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Marcada

en Sadomaso

MARCADA

Mi nombre es Crysania. A pesar de mi juventud, he caminado por muchas sendas, de amor y odio, de oscuridad y de luz. Mis pies errantes me llevaban a destinos ignotos y territorios desconocidos, anhelando romper los últimos límites, me llevaban hacia ti. En mis sueños te había visto, mi mente te recordaba, y cuando al fin te encontré, supe que sería tuya más allá de los límites del cuerpo o del alma. Aún sabiéndolo intenté resistirme, mantener mi independencia, negando lo que era evidente, que yo estaba hecha para pertenecerte. Apenas cruzamos dos palabras y asiste mi brazo suave4 pero firmemente, y vi en tu rostro una determinación que me asustó.

Me descubriste mirándome, y una bofetada me puso en mi sitio. Bajé la vista avergonzada por ese extraño que se estaba convirtiendo en mi Amo, avergonzada en plena calle por ti. Entramos en tu coche, un Mercedes deportivo negro, que resaltaba tu personalidad. Austero, cálido y a la vez frío, y sobre todo, implacable. Tus dedos se clavaron en mi pierna obligándome a abrirla, y me dijiste que así debía estar. Siempre. Con unas tijeras rompiste mis braguitas, un escueto tanga de encaje negro que tiraste por la ventana mientras me advertias de mi primera prohibición; No debía llevar ropa interior, salvo esos días delicados del periodo. Vi cómo un hombre se agachaba a recoger lo que tú habías tirado, y cómo me miró abierta de piernas, en su rostro una expresión de admiración, deseo y sorpresa. Mi mirada debió reflejar mi excitación al saberme contemplada, ya que una segunda bofetada tuya me marcó el rostro y el alma como tu esclava.

Arrancaste el coche, y nos dirigimos hacia las afueras de la ciudad. Las verjas de una villa se abrieron para dejar paso al Amo, y entramos, mientras el portero nos saludaba con una sonrisa. Aparcaste el coche cerca de la entrada, y antes de que yo reaccionara, agarraste mi pelo y me sacaste del auto para tirarme al suelo. De rodillas, te seguí al interior con las piedras de las escaleras de la entrada clavándose en mi piel. Atravesamos estancias y salones, y me hiciste entrar en una sala oscura, sin ventanas.

Cerraste la puerta, y encendiste la luz. Vi el principio de mi caída. Había frente a mí una máquina de tatuar, y detrás, una mesa con algo que no pude percibir. Me levantaste y me colocaste sobre la mesa. Preguntaste si estaba bien. Contesté que sí. Preguntaste si deseaba ser tuya. Temblorosa, también afirmé en esta ocasión. Me repetiste la pregunta, esta vez gritando, sacando de mí la mujer orgullosa y fuerte que he sido siempre, y que tu deseabas doblegar. Respondí irguiendo mi cabeza, gritándote que sí, insolente, desafiándote.

Te acercaste a mi brazo izquierdo con todo lo necesario para tatuar, y una vez más, me dijiste si estaba arrepentida de estar allí contigo. Y una vez más, afirmé que nada deseaba más que ser tuya. Y comencé a sentir cómo me marcabas con tu marca personal en mi brazo, esta rosa negra que luzco ya para toda mi vida. Al principio no notaba más que unos suaves pinchazos, pero según ibas avanzando, la piel se sensibilizaba y dolía más y más, aunque no podía hacer nada por evitarlo. El sutil tormento físico y psiquico duró más de dos horas, durante las cuales derramé abundantes lágrimas silenciosas de dolor, y tu sabías que también de placer, aunque me empeñara en negarlo.

Cuando terminaste, acercaste tu mano a mi sexo convencido de encontrar lo que, ciertamente encontraste. A mi pesar, me había excitado con el sufrimiento. Comenzaste a masajearme, y la mezcla del dolor del brazo y del placer de tus dedos era insoportable. Aceleraste el ritmo, y yo sentía venir el éxtasis en oleadas. Pero, cerca de que me corriera, te detuviste. Te imploré, te rogué que siguieras, atenazada por un dolor interno superior mil veces al que me recorría el brazo. Hiciste caso omiso.

Desataste mis correas y me pusiste en pie. Una venda cruzó mi rostro privándome de la visión, y sentí el mordisco de unas pinzas de metal en mis pezones y en mi clítoris. Ajustaste la presión de las pinzas hasta que casi me hiciste gritar, y, enredandolas con una cadena, la pasaste entre mis piernas, tirando para que mi cuerpo quedara medio doblado. Con otra cadena que luego descubriría suspendida del techo asiste mis muñecas por mis esposas y tiraste, dejándome totalmente doblada, con los brazos estirados detrás de la espalda. Me colocaste una mordaza, para no oir mis gritos dijiste, y comencé a sentir el mordisco del cuero en mis nalgas, en mis piernas, en mi espalda. A pesar del dolor de mis pezones pinzados y estirados, mi cuerpo se convulsionó ante los azotes, crueles y devastadores, e intenté escapar. Fue en vano. Una y otra vez restalló la fusta en mi cuerpo, en mi sexo expuesto, en toda mi piel.

Cuando las lágrimas amenazaban con desbordarse a pesar de mi resistencia te detuviste, e invertiste la posición de la cadena de plata. Ahora la presión máxima era ejercida sobre el clítoris, llegando casi al extremo de sentir que me lo arrancabas, mientras tu sexo endurecido ejercía fuerza contra mi ano virgen, aún no penetrado por nadie. En el momento en que te sentí invadirme, me tensé, en un último esfuerzo por evitar mi tortura, provocándome así un terrible dolor en el clítoris atenazado, en mis pezones, en mis brazos suspendidos y en mi ano destrozado. Sentí cómo la sangre que procedía de mi desvirgamiento anal se mezclaba con el sudor de tus embestidas, cuando introdujiste dos hielos en mi coño, haciéndome temblar de la sorpresa.

Mis jugos bañaron al instante el agua congelada, derritiéndola, haciendo que aún fría resbalara por mis piernas abiertas, mientras el dolor y el placer de ser sodomizada se convertían en uno solo. Me mordiste la piel marcándomela con tus dientes, me arañaste la poca que aún quedaba indemne, y después completaste mi tormento acariciándome las heridas con una ternura tan suprema que los gemidos de agradecimiento, de amor y de éxtasis te mostraron mi entrega total a ti desde ahora y para siempre como ninguna palabra podria jamás haberlo expresado.