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Entrevista con dos teiboleras

en Entrevistas / Info

RETRATOS DE MUJER EN UN CLUB PARA CABALLEROS

Francisco Vidal Lladó (1998)

Última revisión: 03/04/2004

Aclaración: lo que leerás es real. Sólo están cambiados u omitidos, para proteger a las involucradas, los nombres de las protagonistas y ciertas características que podrían hacer identificables a las personas o el lugar donde ocurrieron los hechos. Este texto tiene dos objetivos: el primero, describir por encima el ambiente de un club para caballeros. El segundo, fundamental, presentar el retrato de dos prostitutas, de dos bailarinas: dos muchachas no sólo con vagina, sino con corazón.

El autor

Para Deyanira y Aimée, las dos protagonistas.

Vagabundeo de noche por una ciudad mexicana, y de repente deseo hacer alguna locura: tomo un taxi conducido por un hombre que ronda los cuarenta años.

- ¿Existe algún club nocturno con variedad?

- Por supuesto, joven: le sugiero Las Daifas.

- Excelente. Lléveme ahí.

Llego. Pago el derecho de entrada. El guardia, sorprendentemente amable, me cachea. Entro. Estoy, por curiosidad y ganas de conocer algo más de un mundo lleno de sonrisas y sensualidad de dientes para fuera, en un burdel apenas encubierto. Pero ¿y por dentro? ¿Cómo son las mujeres que trabajan allí? ¿Qué las motiva a dedicarse al oficio más viejo del mundo? ¿Cómo se protegen? ¿Qué vicios tienen? ¿Qué les gusta y qué no?

Primera parte: Deyanira y los ojos vidriosos

Semioscuridad. Mesas sólidas de madera. En una pared, una pantalla de uno sesenta por uno sesenta donde se proyecta un combate de boxeo. El lugar registra tres cuartos de entrada. Al frente, sobre una pasarela, una costeña se va despojando gradualmente de sus ropas mientras se contonea bajo los acordes de música moderna. Queda totalmente desnuda, se exhibe y desaparece entre los aplausos tibios de una concurrencia donde predominan los grupos de adultos de más de treinta años, que seguramente vienen a echar una cana al aire, y algunos veinteañeros que tienen ganas de "agarrar un buen pedo y cogerse a unas viejas". Sólo uno o dos varones andan como lobos solitarios.

Me siento a cuatro metros, en diagonal, de la pasarela donde se exhiben las muchachas. Un mesero se me acerca y aprovecha la complicidad intrínseca del lugar para tutearme.

- ¿Qué vas a tomar?

- Tráeme una cerveza sin vaso, por favor.

El pago de las bebidas en este tipo de locales es por adelantado. Cerveza pagada, tranquilo, vuelvo a observar. Son cerca de las diez y media de la noche y los asistentes todavía no están achispados. Apenas prestan atención a las mujeres que se desnudan, una por una, sucesivamente, en la pasarela. Entre nosotros pasean las coristas en tanga, con ligueros, con escotes provocadores. La mayoría tienen buen cuerpo. Algunas, cara atractiva. En cualquier caso son carne lozana, de los tardíos teen o los veintes iniciales. La mayoría parecen gente decente: todas, sin excepción, son bailarinas -es el eufemismo bajo el que les gusta ser reconocidas- aunque se quedan, sencillamente, en putas.

Reflexiono y me distraigo. Tan ensimismado estoy que no me doy cuenta cuando llega cerca de mí una morena con ojos tristes, acento costeño, que fuerza la sonrisa. Un bikini color beige apenas cubre sus pechos pequeños, su pubis, parte de sus nalgas.

- Hola. ¿Puedo sentarme contigo?

- Claro, mujer.

Un impasse en la presentación. La observo con detenimiento y parece que le molesta mi mirada: calibra si estoy borracho o drogado. Se tranquiliza. Yo acepto gustoso que me acompañe. Tengo ganas de charlar -para eso entré a Las Daifas- no de hacer el amor. Aprovecho el silencio de ella, la mirada interrogadora con la que me escruta, para aclararle:

- Ni pienses que voy a solicitarte un servicio completo -le digo con amabilidad-: sólo quiero conversar un poco. ¿Te invito una copa o prefieres buscar un cliente que se vaya contigo?

- Me quedo contigo.

Pide vino blanco.

- Me llamo Deyanira - se presenta y acentúa la sonrisa-. ¿Y tú?

Doy un nombre falso, por si las moscas.

- ¿De dónde vienes? -le pregunto.

- De Acapulco. ¿Y tú?

Doy otro dato falso. Traen el vino blanco. Ahora es Deyanira la que pregunta.

