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Esa deliciona niña

en Hetero: General

            Estaba muy feliz de haber regresado a mi país. Bueno, aunque fuera de la peor manera que una indocumentada puede volver a su tierra natal: DEPORTADA.

            Sentía un nudo en la garganta y unas espantosas ganas de llorar cuando hacíamos fila en el aeropuerto de Dallas, esperando pasar la aduana aérea, custodiados por una fila de agentes de Inmigración como si fuésemos criminales indeseables en tierra extraña. De repente escuché mi nombre:

            -Karla Málory...

            El gringo que lo pronunciaba tenía un pésimo acento y no podía pronunciar bien mi nombre.

            -Mallory -le corregí.

            -Oh, perdón... Mallory... Pour... Par...

            -Portillo Merino -le ayudé a completar mis apellidos.

            -Sí, eso... favor pase aquí -dijo señalándome la puerta por donde tomaríamos el avión.

            -<<Gringos tontos, ni siquiera saben hablar bien>> -pensé para mí misma, como una especie de callado desquite.

             Entramos en él y me acomodé en un asiento, cerrando los ojos con la intención de dormir y de olvidarme por completo de todo.

            En realidad, durante mi estadía en los Estados Unidos siempre deseé volver a mi gente, a mi primer hogar. Desde que bajé del avión, en el Aeropuerto Internacional de Comalapa, lo primero que se me vino a la mente fue volver a la colonia donde viví por dos años con mi esposo, en la casita que la abuela de éste tiene en la colonia Panamericana de San Miguel. Gilberto se había salvado de la deportación por que la noche en que el Servicio de Inmigración hizo la redada, se encontraba en casa de uno de sus amigos de parra (sabe Dios como me disgustaba que saliera con sus amigotes y regresara a altas horas de la madrugada, sin saber yo en donde había estado y con quién).

             Llegue a la casa de la abuela de mi esposo con más penas que ánimos, pues en verdad mi futuro se veía negro, negro. En El Salvador las oportunidades de trabajo no son muy abundantes y si las hay, el pago es muy poco, especialmente para las que tenemos muy pocos estudios académicos.

             Así pues, llegué, saludé a la abuela de Gilberto, platicamos un rato y luego entré al cuarto en el que habíamos vivido con mi esposo, a comenzar a desempacar lo poco que los gringos me permitieron traer conmigo.

             Pasaron dos días a lo sumo y mi aburrimiento iba en aumento. La segunda mañana, fuera de la casa y me senté en la acera a mirar la gente que pasaba y a tomar un poco de sol. Pocas caras nuevas, casi todos los que pasaban me saludaban y preguntaban por Gilberto.

            De pronto algo me sacó de mi hastío. Una chiquilla se detuvo y me dirigió unas palabras:

            -Hola, Karla.

            Volví la mirada y frente a mí se erguía la figurita fina y delicada de una chiquilla que apenas estaba entrando en la adolescencia. Su hermoso rostro dibujaba una amable sonrisa lo que cerraba con broche de oro lo esplendoroso de su cuerpo.

             Me costó un poquito reconocer en ella a la hija menor  de los Cubías, quienes viven a dos casas, había cambiado mucho la cándida niña que yo conocí. María Angélica se había convertido en apenas dos años en toda una mujercita de trece. Su cuerpecito infantil que yo recordaba había dado paso a unas curvas deliciosamente delineadas, sin excesos ni carencias. No había cambiado, sin embargo, su carita angelical, sus brillantes e inocentes ojos café oscuros, su nariz pequeña y sus finos labios. Su cabello lacio y castaño estaba más largo de lo que recuerdo y le caía abundante hasta muy por debajo de los hombros.

             -Hola -dije emocionada y levántandome de donde me encontraba sentada, le di un fuerte abrazo, como las grandes amigas que siempre hemos sido.

            -¿Cómo estas? -preguntó.

            -¿Bien y vos?

            -Bien. ¿Cómo te fue en el viaje?

            -Más o menos, poco triste porque me “pescaron” y me deportaron, pero estoy craneando la forma de volver.

