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La chica de la puerta de al lado

en Hetero: Primera vez

LA CHICA DE LA PUERTA DE AL LADO

El primer recuerdo que tengo de Mónica es el de una niña de cinco años negándole la mano a su madre, llorando por cualquier tontería que a tan tempranas edades son, sin embargo, motivo de tragedia.

El segundo recuerdo que tengo de Mónica es el de una chiquilla de unos diez años mirando con una mezcla de curiosidad y desprecio la, no lo neguemos, demasiado grande barriga de su vecino, mientras contemplábamos en la calle a los bomberos confirmando una falsa alarma.

Tengo muchos recuerdos de Mónica. Me acuerdo de haber sido demasiado torpe con ella una vez en el ascensor, al no dejarla salir primero y suponer ella que así haría. Casi nos quedamos encajados en la puerta. Me acuerdo de las voces que daba (y aún da) y que se oyen gracias al demasiado delgado tabique que separa nuestras casas.

El último recuerdo que tengo de Mónica es muy agradable.

Todo comenzó, por así decir, un domingo por la noche, mientras veía un programa de fútbol con mi hermano. Me levanté a la cocina a beber agua, la habitación de Mónica queda enfrente de la de mi hermano, y ambas están al lado de nuestras respectivas cocinas, así que desde cualquiera de estas dos salas pueden verse las de enfrente. Mónica se cambiaba en ese momento, y yo me quedé contemplándola, paralizado. La cortina de mi cocina, blanca y semitransparente, no impedía que viera con detalle a una preadolescente de trece años quitarse la camiseta. Jamás olvidaré la imagen de mi vecina en sujetador. Yo tenía en ese entonces dieciséis años, ninguna experiencia sexual y muchas ganas de meterla en caliente. No pude ver más porque mi hermano seguía hablándome y no podía permanecer eternamente en el pasillo, a la puerta de la cocina. Y además algo me decía que pronto tendría una nueva oportunidad.

Y así fue. Desde la ventana de mi habitación, descubrí, la vista de la habitación de Mónica es todavía mejor que desde la cocina, por encontrarse alineadas en diagonal. Desde esa noche en adelante, fueron muchas las veces que disfruté, visualmente hablando, del cuerpo de mi vecina.

Al principio era sólo un cuerpo de trece años, pero Mónica fue creciendo y, con ella, su físico. Y yo era testigo privilegiado de esos cambios, pues aunque nunca he sabido por qué, siempre mantenía la persiana de su habitación subida. Sólo en invierno, cuando iba a acostarse, se acordaba de bajarla. Una vez yo ya le había dado un buen repaso, claro. En efecto, poco a poco sus tetas fueron creciendo, su cuerpo desarrollándose. A los dieciséis años ya era una mujer, y yo tenía diecinueve. Ya no era virgen entonces, pero deseaba a mi vecina más que nunca. No me consideraría completo hasta que no consiguiera hacer mía a la mujer a la que espiaba todas las noches.

Lo cierto es que de esto que os estoy contando sólo tenían constancia mis hermanos, que imagino que lo acabaron descubriendo como lo hice yo, aunque nunca hemos hablado de ello. No sé si alguno de los dos sabe que otro también sueña con la vecina, creo que soy el único, mientras que ellos siguen creyéndose privilegiados y conocedores de un secreto que ya no es tal.

En la actualidad Mónica tiene diecinueve años, o veinte, porque la verdad es que no sé si los ha cumplido. Cada vez está más buena. Ahora mismo lleva el pelo como Uma Thurman en Kill Bill 2, está bastante morenita, porque se sube a la azotea a tomar el sol, y aunque nunca ha tenido muchas tetas, su culo es una auténtica perdición. Un poquito pequeño, incluso, porque está bastante delgada, pero irresistible.

Hasta ahora no os he hablado de mi relación personal con Mónica. Bien, mi relación personal con Mónica era prácticamente inexistente. Normalmente los vecinos hablan entre sí, al menos tengo entendido que es lo normal. En mi edificio hay muchas puertas, muchas familias, muchas personas. Y ahora hay más, pero hace unos pocos años no abundaba precisamente la gente joven. En general mantengo un buen trato con todo el mundo, pero por alguna razón con los vecinos de al lado nos limitamos a un tímido intercambio de holas y adioses. Tímido por mi parte, porque Mónica me impone, por alguna razón, o me imponía más concretamente. Para mí ella era la mujer que nunca podría tener, la inalcanzable. Y se comportaba como tal, siempre he sospechado que me despreciaba. Mirando por encima del hombro, sin prestar atención, saludando a regañadientes. Si sale de casa y ve que estoy esperando al ascensor, baja por las escaleras. Era humillante. Creo que todo se debía a esa mezcla de admiración y frustración que sentía hacia ella. La deseaba, pero sabía que nunca sería mía.