- ¿A qué te dedicas?

- Soy escritor.

- Interesante.

Pregunta por preguntar. Me la quedo viendo y pienso que a esta mujer no le sobra inteligencia y además le faltan estudios. Tiene los ojos un poco vidriosos.

- ¿Qué hacías en Acapulco?

- Trabajaba como mesera.

- ¿Y no te gustaba?

- Me aburrió.

- ¿Cuánto tiempo llevas en esta ciudad?

- Cinco meses.

- ¿Y nunca antes habías ejercido este oficio?

- No.

¡Sorpresa! Suponiendo que no haya mentido es una puta casi novata.

- ¿Y por qué te metiste a este rollo?

- Me invitó una amiga que trabaja también aquí.

Otra sorpresa. Así que esta mujer le entró a la prostitución por una amiga...

- ¿Y ganas bien?

- Mejor que cualquier secretaria.

No me atrevo a preguntarle cuánto gana exactamente. Doy un sorbo a mi cerveza y me distraigo viendo a una de las chicas que se está desnudando: viene cachonda y muestra todo lo que una mujer puede enseñar. Quiere cliente y está haciendo lo posible por lograrlo.

- Pero, si te ofrecieran un trabajo de otro tipo, bien pagado, que no fuera la prostitución...

- Tal vez lo tomaría.

- ¿Te gusta esto? -señalo la pasarela y a los clientes con un ademán circular.

Tuerce el rostro. No, no le gusta. Y ratifica:

- Es una vida muy difícil, no te creas.

- Y peligrosa...

Tuerce más el rostro.

- Sí, el riesgo es muy alto.

Parece con ganas de llorar, pero prosigo el interrogatorio:

- Me lo imagino. Oye ¿no te dio pena la primera vez que te desnudaste en esta pasarela frente a un montón de tipos?

- Un poco, pero para eso me pagan.

- ¿Cuándo descansan ustedes?

- Yo, los lunes. Todos los lunes.

- Pero ¿qué haces cuando estás reglando?

- Me pongo un támpax y bailo sin quitarme la tanga.

- Pero no das servicio completo después de bailar.

- No, por supuesto que no.

Tengo miedo de haber ido demasiado lejos. Trato de enmendar la plana:

- Perdona las preguntas indiscretas.

- No te preocupes. Por mí pregunta lo que quieras.

Sonríe, como quitando hierro a mis cuestionamientos.

- ¿Qué te gusta más y qué te gusta menos de tu oficio?

- Lo que más, platicar con gente que me respeta, como tú. Lo que menos, aguantar borrachos.

Pobre, pienso: esta mujer se ha devaluado por dinero. Sospecho que es drogadicta. Estoy a punto de preguntárselo también, pero me detengo.

- ¿No te has llegado a encariñar con algún cliente?

- No. Esto es puro hielo. No podemos encariñarnos, tampoco gozar.

Deseo preguntarle que qué significa el sexo para ella, además de un modo de vida, pero me la guardo.

- ¿Cómo la llevas con tus compañeras?

- Salvo con mi amiga apenas me rozo con las demás.

- Pero no se dan zancadillas entre ustedes...

- Por supuesto que sí nos las damos: hay muchas envidias.

Cambio de tema. Me interesa también saber quién manda en este club.

- ¿Quién es el dueño de aquí?

No contesta, pero su dedo pulgar derecho apunta, muy discretamente, hacia un mocetón de metro setenta de estatura, delgado, pelo castaño largo y ondulado, que no pierde detalle de lo que pasa en la pasarela mientras mete mano a alguna de sus chicas. Acto seguido se disculpa.

- Voy al camerino. Ahorita regreso.

Mientras la mujer vuelve observo que, de vez en cuando, alguna de las chicas se lleva a un cliente por una puerta lateral. Cuando regresa Deyanira le digo:

- ¿A dónde van tus compañeras con los clientes?

- A bailarles una pieza a solas y sin desnudarse. El cliente no puede tocar y cuesta sesenta pesos. ¿Quieres ir?

- No, gracias.

Aprovechando el momento le pregunto cuánto cuesta el servicio completo.

- Cuesta mil pesos y nosotras pagamos el hotel. ¿No te animas?

- No. Como te dije, vengo a platicar. Te repito que conmigo no harás negocio, así que tal vez no te convengo.

- Como quieras, pero prefiero seguir aquí.

