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La semana de Sara

en Sadomaso

Sara tenía las medidas de una modelo y los ojos más penetrantes que he visto en mucho tiempo. Comencé a seguirla un lunes, después de que mi compañera me hubiera mandado a freír espárragos. Nunca imaginé que aquello cambiaría mi vida.

Aquel lunes no averigüé gran cosa. No fui más allá de las escaleras del metro. La blusa de Sara dejaba entrever la blancura de su piel, delicada como un lienzo. Sus altos tacones resonaban en el pavimento, y yo no podía apartar la vista de ellos. Me hipnotizaban. Tenía ganas de lamerle los tobillos y ascender por la pierna hasta las nalgas, de rodillas, mientras ella me abofeteaba sin parar. Aquella fantasía mantuvo mi pene erecto los quince minutos que la seguí, y al llegar a casa, en la habitación de mi madre, me masturbé tres veces seguidas.

El martes me atreví a bajar con ella las escaleras del metro y pude fijarme en la línea que cogía. Pero no entré en el metro tras ella.

El miércoles sí me decidí. No la perdí de vista e incluso me senté en el sillón de al lado. Desde allí, seguí contemplando sus tacones y sus tobillos.

Sara por supuesto no me conocía. Ignoraba que en el quinto, en la otra punta, un chico de quince años se masturbaba cada día en su felpudo. No podía saberlo. Por eso elegí el sitio de al lado. Para oler su perfume y correrme en el asiento.

Cuando Sara abandonó el metro, yo permanecí sentado, con los pantalones húmedos y los ojos muy abiertos. Frente a mí, una vieja me miraba con asco. Sólo estábamos ella y yo en el vagón. No sé por qué lo hice. Me bajé los pantalones y le enseñé la polla flácida, blanca como un heladito de crema. La vieja gritó y trató de alcanzar su bastón, pero yo la golpeé con el puño en el rostro. No sé por qué lo hice. Se desplomó en el suelo. Supongo que recuperaría el sentido al final del trayecto.

El jueves seguí a Sara hasta un pomposo edificio de la zona alta de la ciudad. Había muchos monumentos, zonas verdes y fuentes. Sara entró en el edificio, abriendo ella misma la puerta. Aquello me extrañó.

El viernes esperé a la entrada a que alguien me abriese la puerta. Un señor de unos cuarenta años salió a toda velocidad. Como cada día, a las diez de la mañana, todos corrían mucho. Yo siempre hacía novillos en la escuela. Entré en el edificio y busqué en todos los buzones el nombre de Sara. Ni rastro. Entonces, tomé una determinación.

El sábado me levanté a las seis de la mañana. No quería sorpresas. Caminé hasta el metro, me bajé en la zona alta y esperé a que alguien me abriera de nuevo el portal. Siempre he pensado que era raro que no hubiera portero. Los porteros son necesarios para que gente como yo no deambule a sus anchas. Permanecí en el primer piso, esperando a que Sara apareciera. A veces tenía que subir al segundo o bajar, para ahorrarme el dar explicaciones. Claro que era, y soy, un chico simpático. Un chico de quince años, bien parecido, agradable cuando no me encuentro con la mirada de una vieja retrógrada. Siempre me engomino antes de salir de casa. Mamá dice que me parezco a Christopher Reeve. No tengo los ojos azules. Los míos son verdes.

Así que pronto, a las dos horas, sentí el taconeo inconfundible de Sara. Todo resultó como había planeado. Me suele pasar, no sé por qué. Sara se dirigió al ascensor. Sara y su falda de cuero y su blusa de seda y su sombrero veraniego y sus zapatos de tacón de aguja, afilados como un cuchillo. Comencé a subir las escaleras a toda prisa.

Pasó del primero y del segundo, pasó también del tercero, y del cuarto. Yo subía, conteniendo la respiración. El ascensor se detuvo en el quinto. Desde las escaleras, la observé como abría la cerradura del quinto F, y cerraba la puerta.

Quince minutos después, un hombre de levita llamó al timbre.

Treinta minutos después se oyó el restallido de un látigo.

Me acerqué al quinto F, y pegué la oreja a la puerta. Me llegaron cosas curiosas, cosas malas.

-¡Puerco, de rodillas!

-Sí, mi Ama.

-Lame el plato, vamos. ¡Lame el plato!

Y más golpes.

No sé cuánto rato permanecí en aquella posición, con la oreja pegada a la puerta y masturbándome. Supongo que debí perder el sentido del tiempo porque cuando abrí los ojos, Sara estaba ante mí con una extraña sonrisa en el rostro. Resultaba fascinante. No sabéis cómo. Caí de rodillas y le supliqué que me dejara ser su esclavo. No sé por qué lo hice. Pero quería ladrar como un perro. Estaba rabioso y tenían que azotarme.

Quedamos para el domingo.

Salí con ella de la mano. A fin de cuentas, vivíamos en la misma casa. Sara me dijo que había depositado grandes esperanzas en mí. Que me había concedido el honor de permitirme ser su esclavo particular. Ella me moldearía a su voluntad. Eso me dijo.

Sabéis, mi novia y Sara eran tan diferentes que aún me sorprendo de mis propias elecciones. De niño, un psicólogo amigo de mi padre le dijo que poseía una mentalidad demasiado abierta para mi edad. Resulta curioso.

Entramos en el pomposo edificio y seguí a Sara hasta su puerta. Al entrar, me dijo que me dirigiera a la cocina. Para mi sorpresa, estaba repleta de maquinaria de tortura, látigos, poleas, cintos, fustas, clavos, grilletes, pinzas... un verdadero fortín.

En aquel momento, Sara apareció, blandiendo un látigo extremadamente grueso. Se había dejado únicamente las bragas y las medias y esos tremendos tacones de aguja.

-Arrodíllate –ordenó.

Yo me arrodillé. Y ella alzó el látigo y lo dejó caer sobre mí, fuerte.

Yo lo agarré con las manos. Recuerdo que Sara se sonrojó un poco. Recuerdo que se sonrojó aún más cuando me levanté y le pasé el látigo por el cuello. Recuerdo que estaba roja como un tomate. No podía respirar.

No sé por qué lo hice. Se me da bien, eso es todo. Fue mi primer asesinato. Desde entonces ya ha corrido el tiempo. Sigo en la brecha. Al principio sólo eran mujeres, pero después también me ocupé de los hombres. Busco a personas seguras de sí mismas, seguras en el rol que tienen cada día. Me gusta entrar en sus vidas y someterme a sus caprichos y aportar luego una nueva perspectiva.