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Nuevas Sensaciones

en Control Mental

Nuevas sensaciones, por Karlof el vampiro. Continuación de Encuentro con entidades

La muerte dura toda la vida. La incertidumbre, la envidia, el desamor... también. Cuando al fín crees haber encontrado tu sitio todo da un vuelco. Todo aquello que te parece inamovible termina no siéndolo.

Cuando yo aún era humano, cuando la muerte aún no había dado conmigo, yo tenía unas ambiciones, unos proyectos, inevitablemente unas preocupaciones, pero siempre podía apoyarme en unos axiomas, personas, convicciones o simplemente esperanzas que yo necesitaba para poder sentirme humano.

La muerte está en cada esquina, en cada paso que damos, ella puede sorprendernos como un toque de campana. Como digo, yo daba por cierto unos valores; creencias férreas, inflexibles, paradójicamente habría dado mi vida por ellas. Ahora no. Nos impresionamos con facilidad y hay cosas que nunca se nos olvidan. Había visto la luz y no era siquiera capaz de diferenciarla del abismo. Esta es mi historia.

Desperté magullado, sin embargo esta sensación se desvaneció en pocos minutos, el tiempo de asimilar que ya nada sería igual nunca más. Levanté de mi letargo diurno en un cubículo circular de reducidas dimensiones, agazapado en una esquina como un animal, tenía las extremidades entumecidas como consecuencia de pasar todo el día en posición fetal.

A poca distancia de mí, un charco se empezaba a formar recibiendo a la noche, y cada pequeña gota de agua que lo alimentaba retumbaba en mis afinados oídos como una bomba.

Alcé la vista y pude comprobar que me hallaba en una eminente construcción que se elevaba unos veinticinco metros sobre mi cabeza en la más profunda y cruda oscuridad. Un humano no habría podido ver más allá de dos metros pero en mi extraordinaria condición pude incluso confirmar que la pared era de granito y piedra blanca en toda la edificación y que en lo más alto de la torre unos troncos de madera bien alineados evitaban la entrada de cualquier vestigio de luz natural.

Lo primero que pensé fue en un antiguo pozo ya seco y en desuso. Supongo que mi nueva amiga se ocupó de buscarme este refugio pues ningún recuerdo conservo tras beber su dulce sangre y difícilmente pude haber llegado aquí por mi propio pie.

Mi mente no paraba de trabajar a una velocidad pasmosa y pronto caí en la cuenta de que a pesar de estar casi desnudo con una temperatura inferior a los cero grados no tenía frío, ni calor, tampoco tenía miedo de estar encerrado y cuando me incorporé y erguí la vista una fina gota de agua cayó sobre mi alisada frente.

Me sentí enérgico, más fuerte que nunca, incluso más robusto y vigoroso. Mis músculos se hinchaban y el corazón me latía eficazmente, podía sentirlo en cada poro de mi piel, aunque también advertía como mi apego al mundo se deslizaba furtivamente por mi boca y no tenía ninguna duda de que estaba muriéndome.

¿Cómo puede uno reconocer la experiencia de estar vivo tan tangiblemente cuando no se sabe lo que es estar muerto? Yo morí estando vivo, tan vivo como que estaba en pie con los brazos apuntando al cielo mientras una gota de agua gélida serpenteaba chistosamente desde la frente hasta mis labios igual que un río lo hace antes de desembocar en el mar.

Mi cuerpo humano pereció esa noche pero mi alma errante comenzó una nueva vida perpetua, eterna, inmortal. Tan difícil es entenderlo como explicarlo. No sentí nada. Ahora, viviendo en la muerte, echo de menos la vida, pero nunca más la podría mirar de nuevo a los ojos sabiendo que la arrebato cada noche en cualquier esquina.

 

No me costó ningún trabajo salir de aquel lugar

(¿y acaso lo había dudado?),

y lo que se desplegó ante mí me sorprendió gratamente. El viejo pozo donde había pasado las horas solares estaba emplazado en un cementerio. No en cualquier cementerio sino en el campo santo de una abadía, donde eran enterrados solamente los monjes pertenecientes a la orden.

El edificio estaba abandonado, igual que el pozo, y su fachada denotaba el paso de los años, el efecto erosivo del agua y del viento habían acabado por hacer del lugar un paraje lúgubre y sombrío que hasta a mí me resulto un tanto tétrico.

Creo que siempre lo son. Me refiero a los edificios levantados para Dios que, cuando pierden su grandeza, su magnitud, su esplendor inicial, se convierten en lugares atroces y melancólicos dónde vagan atrapadas las almas errantes de aquellos que fallecieron horriblemente. Es curioso que un lugar que nació para reunir a los fieles termine por espantarlos.

Pero la abadía no me interesaba en absoluto, refugio ahora de vagabundos y pordioseros. Antes aún que la gran luna que reinaba sobre el cielo de Moscú me llamó la atención en sobremanera una pequeña edificación situada en la parte oriental de la abadía. Aunque no soy un experto en el arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho más antigua que el edificio adyacente.

Ningún ojo habría pasado por alto su encanto, su exquisito hechizo, el fascinante deleite que era simplemente admirarla. Aquella pequeña capilla destacaba por su solidez, al ser mucho más ancha que alta daba la impresión de que estaba firmemente plantada a la tierra. El techo terminaba en punta y la estructura estaba calada con una serie de ventanas de linea severa, ajena a las audacias y al exceso del estilo moderno.

Como victima de un embrujo comencé a andar hacia ella. A medida que me acercaba pude observarla con más detalle. Ante la entrada que a primera vista parecía simplemente un arco se erigían dos pequeñas columnas, de estilo helénico, que nunca había visto en toda Rusia.

