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Me dejo operar?

en Transexuales

¿Me dejo operar?

Detesto estar en esta colonia de vacaciones en la que debo pasar 15 días rodeado de chicos que sólo piensan en jugar al fútbol, treparse a los árboles y molestarme a mí, sólo porque soy distinto de ellos. Desde el comienzo comenzaron a decirme cosas por mi aspecto físico, y me pusieron el apodo de "chino". No soy chino, soy de Camboya, mis padres huyeron del país cuando yo era un recién nacido y murieron casi al llegar a la Argentina. Quedé en manos de una familia sustituta que me odia.

Además de mi aspecto físico, los chicos (uno o dos años mayores que yo, y que también provienen de familias con problemas como yo) me dicen cosas porque no corro igual que ellos, ni me gusta ensuciarme o insultar. Y no tardaron en comenzar a decir, cada vez en voz más alta, que soy un mariquita.

¿Lo soy? No tengo una respuesta para eso. Sólo sé que me siento distinto de los otros chicos de mi edad, y que los únicos que me caen bien son Javier, mi compañero de cuarto (por suerte estoy con él y no con otro) y Alberto, el entrenador de fútbol, que pareció notar en seguida que los deportes no son lo mío.

Hoy ha sido un día más duro que el resto. Me molestaron como nunca. Me siento tan mal que ni siquiera quiero cenar en el comedor con los demás y me voy directamente a mi habitación. Es un cuarto pequeño, sólo dos camitas, un placard para la ropa y un baño. Me desnudo, quedo en boxer y me meto en la cama con ganas de llorar, pero justo llega Javier y no quiero que me vea así. Por suerte no se da cuenta y se va a tomar una ducha.

Se desnuda delante de mí con total naturalidad. Claro, entre varones es así. Me sorprende su cuerpo de deportista, fuerte, bien formado. Tiene una importante mata de pelo en la entrepierna y un miembro viril que aún relajado me parece grande. Me siento mal otra vez, mi pene es tan ridículamente pequeño (como todos los de mi raza) que me avergüenza y aparte del cabello color negro, no tengo un solo pelo en el cuerpo.

Escucho a Javier bajo la ducha y no puedo reprimir mis ganas de llorar. Quisiera ser un chico fuerte y guapo como él pero en cambio tengo aspecto de delicada niña asiática, por eso todos se burlan de mí.

Mi amigo sale del baño con una toalla a la cintura y me descubre llorando.

-¿Qué te pasa Gustavo? (ese es el horrible nombre que me dio mi familia sustituta)

-Nada, dejame.

-Quiero ayudarte.

Javier se sienta en mi cama y apoya su mano en mi hombro desnudo. Estoy triste, necesito un amigo, un abrazo, pero nunca un chico le pediría eso a otro así que no digo nada.

-Estás así por culpa de los demás, me doy cuenta. Vos sos distinto, pero no tenés que sentirte mal. No les hagas caso. Vamos, vamos, arriba el ánimo.

Me sorprende con un abrazo, justo lo que yo necesitaba. Me incorporo a medias en la cama para responder a su abrazo, y por un momento me siento mejor. A Javier se le abre la toalla que lleva en la cintura y le veo el pene más de cerca. No puedo dejar de mirarlo y está mal, porque un chico no le mira el miembro a otro. Es pálido, y la piel que recubre la cabeza está levemente retraída. Una vena lo recorre todo a lo largo. Aun en reposo es más largo que el mío en erección.

En eso se abre la puerta. Es el entrenador, preocupado porque no fui a cenar. Javier se aparta de inmediato, la escena puede prestarse a muchas interpretaciones pero yo en ese momento no me doy cuenta.

-¿Como estás? –me pregunta Alberto. Tiene casi 40 años, un aspecto de oso rudo, pero conmigo es muy suave.

-Estoy bien, un poco descompuesto pero ya se me pasó.

-Bueno, cualquier cosa avisame.

Alberto se retira, Javier se acuesta y se duerme casi de inmediato, yo demoro un poco más.