            -Eso está bien -dijo.

             Se sentó a mi lado y platicamos largamente, riéndonos al acordarnos de todos los buenos momentos que hemos pasado. Al final, le invité a salir a Metrocentro a hacer unas compras al día siguiente. Ella aceptó de buena manera.

             Las compras nos llevaron un par de horas. En gratitud que me estaba ayudando, le compré una ropa a la cual se le quedó viendo largamente en una tienda, lo cual me hizo caer en cuenta cómo ella deseaba esas prendas. Al principio no quiso aceptarlas, pero la obligué a tomarlas pues pagué por ellas aún en contra de su negación.

             Bueno. Regresamos a su casa y la encontramos cerrada. Yo iba a tocar para que nos abrieran, pero Angélica dijo:

            -No hay nadie. Mi mamá debe haber salido a dejarle comida a mi papá (entonces su padre era controlador de los buses que corren desde el Municipio de hasta El cantón El Pedrerito).

            -Si querés entonces, vení a mi casa y te estás ahí mientras viene tu mamá.

            Angélica sonrió, no sé por qué y dijo:

            -No. Aquí está la llave, mirá. -Y metiendo su manecita en medio de los espacios de la ventilación, extrajo un hilo de donde pendía la herrumbrosa llave.

            Introdujo la llave en la cerradura y con poca dificultad abrió. Entramos a la casita donde pude darme cuenta que no había cambiado mucho desde la última vez que había entrado. Aún la única pieza de ella estaba dividida por una cortina que separaba la improvisada sala del incómodo cuarto donde se encontraba la cama de sus padres y la cama de dos niveles donde dormía ella y su hermano. Aún había por todos los rincones el dejo de extrema pobreza en la que habían vivido desde siempre. Me da lástima decir esto, pero en las condiciones de miseria en que vivía ella y su familia y lo hermosa que se estaba poniendo la niña, lo más seguro es que terminaría siendo seducida por las ansias de saciar todas esas necesidades y terminaría convirtiéndose en una prostituta.

            Entramos y pusimos todos los comprados sobre la mesa y ella cerró la puerta. Comenzamos a descargar y separar lo que era mío y lo que había comprado para ella y su familia. Al final llegamos a la ropa que le había comprado. Con muchas ilusiones tomó las prendas que le compré y las apartó a un lado de la mesa. Yo, sin ningún tipo de malicia le dije:

            -¿Te gusta la ropa?

            Muy emocionada dijo:

            -Claro. Hace mucho tiempo que no me estreno nada.

            -Si querés ponétela desde ya -le dije.

            -No. Voy a esperar una ocasión especial para estrenarla.

            -Vamos -le dije-. No hay mejor ocasión que ahora... para celebrar que he vuelto.

            Ella se mostró reacia un poco a estrenar su ropa, como si le diese lástima; sin embargo unas pocas palabras fueron suficiente para hacerla cambiar de opinión.

            -Está bien. -dijo.

            Se fue detrás de la rala cortina que separaba la habitación y se cambió de ropa. Ella no lo sabía, pero como del lado donde estaba ella era más iluminado que donde yo estaba, yo podía mirar a trasluz su linda silueta cuando se estaba cambiando. Vi con relativa claridad cuando el vestido de Angélica se desprendió de sí y cayó al suelo, dejando al descubierto sus carnes, que seguramente estaban tan trémulas como las mías por la emoción. Con rapidez, se puso los jeans y la blusita y salió del cuarto.

            -¿Cómo me queda? -preguntó.

            -Muy bien -contesté. En realidad quería decirle que se veía muy hermosa con esas prendas. Como dije los dos años que habían transcurrido le habían obsequiado una linda figura de mujercita. Mucho mejor que la mía cuando tenía su edad.