Extraño, pienso: qué extraño. Tal vez hoy sólo desea imaginarse que se siente tranquila. Mientras, en la pasarela sigue bailando -y desnudándose- una chica tras otra. De repente suena la Macarena. Deyanira se sube a la mesa donde tenemos ambos nuestras bebidas y empieza a bailar: no tiene ritmo, sólo cierta sensualidad. De vez en cuando me mira y sonríe ligeramente. Termina el baile y no bien intento reanudar la conversación cuando se disculpa otra vez.

- Debo ir otra vez al camerino. Ahorita regreso.

Tarda en volver y me siento un poco harto, así que decido irme. Se acercan las doce de la noche. Ya terminó la función de boxeo que vislumbré en la pantalla gigante. Salgo del lugar, ahora ya casi lleno, con dos o tres clientes completamente borrachos. Tomo un taxi -el conductor parece sorprendido de que yo hable con coherencia, de que un cliente emerja sobrio y sin compañía del antro- y enfilo hacia el hotel donde me hospedo. Sé que no arriesgué mi salud, de modo que llegado a la cama me duermo tranquilamente.

Segunda parte: Katia o Aimée

Redacto el primer borrador de la charla con Deyanira y me doy cuenta de que dejé de preguntar acerca de muchos temas que me interesaban. Como consecuencia decido regresar a Las Daifas. El local, cuando llego, cerca de las diez de la noche, está apenas a un veinte por ciento de su capacidad real: es un día entre semana. El mesero al que conocí durante la visita anterior me saluda como si fuera ya un parroquiano de confianza y me indica dónde sentarme: una esquina, en un punto equidistante entre la pasarela y el bar. Pido, otra vez, una cerveza y observo: la gente que se encuentra en el local son grupos de clientes habituales, treintones largos, menos seleptos que los asistentes la primera vez. Hablan con las chicas, las besan, se fajan a más de una... es una insinuación de la fiesta futura de la carne. Las damiselas se enroscan, literalmente, en sus viejos conocidos. Se dejan manosear mientras sonríen. Es un ambiente de oropel perlado con sudor, alcohol y sexo.

De repente veo a un mocetón que desaparece por la puerta lateral acompañado por una de las chicas: va a que le bailen en privado. Dos minutos después le veo regresar, agarrado por la camisa, por dos guardias de seguridad que le arrastran a la puerta y le echan con brusquedad a la calle. Algo habrá hecho el hombre: intentar meter mano a alguna de las chicas, faltar al respeto a alguien... no sé. El caso es que al hasta entonces cliente lo mandan al diablo.

Decido buscar conversación con otra de las chicas. Llamo al mesero y le pido que le diga a una mujer que está sentada cerca del bar que se acerque conmigo para invitarla. Viene: es una panterita caoba, suave, con rasgos costeños. Sonríe y me tiende la mano con cierta timidez.

- Hola, soy Katia.

Qué bonita voz tiene, pienso mientras doy el mismo nombre falso que di a Deyanira y aclaro a la chica mi postura: vengo a platicar, no a coger. Por un momento me ve con desconfianza.

- ¿Vienes a cotorrear?

- Así es. Si alguna de mis preguntas te parece inadecuada avísame.

Le invento un pretexto para el cotorreo: estoy escribiendo una novela y necesito conocer un poco más el ambiente. Sobre todo, entender qué hay debajo de la piel de una mujer como ella. Se relaja un poco y se abre al diálogo. Su nombre artístico es Katia; tapatía, confiesa veintiún años de edad. Dejó la carrera de Comunicación en el cuarto semestre para trabajar como table-dancer. De rostro agraciado, con ojos azabache, nariz fina, labios delgados, senos diminutos, nalgas grandes y firmes, piernas bien torneadas. Es inteligente, fresca, desinhibida. Simpatizamos: yo tengo ganas de preguntar y ella está puesta para responder.

- ¿Por qué te dedicas a esto, Katia?

- Me invitó una amiga hace dos años. Me contó de qué se trataba y como la paga era buena acepté. Me conectó con su representante: todas tenemos uno. Para ese entonces yo trabajaba en una cadena de tiendas de autoservicio en Guadalajara. Mis papás, que viven allá, creen que sigo en el autoservicio. Yo les dije que en la tienda me habían destinado a otro supermercado y me creyeron. Ahora, si deseo irme a trabajar a otro lado se lo digo a mi representante, y él, tarde que temprano, me consigue el empleo.

- ¿Y sólo estás en esto por dinero?

- La verdad es que sí. Lo demás no me gusta. No me gusta desnudarme, me cuesta irme un fulano al que ni conozco...

Dudo un momento y finalmente lanzo la primera pregunta que no me atreví a soltar a Deyanira:

- ¿Cuánto ganas?

- Cuando menos saco cinco mil a la semana. A veces llego a siete mil.