Al día siguiente, otro partido de fútbol. La pelota viene hasta mis pies. Mario, uno de los chicos que más me molesta, se me tira encima para quitármela. Caigo boca abajo y él cae encima de mí.

-Salí, me aplastás –protesto.

-Vamos mariquita, a vos te gusta.

Reacciono furioso, peleamos, recibo una patada en el vientre y Alberto nos separa. Yo quedo caído, doblado por el dolor. El entrenador me alza en sus brazos como una pluma y me lleva a la enfermería, el resto se burla y me grita cosas.

El golpe no fue gran cosa, pero Alberto decide que basta de deportes para mí por hoy. Y me dice algo que me deja helado:

-Esta noche no vas a dormir en tu cuarto, escuché comentarios que te quieren hacer algo, quizá pegarte, no estoy seguro, pero no quiero correr riesgos.

-¿Y dónde voy a dormir?

-No sé... conmigo, pero no en tu cuarto.

Ustedes saben lo salvajes que pueden ser los chicos con alguien distinto. Tengo mucho miedo, pero por suerte Alberto me protege.

Llega la noche, voy a cenar al comedor con los demás y me parece que todos me miran mal. Para mí es la confirmación de lo que están planeando. Me levanto de la mesa antes que ellos, y cuando voy camino a mi cuarto Alberto me llama.

-Andá rápido a mi habitación, hoy vas a dormir ahí. Yo voy a hablar con tus compañeros.

Ni siquiera me da tiempo de tomar una ducha y recoger mi pijama. Tengo tanto miedo que le obedezco.

La habitación de Alberto es parecida a las otras, pero tiene una sola cama grande. Lo espero sentado, hasta que llega.

-Estos chicos son terribles, unos malvados –me dice- Pero no te preocupes, acá vas a estar seguro. Yo me voy a bañar, pero si querés bañate primero vos. Te presto una de mis toallas.

Me da vergüenza desnudarme delante de él, pero no tengo más remedio. Alberto parece concentrado en revisar unas notas mientras me quito la ropa y me meto bajo la ducha. El agua caliente me hace sentir bien, relajado. Enjabono mi cuerpo, miro mi pene: es tan pequeño que ni siquiera cuelga. En mis oídos resuena el recuerdo de los gritos de los chicos, diciéndome "chinita, qué linda la chinita". Salgo del baño cubierto por una toalla, y ahora me doy cuenta que no tengo ropa para ponerme.

-A ver, algo por acá debo tener –busca Alberto en sus cajones, y me pasa un slip rojo, pequeño- Esto se lo olvidó alguien, pero no te preocupes, está limpio, podés usarlo sin miedo.

Es un slip realmente pequeño, incluso a mí me queda chico y por atrás se me mete en la cola. Parece una tanga. Rápidamente me deslizo bajo las sábanas, no quiero que me vea así.

Alberto se prepara para su ducha. Se desnuda, y no puedo creerlo: es de verdad un oso, tiene pelos hasta en la espalda. Su cuerpo es inmenso, yo mido 1,55 y él debe pasar el metro noventa, yo apenas peso 50 kilos y él supera los 100, para que tengan una idea.

El entrenador camina desnudo por el cuarto buscando una toalla, entre las piernas le cuelga un miembro grueso y oscuro que oscila como un péndulo según los movimientos vigorosos de su andar de aquí para allá. Por fin se mete bajo la ducha.

Cuando sale yo estoy medio dormido ya, y lo escucho deslizarse en la cama.

-El único inconveniente es que tenemos una sola cama, pero por una noche no creo que sea problema –me dice.

En realidad yo esperaba que él durmiera en un sillón que hay en el cuarto. Yo estoy acostado de lado, siento el calor de su cuerpo muy cerca, uno de sus brazos velludos roza mi espalda. Alberto tira la sábana a un costado.

-Hace mucho calor –resopla.

Estoy paralizado, inmóvil, no me atrevo ni a mirarlo. Una alarma secreta se enciende en mí.

-Te queda muy bien el slip. ¿Estás cómodo verdad?