 

            Haciendo un paréntesis, quiero excusarme po no haberme descrito. Soy Morena, como la mayoría de latinas, pelo negro y lacio que me cae hasta un poco más abajo de los hombros, mido un metro sesenta centímetros y tengo un cuerpo, si no espectacular sí bien “llamativo”.   Tengo pechos de mediano tamaño, cintura más o menos estrecha y caderas  abundantes. Es decir, soy un poco “rellena” si se le quiere llamar así. No soy muy bonita que digamos, pero si atractiva, ojos no muy grandes, más bien rasgados, nariz respingada y labios gruesos. Como ven,  no difiero en mucho de la típica chica latina.

 

            -Ahora probate el vestido -le dije.

            Ella se fue detrás de la cortina nuevamente y trató en vano de quitarse el pantalón. A los pocos segundos gritó:

            -Karla, ayudame, por favor. La cremallera se atoró.

            Pobrecita la Angélica. Era la primera vez que se ponía unos jeans que de la premura con que quiso quitárselo, el cierre atrapó un trozo de la blusa y se había atascado. Yo fui a ayudarle y solo bastó subirlo de nuevo para que desprensara la pieza superior y bajara de manera mágica.

            -Gracias -dijo-. Quedate aquí, quiero que me ayudés con el vestido.

            Y delante de mí se quitó los jeans y la blusita. Como una bella visión, su cuerpecito quedó medio desnudo, cubierto apenas por su tanga y su brassier, casi infantiles, pero que le otorgaban un toque de delicada ingenuidad y furiosa sensualidad. Claro, la chiquilla no sabía todas las emociones que estaba despertando en mí. Estaba lejos de imaginar todo aquello que estaba cruzando por mi mente.

            -Ayudame a cerrar la cremallera -dijo. Y entonces sus palabras me sacaron de mis pensamientos. Ya se había colocado encima el vestidito y me daba la espalda para que le cerrara el vestido. Así lo hice y ella muy contenta fue a pararse frente al espejo de la sala, a contemplarse embobada. En realidad tenía mucho por qué estarlo, pues la prenda, por lo cortito hacía resaltar sus piernas lindas y bien formadas, aparte que lo ceñido de la cintura hacia arriba hacía destacar su plexo.

            Luego volvió adentro del cuarto donde yo me encontraba aún, se sacó ella sola el vestido y se iba a colocar el overol. Yo la alcancé antes que lo hiciera y le dije:

            -Quiero ponértelo yo.

            Ella accedió y yo me tardé cuanto pude en la tarea con una fingida torpeza mientras le decía:

            -Angélica?

            -Qué? -dijo mientras levantaba una de sus piernas para meterla en la prenda que yo le detenía en esos momentos.

            -¿Sos en verdad mi amiga? -pregunté

            -Sí, claro. Bien sabés que sí -contestó y metió la otra pierna.

            -Sabés que las amigas comparten todo, ¿No?

            -Claro. Sabés que todo lo que tengo podés usarlo cuando querás -dijo, mientras se alzaba para que le abrochara los botones por delante la prenda.

            -Sabés que me gustaría que compartieras conmigo? -le pregunté mientras estaba a punto de ajustar los tirantes del overol.

            -El qué?

            -A vos -le dije al mismo tiempo que mis brazos le aferraron por su cinturita y mi boca buscó con ansiedad febril la suya.

             La chiquilla se sorprendió, de más está decirlo, y trató por unos instantes de soltarse, pero su frágil cuerpecito no albergaba suficiente fuerza como para evadir mis labios que se apoderaron de los suyos con poca dificultad. Por unos momentos forcejeó, o por lo menos hizo ridículos gestos que parecieron eso. Pero poco a poco fue aflojando hasta que sus movimientos de rechazo desaparecieron y se transformaron en unos que se coordinaban con los míos. Y se abandonó a mis besos y caricias.

            Como aún no había abotonado su overol, me fue muy fácil desprenderlo de su cuerpo con sólo soltar los tirantes y volvió a quedar en su ropita interior. Mis manos recorrían aquel cuerpecito de mujer incipiente, explorando todas aquellas regiones, quizás por vez primera, de una manera que comenzó a temblar, no sé si por la excitación o por el temor. Su boca aún se encontraba endosada a la mía y parecía no querer soltarla y tal vez por un acto reflejo, cuando yo saqué mi lengua de dentro de su boca, ella introdujo la suya dentro de la mía, algo que me sorprendió gratamente.

