miprimita.com

Un poco de miel (I)

en Dominación

Hace apenas un momento, mientras me preparaba, todo parecía fácil; ahora, en cambio, me asaltan las dudas, ¿cómo empiezo?, y más aún, ¿cómo sigo?

Bueno, es igual, empecemos por la presentación. Me llamo Sara y ..., bueno, aquí se supone que debería seguir mi descripción física, mencionando algunas características o los atractivos que considere importantes; pero, aunque no os lo creáis, o sí, que más da, sólo soy una mujer más, del montón, de esas que no contemplaréis sus encantos con embeleso en una revista, ni tampoco os giraréis para seguirla con la vista cuando os la crucéis por la calle, ¡qué pena!, ¿verdad? Pues eso, que no levanto pasiones.

Esta historia, y que ahora querría compartir con vosotros, ocurrió hace unos meses. Todo empezó con la boda de mi hermana. Como es normal, me había invitado y no tuve más remedio que aceptar. ¿Parezco reacia?, pues sí, no me apetecía lo más mínimo; pero no pude rehusar, que era lo que quería por que me fastidiaban todos esos comentarios de la parentela y demás conocidos, tan bien intencionados todos ellos, sobre mi modo de vida, en soledad, sin buscarme ninguna pareja, ni asomo de proponérmelo.

Yo lo había escogido así. Primero me dediqué totalmente a la carrera, luego mi profesión me había absorbido por completo, hasta el punto de que no deseaba para nada las complicaciones ni obligaciones de una vida en común, que en el caso de una mujer son muchas más, ¿o no? Bastantes ejemplos me daban y habían dado mis amistades. Bien pocos de buenos o prometedores, demasiados pocos, casi ninguno. Vale que no había probado las mieles, pero también me había escapado de conocer las hieles.

En fin, que no me pude escapar y llegó el día. La ceremonia, el banquete, luego la fiesta, y allí seguía yo, que remedio, no me podía ir tan pronto, participando del ambiente o, al menos, haciendo acto de presencia entre los invitados, la mayoría conocidos, algunos no, pero apenas alguien interesante. Todo transcurría con normalidad y la verdad es que si me hubiese estado calladita, nada habría pasado y mi vida hubiese continuado igual, pero...

Hubo un momento en el que, en mi deambular por los diferentes grupos que se habían formado, me encontré cerca del novio, que estaba conversando con alguien que me era desconocido, aunque ya me había fijado en él antes. El tema, ¡para qué os voy a contar!, el de siempre entre el elemento masculino. No sé por que me molesté, tal vez por que fuese el novio, ahora ya mi cuñado, el que se expresaba de esa manera en su propia celebración, tal vez por que, inconscientemente, había esperado más de aquel otro; pero les eché en cara el que hablasen así, sobre todo cuando para uno de ellos era el día de su boda.

Aquel que me resultaba desconocido intervino, aunque yo no me había dirigido sino a mi cuñado, respondiéndome que yo no conocía el tema del que estaban hablando. ¡Pensaba acaso que era sorda!, contestando que claro que les había oído, y entendido perfectamente lo que decían.

- No -me dijo tranquilamente-, no se trata de eso, tú no sabes que hablamos, por que aún no has conocido el sexo y, tal como has planteado tu vida, puede que nunca lo conozcas.

¡Qué chasco!, ¡qué vergüenza!, ... ¡qué todo! Y menuda indiscreción de "alguien" con quien ya ajustaría cuentas luego. Hermanita, ¡prepárate!, hay cosas que no se cuentan y menos si llega a oídos de..., de un..., nada que no le interesa a nadie. La cabeza a punto de explotar, montones de palabras pugnando por salir, todos los colores por la cara y yo sin decir palabra, muda de espanto. Y, por si no fuera suficiente, él me seguía mirando tranquilamente, ¡cómo si no pasase nada¡ No podía resistir su presencia, tampoco su mirada... ¡Tierra, trágame!, pero no, no hubo suerte y ni empujando con el tacón se abrió grieta alguna en el suelo.