Me doy cuenta que el entrenador me está mirando el culo, justo ahí donde siento el slip rojo metido entre mis nalgas. Me pongo rojo de vegüenza.

-Los chicos, tus compañeros, son unos brutos, no entienden nada. Son incapaces de comprender a alguien que es distinto como vos.

Estamos en penumbras, y la voz de Alberto suena ronca pero cálida.

-A vos te gustan otras cosas, me dí cuenta el primer día, ¿no es así?

-Sí, soy distinto a ellos.

-Bueno, eso no tiene que ser un problema y no tenés que sentirte mal por eso, ¿sabés?

Alberto me acaricia el cabello, que uso largo hasta los hombros. Me hace sentir bien, como el padre que no tuve. Me siento protegido, comprendido. Lentamente me voy durmiendo.

Despierto a la mañana siguiente. Apenas abro los ojos veo a Alberto acostado a mi lado boca arriba, aún dormido, está completamente desnudo y tiene una erección formidable. Jamás pensé que un pene en toda su dimensión podía ser así de grande. Yo estoy boca abajo, y una de sus manos enormes reposa sobre mis nalgas. Me resulta extraño sentir otra piel tocándome en una parte tan íntima, me produce un cosquilleo que jamás había sentido antes. No sé qué hacer, si moverme y despertarlo o quedarme quieto. Justo en ese momento abre los ojos.

-Hola Gustavo, buen día, ¿cómo dormiste?

-Muy bien entrenador.

-Uf, veo que tengo una erección matutina, jajaja, siempre me pasa, ¿a vos no?

Balbuceo una respuesta que ni yo entiendo. Alberto sigue muy divertido.

-Debe ser por las cosas que sueño de noche, jajaja.

Se levanta de la cama y camina por la habitación con su garrote en alto como si nada. Busca sus ropas, se viste y me dice:

-Mejor hoy no aparezcas por la cancha de fútbol, podés quedarte acá todo el día mirando televisión. Y será mejor que ni vayas al comedor, yo te traigo algo para comer.

Me siento cansado, y la idea de no ir al fútbol es una bendición así que le hago caso. Alberto regresa al mediodía, cubierto de barro y sudor. Trae un paquete con mi almuerzo.

-Uff Gustavo, menos mal que no fuiste. Hoy jugamos al rugby, algunos veteranos nos mezclamos con los chicos. Ay, me duele todo.

Derrumba sus 100 kilos sobre la cama y se queda allí respirando agitado.

-Ayudame a sacarme los botines, no me puedo ni mover.

Me arrodillo y le quito los pesados zapatones deportivos que calza. También las medias, y tengo que tocarle las piernas peludas para hacerlo. Con mucho esfuerzo, Alberto se quita la camiseta. Se queda sólo con un pantalón corto que le abulta en la entrepierna. Su cuerpo enorme está cubierto de sudor, la habitación se llena de olor. Diría que es el rancio olor a macho. Mi cuerpo jamás exhaló aromas así. Es más, en este momento huelo a perfume suave porque hace un momento tomé otra ducha. Soy fanático de la higiene.

-¿No me trajiste ropa? –pregunto.

-Me olvidé. Pero... ¿qué pasa, hay algún problema? Para estar acá no necesitás más que ese slip. Con este calor...

No sé qué cara pongo, la cuestión es que Alberto se levanta resoplando por el esfuerzo y va hasta su cajón. De allí saca una camiseta suya y me la da. Cuando me la pongo, me queda grande. Tiene un escote que deja ver mi pecho lampiño, y no es lo suficientemente larga como para tapar mis nalgas.

-¿Mejor?

Hago que sí con la cabeza, pero no creo que esté mejor. Parece un vestido de mujer más que ropa de hombre, o por lo menos así me queda a mí. De modo que ahora estoy con ropa de mujer y tanga, me digo para mí. Esto no me ayuda a levantar mi autoestima.

Estoy triste otra vez. Se me cae una lágrima, y Alberto la vé.

