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Al otro lado de mi ventana

en Hetero: Primera vez

No recuerdo la edad que tenía. Sólo que me obligaron a no salir de casa por haber llegado a casa demasiado tarde o quizás por haber fracasado en algún examen de aquel curso de bachillerato. No podría salir hasta el día siguiente, así que decidí quedarme en la habitación toda la mañana y toda la tarde, enfadada con mis padres y con esa rigidez estúpida que mostraban conmigo.

Me quedé mirando la ventana, dibujando en el vidrio, escribiendo palabras sin sentido hasta que descubrí la ventana de delante, al otro lado del patio de luces había alguien a quien yo no conocía.

Era una señor, por aquellos entonces lo vi mayor, ahora lo vería de mi misma edad, podría tener los 40 años, más o menos. Aquel hombre me miró tiernamente, y juntó los labios como dándome un beso, al cual yo correspondí, divertida. Él no apartaba la vista de mí, y yo continuaba dibujando en los vidrios, encima de mi aliento. Cuándo me di cuenta él también dibujaba... no, escribía, ¿Juegas? Sí. Dije yo con un gesto afirmativo de cabeza. Al poco me respondió que hiciera lo mismo que él, quién no lo repitiera, perdía, qué idiotez me pareció todo aquello, yo ya hacía tiempo que no jugaba y aquel hombre me había tomado por una chiquilla. Pero recuerdo que accedí, ¿por qué lo hice? No lo sé, pero al poco me vi en una espiral comprometida.

Él se quitó el jersey y yo repetí la acción, tontamente, pero la repetí, y me quedé con una camiseta blanca que siempre me ponía para estar en casa y que se me había quedado pequeña, como todo por aquellos entonces, me apretaba los pechos como dos bolitas de carne y nunca me atrevía a usarla sin nada encima porqué mi hermano no cesaba de mirarme y gastarme bromas.

Aquel vecino me sonrió y con sus labios hizo el gesto de darme un beso, me gustó, le sonreí. Después, él se quitó la camisa, obscura, ignoro el color, y yo me quité mi camiseta blanca, tan decididamente que ahora pienso con qué lucidez entendí todo lo que me inflamaba de aquella situación. Todo era extraño, aquel hombre jugando conmigo cuando ni lo conocía, ni él ya tenía edad. Me quité la camiseta y sólo me quedé con el sujetador, me dio mucha vergüenza, nunca jamás se lo hubiera enseñado a nadie, y me enfadaba muchísimo cuando mi hermano entraba en la habitación sin pedirme permiso y me observaba con descaro. Pero aquella tarde había algo en ello que me atraía. Nos quedamos mirando, él se quitó la camiseta y yo no me moví, él escribió: "QUÍTATELO" y aquella orden me ruborizó, me negué, le escribí que no, que no quería. "Te quedas sin premio" me escribió en sus vidrios. Y yo me desabroché el sujetador, me lo bajé poquito a poco temiendo su mirada en mis pechos, que no eran grandes, pero sí muy apretados, y a la vez empañé de vaho los vidrios como para que él no me viera, pero aquello fue inútil, el vaho se fue poco a poco evaporando y ahí quedé yo enseñando mis pechos recién crecidos. Temía su mirada, así que bajé la cabeza sofocada. Al poco, dándome valor, la levanté, él me miraba y pasaba su lengua por los labios y me sonreía. Él empezó a tocarse su pecho y yo lo imité, empecé a coger mis tetas, poquito a poco, cogía una, luego la otra, las amasaba, como si él me estuviera enseñando a hacerlo. Él no paraba de mirarme y todo aquello me empezó a encender como nunca me había pasado. Nunca me había acariciado hasta entonces, nunca, y noté algo nuevo, algo que no me permitía parar, que me llamaba a seguir. No sabía nada de lo que me pasaba, ni aquella humedad extraña de mis bragas, nada. Cerré la persiana, sin más, y me puse el pijama, tenía un miedo incontrolable. Me acosté acurrucada en la cama, insatisfecha, no sabiendo qué era lo que me faltaba, que era lo que no había concluido. Me dormí temerosa pensando que jamás me volvería a pasar nada semejante

Al día siguiente, cuando hubo acabo mi castigo, salí a la calle a pasear con mis amigas, deseaba explicarles aquel hecho tan extraño con mi vecino. Pero antes de salir lo vi, en mi mismo rellano, él abrió la puerta justo cuando yo cerré la mía, como si hubiese estado esperándome. Nunca antes había reparado en él, en ese momento estuve bien segura. Me dijo que pasara a buscar mi premio. "Tengo tarde", le dije con una sonrisa, con una inseguridad y con una vergüenza sólo de pensar que aquel hombre me había visto medio desnuda. Él me dijo que sería un momento. Pasé a su recibidor, él vestía un batín de cuadros, parecía que se acababa de duchar y hacía olor a colonia o a loción. Y pasé, lo hice, por idiotez, por miedo, por curiosidad, o por una mezcla de todo. Me encontré en su habitación, atemorizada, expectante, sudada, enrojecida. Y él dejó caer su batín en una silla. Y de momento lo vi desnudo, el primer hombre que jamás veía desnudo, y me sonreí al ver su pene flácido, colgante. Él me dijo con voz profunda que no me riera, era mi premio.