             Solté sus labios sin despegarme mucho de ellos, solamente para hacerle una pregunta casi boca a boca:

            -Angélica, decime algo...

            -¿Q.. Que? -dijo tiritando.

            -Sos virgen...

            -¿Virgen? ¿Qué es eso?

            Su pregunta con el gesto de asombro que la acompañaba, me hizo caer en cuenta de inmediato que si lo era. Me dio unas ganas intensas de echarme a reír, pero traté de contenerme, asomando solamente una sonrisa a mi rostro.

            -¡Ay, mi niña tontita! -exclamé.

            -¿Qué es, pues? -repitió.

            -Olvidalo -dije.

             Y continué besando aquellos labios de niña que por vez primera se estrenaban en otros labios.

 

            Actualmente tengo 21 años. A los 18 me casé un poco empujada por la situación, pues me encontraba embarazada de mi novio. ¿Cómo fue? Mi caso es un poco especial. Mi esposo es un “marero”. En mi país, se les llama así a los integrantes de pandillas que se dedican a cometer delitos menores o mayores para sobrevivir o solamente por perjudicar a la gente. Gracias a Dios Gilberto nunca se manchó las manos con la sangre de alguien, y eso debo agradecerselo al Señor. Creerán que soy estúpida, loca o algo por el estilo, pero, siempre, desde que afloraron las maras en El Salvador, soñé casarme con un marero. Algunas amigas me presentaron varios, pero al fin me decidí por él.

            Pero no pasó mucho tiempo para que yo me diera cuenta del gran error que había cometido. Mi esposo no era la persona que yo soñé para pasar la vida juntos. Era borracho consuetudinario, aunque tiene un trabajo fijo, a veces desatendía las obligaciones del hogar por las juergas con sus amigos. Nunca llegó a golpearme, sin embargo, en nuestras relaciones sexuales hacía todo lo que quería conmigo, sin importarle si yo lo disfrutaba o no o si lo que se le ocurría hacerme me producía dolor. Todo llegó al colmo cuando en estado de ebriedad, intentó convencerme que me acostara con toda su pandilla (que son aproximadamente doce hombres). Incluso en esa ocasión, me acorralaron en la casa y me hubiesen violado, pero logré escapar gracias a que todos estaban tan borrachos que les costaba mantenerse en pie.

            ¡Dios guarde! No me casé con él para que me compartiera. Me encontraba en verdad decepcionada de él y quizás fue una de las causas que inconscientemente buscara un amor puro y sincero, un amor angelical, cuidadoso y recíproco. Pero jamás imaginé buscarlo en una niñita.

             Lo que me devastó por completo había ocurrido meses antes.  Mi bebé era el alivio a todas las penurias que estaba pasando, y en efecto, fui muy feliz por tres meses, hasta que una fiebre me arrebató lo que más había querido en el mundo: a mi niño.

             Sumida en estas reflexiones estaba y casi sin darme cuenta, ni reparar en ello, ya tenía a Angélica en su cama, completamente desnuda y me encontraba lamiendo y chupando sus pechos que por vez primera se erigían en una rigidez espectacular. La chica era de tez trigueña, sin embargo hasta ese momento me di cuenta que el color de su piel se debía a las inclemencias del sol que soportaba diario al caminar bajo él a pleno mediodía ya sea para ir a su escuela o para ir a dejarle comida a su papá al trabajo, pues sus senos eran de una blancura inmaculada y sus pezones sonrosados como dos duraznos listos para ser cosechados. No sé que sabor tendrá los senos de una mujer, pero los de esa niñita sabían a miel y cielo. Jamás pensé que alguna vez me encontraría besando, lamiendo, chupando, acariciando, besando y mordiendo los senos de una chica, pero aquello era algo que me estaba gustando sobremanera y no quería dejarlo. Ella, como toda primeriza, no sabía que hacer, sin embargo el instinto en estos casos se impone. Sus gemidos apenas eran susurros quedos y casi inaudibles y sus movimientos casi nulos. Pese a ello yo podía sentir que mis besos y caricias estaban desatando un fuego intenso y abrasador dentro de sí. Pero ella me sorprendió con lo dijo a continuación:

            -Quitate la ropa vos también...