Pienso para mis adentros: "¡Con razón hay tanta puta en el mercado!"

Otra maldita duda: hasta ahora sólo conozco el nombre de batalla: Katia. Le pregunto su nombre real.

- Aimée, pero no lo digas en voz alta.

La conversación con esta chica es estimulante. Como dirían algunos amigos, me está desapendejando...

- ¿Cuáles son las reglas del juego con tus clientes?

- Varias. De entrada ellos pagan el hotel. Mi servicio dura de veinte minutos a media hora. Cobro mil pesos por persona.

- ¿Y aceptas coito anal y relaciones con mujeres?

- ¡No! Sexo anal jamás, puro vaginal. Respecto a las mujeres, nunca lo he hecho con una, y no lo haría por mucho que me ofreciesen.

- ¿Por qué?

- Porque ver a dos mujeres haciendo el amor me da asco.

- ¿Todas tus compañeras piensan y hacen lo mismo que tú respecto a este asunto?

- Eso es asunto de ellas.

Aimée sigue contando:

- Otra regla importante es que no hay servicio sin condón. Yo llevo el preservativo. Antes de ponérselo me lavo las manos, me cuido. No sólo por el sida, sino por los hongos. Jamás se me ha roto ningún condón. Uso puro SICO. Con los Trojan tardan demasiado en venirse, y no tengo tiempo que perder.

- ¿Tomas pastillas anticonceptivas?

- No.

- ¿Llegas a gozar el sexo con alguno de tus clientes?

- ¡Claro que sí! Pero lo que no puedo es encariñarme con nadie.

- ¿Cuántos clientes tienes al día?

- Uno. Dos, a lo sumo.

- ¿Qué es el sexo para ti?

- Sólo una forma de ganarme la vida.

Aimée sonríe. Pide una copa de vino blanco. Y le espeto:

- ¿De veras es vino, o qué te sirven?

- Quién sabe qué madre sea, pero sabe muy raro. No, no es vino: ni siquiera tiene alcohol. Nosotras no podemos emborracharnos.

- ¿Cuánto ganas por copa que te tomas?

- Veinte pesos.

Ve que voy muy lento con mi cerveza:

- ¿Bebes poco, no?

- Vengo a platicar contigo, Aimée, no a emborracharme.

La charla se distiende un momento. Le pregunto qué le gusta más de un hombre físicamente hablando. Espero que me conteste que las nalgas o los genitales, pero me sorprende:

- Los dientes y la nariz.

Me devuelve la pregunta. Le hablo de mis gustos respecto a las mujeres. Aimée no tiene el tipo físico que me agrada. Mientras, sus compañeras siguen bailando. Le digo que la quiero ver danzar. Y me recrimina, maliciosa, sonriente:

- Pero si me dijiste que mi tipo no te gusta.

- No importa: me esperaré a verte bailar. Puesto que hemos charlado, bien vale la pena observarte. ¿Cuándo te toca pasar?

- Falta un poco todavía: antes de empezar nos sorteamos el orden de aparición. Hoy me tocó ser casi de las últimas.

Parece que la curiosidad que tengo por verla bailar la apena. Pero coquetea, la canija: voltea rápidamente para asegurarse de que los meseros no la vean, se levanta durante dos segundos una parte de su biquini y me muestra su seno derecho.

- Mis mamas son muy pequeñas ¿ves?

Veo: pero más que ver el exterior, analizo el interior. La mujer es rica en matices, no le importa mostrarlos y trato de sacar partido de la apertura de esta joven.

- ¿Eras virgen antes de dedicarte a este negocio?

- No. Ya había tenido relaciones con un novio. Pero es un amor ya pasado. Oye, ¿crees que un viejo amor ni se olvida ni se deja? Mis amigas dicen eso. Pero yo de ese güey, del que me desvirgó, ya ni me acuerdo.

Para mí un viejo amor se puede dejar, pero difícilmente se olvida: le explico eso a Aimée. Pero ha surgido la palabra amigas: le pregunto si las tiene en el ambiente.

- No. Somos compañeras, nada más.

- Oye ¿y no han venido de otros centros nocturnos para contratarlas?

- Sí, pero quien se sale de esa manera ya no puede regresar jamás aquí. A la gente que se va a otro lado les ofrecen más comisiones, más lana, y algunas deciden marcharse.

Seguimos con el tema de la sexualidad. Le explico mi perspectiva de que el sexo sin amor no tiene sentido, salvo cuando existe un interés comercial como el de ella. Cáustica, Aimée me observa con una sonrisa maliciosa y me comenta:

- Pero, como hombre, te gustan las mujeres.

