuda mano entre las suyas.
Magníficamente erecto, duro y palpitante.
Así estaba él. Dejó que sus dedos se deslizaran a lo largo
de su pene, tocando apenas pero sintiendo su calor. Se detuvo en su glande y suavemente
tiró hacia atrás de la piel que lo cubría con una de sus
manos mientras que con la otra distinguió claramente la suavidad lubricada,
tersa, brillante y encendida. Y permaneció así suspendida en el
tiempo, acariciando con una mano suavemente la punta de esa espada que conseguía
desgarrarla de gozo y con la otra subiendo y bajando por el filo, coqueteando
con sus testículos, enmarañando sus dedos entre los pelos púbicos.
Él necesitaba calmar esa sed que lo destruía y deshaciéndose
de las manos que lo arrastraban hasta las puertas del cielo giró y buscó
su boca. Ella lo recibió y lo dejó beber, oasis de pasión.
Él dio un paso atrás entonces dejándola sorprendida y algo
enojada. Sin apartar sus ojos de los de ella, él retrocedió hasta
el sofá y se sentó haciéndole un gesto de invitación.
Ella caminó felina y plena de goce anticipado a su encuentro.
Apoyó
una rodilla en el sofá y buscó su boca, él la tomó
de las caderas y atrajo su blanda humedad. Estaba jugueteando y ella disfrutaba
plenamente de ese juego, cerró los ojos y mordió su labio inferior
cuando sintió la punta de su fibrosa vara deslizarse a lo largo de su entrada.
Bajó un poco la cadera y el extremo de su pene se introdujo haciendo que
sintiera una oleada de electricidad corriendo por su cuerpo. Él la retuvo
así sin moverla mientras su lengua exquisita saboreaba la excitación
que le brotaba por todos los poros de la piel.
Entonces le apartó el
largo pelo rojizo de su cara buscando sus ojos, quería sumergirse en su
mirada al mismo tiempo que en su cuerpo. -Mirame-, pidió con un hilo de
voz, ella desplegó sus párpados y se los entregó límpidos
y transparentes para que leyera en su alma las sensaciones que bullían
por su sangre. -Te veo- suspiró ella mientras sentía por fin como
era reciamente penetrada. Se deslizó hasta que sintió su piel pegada
a los suaves pelos pubianos de él y permaneció así, como
si todo a su alrededor se hubiera detenido. Estuvieron así segundos, minutos,
horas, qué importa
Fue eterno para ellos, sumergidos uno en el otro,
buceando en los confines de su esencia. Mano en mano, ella en él, él
en ella, empezaron a moverse siguiendo un ritmo interno único, como bailarines
siguiendo una coreografía. La respiración de ambos excitada, la
piel perlada de dicha, ella cabalgaba y...
Fue entonces cuando él se
vio. En medio de ese poderoso estremecimiento de supremo goce ella le devolvió
su imagen en las lunas de su mirada, tal cual como ella lo veía, y se descubrió
enorme, íntegro, completo, amado, feliz
Ya no es tan gris, chispas
de color brillan en su alma desde esa noche. Sus miedos a veces tratan de asomar
su repugnante cara entre las sombras pero él los aleja con el recuerdo
de esa cena que no fue. Sus demonios huyen aterrorizados a esconderse frente a
esa verdad revelada y él ya no necesita más argumentos. Lo único
que precisa es esa imagen fresca y entera que ella le regaló junto al café
intenso de sus ojos.
fin
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