-Eh, ¿qué te pasa? Vení, contame.

Me siento a su lado en la cama. Me rodea con su brazo, grueso como mi pierna.

-Dale, contame qué te pasa.

-No sé, me siento raro, confundido.

-No te preocupes, todos los chicos a tu edad se confunden. Y no todos son iguales.

-Yo quiero ser igual a los demás.

-No está mal que seas distinto, no tenés que sentirte mal.

Sigo llorando, con la cabeza gacha. Alberto acaricia mi espalda.

-No tenés que reprimir lo que sentís... sos un chico hermoso.

Ahora una de sus manos acaricia mis muslos. Es raro el contacto de su aspereza contra mi suavidad.

-Dejá salir lo que sentís.

Estoy temblando. El entrenador me hace acostar y se acuesta a mi lado. Sus manos me acarician sin disimulo.

-No quiero –digo en un hilo de voz.

-Vamos, conmigo no tenés que tener vergüenza.

Una de sus manos me acaricia el cuerpo, con la otra se baja los pantalones.

-No... no... –mis susurros son débiles.

-Probalo, aunque sea una vez... si no te gusta lo dejás.

¿Esto es lo que quiero? me pregunto mientras el entrenador me toma la mano y la lleva hasta su miembro. Está muy duro, muy grande. Me hace apretarlo y sobarlo. Mis ojos están cerrados, mi respiración agitada.

-Chiquito hermoso –me dice tiernamente al oído, y me besa el cuello. Desliza una de sus manos por debajo de mi cuerpo y me toca las nalgas.

-Sos tan lindo... esta tanga te hace una cola perfecta... tan deseable.

Me corre la tanga a un lado y con un dedo busca mi hueco. Su pene vibra en mi mano cuando involuntariamente lo aprieto más, como un espasmo.

-No... por favor...

-Tranquilo... no vamos a hacer nada que no quieras... pero tenés que probar aunque sea una vez... si no te gusta, lo dejamos.

Su dedo juega en mi ano y sus palabras en mi oído.

-¿Nunca pensaste que esto era lo tuyo? ¿Nunca pensaste que te gustan los hombres?

Sí que lo había pensado, pero había apartado esa idea de mi cabeza diciéndome está mal, no puede ser, no debe ser.

Alberto se acomoda en la cama. Estamos los dos boca arriba, pasa una de mis piernas sobre su cuerpo y su pene queda apoyado entre mis nalgas.

-¿Te gusta?

-Basta, no quiero.

-Tranquilo, no tengas miedo.

Claro, estoy muerto de miedo. Se me ocurren mil razones por las que no quiero que siga adelante, pero sólo me sale una:

-Me va a doler.

-No, no te va a doler chiquito hermoso.

Sigo con los ojos cerrados. Por el ruido me doy cuenta que estira el brazo, está buscando algo en su mesa de noche. Luego siento algo frío en mi hueco.

-Con esto no te duele nada, nada.

Me pone crema, se toma el pene desde la base y empuja un poco. Aprieto los dientes, se me escapa un grito de dolor.

-Relajate chiquito, ponete flojito, blandito.

Alberto empuja un poco más. Siento como si un monstruo me estuviera invadiendo las entrañas. Vencido por la fuerza de ese cuerpo colosal, el anillo de mi ano cede, se deja invadir.

-Así, así... sos divino.

Alberto me cubre de besos y caricias mientras me penetra. Me arde el culo, estoy gimiendo y llorando, aunque me lo hace con tanta ternura que hasta creo que tendría que agradecérselo. Otra vez pienso: ¿es esto lo que quiero? ¿Así deseo estar, en actitud totalmente pasiva, recibiendo el miembro de otro hombre, recibiendo, recibiendo, recibiendo...?

-Sentí a un hombre... ¿lo sentís? Esto es lo que tiene un hombre para darte... sentí la fuerza de la verga... gozala... disfrutala... la tenés toda metida adentro del agujerito... hasta los huevos...

Me duele terriblemente, el entrenador tiene un pene tan grueso que no puedo creer que me lo haya metido todo.