            -Quitamela vos -le respondí

            Ella no esperó mucho para obedecerme. Sus manitas tomaron  por la parte inferior mi blusa ajustada y tiraron de ella hacia arriba dejando semidescubierto mi plexo. Mi brassier no tardó ni diez segundo en seguir el mismo camino y mis senos morenos quedaron desnudos, mostrando mis pezones prietos que apuntaban rígidos hacia su rostro. Mis jeans estaban muy, muy ceñidos (en esos días había aumentado un poco de peso, más de lo que habitualmente suelo pesar). Sin embargo ella se las arregló para zafar el broche y bajármelo con mucha dificultad. Y en segundos ya mi tanguita era un pequeño cúmulo de tela amontonado en el suelo.

            -¿Y ahora? -me preguntó inocentemente.

            La cuestión me hizo entender algo de inmediato. Con ello me estaba pidiendo instrucciones, claramente diciendome que estaba dispuesta a hacer todo lo que yo le pidiera, de complacerme.

            -Como nunca lo has hecho -le dije-, solamente dejate llevar por mí; hace todo lo que yo te diga...

            -Está bien -asintió.

            -OK, mi amor -le dije mientras le besé tiernamente en los labios- por lo pronto disfrutá.

            Mi boca aprisionó la suya nuevamente rellenando  su cavidad oral con mi lengua y haciendo fluir ríos de saliva entre ambas. Poco a poco cada pulgada de su piel su recorrida por mis  labios, probando y bebiendo por primera vez de aquel cuerpecito virginal. Angélica probablemente va a ser de esas mujeres que al más mínimo contacto sienten una irresistible ansia de sexo, de penetración profunda, inmediata e interminable, pues no me estaba costando nada excitarla. Por mi parte me enardecía sobremanera escuchar por primera vez los gemidos entrecortados a veces con quejidos que brotaban de su boquita. Me sentía afortunada de ser la primera persona que oía los plañidos de amor de aquella niña.

            Mis labios se aferraron poco después de sus pechos incipientes, succionando sus pezones cuasi planos, haciendo que se elevaran por primera vez ese par de minúsculos montículos a merced de la presión negativa. De verdad, me costaba un poco asir con mis labios sus pezones de tan pequeños que eran, sin embargo la excitación de la caricia le hizo que éstos respingaran, aunque fuera un poco (a medida se sucedieron nuestros encuentros, estos fueron brotando  como un par de botones de rosa). Llevé mi cara más abajo, hasta su vientre virgen y me entretuve unos segundos besando y lamiendolo, como indicándole el lugar a donde me hubiera gustado llegarle por completo: hasta el fondo de su vientre, hasta la profundidad de su vagina.

            Por fin, llegue hasta la zona donde estaba ansiosa de explorar desde hace rato y había retardado para aumentar ese placer: su sexo. Contrario al mío, que ya había sido traspasado en innumerables ocasiones, su vagina estaba virtualmente sellada, como un signo de hermética virginidad. Pero aún, virgen como estaba, se encontraba abundantemente bañada por secreciones ralas y pegajosas que en pocos segundos fueron paladeados por mi lengua. En ese tiempo yo no sabía si había alguna diferencia entre las secreciones de una virgen y las de una que no lo es, jamás lo había experimentado porque ha sido ella la única hembra con quien me he acostado, pero sus jugos sabían a miel... a miel y a más miel.

             Mi lengua se solazaba en deambular en los contornos de la grieta diminuta que Angélica tiene entre sus piernas, disfrutando y alargando el momento en que se enfrascaría dentro de ella.