Tan sólo pude escabullirme, casi correr, sin rumbo, lejos. En cuanto pude, me refugié en el baño y allí ya no pude aguantar más. Me desahogué, llorando amargamente un buen rato, sin preocuparme para nada de la fiesta que había un poco más allá. Si primero por la vergüenza y el mal trago, luego no lo sé, tal vez por mí misma, por lo que había hecho, por lo que no había hecho, por ..., por yo que sé, simplemente lloré hasta que no me quedaron lagrimas, ¿vale?

Los días pasaron, pero el recuerdo seguía allí, con su aguijón envenenado. En un momento, sin saber como, tal vez por la ocasión, tal vez por la bebida, tal vez por todo junto, se había desmoronado mi modo de vida, cual castillo de naipes, ¿tan frágil era?, sí, tanto que sólo con un empujoncito había caído. ¿Podía hacer algo?, ¿qué? Tenía la cabeza a punto de explotar, pero no encontraba remedio a mis males y mis angustias. ¿O sí?, ¿o tal vez no? Estaba hecha un lío, ¿se nota?

Llegó un momento en que ya no podía aguantar más de esa manera, y decidí pasar a la acción, a la brava si fuese necesario. ¿Qué me hacía falta?, ¿una ...verga? ¡Uf!, sólo de pensarlo, así de sopetón, se me revolvía el cuerpo, parecía muy ...brusco. Pero, bueno, si ... si quería eso, pues, ¡hala!, a buscarla. ¡Je!, ¿y dónde?, ¿y así?, por las buenas. Difícil papeleta. No me veía capaz de insinuarme a ninguno de mis conocidos, bueno, la verdad es que tampoco me veía en sus brazos, no lo había estado hasta ahora y no me parecía el momento más adecuado para cambiar. ¿Por qué?, pues, por que cualquiera de ellos, para empezar, se lo creería demasiado y luego, peor todavía, se creería con derecho presente y futuro sobre mi persona, simplemente por haber disfrutado un rato con mi cuerpo y haber conseguido la ...novedad. Y si no me había apetecido ninguno de ellos antes, ¿por qué iba a ser diferente ahora? ¡No!, ese no era el camino más conveniente. Pero entonces, ¿cuál?, ¿un desconocido?, podía estar aturdida, acomplejada incluso, pero eso lo rechazaba de plano, demasiado impersonal, sólo sexo, sin emociones. Antes que eso, siempre podía recurrir a... métodos algo más manuales, al menos la primera vez.

En mi recorrido diario entre el despacho y mi casa, recorriendo una de las principales calles de Barcelona, que la cruza de mar a montaña, pasaba cerca de una sex-shop. Ya, ¿y cómo sabías tú eso? Oye, que una sea abstemia de sexo no quiere decir que sea mojigata y vaya por la vida sin enterarse de nada.

Pues bien, pues no, no tan bien, sí que pensé en entrar y crucé por la puerta varias veces, pero cada vez parecía que había un muro enorme que tapiaba el edificio. Sólo con la idea, ya me ponía enferma a una manzana de distancia y cuando llegaba a su altura, me creía morir, ¡qué vergüenza!, y no sólo eso, además temía que se me viese en la cara mis intenciones, y, lo peor de todo, cruzarme con alguien conocido justo allí, cerca de la puerta o al entrar.

¿Qué pasó? Pues que, finalmente, después de cuatro intentos fallidos, con sus consiguientes vueltas a la manzana para disimular, a la quinta hice de tripas corazón y entré.

No sé que fue peor, si la indecisión anterior cuando estaba fuera o el verme allí dentro. Pero ya no tenía remedio, así que seguí hasta el fondo, donde había algo más de luz y se adivinaban los aparadores, cruzando un pasillo con una serie de puertas a los lados, alguna cerrada y otras entreabiertas, que daban paso, no, no daban paso a nada, que va, aquellos cubículos eran más pequeños que cualquier celda de castigo que vemos en las películas. Con las piernas temblando a cada paso y casi mareada, llegué ante el primer aparador.