-Me gustan tus lágrimas, tus gemidos... yo sé que a tu manera estás gozando... esto es lo que querías, esto es lo tuyo... ahhh estás tan apretado que me hacés doler la verga... mmmm cuánto me hacés gozar...

Quizá estas cosquillas que siento por encima del dolor sean mi manera de gozar. Pienso en las chicas que he conocido y deseado sin tenerlas nunca, qué dirían si me vieran en este momento. Posiblemente pensarían que soy tan nena como ellas. Me muero de vergüenza de sólo pensar que un hombre me está usando como mujer, me niego a aceptar que estoy disfrutando con una verga ensartada en el culo.

Quedo completamente sobre Alberto, mi espalda contra su pecho peludo. Soy un muñeco, me maneja a su antojo. Su miembro es como un inmenso pistón clavándose en mi ano, me bombea fuerte, fuerte, fuerte, hasta que por fin se derrama por completo dentro de mí llenándome las tripas con su sustancia, su esencia de hombre.

-Sí... así... bien adentro tuyo... toda mi lechita para vos... –sus palabras acompañan sus últimas embestidas. Ha conquistado por completo el territorio de mi cuerpo.

Nos quedamos inmóviles un rato, hasta que nuestras respiraciones se normalizan. El monstruo que tengo metido dentro se va desinchando y finalmente sale. Siento que me escurre mucho líquido del ano entre las nalgas.

Estoy otra vez boca arriba en la cama, Alberto está recostado sobre su lado derecho, mirándome fijamente, me acomoda el cabello en el rostro, me da un beso tierno en el cuello, sube la camiseta-vestido y me acaricia el vientre.

-¿Te dolió mucho Gus?

-No –respondo, y no sé bien por qué agrego:- Gracias por no hacerme doler.

-Sos un chico precioso... ¿sabés que te entró toda? Toda, toda.

Toma mi mano y la guía hasta su miembro en reposo. Sigue grande pero ahora está blando y mojado.

-Tocalo, acaricialo, querelo. Es para vos todas las veces que lo desees.

Como todo macho está orgulloso de su herramienta. Quizá yo también lo estaría si tuviera algo así.

Alberto fuma un cigarrillo en silencio. Yo miro el techo, mi mano se ve pequeñita, reposada sobre el tronco que tuve dentro de mis entrañas. No sé qué pensar, mi cabeza es un caos.

El entrenador se incorpora y busca en su cajón. Gira hacia mí, tiene algo en las manos.

-Haceme un favor, quiero que te pongas esto.

En sus manos tiene lencería íntima femenina. Un sostén y una tanga, color negro, con encaje y transparencias. El sostén tiene relleno.

-Es ropa de mujer –digo, asombrado.

-Sí, ya sé. Por favor, una sola vez quiero verte así, despues si no te gusta no te la ponés nunca más.

Me ayuda a quitarme la camisa y el slip. Luego me deja que me vista solo. Me cuesta abrocharme el sostén en la espalda, él observa atentamente todo. Mi pene pequeñísimo desaparece cubierto en la tanga de mujer, no muy distinta de la roja que tuve puesta hasta hace un momento. Por detrás, el globo de mis nalgas queda al aire, con un hilo metido entre ellas.

Con pudor, dejo que Alberto me vea en esas condiciones. Está exaltado de felicidad.

-Sos una ladyboy asiática, perfecta, única. Sos un sueño...

Ahora sí que me siento extraño como nunca antes. No sé qué hacer, hasta mi cuerpo parece haber cambiado.

-Mirate en este espejo –dice Alberto.

El espejo devuelve mi nueva imagen. Me veo pequeño, suave, delicado, increíblemente femenino como jamás pensé que me vería, rodeado por los brazos de un hombre inmenso, que me dobla en edad y peso, cubierto de pelos como un oso.

Alberto me toma de la nuca y me obliga a acostarme boca abajo.

-Qué hermosa niña asiática... chiquito... me calentás más que una mujer...