Me quitó poco a poco la camisa, el sujetador blanco que dejó caer en el suelo. No me quitó la falda ni las bragas. Mientras me desnudaba, con el mismo sigilo que si se hubiera tratado de una figura que se pudiera romper, se deleitaba mirándome los pechos que cada vez estaban más tensos como si también les diera vergüenza de sentir aquella mirada tan sumamente cercana. Me hizo cogerle el pene y sobárselo, tocárselo. Me enseñó a hacerlo poquito a poco, yo agachada, rozando mis tetas sus rodillas, abajo y arriba, me gusta así, me decía, aquello lo encontraba extraño pero a la vez me atraía porque se le empezó a engordar, a ponérsele grande, monstruoso pensaba yo, tan inmenso como si fuera a estallar. Me dijo si quería probarlo un poquito, sólo un poquito. Y no tuve tiempo de negarme ni de decir que sí, que me encontré rozándolo con mis labios y me supo a sal, le pasé la lengua despacito a aquella inmensidad rosada. Él empezó a quejarse, a quejarse fuerte, y a decirme que siguiera, que siguiera, y que lo hiciera deprisa y yo así lo hacía con mis manos inexpertas, y de repente me dio miedo de hacerlo mal y que se enfadara. Salió despedida una sustancia blanca que goteó mis pechos, a la vez que un quejido, un lamento, que yo no sabía qué era, aquello no podía ser placer, pero tampoco dolor. Se quedó como desvanecido en el sillón, cansado, me acercó a sí y me sentó en sus piernas, me sobó las tetas, poquito a poco, mientras yo veía como su cosa se había relajado, como él. Y al oído empezó a decirme cosas que aún recuerdo, putita, putita mia, la nena de las tetitas gordas, mi vida. Y hizo lo que yo más temía: me quitó la falda. Empezó a sobar mi chochito por encima de las bragas que me chorreaban en una humedad aparatosa. Me las bajó dejándolas por encima de mis rodillas que yo apretaba como si así se me viera menos la negrura de mi vello. Y yo quemaba. Me tocó el sexo con una mano, mientras que con la otra no dejaba de tocarme el resto del cuerpo, de pasarme los labios, de juguetear con la lengua en mis pezones que estaban duros, apetecibles. Cuando me los mordisqueó yo empecé a quejarme flojito, aquel gritar a medio camino entre el miedo y el no pares porque no podré resistirlo.

"¿Lo has hecho alguna vez?" Me preguntó. "¿El qué?" Dije yo. "Eso es que no lo has hecho". Bajó la cabeza y pasó la lengua por mi chochito llenándolo de saliva. Yo ya no podía más, era como si esperara una explosión que ya se demoraba demasiado, como si tuviera unas ganas repentinas, impetuosas, de orinar, pero no fuera eso. Me temblaba la voz, le decía que tenía miedo, que qué me pasaba. Y finalmente le dije que sí, que quería hacerlo. Me abrió de piernas encima de él como si fuéramos a hacer uno de esos juegos infantiles que tanto les gusta a los niños, y poco a poco empezó a meterme aquel palo de carne que despertaba de una tregua muy breve. Recuerdo que sólo me introdujo el principio, pero antes me lo paseó por toda mi abertura, arriba y abajo haciéndome cosquillas, admirándome de todo aquello, haciendo unas fuerzas inútiles con mis rodillas que chocaban con sus piernas velludas. Yo no miraba, recuerdo, creo que cerré los ojos, por miedo, por vergüenza, por dolor. Lo hacía lento, y recuerdo un gusto enorme mientras me hacía cosquillas con aquel miembro tan grueso, mientras tenía sus dos manos puestas encima de mis tetas y mientras intentaba introducir su lengua en mi boca. "Me gusta esto" le dije con voz queda, "me gusta mucho". Pero no la acabó de entrar. Me dijo, hoy no va a poder ser, me parece. ¿Por qué? Le pregunté. Es tarde, me dijo, y creo que aún no estás preparada, así que vete a casa, putita mía.