- Sí, me encantan. Pero una cosa es ver y otra cosa es entrarle.

- ¿Has hecho el amor con alguna prostituta?

- Sí, hace muchos años ya.

- ¿Y no te gustó?

- La verdad no me encantó. Es mucho más rico el sexo cuando hay amor.

Mi respuesta la deja nostálgica: parece que, aunque lo niega, se acuerda del viejo amor, del "güey que me desvirgó".

- Oye, Aimée. ¿Qué eres de día?

- ¿Qué soy? Una chica más, normal y corriente. Hago pesas, me cuido, me doy tiempo para mí. A las nueve de la noche entro a trabajar y termino a las tres. Descanso los domingos.

- ¿Tienes novio?

- No, ni quiero tenerlo mientras ande en esto.

- ¿Le dirías la verdad respecto a lo que te dedicabas?

- Sí. No me da pena, aunque no me gusta lo que hago.

- Y si tus papás se enteran...

- Mi papá se decepcionaría, pero nada más. Yo voy muy seguido con mi familia. Cuando estoy allá no me acuerdo del table dancing ni de mis clientes.

Recuerdo a Vargas Llosa en El pez en el agua: "La mayor desgracia de una persona es pasarse haciendo cosas que no le gustan en lugar de las que hubiera deseado hacer." Aprovecho para cambiar de tema y le pregunto que si sus compañeras consumen drogas y alcohol. Aimée no se lo piensa dos veces para responder:

- Las adicciones, ya sea al alcohol o a las drogas, se dan mucho aquí. Es normal en este ambiente. Pero, eso sí, las adictas son muy discretas: jamás he visto a una inhalando coca o tomando pastillas. Pero mis compañeras me las señalan de repente: "Fulana viene drogada".

No necesito preguntar a Aimée si ella se mete drogas: parece que no. La mirada es limpia, las reacciones y reflejos normales... me tranquiliza.

Ahora el tema de charla es otro: libros. Ha leído al jesuita Anthony de Mello, le fascinan los poemas de Neruda, lloró al ver el final de la película El cartero. ¡Se ha recetado la Ética para Amador de Fernando Savater! Y yo que me considero un lector aceptable... Durante un rato hablamos respecto a nuestras preferencias literarias. La escucho hasta que no puedo más y le digo:

- Con tu bagaje cultural entiendo todavía menos qué haces aquí.

- Dinero, nada más. Esto es negocio. Pero cuando estoy fuera de aquí vuelvo a ser la que soy normalmente.

Me cuenta su intención de regresar a vivir con su familia a Guadalajara dentro de unos años. Si no fuera porque su tono de voz se ha hecho repentinamente profundo, me reiría: ¡su proyecto suena tan irreal! Pero Aimée habla muy en serio, con una pizca de ilusión. Le pregunto si es fácil dejar este oficio, si conoce a otras que lo hayan dejado antes.

- No, a ninguna.

Tal vez a Aimée le costará más de lo que piensa: le hago notar que, cuando regrese a Guadalajara, si se mete de nuevo a estudiar y termina la carrera de comunicación, en lugar de sacar los veintitantos mil pesos que ahora obtiene, tendrá que empezar desde abajo, y ganará seguramente una cuarta o quinta parte de lo que consigue hoy. Pero ratifica su decisión de seguir adelante con su carrera profesional.

Tiempo de table dancing. Son las doce de la noche: Aimée se sube a la mesa donde estamos y baila, con aire un poco aburrido, entre los vítores de la concurrencia que ya llena la mitad del local. Diez minutos después termina la música y baja. Se reanuda la pasarela, ve a la chica de turno y me dice:

- Después de ella voy yo.

- En este caso, Aimée, te agradezco el tiempo que me diste para charla. Fue un placer. Eres una persona muy interesante.

La mujer sonríe y se levanta, pero ni siquiera me da la mano.

- ¿Cuándo volverás?

Encojo los hombros y me hago el desentendido. No regresaré porque con Aimée tuve más que suficiente: me gustó su actitud, su madurez, sobre todo su apertura. No hubo pregunta que rehusara contestar.

Dos minutos después de despedirnos la veo bailar, contonearse. Gradualmente se quita la ropa y queda completamente desnuda. Termina la música, suenan aplausos tibios; ella y yo hacemos mutis por diferentes foros del mismo escenario llamado Las Daifas. Aimée se va a vestir y tal vez más tarde buscará un cliente que le pague un servicio completo. Yo, a la habitación del hotel, a describir lo vivido durante dos noches llenas de dos retratos de mujer en un club para caballeros.