Se acuesta sobre mí, me aplasta, creo que va a quebrarme un hueso. Sus manos febriles buscan su herramienta, rompen el hilo de la tanga, y otra vez está el intruso duro como el acero metido hasta mis tripas.

Alberto resopla en mi nuca mientras me bombea sin piedad. Toda la potencia de su cuerpo está concentrada en dar impulso a su miembro, que me causa estragos en el ano. Su vientre rebota contra mis nalgas, me clava profundamente, hasta los huevos. Por momentos me falta el aire, gimo, lloro, mientras su cilindro de carne abre una caverna en mi cuerpo.

Veo toda la escena en el espejo. Si pudiera alejarme y verlo desde afuera, diría que estoy viendo a una chica recibiendo a su amante, potente, poderoso. Pero no es una chica. Soy yo.

/ / / / / / / /

Esa misma noche nos vamos de la colonia de vacaciones. Alberto hace una gestión ante mi familia sustituta, los convence (muy fácilmente) de que se hará cargo de mi educación. Me lleva a vivir con él.

Unos meses de tratamiento con hormonas, alguna pequeña cirujía, mucha gimnasia, y soy otro. Otra, debería decir. Ahora mi escote luce unos pechos hermosos, quizá demasiado grandes para mi espalda estrecha, pero Alberto eligió la medida. Están coronados por pezones sensibles que se ponen duritos con facilidad, apenas más oscuros que mi piel. Mi cintura es más fina, mis caderas más anchas, mi trasero está perfecto y mis piernas bien formadas. Visto de chica todo el día, con las ropas más caras y sensuales que puedan imaginar. Soy lo que quiere el entrenador, una transexual asiática bella y jovencísima, que le da todo el placer. Las cosas han sucedido tan rápido que me siento como en un sueño, en un torbellino. No tuve tiempo de preguntarme si esto es lo que quiero. Simplemente dejo que las cosas sucedan.

Alberto me lleva a comprar ropa, le divierte que algunos piensen que soy su hija. Pocas mujeres visten tan elegantes y sensuales como yo, con tantos encajes y transparencias, faldas cortísimas, top insinuantes. He descubierto que me gusta el vestuario femenino, así como sentirme sexy, deseado, ser el centro de las miradas de los demás.

A él le gusta lucirme como la mejor de sus joyas. Invita a sus amigos para que conozcan a su exótica amante y quiere que en esas ocasiones yo ande semidesnuda por la casa, apenas un velo en el pecho que permite intuir la sombra oscura de mis pezones, un pañuelo de seda atado a la cintura para que se adivine mi tanga de hilo dental, o directamente un largo vestido transparente o un baby doll ajustado al cuerpo. A ellos les cuenta en detalle cómo se transforma mi rostro cuando me clava hasta el fondo, cuánto se dilata mi ano, qué aspecto tiene cuando expulso su semen después que me llenó las tripas, o cómo lo saboreo cuando eyacula en mi boca.

Sus amigos son muy amables conmigo, ninguno se ha propasado aunque me doy cuenta que más de uno tiene ganas. Por ahora se han limitado a tocarme disimuladamente las tetas, el trasero o las piernas cuando Alberto no los vé. Yo sonrío y no les digo nada. Sé cómo son los hombres, los dejo disfrutar de ese pequeño placer. Algunos me han llamado por teléfono cuando estoy solo y me dicen al oído todas las cosas sucias que me harían, mientras se masturban. A cambio sólo me piden que les diga cómo estoy vestido en ese momento, y mis palabras los ayudan a eyacular. Me agradecen y cuelgan.

Con Alberto cada noche compartimos la cama, cada noche su carne se hunde en mis entrañas y su esencia de macho se vacía dentro de mí. Mi cuerpo pequeño y liviano es un juguete entre sus brazos poderosos, y hasta sus amigos preguntan, admirados y excitados, cómo es posible que pueda soportar entre mis tiernas nalguitas los embates de su verga fabulosa.