Me quedé paralizada por la impresión, que galería de... ¿penes?, bueno, dejémoslo en imitaciones de, más o menos logradas en cuanto a la forma, pero con unos tamaños que supongo exagerados en la mayoría de la exposición (sobre todo si tenemos en cuenta esos recientes artículos en la prensa). Pobre de mí, demasiada variedad para una inexperta como yo, y ¿qué hago yo ahora? ¡Oh, claro!, pide consejo, muy gracioso lo tuyo. No, rotundamente no, ¡antes me muero!

De poco me fue. Tan pasmada como estaba, no me percaté de una presencia que se había colocado a mi lado. Sólo oí una voz masculina que, con un susurro, me ofrecía ayuda para escoger lo más adecuado. Con un sobresalto por la impresión, me giré fulgurante, importunada por la interrupción, para mandar a paseo a aquel impertinente.

Pero no, no hice tal cosa, tan sólo enmudecí. La sorpresa fue mayúscula, pues era él, el mismo de la fiesta que me había herido con sus palabras. La última persona que esperaba encontrar o, mejor dicho, la que menos hubiese querido encontrarme. Fuera de aquí tampoco querría, aún me incomodaba su recuerdo; pero aquí aún era peor, tanto por el lugar, como por las circunstancias. En fin, había ocurrido, y yo con estos pelos.

¿Y ahora qué?, ¿qué podía hacer? No sabía si huir o continuar allí. Pensé que, de momento, sería mejor aparentar una calma que no sentía, mientras se resolvía la situación. Opté por preguntarle, tontamente, que era lo que hacía allí. Que me había visto en la calle y me había seguido al interior del local. Vaya, ¡tonta de mí!, precisamente había ocurrido lo que más temía y no me había percatado. ¿Y cómo podía explicarle mi situación? Ni idea y tampoco ganas de sincerarme con él. Así que no se me ocurrió otra cosa que comentar que una amiga me había encargado comprobar si había novedades en el catálogo.

Su mirada me mostró en seguida que no le había colado mi trola, claro, como iba a ser sino si yo tampoco me la creía. Total que, perdido por perdido, le indiqué que aceptaba su ofrecimiento, esperando que, mientras tanto, se me ocurriría una solución al tamaño embrollo que me había metido. Pero no se explayó en comentarios, sino que, ni corto, ni perezoso, hizo una discreta señal al dependiente, tal cual asiduo cliente, que se acercó al momento. Le indicó un estuche, conteniendo lo que debía ser un vibrador, algunos elementos huecos de forma fálica y algunos otros cuyo cometido, por la forma, no supe identificar, Mientras el dependiente abría el aparador y cogía el estuche, aprovechó para hacerle algún comentario, que no llegué a entender, al cual el dependiente respondió con una sonrisa y un gesto afirmativo de cabeza, aceptando el encargo, ¿cuál? Le quitó importancia, respondiendo que le había pedido que preparase el paquete de forma discreta, que no era cosa de que se enterase nadie de lo que iba allí dentro.

Si mi situación parecía complicada, todavía lo sería más en breve. Por la pose del dependiente, comprendí que nos estaba esperando, ¡qué rapidez!, ¿o había sido despiste?, apenas habíamos intercambiado palabras, pero no me había dado cuenta, en ese entretanto, de cuánto tiempo había pasado. O sea, que nos llegamos al mostrador, ¿efectivo o tarjeta?, tarjeta, sonrisa de circunstancias, no le miro, no quiero que me vea la cara de estúpida que debo mostrar.

Una firma, los papelitos de la compra y el paquete, que él ofreció llevar gentilmente. Salimos hacia la puerta, empezaba a tranquilizarme, pensando que, fuera, las cosas irían mejor. ¡Ilusa de mí!