            Mi lengua al fin hendió la fina ranura hundiéndose suave y lentamente en ella, lamíendola, chupándola, besándola, succionandola y saboreandola. Yo me había ensimismado en deleitarme de su vagina para mi propio disfrute, pues no tenía necesidad de preocuparme si ella lo estaba disfrutando o no. Era evidente que aquello le estaba gustando tremendamente. Sus caderitas por instinto se meneaban circularmente y de un lado a otro, tratando de sacar el máximo placer de lo que yo estaba haciendo, y sus gemidos se hacían cada vez más prolongados, fuertes y frecuentes. En realidad el ruido que su boquita emitía era una alternancia de gemidos de placer profundo y de inaugurales dolores.

            Bueno, permanecimos así una infinidad de tiempo, yo aferrándome oralmente a su sexo que virtualmente ya no era virgen, y ella, desatándose en una sarta de ruidos y movimientos de placer. No sé si logró el orgasmo o no, pero llegó un momento en que se estiró por completo y posteriormente se desmembró en movimientos convulsivos y espasmódicos que parecieron que en realidad lo había hecho. Yo estaba contenta, pues la nueva experiencia me había encantado extraordinariamente. Me complació ver a aquella chiquilla estrenada, penetrada por vez primera, aunque fuese sólo con la lengua y comprobar que yo era capaz de satisfacer sexualmente tanto a un hombre como a una chica.

            -Te gustó? -le pregunté inútilmente.

            -Sí. Sí, mucho -contestó.

            -Ahora te toca a vos, mi amor -le dije.

            -Pero... ¿Cómo? Yo no...

            -Sólo hacelo como yo lo hice, mi amor.

            -¿Todo lo que me hiciste? -se ruborizó.

            -Sí, todo, mi amor.

            -Bueno -cedió.

            Bueno, lo que dije no era que me hiciera exactamente lo que yo le hice. Esperaba que fuera más “original” y “creativa”. Pese a ello, lo hizo bastante bien y me encantó como lo hizo.

            En las ráfagas de lucidez entre sus caricias, no pude evitar hacer comparaciones entre la forma de hacer el amor de esa chiquilla y la de mi esposo. Gilberto es un arrebatado, un “macho” completo, poco cuidadoso y feroz hasta que alcanza su orgasmo, sin importarle si yo lo he tenido o no. Esta niña era suave, cuidadosa, parecía escuchar mis gemidos y concentrarse en las zonas donde su estimulación los exacerbaba, en fin, era notorio que se estaba preocupando en que yo sintiera placer de nuestra relación. <<Siquiera mi esposo fuera como esta niña>> -Pensé. Tal vez si fuese así, no habría llegado a donde estaba. O quizás sí. Eso nunca lo sabré.

            La chiquilla chupaba en esos momentos mis pezones “tan diestramente” como un bebé cuando se alimenta, es decir, muy, muy inexpertamente. ¡Qué diferencia entre sus caricias y las de Gilberto!. En nuestras relaciones, mientras me penetra ya sea por delante o por detrás, a él le encanta sostenerme con firmeza asiéndose de mis pechos y apretujándolos despiadadamente.

            Algo de improviso me hizo olvidar mis pensamientos y me estremeció en lo más profundo. En ese instante, la chiquilla se había adherido a mi sexo, profusamente mojado y se afanaba en interdecir en él toda su lengua. Su órgano, lógicamente era pequeño en comparación con las cosas que han penetrado en mi vagina, pero la excitación de saber que era una chiquilla quien me la exploraba, de poder ver a aquella dulzura de mujer principiante bebiendo de mi vagina, incrementaba enormemente la sensación. Por lo menos eso sentí al principio. No pasó mucho tiempo para darme cuenta que eso no sería suficiente. Mi vagina, merced a muchas penetraciones y por el parto, era más “espaciosa” de lo que su lengua podía llenar. Estaba acostumbrada a ser atestada por completo que quizás sólo podría alcanzar el orgasmo de esta manera. El placer comenzaba a disminuir y yo no iba a permitir que eso sucediera, dando al trasto con todo lo bien que estaba resultando aquel encuentro.

            -Mi amor -le dije.

            -¿Qué? -preguntó.

            -Quiero algo...

            -¿El qué?

            -Meté tus dedos -le pedí.

