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La Geoda

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Era una noche de tantas. En una semana idea sería mi vigésimo aniversario y me había puesto un poco más reflexivo últimamente. Recorría la ciudad de México, reforma, sullivan, la doctores, y tantas más. Observaba las luces de los anuncios multicolor de las cantinas, de los juegos de video, los de Liverpool y los del Palacio de Hierro y alguno que otro espectacular con una chica vendiendo algún producto nada relacionado con el implícito mensaje sexual que se prometía. Luces que se quedaban en mi mente algún instante, y que después, como el vapor, se esfumaban.

Desde hace un año había conseguido comprar un auto usado, de poco lujo, pero al fin al cabo un auto, que había logrado pagar con el sueldo de un trabajo en un despacho de abogados. Apenas había entrado a la carrera y ya me colocaba en un buen puesto profesional, era todo un logro, sin embargo yo sabía que algo faltaba, una necesidad interna que regresaba latiendo en reiteradas ocasiones, y que se hacía escuchar en cada gesto, en cada voz, en cada trago.

La reflexión que me había estado revolviendo recientemente me poseía a cada rato, a cada momento, y después, un día de tantos. Desperté de mi viaje del pasado reciente, para regresar así a la realidad del viaducto, los anuncios y las señales. Fue entonces cuando un anuncio se realzó sobre los demás y se quedó en mi mente, este decía: La mercedes a la derecha. Pensé de repente: ¿Por qué no?

Confieso que no era un reventado, mucho menos un vago, pero tampoco quería ser un santo. Siempre consideré que el acto de pagar a alguien para que se te montara era algo más que un acto perverso, una acción digna de lástima, practicada por individuos inseguros o perversos. Pero esa noche, no sé, quizá algo llamó mi atención. Así que continué algunas calles más adelante hasta ver a un grupo de sexoservidoras. No estaba acostumbrado a esa atmósfera, era única, diferente, a decir verdad, lejos de parecerme repugnante como lo hubiera creído, lo encontré cautivador, como experiencia. Las miré durante algunos instantes con apetito, como uno de los perversos, de quienes creía diferirme. Por fin, una de las rameras se acercó a mi carro y me las mostró, así nada más, y con voz de zorra, como si se lo estuvieran metiendo me dijo:

Hola guapo, son 200 si lo quieres bueno.

En ese momento abrí la puerta del carro con fuerza, la cual golpeó el cuerpo de la puta, la cual salió volando medio metro atrás y me miró otra vez con una cara de orgasmo, para después entrar presurosa al carro. La miré con un impulso animal, con odio, repugnándola, y sin embargo, dirigiéndola.

Dos cuadras más adelante vi un motel, me detuve en la acera, no sé por que razón, creo que simplemente fue la externación de ese deseo masculino carnal de cumplir la voluntad a placer sin tener alguna razón lógica más que el puro de deseo extremadamente egoísta de la satisfacción sexual propia.

Estacioné el carro, para quedarme mirándola con odio y asco por varios momentos. Cuando estuve satisfecho por mi ligera agresión, salí del auto y le abrí la puerta. La saqué con fuerza y sin mirarla ni hablarle, mientras nos dirigíamos a la recepción del motel, el motel "caminos".

Salió de la recepción, si a ese nido de ratas se le podía llamar así, un tipo del que ya no me acuerdo bien. Con actitud que parecía mecanizada, notablemente forjada por el hábito diario, me dio una llave, para después decir con una voz de computadora:

- Son 400, efectivo.

Pagué la tarifa, y me dio una llave. Era la llave del cuarto 1.

Jalé a la ramera sin piedad hasta el cuarto y la metí violentamente, mientras ella seguía haciendo esas muecas de zorra que tanto enervaban mi instinto masculino inherente de egoísmo y de placer en el dolor de los demás.

¿Que cómo estuvo? Fue la mejor cogida de mi vida, la más miserable y violenta que le hubiera dado a alguna mujer en mi vida, incluso para ser una puta desgraciada y miserable. Ya era muy tarde, y como vivía sólo y no era responsable por nadie decidí quedarme allí hasta el amanecer.

Y pasó la noche... y amaneció.

 

Aún seguía sumergido en un sueño de no sé que diablos, en el que una pequeña niña lloraba, lloraba sola. Desperté lentamente de mi sueño, y el llanto aún persistió, era un llanto desconsolado, perdido, inocente y extremadamente sincero al mismo tiempo. Abrí los ojos, extrañado, y el llanto seguía allí, volteé la mirada y la vi allí, era la prostituta, que estaba arrinconada en una de las esquinas de la habitación, la vi guardándose a sí misma del mundo en posición fetal, mientras se balanceaba y miraba al vacío, mientras creaba un océano, que caían en un cuerpo que dejó de ver el honor hacía ya muchos años.

Me paré frente a ella, aún jugando mi papel de macho semental destructor, que tanto me gustaba, esperando una reacción. No hubo reacción, esa siguió como si nada, protegiéndose del mundo en la posición fetal que había adoptado desde hace ya algún rato. Sus lágrimas y el tiempo me hicieron despojarme lentamente de mi traje de noche urbana, entre más lágrimas soltaba, mejor revelaba su verdadero yo.

Me acerqué para consolarla, para abrazarla, ahora ya sin buscar ningún beneficio sexual a costa de mi acto, quería ayudarla. Se alejó de mi al tratar de tocarla, como un pequeño animal perdido, mirándome con ojos desolados. De nuevo traté de abrazarla, mientras le decía:

-¿Cómo te llamas? No te preocupes, debe haber algo que se pueda hacer.

Esta vez me miró diferente, con una mirada más seria, con una mirada de profundo odio hacia todo el mundo, de fe perdida, de sol perdido, la mujer se paro, se secó las lágrimas, y me dijo:

-Ayer fue muy fuerte, ya no quiero más.

La mujer salió de la habitación y entonces me quedé yo allí solo, odiándome a mí mismo, odiando a mi instinto, odiando a mi ser. Ahora yo me daba asco, porque sus lágrimas me la habían mostrado.

Cada una de las noches siguientes regresaba a la Colonia Mercedes, sin embargo, ya no lo hacia para satisfacer mis apetitos, sino para encontrar otra vez a esa mujer, y pedirle perdón. Pero ella siempre me miraba y maquinalmente decía:

-200 si lo quieres bueno

Finalmente un día vi alejarse a esta mujer de esa colonia, para nunca más regresar, esa mujer era aquella, a quien no era difícil cogérsela, a quien no era difícil golpearla, sino a quien era infinitamente difícil hacerla creer, regresarla del mundo del averno, quitarle los lentes negros, y todo, porque nadie todos siempre creyeron que era una puta y no una mujer.