Hemos hecho sexo de todas las formas que puedan imaginar y en todos los lugares de la casa. La más brutal es cuando me venda los ojos y me ata a la cama, con mis piernas bien abiertas y el culo expuesto, indefenso. Está obsesionado con abrírmelo. Me ha metido zanahorias, pepinos, botellas, tubos de desodorantes, hasta hacerme aullar de dolor. Quiere saber dónde está el límite. Termino exhausta esas sesiones, con todo el cuerpo dolorido, y entonces él me protege, me besa tiernamente y me deja dormir.

A veces veo hermosas chicas por la calle y el eco del que fui suena, se despierta, algo parecido a un deseo heterosexual me llama. Eso me dura hasta que llego a casa y Alberto, excitado, me lleva a la cama y me somete. Mi ano se ha dilatado bastante por el uso que le da mi amante, pero siempre me duele un poco y a él le gusta que mi rostro de niña de porcelana se transforme con el rigor de la penetración.

Acabamos de tener una brutal sesión de sexo. Estoy tirado (¿tirada?) en la cama, con un charco de semen entre las nalgas, los pechos doloridos porque Alberto me los estruja sin piedad, moretones en mi espalda. Me sodomizó durante horas, incansable. Ahora acaricia suavemente mi pene, que se ha achicado aún más por las hormonas que estoy tomando para ser más femenina.

-¿No te gustaría tener una hermosa vagina?

Un frío me corre por la espalda. ¿Debo renunciar por completo a mi condición masculina?

-Pensalo... tendrías otro agujerito más para gozar... yo creo que te quedaría hermoso un huequito entre las piernas.

Cuando a Alberto se le mete una idea en la cabeza, difícilmente retrocede.

-Nenito hermoso... si pudiera te haría un hijo... ¿no te gustaría estar preñada? Imaginate, con la pancita grande y las tetas llenas de leche... qué lindo sería...

¿Qué haré?

/ / / / / / /

Alberto ha tenido que viajar por cuestiones de negocios y estaré unos días solo en casa. Recibo el llamado que menos esperaba: Javier. No sé cómo hizo para conseguir mi número de teléfono. Lo invito de inmediato, quiero hablar con él después de tanto tiempo sin vernos.

Abro la puerta de casa y me encuentro con la cara de asombro de Javier. Yo visto un pantalón de jean ajustado y una camiseta, no quise usar un vestido, pero es inevitable el impacto que le provoco. Claro, mis pechos son indisimulables, igual que las formas redondeadas de mi nuevo cuerpo.

-¿Sos vos Gustavo?

-Sí, soy yo.

-Parecés otra persona, una...

-Una chica, ya lo sé.

-Qué distinto estás al chico que conocí en la colonia de vacaciones.

Recuerdo el día que me abrazó y yo pude ver, a través de su toalla entreabierta, su pene. Se me humedecen los labios. Algo en mi cuerpo vibra. ¿Estoy sintiendo como una mujer?

-Han pasado muchas cosas desde entonces –digo.

Lo llevo por la casa hasta un cómodo sillón y nos sentamos juntos. Me doy cuenta que me mira el cuerpo, está a medio camino entre el asombro y la atracción. Le cuento las cosas que han pasado en mi vida desde que abandoné la colonia.

-No puedo creer que esté hablando con vos, Gustavo, y que tengas este cuerpo.

Sus ojos se posan en mis pezones, que se marcan bajo la camiseta.

-Yo tengo un buen recuerdo de vos, Javier, te considero mi amigo. Me ayudaste mucho.

-No, no hice nada.

-Sí, me apoyaste en el momento que más lo necesitaba.

-Recuerdo esa vez que te encontré llorando, y te abracé.

-También yo lo recuerdo.

-No sé por qué lo hice, no suelo abrazar a mis amigos. Vos sabés que entre varones... las cosas son así.

-Lo sé. Y ese abrazo me ayudó mucho.

-Cuando necesites otro, me lo pedís –dice sonriendo.

-Siempre viene bien el abrazo de un amigo.

