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Iniciándote al castigo

en Sadomaso

INICIANDOTE AL CASTIGO

Te subí los brazos y ajusté las hebillas de tus esposas, fijando los anclajes para que tus muñecas quedaran juntas. Con ritual parsimonia, relié la cadena en el aro de la pared, hasta que tus brazos quedaron tensos. Cerraste tus manos instintivamente, sin apretarlas, dejando a la vista el rojo oscuro de tus uñas.

Me situé frente a ti, para contemplarte con deleite. Arrodillada ante mí, tu cuerpo desnudo era una invitación a la lujuria. Tras el triángulo de tus piernas abiertas, de tus rodillas separadas, se adivinaban tus pies entrelazados. Rematando el vértice superior, la leve línea de tu vello púbico, cuidadosa y femeninamente recortado.

El vientre delataba tu acelerada respiración. Intentabas controlarla, inspirando profundamente por la nariz y expulsando con lentitud el aire por tu boca entreabierta. Cerrados tus ojos, buscabas concentrarte en respirar rítmicamente, en un costoso intento por recobrar el sosiego. Te ordené que me miraras y obedeciste con cierta arrogancia y altivez, apretando los dientes y clavando tus ojos en los míos, desafiantes y hermosos. Te resultaba imposible ocultar el nerviosismo, patente en tu respiración cada vez más agitada, en tus puños ahora cerrados y en el sudor que empezaba a aparecer en tu frente.

Avancé hacia ti, sin dejar de mirarte, sin permitir que dejaras de mirarme, hasta situarme detrás. Tiré de tus cabellos, obligándote a levantar la cabeza y a seguir mirándome a los ojos. Procurabas no pestañear, tus ojos bien abiertos, brillantes por el miedo que te dejaba un ligero temblor en los labios. Me agaché hasta colocar los míos cercanos a tu oído. Me mantuve unos segundos en silencio, para que sintieras la calidez de mi aliento. Y, apenas en un susurro, te anuncié el castigo inminente por tu arrogancia. Tu primer castigo como esclava.

Solté tus cabellos y empujé con suavidad tu cabeza hacia delante. Me detuve en la contemplación de la belleza sin límites de tu espalda y de tus nalgas. Deseaba castigar aquellas nalgas vírgenes, ofrecidas por vez primera al látigo del amo, desconocedoras aún del dolor del cuero clavado en las carnes.

Mis manos aferraron la cuerda de la que pendía el aro al que te había encadenado. Deshice los nudos y tiré de la cuerda para que el aro subiera, obligándote a que te incorporaras. Llevé el aro a la altura precisa para que tus brazos volvieran a quedar tensos. Anudé la cuerda, nuevamente, a fin de fijar el aro. Y quedaste en pie, apenas apoyadas las plantas en el suelo, las piernas juntas, el cuerpo brillante por el sudor. Sentí tu respiración entrecortada, tu pulso acelerado, cuando estreché tu cuerpo contra el mío, rodeando tu cintura con mis brazos. Te ardía la piel, suave y mojada, que recorrían mis manos abiertas, ascendiendo por tu vientre a la búsqueda de tus pechos. Allí se detuvieron, moldeándolos y apretándolos, sintiendo la creciente rectitud de tus pezones, rebeldes al miedo, mientras mis labios y mi lengua descendían desde el lóbulo de tu oreja por el camino perfumado de tu cuello. Apreté la encerrada erección de mi verga contra tus nalgas, con deseos incontenibles de penetrarlas, de inundarlas con el caliente jugo de mi placer envuelto en el tuyo. Tu placer, descubierto por mis manos que encontraron la hendidura de tu sexo humedecido. Separaste las piernas, ligeramente, y mis dedos dibujaron caricias en los pliegues de tus labios, en tu clítoris alzado y ofrecido.

Detuve mis caricias cuando empezaste a gemir abiertamente, entregada al placer de mis manos. Te recordé, con dureza, la inminencia de tu castigo y tu mirada se dulcificó hasta el límite de la súplica. Me separé del ardiente paraíso de tu cuerpo y volví a colocarme frente a ti, recreándome en cada curva, en cada línea, en cada espacio de tu excitante desnudez. Contemplé la carnosa sensualidad de tus labios humedecidos y entreabiertos, la redonda belleza de tus pechos, del tamaño preciso para mantener la perfecta armonía de tu cuerpo de mujer.