En el exterior, fuimos hacia la esquina más próxima y cuando llegamos al chaflán, entre gente que iba y venía, parecía que nos íbamos a despedir, con un poco de suerte para siempre y yo me llevaría el paquete. Pero no, definitivamente aquel día no era mi día. Me dio un trozo de papel con un teléfono y me dijo que le avisase para estrenar la compra, ¿¡cómo!?, ¿es que se había vuelto loco?, ¿por un momento había pensado que ...?, ¿qué yo le iba a dejar que ...?

Se despedía, se iba, ¡llevándose mi paquete! Pero no me atreví a requerírselo, no sé por qué, tal vez por que temía una escena allí, en medio de la acera. Mientras se giraba para irse, me dijo que, si demoraba demasiado en llamarlo, me haría llegar el paquete, junto con el resguardo del pago ¡con mi firma claramente reconocible!, a través de mi hermana, explicándole, claro está, las circunstancias; no, por nada, simplemente para que no le resultase extraño el contenido.

¡Ahora sí que la habíamos hecho buena! Si la traidora de mi hermana se enteraba de esto, podía estar segura de que me lo iba a recordar toda mi vida y, por si faltase algo, en vista de que era incapaz de guardar un secreto, era capaz de contárselo a todos, tanto a la familia como a los conocidos.

Como una estatua me quedé, sin reacción, inmóvil, no sé cuánto tiempo. Tan sólo reaccioné cuando pareció que alguien me estaba mirando fijamente, con extrañeza, y no sabía cuanto rato llevaba así. Eché a andar sin rumbo, hasta que anocheció, que volví a casa.

La zozobra, naufragio más bien, me cayó encima como una losa. Conservé el papel, tentada de hacerlo de trizas, valorando mi situación y las posibles alternativas. En todas salía malparada, pasto de comentarios de todos los que me conocían, tanto si me quedaba como si desaparecía para siempre, sin osar en acercarme a nadie, con toda la colección de miradas que ya me suponía, acompañadas de jugosos y "bienintencionados" comentarios de soslayo. Otra opción, tal vez peor incluso, ¿o no me lo parecía tanto?, ¿tal vez interesante?, ¿de dónde salía aquella rara reacción?, era seguir el juego de aquel que, desde que le conocía, aún me había complicado más las cosas. ¿Por qué había tenido que aparecer?, ¿por qué ...me atraía?, ¿cómo?, ¡borra eso!, ¡qué te está pasando!, y él..., él no se merece esos pensamientos, es un entrometido, sin delicadeza, ... No, la verdad es que me intranquilizaba aquella vuelta repetida de mis pensamientos hacia la misma persona.

Pasaron unos días, una semana, dos... Mis nervios a flor de piel, la indecisión me había capturado y no sabía como salir. Uno de esos días terribles, que todo se estropea y sale mal, en el que, además, me encontraba fatal, llegó un paquete a mi casa, sin remitente, ¿? No recordaba ningún encargo ni compra. Lo abrí, una caja de tamaño mediano, llena de papel arrugado, al fondo un recorte de cartulina con el mismo teléfono, que ya me sabía de memoria y que nunca había utilizado, y unas palabras escritas: ¿Qué vas a hacer? Nada, eso iba a hacer, pero las paredes, mudas, no me respondieron.

Pero eso no iba conmigo, tenía que resolver de alguna manera, aunque fuese a peor. Por fin, marqué el número, un tono, dos, tres, cuatro... precisamente ahora no estaría, ya era mala suerte ...cinco... el clásico diga y yo callada, la verdad es que no sabía que decir, pero él adivinó mi presencia y siguió con que esperaba mi llamada y que cuando me parecía bien que nos viésemos, sí, claro, la cita, de eso se trataba, para mí que nunca, mejor que no nos veamos en la vida, pero digo, ¿este sábado?, ¿por la tarde? Le parece bien, de acuerdo.

Total, que llegó el día, ¿y ahora qué? Ya me estaba arrepintiendo de haber quedado en mi casa. Si hubiese sido en otro sitio, no sé si iría o no iría, tal vez llegase más tarde o no apareciese nunca, pero aquí era yo quien tenía que esperar. Y eso no me gustaba, me sentía muy fastidiada.