Javier vacila un poco, se acerca y me abraza. Me refugio entre sus brazos cálidos, relajado, con los ojos cerrados. Sus manos amigas acarician mi espalda. Es un buen chico, lo quiero mucho. Puedo confiar en él, tranquilo, sin peligro. Mis senos están apoyados en su pecho amplio, mi cabeza recostada en su hombro. Entonces siento sus labios en mi cuello. Me da un beso suave, tierno.

No digo nada, como si no lo hubiera sentido. Entonces él me da otro beso, ahora sus labios succionan levemente mi cuello. La presión de sus manos en mi espalda es más intensa. Muevo la cabeza y digo:

-No Javier.

Mi boca queda frente a la suya y me planta un beso tremendo, sus labios se comen los míos, me mete la lengua y me recorre.

-No Javier no me hagas esto.

Ahora sus manos amasan mis tetas, busca mis pezones, los pellizca por sobre la camiseta. Me hace gemir. Sigue besándome.

-Sos hermosa... hermosa...

Con rápidos movimientos se quita la camisa. Escucho el ruido de la cremallera de su pantalón bajándose. Veo su pene, es tal cual como lo recordaba sólo que ahora está erecto. Me empuja la nuca, me obliga a hundirme en su entrepierna. Es el segundo hombre al que le hago una mamada, después de Alberto. Mientras, Javier me acaricia el trasero.

Ahora sus dos manos están sobre mi cabeza, me marca el ritmo. Grita de placer, pide más, me dice que soy muy buena, que nadie le comió la verga mejor que yo. Siento perfectamente los chorros de su esperma cuando se vacía en mi boca, con su cuerpo dominado por las convulsiones del orgasmo.

Aún está excitado. Mi boca chorrea semen, me acaricia los labios, casi está a punto de besarme. Me toma de la mano y me lleva a la cama. Allí me arroja, boca abajo. Me sube la camiseta hasta los hombros sin quitármela y me baja los pantalones hasta las rodillas. Dice que le encanta mi tanga con encaje. La hace a un lado y me separa las nalgas. Me escupe saliva en mi agujerito más íntimo.

-Qué bien que estás, qué lindo se te abre... ni siquiera necesitás que te lubrique...

La cabeza de su verga busca mi hoyo, entra, y todo el tronco se desliza después, suavemente, sin interrupciones, de un golpe, hasta el final. No me duele casi nada, es un poco más delgada que la de Alberto.

Todo el cuerpo de Javier está sobre mi cuerpo. Me lame la espalda, mete la mano por debajo buscando mis tetas, otra vez pellizca mis pezones. Me dice cosas tiernas, calientes, sucias, sin dejar de bombearme ni un segundo. Demora más en acabar que cuando lo tuve en mi boca, se mueve en círculos, la saca por completo y me vuelve a ensartar, se maravilla como un niño viendo el tamaño de mi agujero dilatado, hasta que finalmente me clava a fondo, se queda quieto, y me llena el vientre con una densa descarga.

Ahora estamos relajados los dos en la cama. Yo siento su esperma rezumar de mi ano, mojándome las nalgas y los muslos. No puedo creerlo, mi amigo del alma acaba de tener sexo conmigo.

-Sos maravillosa, increíble... uno no puede contenerse con vos... es como me contás que te dice Alberto, sos una muñeca sexual, una transexual asiática terriblemente sexy.

Ese día me coje tres veces más. La última vez ya no tiene semen para darme, pero su verga sigue en erección. Creo que debería sentirme orgulloso de despertar tanta pasión en un hombre.

-Gus, vos podrías tener a todos los hombres que quisieras siempre a tus pies.

Le cuento el proyecto de Alberto.

-Quiere que me opere para tener vagina. ¿Qué opinás?

-Creo que serías insuperable si tuvieras concha, pero no sé... es una decisión muy personal... dejarías de ser varón para siempre. ¿Vos qué pensás?

No sé qué decirle. Tengo que tomar la decisión, pero estoy confundido. ¿Ustedes qué me aconsejan?

Espero sus mensajes.

scream_2345@yahoo.com