Afortunadamente, estaba equivocado. Había estado un tiempo haciendo dieta y mi físico, si bien no precisamente espectacular (ni cerca) había mejorado considerablemente. Sin embargo, Mónica seguía ignorándome. Pasaba de mí. Hasta aquel día. El ascensor tardó más de la cuenta, y al doblar el recodo Mónica me encontró, esperando. Por alguna extraña razón, ese día Mónica estaba comunicativa. Unas semanas atrás nos habíamos encontrado en la azotea (así descubrí que ella suele subirse a tomar el sol), intercambiamos unas breves palabras y me largué. Desde entonces no nos habíamos visto, pero Mónica se sintió impelida a decirme algo, como cuando te encuentras siempre con la misma persona en el autobús y sientes que un frío "Hola" es insuficiente. La primera tontería que se le ocurrió fue ésta:

Para tomar el sol, estás demasiado blanco, ¿no?

No, no suelo tomar el sol. Aquella fue mi primera y última vez.

Ah.

Y así se quedaron las cosas, en un incómodo silencio mientras el ascensor llegaba. Abrí la puerta, le hice un gesto para que pasara, musitó "gracias" y pulsamos a la vez el botón para ir a la planta baja. Nos reímos. Empezaba a pensar que ésta no era mi Mónica, que me la habían cambiado. Y no quería dejar las cosas como se habían quedado:

De todos modos, si quieres, podemos tomar el sol juntos cualquier día. Es que solo me aburro.

No sé -dijo, indecisa-.

Vale, sí. Volvía a ser ella.

¿Tan desagradable soy a la vista?

No, jajaja, no es eso.

¿Entonces? ¿Me tienes miedo?

Claro que no.

Vale. Entonces esta tarde te llamo. A las cuatro.

Bueno, vale. Pero que sea a las cinco.

Justo entonces llegó el ascensor y ella salió precipitadamente. Ni siquiera se percató de que me había quedado quieto, dentro del ascensor. No se percató de que no llegué a salir. Me había quedado extasiado, celebrándolo en la intimidad como Laura Linney en Love Actually. Alguien llamó de arriba y ahí aparecí yo, como si fuera un ascensorista sin uniforme. Daba igual.

Ni que decir tiene que aún no eran dadas las cinco cuando estaba frente a su puerta, con la toalla en ristre, llamando al timbre. Mónica me abrió, llevaba puesta una camiseta holgada y nada debajo, por lo que imaginé que llevaba el biquini. Asomó la cabeza y miró a ambos lados. Yo le dije:

A las cuatro había más sol que ahora.

Pero a Mónica algo así no parecía importarle. Me agarró por el pecho, me atrajo hacia sí y me plantó un beso que me costó corresponder lo mismo que me costó hacerme a la idea de que estaba besando a la chica de mis sueños y fantasías. Aproximadamente unas dos décimas de segundo.

No vamos a tomar el sol.

Intentaba hacerme cargo de la situación. Mientras me tomaba de la mano y me llevaba hacia su habitación, caí en la cuenta de que Mónica no me había citado a las cinco por casualidad. Era la hora en que no habría nadie en casa. A esas alturas me encontraba en ese delicioso momento en que ya sabes lo que va a pasar, y lo que va a pasar es que vas a follar, y no sabes qué hacer exactamente. Me dejé llevar por ella, que parecía tenerlo más claro.

Por fin estaba dentro de su habitación, la habitación que había visto tantas veces pero mucho menos y desde otro ángulo. Ahora yo estaba en ella, ahora yo estaba con ella. Me sentó en la cama, se puso a horcajadas sobre mí. Nos besamos. Mis manos no quedaron ociosas. Le agarré el culo, sobre la camiseta, que era ciertamente grande. Ella se la quitó para favorecer un contacto directo. Entonces comprobé que no llevaba nada debajo. Literalmente. Ni debajo ni arriba. Ahora estaba desnuda, sobre mí. Tenía delante sus tetas, pequeñas, adorables, con sus pezones apuntándome, señalándome, culpándome de estar aún huérfanos de lengua. No por mucho tiempo. Mi erección era descomunal. La tela del bañador ya había entrado en contacto con su conejo. Mónica me subía la camiseta por la espalda, me arañaba con sus uñas esmaltadas. Di un descanso a los pezones para que me quitara la camiseta. Nos miramos.

Dios, estaba en la gloria. Iba a hacerlo, iba a suceder. Iba a tener sexo con Mónica, ya lo estaba haciendo. Era la culminación de todos mis sueños, lo que siempre había esperado. Se estaba haciendo realidad, como si estuviera filmando la película de mi vida perfecta.

Me tumbó, autoritaria. Se bajó de mí, me quitó el bañador. Saltó mi verga, y saltó hacia ella Mónica. Se la metió en la boca y comenzó una mamada deliciosa, alucinante, indescriptible. No daba crédito. Una parte de mí se desligaba de las sensaciones del momento e intentaba racionalizar la situación. Mónica, mi Mónica, estaba chupándome la polla. Allí estaba su cabeza, subiendo y bajando, una y otra vez, su lengua recorriendo mi pene, su cálida boca succionando. Me iba a correr, me iba a correr.

Me voy a correr.

Paró. Me miró. Me sonrió. Continuó.

Me corrí.