Me acerqué hasta ti y besé con dulzura tus labios. Descubriste, con temor, las pinzas en mis manos. Suplicaste quedamente, pero callaste ante mi imperativa petición de silencio. Mis dedos juguetearon un instante con tu pezón izquierdo, pellizcándolo con suavidad, acariciándolo con las pinzas. Volví a mirarte con fijeza. Tenías, de nuevo, los dientes apretados. A duras penas, mantenías los ojos abiertos, estremecida por el roce del frío metal. Abrí las pinzas y te las mostré. Comenzaste a gemir, al borde las lágrimas. Estiré tu pezón y lo pellizqué varias veces con las pinzas, sin cerrarlas por completo y volviéndolas a abrir con rapidez. Volviste a suplicar perdón, con un hilo de voz temblorosa. Pero obtuviste por respuesta el cierre total de la pinza que se clavó dolorosamente en tu pezón. Acompañaste tus gritos con el convulso movimiento de tus pechos, en un intento inútil por desprenderte de la mordida del metal en tu carne.

Repetí el ritual con el pezón derecho, con exasperante lentitud. Acaricié con la pinza tu cuello y el canal de tus pechos, tensando y destensando la cadena que unía las dos pinzas aceradas, estirando tu pezón herido para devolverte el dolor mitigado. Gemías, como un pequeño animal, acorralado e indefenso, temerosa del intenso dolor que, esta vez, no iba a pillarte desprevenida. Seguías con la mirada la pinza que acariciaba tu aureola, dibujando su contorno violeta, amenazante y castigadora. Y, en el momento final, cuando abrí su boca de metal para la hiriente mordedura, cerraste los ojos y apretaste los dientes contra el labio inferior, retándome con el orgullo de poder ahogar el grito en tu garganta hasta que pasara aquel infierno de los primeros y eternos segundos en que el dolor se agudizaba hasta ir desapareciendo por la propia insensibilidad de la carne. Pero no pudiste. No estabas hecha al dolor, ni entrenada para soportarlo, ni instruida para desearlo como ofrenda de corrección, como marca ineludible de tu condición de esclava.

Con ternura, coloqué mi mano bajo tu barbilla para levantar tu cabeza. Aparté los cabellos de tu rostro y limpié el sudor de tu frente y las lágrimas de tus ojos. Adiviné en tu mirada la resignada tristeza de la aceptación de tu derrota. Ardían tus labios cuando los besé, resecos por el calor y por la angustia. El tono dulcificado de mi voz pareció consolarte. Asentías con un ligero movimiento de tu cabeza, sin pronunciar palabra alguna. Repasé, sin omitir detalle, todos tus actos de desobediencia, de falta de sumisión y de entrega. Estabas siendo castigada por ello. Pero debías entender que el castigo era un privilegio otorgado por tu amo y así habrías de aceptarlo, con entereza, con respeto, con amor. Te propuse quitarte las pinzas, desatarte y dejarte marchar. Pero ello supondría también el final de tu esclavitud.

Apreté tus mejillas, mientras te preguntaba si querías dejar de ser mi esclava, insistiéndote en que me respondieras. Negaste con la cabeza. Te ordené que me contestaras, con firmeza. Y desperté en ti, nuevamente, tu natural arrogancia que tanto deseaba dominar. Fue un no rotundo el que me gritaste, repetidas veces, con encono, casi con exigencia. Elevé el tono de mi voz para insistir en mi pregunta, zarandeando tu rostro con mis dedos clavados, torciéndote el gesto de tus labios. Y tú gritaste, con más fuerza, con rebelde osadía, que no estabas dispuesta a dejar de ser mi esclava. Te ordené que me suplicaras, entonces, tu castigo.

Y lo hiciste, con voz suplicante y temblorosa. Solté tus mejillas, enrojecidas por la apretura de mis dedos, y cogí el látigo. Doce tiras de negro cuero trenzado para marcarte, por vez primera, el cuerpo y el alma. Doce largas tiras para enredarlas en tus piernas y en tu cintura, como hirientes abrazos que dominaran tu voluntad sometida, dejando en el mar moreno de tu piel la estela rojiza del dolor.