La espera llegó a su fin cuando sonó el timbre de la puerta, ¡ni siquiera iba a tener ese par de minutos desde el portero automático para hacerme a la idea!, ¡y quién le habrá dejado pasar! Con el sobresalto empiezo a correr hacia la puerta, me paro, respiro pausadamente, no quedaría bien que abriese jadeando, ¡menuda impresión! Por la mirilla compruebo que es él, abro, sonrisa educada, le ofrezco pasar, las flores son preciosas, las coloco en un jarrón que hay en el mueble del recibidor, ya pondré después el agua, llegamos al salón, el sofá es acogedor, también lo suficientemente amplio para evitar roces prematuros, deja un paquete, ¿el paquete?, en la mesilla, traigo unas bebidas con algo de hielo, que se derretirá poco a poco, a medida que suba la temperatura, conversación sencilla, palabras superficiales, miradas con intención. Me parece que hoy hace demasiado calor, ¿o acaso soy yo que me siento acalorada?

Me coge de la mano, se incorpora, yo también, me mira a los ojos, un ligero temblor me recorre de arriba a abajo, intento aguantar su mirada, no, no puedo, bajo un tanto los ojos, lo mínimo para no mirar los suyos directamente, mientras su otra mano se une a la primera, rozando ambas la mía, subiendo hacia la muñeca, clic, ¿clic?, siento que algo me aprisiona la muñeca, intento mirar, pero no llego a ver lo que ha pasado, cogiéndome por el hombro me gira de espaldas a él, tirando con lo que sea de la muñeca hacia atrás, me coge la otra mano, aunque me resisto las acerca, otro clic. Forcejeo, pero lo que me sujeta los brazos no cede, se aparta, aprovecho para mirar, acercando las muñecas por el lado, ¡unas esposas!, cubiertas con una funda oscura de terciopelo o algo parecido, ¿¡pero, qué haces!?, ¡suéltame!, ¡suéltame ahora mismo!

No me hace caso, me agarra de nuevo y me echa encima del sofá, boca abajo, se pone encima mío, a horcajadas en mi espalda, me coloca algo en la boca, redondo, demasiado grande, la mandíbula queda abierta en una posición forzada, con unas tiras que sujeta con firmeza detrás de mi cuello, la lengua aprisionada, ya sólo puedo farfullar sonidos incoherentes a través de unas ranuras que sólo me dejan respirar. Se gira, cambia la posición, aunque me mantiene inmovilizada con su peso, y más clics en mis tobillos, sujetándolos con un tacto frío de metal, deben ser otras esposas, pero éstas sin ninguna funda. Se levanta, luego me incorpora y, medio empujándome, me coloca en el centro del salón, vuelve al sofá y se sienta de nuevo contemplándome. No puedo andar, ni casi moverme, mi forcejeo sólo consigue hacerme trastabillar y casi perder el equilibrio, mejor me quedo inmóvil, esperando no se qué, ... ¡seré ilusa!, sí sé que.

Se acerca, el primer impulso retroceder, pero en vano, apenas me puedo mover, en sus manos lleva una cinta o pañuelo oscuro, me lo pone en los ojos, impidiéndome cualquier visión, un nudo firme en la nuca lo sujeta de manera que no se mueva.

Su voz suave y firme intenta calmar mi desasosiego, pero no puedo evitar sentir miedo, mucho miedo, aunque toda mi ropa permanece todavía en su sitio. Sus manos, caricias en mi piel, marcan parte de mi silueta, zonas que antes pensaba inofensivas y que ahora se estremecen a su contacto. Mis sentidos se tambalean en medio de la tormenta, indefensos. Mi resistencia se resquebraja, ya no sé lo que temo, ni lo que deseo; tal vez sea lo mismo y mi personalidad esté dividida, rota en pedazos me parece. Pero no le ofreceré ese triunfo, mantengo mi resistencia, aunque sea inútil.