Cuando me fui de aquella casa, las lágrimas me corrían por la cara, desilusionada. Qué me pasaba, qué era lo que aún no habíamos hecho, pero que yo tenía tantas ganas de hacer, qué era aquello que me llamaba tanto la atención y que parecía que no tuviera nombre.

Aquella noche me quedé sentada en la cama, tocándome, repitiendo cada gesto que había visto en él, lo mismo, aquello que tanto me había gustado, pero que no había concluido y que parecía que me tenía que producir placer, pero en aquel momento era diferente, faltaba él, su cuerpo y sus manos acariciándome. Al poco oí como el ruido de una persiana que se levantaba, me asomé, llorando, desnuda. Era él. "Pasa " puso en los cristales después de enviar una bocanada de vaho, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Pasé a su casa, oculta en la oscuridad de la noche, cerrando despacio la puerta de mi casa, cogiendo la llave previamente y notando aquel temblor que ya me era familiar.

Él abrió la puerta. Estaba en pijama, yo llevaba una bata de toalla. Él me cogió casi sin mediar palabra. Me rozó los labios con los suyos, me introdujo su lengua y jugueteó mientras deslizaba mi bata hasta el suelo. Todo volvió a empezar. ¿Quieres? Le dije que sí, que sí quería. Me llevó a la cama que estaba abierta, esperándome. Me tumbé, me lamió hasta despertar mi cuerpo de nuevo, me sobó los pezones hasta que se inundaron de color púrpura, me lamió de arriba hacia abajo y finalmente me abrió las piernas, más de lo que yo me pensaba que sería capaz de abrir. Se acomodó entre ellas, medio de rodillas. Quieta, me decía, quieta. Empecé a sentir su sexo que entraba en mi, pero no un poco, entraba, entraba mucho, resbalando dentro de mi. Me callé, abrí los ojos, lo miré a él que se movía con ondulaciones de animal, con los ojos fijos en mi, metiéndome todo aquello hasta que dije no, no, por favor, ya no más, con un miedo que me superaba. Sí, me dijo él, me lo has pedido como una buena putita cochina, pero tu quieta, quieta, ahora quieta porque podría hacerte daño y no quiero herirte, quieta, me gritó. Por favor, le suplicaba, tengo miedo.

Todo fue miedo aquella primera vez. Y él me dijo que mejor así, que a él le gustaba así, con ese miedo del cuerpo y con ese chochito que temblaba. Él seguía tocando mis tetas y yo ya estaba paralizada, tensa. Cuando ya parecía que no había más que meter la sacaba un poquito y volvía a entrar y una vez y otra, frotándomela, frotándomela, una y otra vez contra algún punto que me enloquecía, despacio, acelerando, despacio y acelerando, avisándome. Y de pronto, de pronto dijo ahora me voy a mover, me voy a mover cachito de nena. Casi no se le entendía nada, pero empezó a moverse y yo también, con él, los dos, más, muévete, le pedía más como si yo ya supiera dónde teníamos que llegar y los dos cogimos un ritmo intenso que yo no quería perder porqué en cada movimiento él me frotaba y yo tenía todo el gusto del mundo. ¿Cuánto duró aquello? No lo sé. Pero empecé a gritar, fuerte, fuerte, con un placer que surgía de dentro de mí, que me gustaba, que me gustaba oírme y oírlo a él, aquellas palabras que nunca me habían dicho y que por algún motivo que enloquecían. Me dolía al mismo tiempo, más, más, no sé ni qué pedía, no lo sé, y él con una mano me tocaba el sexo que estaba atravesado por aquel palo duro, fuerte, intenso, como para asegurarse que había entrado todo, no lo se. Hasta que me dio un golpe seco, intenso, duro, que me dolió como si me hubieran partido en dos.

Ahora, dijo, ahora, ya está, ya. Y él gritó, finalmente gritó, un grito seco, agudo, y yo grité dejando ir una bocanada de saliva que hasta ese momento había contenido en la boca. Él cayó encima de mí, aplastándome con todo su peso de hombre, con un grito ahogado, aplastando mis tetas, mi sexo exhausto, mi cuerpo pequeño y sudado. Quedé rendida. Y al poco me dijo que me fuera. No sé qué hora debía ser cuando llegué a casa, amanecía y todo estaba en silencio.

Al día siguiente oí como mi madre le decía a mi padre, vaya fiesta ayer de madrugada, ¿oíste los gritos? Cualquiera no los oía, vaya vergüenza. Enrojecí de pronto y apreté las piernas, notando cómo mi sexo palpitaba de nuevo.