Acaricié con la fálica empuñadura tus labios cerrados y te ordené humedecerla con tu lengua. Penetré tu boca con la negra verga de cuero, ensimismado en aquella forzada felación que, al instante, convertiste en consentida. Las tiras del látigo caían sobre tus pechos aún pinzados y las puntas rozaban tu vientre, movidas por el suave balanceo que provocaban tus labios entregados. Retiré la empuñadura de tu boca y dejé los surcos de tu saliva en tus pezones adormecidos y amoratados. Apenas un leve quejido se escapó de tu boca cuando te quité las pinzas y chupé tus pezones, mientras lubricaba tu sexo con el húmedo puño del flagelo. Respondiste al placer inesperado con cautela, esperando mi aprobación y consentimiento. Sin esfuerzo, el negro falo se introdujo en tu vagina y mis dedos se llenaron de tus jugos incontenibles.

Pendían de tu coño las tiras del látigo. Las sentías entre tus muslos, como caricias de cuero que subían y bajaban al ritmo de la penetración. Mi mirada fija en ti te hacía sonrojar. Era la vergüenza de tu placer de esclava que deseabas evitar en un último arrebato de dignidad. No consentí el orgasmo inmerecido y extraje la empuñadura al tiempo que lo sentías cercano. Me irritó tu petición de que volviera a penetrarte, mezcla de frustración y de exigencia. Con rudeza, te tomé de la cintura y giré tu cuerpo. Quedaste de cara a la pared, asustada por el imprevisto movimiento, consciente de que había llegado la hora del castigo.

Deslicé el látigo por tu espalda hasta tus nalgas y tu cuerpo se estremeció. Retrocedí unos pasos para situarme a la distancia precisa, agarrando con fuerza la empuñadura aún mojada por tu placer. Simulé varios golpes en tus piernas, suaves, indoloros, que hicieron derrumbar tu escasa entereza. Tu llanto entrecortado anunciaba tu miedo creciente. Esperé inmóvil unos minutos, concentrándome en tus nalgas ofrecidas y en tus gemidos infantiles. Sabía que aquel silencio roto por tu llanto, que aquella espera interminable estaba haciendo mella en tu pensamiento y en tu corazón. Intentaste darte la vuelta, incapaz de soportar la tensión de no verme, de no saber qué hacía, pero la rotundidad de mi orden te hizo desistir. Tu agonía fue quebrada por el sonido sibilante del látigo en el aire y por el golpe certero sobre tus nalgas. Tus piernas se doblaron, por los temblores del miedo más que por el dolor que te hizo gritar desconsolada. Te ordené que te pusieras firme y obedeciste al instante, endureciendo las nalgas, queriendo amortiguar el siguiente golpe. Pero éste quebró tu resistencia con una docena de aguijones clavándose en tu piel, arrancando un único alarido que te hizo enronquecer. El dolor del miedo y de la humillación era más poderoso que el que te provocaba el látigo que se enredaba en tus caderas para morir en tu vientre y en tu pubis.

Te azoté con fuerza y sin descanso, arañando la piel de tus nalgas y de tus piernas, de tus hombros y tu cintura. Tu cuerpo pendulaba bajo el aro en que estabas encadenada, convulso por la mordedura del látigo, evitando un nuevo golpe sobre la carne ya mancillada, desvirgando la piel aún indemne. Sin fuerzas, recobraste la posición inicial y aguantaste las últimas embestidas del látigo cebándose en aquellas nalgas hermosamente enrojecidas. Gritabas con cada impacto y gemías casi sin respiración, implorando que cesara el castigo.

Me detuve, jadeante y sudoroso, y me acerqué a ti, dejando el látigo en el suelo. Palpé tus nalgas ardientes y te estremeciste con el roce de mis dedos sobre tus heridas. Te giré para ponerte frente a mi y comprobé que tenías los ojos hundidos y repletos de lágrimas, el pelo apelmazado en la frente sudorosa, los labios resecos por la sed. Te pedí que me miraras y pude ver en tus ojos la incomprensión que seguía azotándote en el interior de tu mente. Te hablé dulcemente y, con sinceridad, te dije que llegarías a ser una magnífica esclava. Esbozaste una sonrisa y con voz aniñada me dijiste que nada en el mundo deseabas más que llegar a ser mi mejor esclava. Y, seguidamente, me diste las gracias por el castigo. Me pareciste más hermosa que nunca, en aquel gesto de amor incomparable. Y, aflojando las hebillas de las esposas, solté tus manos, te tomé en brazos y te llevé a la cama para gozar de tu cuerpo castigado y hacerte gozar con el mío fundido en tus heridas.

Marcelo Luna