            No preguntó más, escogió un par de deditos de su mano derecha y los enfiló hacia mi vulva, sumergiéndolos por completo en ella, empezando por sacarlos y meterlos repetida y rápidamente.

            -Pero no dejés de chupármela -pedí en un clamor antes de perderme en el remolino de placer que se incrementaba en mis entrañas con sus maniobras.

             Así que ella continuó con su forma inexperta y excitante de hacer el sexo oral mientras sus deditos se afanaban en propiciarme placer. Pese a todo, sus falanges eran pequeñas y de poco calibre y no proporcionaban el cien por ciento del placer que yo necesito siempre, así que le hice otra petición con parodia de súplica:

            -Meté todos tus dedos, mi amor... ¡Mételos todos!

            Ella no esperó una segunda réplica y con todo y todo, encajó cuatro de sus dedos, dentro de mí, aumentando el placer exageradamente, tan colosal que creo jamás había tenido semejante sensación. Y fue por ello que supuse que algo no era usual dentro de mi vagina. La sentía pletórica, como a punto de reventar, ensanchada al máximo, pero muy, muy delicioso. Me dí cuenta, al bajar la vista y dirigirla hacia ella, que había hundido totalmente su mano, hasta unos cuantos centímetros arriba de su muñeca, dentro de mi vagina. Jamás imaginé que tuviera semejante capacidad y tirando mi cabeza hacia atrás con la siguiente ráfaga de placer infinito, me entregué a aquel nuevo tipo de penetración para mí. Sus manos eran tan finas y delgadas, que encajaba perfectamente para causar intenso placer sin provocar dolor. Si alguna chica tiene la oportunidad de experimentarlo, la invito a que lo haga, pues la maniobrabilidad de la mano no la tiene otro miembro del cuerpo. Angélica lo había descubierto por azar. Metía y sacaba su miembro de mi vagina, lo rotaba, trataba de abrir sus dedos dentro de mi cavidad lo más que podía y todo ello me llevó a obtener un orgasmo asombroso en muy poco tiempo. Aunque trataba de ahogar mis gemidos, unos cuantos lograban escapar de mi boca, que si alguien hubiese pasado por la calle en esos instantes, los hubiese escuchad.

            Al final, quedé flácida en la cama, sin energías, totalmente exhausta, mientras Angélica sacaba su mano con dificultad de mi vagina, y se recostó sobre mí, colocando su mano sobre uno de mis pechos, embadurnándolo de mis secreciones. Entonces se me despejó la gran duda que tenía. ¿Cuál? ¡Si sabe diferente el sexo de una mujer experimentada y el de una niña no estrenada! Claro que saben diferente, los míos tienen no sé qué, que los hace más ricos, ricos. ¿Cómo lo supe?. Sencillo: tomé la mano que había estado enterrada en mis entrañas y me la llevé a la boca, chupando y lamiendo toda su superficie. Angélica, al ver lo que yo estaba haciendo me imitó, así que su mano fue lamida por nuestras lenguas de arriba a abajo, llegando un momento en que nuestros labios coincidieron en un punto y se juntaron de nuevo en el beso más tierno y delicioso que me han dado jamás.

             Pocos minutos después tuvimos que separarnos,  pues unos pasos parecían dirigirse a la casa. Falsa alarma, pero eso nos hizo salir de nuestro embeleso y recordar que muy pronto podría llegar su mamá o su papá y descubrirnos.

             Nos vestimos apresuradamente y nos despedimos con un beso ardiente y largo. Quedamos de vernos al día siguiente, a la hora en que su madre le llevaría la comida a su papá. Y así fue, más bien así ha sido siempre desde que nos juntamos.

             Hace tres días recibí una carta de mi esposo y un cheque postal con dinero suficiente como para emprender de nuevo la travesía hacia Estados Unidos, para que me reúna con él. Eso es algo que me ha puesto en un aprieto terrible, porque siento algo muy especial por esa chiquilla, no quiero dejarla. No sé qué voy a hacer porque sigo casada con él aunque esté lejos, pero al recordar a mi niña siento ganas de romper la carta y regalar el dinero...