En ellas habían tallado, con mano divina, escenas amorosas entre una bella dama de cabellos largos y un hombre de aspecto rudo y brusco.

Estas mismas escenas se repetían así mismo a lo largo de todo el arco, no había una igual, ni siquiera una parecida, pero en cada imagen se mantenía esa pasión carnal entre los dos protagonistas.

Ni que decir tiene que eran frutos del mismo artista.

La primera mostraba a la mujer vestida con un traje largo, tanto que sus bordados descansaban en el suelo sin permitir verle los pies. Su gesto era de placer, también se advertía diversión en sus grandes ojos y con las manos se recogía su larga melena en una coleta.

El cuerpo ligeramente arqueado, rozándose con el de él, podía entrever una buena figura femenina, de caderas anchas y cuerpo proporcionado.

Detrás de ella estaba él; ya totalmente desnudo, la miraba ardiente y lujurioso. Era un tipo alto, fuerte y fibroso, acorde con la belleza de su acompañate y la sublime armonía de la obra artística en si.

Sus grandes manos la envolvían con aparente dulzura a la altura de la cintura mientras que su entrepierna se perdía en el trasero de la dama. Sus facciones estaban inertes y se mantenían inmóviles, sólo sus ojos tallados en la fría roca transmitían algún sentimiento, y éste era de lo más sombrío.

Aún más terrorífica era su mirada en la segunda escena.

Sus manos apretaban firmemente los pechos de la chica y sus ojos emergían detrás de uno de los desnudos hombros. Tenía las uñas largas y bien cuidadas, al igual que su pelo que se perdía suelto y negro por su espalda. En absoluto tiene facciones rusas. Se parece más a un eslavo.

La chica, con poca gracia, intentaba zafarse del vestido que descansaba en sus pies y que la dejaba totalmente desnuda. Sus manos apretaban los muslos del hombre acercándole aún más si era posible a su culo. Tenía el pelo rubio y apenas poseía vello en el pubis. Era realmente alta, casi como él, y ahora desnuda podía verificarse a ciencia cierta su inmensa hermosura. Ella si era posiblemente rusa. La impresión general que daba esta segunda imagen era la de extrema complicidad entre victima y asesino, algo que comprobaría personalmente días después. La idea de yacer con él era más poderosa que la de saber que estaba condenada a morir.

En la siguiente imagen, la tercera, el hombre sostenía en alto sin ningún esfuerzo aparente por detrás a la chica a la vez que la penetraba profundamente.

La obra parecía que tomase vida y podías apreciar como eran sus manos desde los muslos las que subían y bajaban frenéticamente a la mujer. Ella era la viva imagen de la felicidad.

Su cara se estremecía, sugería gozo y entretenimiento, gemía pero estaba riendo.

Se retorcía cuanto podía y estiraba los brazos por detrás de su cabeza rodeando el cuello de él de manera agradable.

El eslavo era impasible, insensible aparentemente y su piel era más blanca que la piedra donde estaba tallado. La única señal de placer se escondía en sus ojos y levemente en su boca donde sus labios empezaban a abrirse ligeramente, indicio de goce.

La cuarta imagen era la esencia de la posesión. Ella a cuatro patas y con el trasero arqueado lo justo, recibía por el ano al hombre a la vez que éste le sujetaba del cabello para que mantuviera la cabeza erguida.

El diablo le salía por la garganta a cada embestida del hombre que, con las plantas de los pies bien clavadas en el suelo, solamente ejercitaba las caderas. El rostro de la chica ya no era de placer sino de dolor, un dolor que le estaba quemando desde lo más profundo y que era más angustioso que cualquier enfermedad.

Le recorría toda su espina dorsal haciendola retorcerse con cada empujón descontrolado de aquel salvaje. Todo eso lo decía la piedra. Más bien lo decía una escultura, que aunque imposible, parecía animada.

El hombre totalmente extasiado mostraba dos pérfidos colmillos que relucían en la piedra igual que un diamante. Colocados en la mandíbula superior rasgaban levemente incluso sus labios, morados que mostraban su acuciente necesidad de sangre. Pasé de la destemplanza de las primeras escenas a la lástima por la chica en esta última, y volver a excitarme como un animal con el siguiente grabado.

Los afilados colmillos se hundían irremediablemente en el pecho de la chica que ahora si otra vez disfrutaba adormecida del placer que le proporcionaba aquel mordisco. Él la sostenía por la cintura y perdía su boca por su pecho mientras el tronco de la chica se balanceaba de lado a lado bailando una canción de amor y de odio.

Su cara parecía volar más alto con cada succión de sangre, era como si todas sus ilusiones y fantasías se hicieran realidad en un mundo irreal del que ella era protagonista y prisionera. Seguramente tuvo su mejor orgasmo mientras era desangrada.

La sangre fluyendo, brotando de aquel seno, pasando de un cuerpo a otro, alimentando la necesidad asesina de matar para vivir, me empezó a poner nervioso hasta el punto de que mis colmillos, totalmente estimulados, rasgaban la carne de mis encías para respirar.

No era doloroso, era más bien una sensación grata.

No me sorprendió nada la resolución de la historia. Los tres últimos grabados mostraban al hombre mordiendo a la mujer, saciando su sed primero en el cuello, luego otra vez en un pecho y finalmente la abandonaba inerte.

Lo más importante es que yo ya sabía que aquel grabado era real, sabía que aquel vampiro existía y que posiblemente pasara sus horas de letargo detrás de aquellas columnas. La puerta estaba cerrada pero sabía que se abriría al empujarla. ¿Hasta que punto quería conocer a aquel ser? Empujé la puerta y entré.