Quiero que siga, que se adentre en este territorio inexplorado, que explore cada rincón y así reconocerlo yo también. No me reconozco, yo no era así. Qué más da si he cambiado. No me importa. Acompaño sus caricias con mi movimiento, buscando intensificar el contacto, alargar cada momento. Para luego forcejear, sin descanso, sin tregua. Su invasión apenas traspasa la frontera textil, pequeñas incursiones, bordeando, aumentando ligeramente la zona de piel explorada. Lentamente, sin prisas, gozando de cada gesto y yo, a mi pesar, con él. Me dejo hacer, aun intentando apartarme, consciente de mi cuerpo como nunca lo he estado. Intento anticipar cada caricia, evitarla, disfrutarla, pero sólo lo consigo a medias, algunas veces.

Su atención cambia de objetivo, ahora se dirige claramente a zonas más peligrosas, tiemblo de desazón, aunque también deseo que llegue, mis pechos se estremecen ante su proximidad, todo mi cuerpo se hace partícipe, sus manos recorren mis formas, poco a poco, en una espiral con centro en..., en..., una llamarada nace en los pezones, inundándome de fuego. Se queda un momento, un tenue movimiento que mantiene viva una sensación muy intensa, extraordinaria.

Se retira, ¡cómo qué se retira!, aguzo el oído, ¡no te vayas, ahora no!, su respiración se mueve cerca mío, me rodea, ¿observándome? Vuelve a mi espalda, inicia de nuevo el contacto, ahora desde el cuello, lento, suave, baja recorriendo lateralmente mi torso, moviéndose por lo que queda entre los brazos sujetos y el pecho, llega a la cintura, recreándose unos instantes, bordeando entre la camiseta y el pantalón, luego desciende, marcando las caderas, trago saliva, me retuerzo, intento escapar, sigue, baja un trecho por las piernas, para, vuelve a subir, las palmas de sus manos abrazan de nuevo mis caderas, intento zafarme, pero no lo consigo.

Detenido unos instantes, aguanta con facilidad los movimientos, débiles, más teatro que firme propósito. El calor de su respiración en mi cuello me traspasa, avivando el fuego que me consume. Mueve las manos, un poco hacia delante, suave, lentamente, descendiendo por la línea de las ingles. Aumento mi resistencia, se recrea, lucho, mientras mantiene un movimiento tan lento que parece eterno. Casi llega y no sé lo que pasará luego, no sé si aún podré resistirme. Aprieto las piernas, intentando ocultar, esconder lo más profundo de mi intimidad. Me quedan pocas fuerzas, casi agotada por el esfuerzo, las sensaciones y el placer.

Sube de nuevo, ¿pero no iba a ...? No, regresa a la cintura, avanza las manos, las junta delante, ¡suelta el botón del pantalón!, abre lentamente la cremallera, redoblo los esfuerzos, el pantalón, con su ayuda, comienza a bajar, un último intento de mantenerlo en su sitio sólo consigue que baje hasta mis tobillos, siento el aire fresco en las piernas, al menos me depilé esta mañana, no soportaría sentir ese aire en los pelillos. Me lleva al sofá, otra vez me echa boca abajo, se coloca sobre mí, saca las sandalias, suelta las esposas, liberando los tobillos, saca el pantalón. No he podido impedirlo, ahora me siento demasiado vulnerable, apenas queda una barrera blanca, pero no me atrevo a agarrar las braguitas, sería como pedirle que ..., no, no lo haré.

Vuelve a colocar las sandalias, entonces otra vez estaré de pie. Sí, me hace incorporar, me coloca algo en el cuello, duro, recio, por un momento me aprieta, luego menos, algo pesado, olor a cuero, debe ser un collar de ... perra, eso es, cerrado en torno a mi cuello. Sonido metálico, ahora ha colocado la traílla, tira de mí, hace que le siga, ¿dónde vamos?, estoy desorientada, están pasando demasiadas cosas, fuera y dentro de mí. Oigo que abre una puerta, corriente de aire, sonidos lejanos, ¡es la puerta del piso! Intento volver atrás, no me deja, tira con fuerza, más de la que me queda, salimos al rellano, unos pasos, paramos, ¿qué pretende ahora? Sin poder ver nada y prisionera, estoy indefensa, a su merced, me mantengo erguida, desafiante, retazos de un orgullo que pierdo poco a poco.

La traílla me sujeta desde atrás, pero él se ha colocado delante, ¿acaso la ha atado a una de las barras que protegen el hueco de la escalera? Está en alto, debe colgar de las barras del tramo que sube al ático, pero no alcanzo a averiguarlo, aunque lo supongo. Tiro, es inútil, está firme. Bueno, ¿y ahora qué?

¡Ahora se mueve el ascensor!, alguien lo ha llamado, ¡por favor, sácame de aquí!

Se acerca, y en voz baja, casi un susurro, me dice que puedo escoger cómo seguirá la historia, ¿la qué?, ¿pero qué se habrá creído? Sigue diciendo que el pizzero llegará en unos minutos, ¿te gusta la 4 estaciones? Antes me apetecía alguna vez, creo que la odiaré a partir de hoy.

El ascensor llega a una planta, ¡a esta!, ¡está aquí!, el corazón me da un pasmo de la impresión, un segundo de espera interminable..., ¡no se abre!, ¿qué significa esto?

-No te asustes, -me sorprende su voz-, todavía no. Lo llamé yo, ahora estará aquí un rato hasta...

Se pone en marcha de nuevo, ahora sí que lo han llamado.

...que alguien lo llame, como ha pasado ahora. Posiblemente sea el pizzero, pero, aunque para realizar correctamente la entrega tiene tu nombre, por un error en las señas no vendrá aquí, sino que irá al ático, claro no será problema para tus vecinos, -¡oh, no!, ¡ellos no!-, que seguro que saben como te llamas, -¡son unos pesados!-, y aprovecharán la excusa de indicarle donde vives para acompañarle e intentar enrollarse contigo, como otras veces. Seguro que para ellos será una sorpresa encontrarte así, una sorpresa muy agradable que rápidamente pensarán en como aprovechar, ¿imaginas lo qué pasará? -¿Y tú me lo preguntas, chico listo?

Se me debe notar la angustia que me ha cogido de repente, pero no se inmuta.

-Claro que también puede volver a casa tu vecino de enfrente, el viejo verde.

Entonces ya caigo de la sartén al fuego, ¡menudo tipo!, ¡con él no, nunca en la vida! Me hago daño en el cuello de tanto tirar, comienzo a estar desesperada, siento pánico, creo que estoy dispuesta a lo que sea, antes que ser pasto de uno o de otros.

El ascensor llega a la planta baja. Caigo de rodillas, exhausta, el tirón de la correa me hace caer contra la baranda, ¿qué es lo que quieres?, ¡dilo ya, no me tengas así!

-Te queda una opción para entrar de nuevo en casa -¿cuál?-, aunque tengas las manos esposadas, las puedes mover y utilizar un poco, lo suficiente para quitarte... -¿pretendes que yo misma me las baje?, ¡estás loco!-. No te queda mucho tiempo para decidirte, tú misma.

El ascensor comienza a subir y sé que en seguida llegará, ya sea aquí o al ático.

Aquí se acaba la primera parte. ¿No esperaríais que me quedase sin las braguitas en nuestra primera cita para contaros mi historia?, es nuestra primera vez y soy muy tímida, apenas os conozco y, por otra parte, tampoco sé si mi historia os resulta interesante y vale la pena que siga. En sara71@terra.es podréis dejar los comentarios u opiniones que os apetezcan.

Ahora depende de vosotros, y de vosotras también, que os siga contando lo que pasó.

Un beso, ... y mucho cariño.

Hasta pronto.

(sara71@terra.es)