Mónica no abrió la boca. Llevaba acumulando esa leche para ella unos seis años, no importaba, ella la quería toda. Fue una corrida fuera de lo común. Le sujetaba la cabeza con la mano derecha mientras lanzaba las últimas descargas. Mónica mantenía el glande dentro de su boca, el resto fuera, para dejarse espacio suficiente para recibirla. Abrió la boca y me la enseñó, llena. Quería que lo viera. Quería que se lo pidiera.

Trágatelo, nena, hazlo por mí.

Y me habría dicho "claro" de haber podido articular palabra, pero no es sencillo hacerlo cuando tienes la boca llena de lefa. Hizo lo que le pedía, se relamió, abrió la boca de nuevo y estaba vacía. La besé, tenía que hacerlo. Puso las manos en mis rodillas, para incorporarse. Cuando se separaron nuestras bocas, habló:

Así me aseguro que dures más. No pienso quedarme a medias.

No tendría que preocuparse por ello. La cogí en brazos, la dejé en la cama. Me tumbé debajo de ella. Separé sus piernas, me miraba pidiéndome en silencio algo que era obvio le iba a dar. Besé sus rodillas, sus muslos. Lamí su cara interna. Mónica me miraba, miraba al techo, se masajeaba los pechos, se pellizcaba los pezones. Movía las piernas de placer una vez las hube dejado libres y pasé a ocuparme del asunto central. Separé sus labios mayores con los dedos índice y corazón de mi mano derecha. Lamí, chupé. El clítoris se presentaba ante mí como si estuviera pasando revista. Le dediqué parte de mi atención, pasé a succionarlo despacio mientras los dos dedos anteriormente mencionados reclamaban mayor protagonismo introduciéndose en el coño de nuestra Mónica. Ésta flexionó las piernas, ya no podía parar. El orgasmo le llegaba, lo notaba ella, lo notaba su clítoris, lo notaba yo. Sí, los dos deditos también. El orgasmo estaba allí y entró sin avisar, aunque el grito de Mónica bien podría haber valido de aviso. Saqué los dedos, me apoyé sobre sus muslos y me despedí de su coño con una última lamida. No era un adiós, sino un hasta luego. O hasta ahora.

Me incorporé porque mi pene, que volvía a estar erecto, amenazaba con desgarrar el colchón si no lo hacía. Gateé, avanzando, hasta estar encima de Mónica, y volví a besarla.

¿Satisfecha?

Mucho. ¿Rematamos?

Por favor.

Mónica me quitó de encima, juguetona, se levantó hacia su escritorio y abrió un cajón. Contemplé su cuerpo. Joder, estaba buenísima. Y me la estaba follando. Con el tiempo que había estado esperando este momento, con la de veces que me había dado por vencido. Alguien debía haberle pedido este deseo a un genio, y se habían equivocado de persona. Era la única explicación que encontraba. Y no era muy coherente, la verdad.

¡Joder! -exclamó Mónica-.

¿Qué pasa? -pregunté, asustado-.

Por toda respuesta, Mónica se dio la vuelta, agitando la cajita de condones. Estaba vacía.

Se me han acabado. No me acordaba.

No, no podía ser cierto. No podíamos quedarnos así. El destino se estaba riendo de mí. Tenía que penetrar ese coñito que tenía enfrente como fuera. Como fuera. Mi cabeza empezó a dar vueltas, podría ir a casa y ver si mis hermanos tenían. A mí tampoco me quedaban. Podría bajar a la farmacia, está abajo. Pero qué manera de cortar el rollo. Mi erección comenzó a dudar. Mónica empezó a descojonarse al ver mi cara desencajada.

¡Es coña! Yo nunca me quedo sin condones.

La expresión de mi cara cambió mientras Mónica sacaba el condón que había escondido. Mi rabo se puso firme, entendiendo la aparición del condón milagroso como la orden de un general. Me reí, me reí con ella, bromeando sobre lo mala que era. Se puso de rodillas, y me comió el rabo para dejarlo listo. Empezó a ponerme el condón, y yo pensaba en otros tiempos, veía la situación actual, veía la confianza que tenía ahora mismo con Mónica, y no podía creerlo. Veinticuatro horas atrás casi ni nos hablábamos, y ahora acababa de ponerme un condón con la boca. Se levantó y me dijo:

¿Arriba o abajo?

Detrás.

Sonrió. Qué guapa cuando sonríe. Se acercó a la cama, entró en ella de rodillas y se puso a cuatro patas. Mi postura preferida. Me aproximé por detrás, lubriqué su almejita un poco más. Mónica ya estaba demasiado caliente, como yo. Si estuviéramos en un ruedo, ya habrían sonado las trompetas. Era hora de entrar a matar, y así lo hice.

Noté cómo Mónica se estremecía. Su coñito estaba cerrado pero entré hasta el final sin problemas. Mis huevos tocaron su vulva. La agarré de la cintura, con ambas manos. Era increíble la visión de sus omoplatos sobresaliendo ligeramente, su espalda hundida, su cuerpo concentrado en su sexo, recibiendo placer. Comencé a bombear, un mete-saca ligero, suave pero firme, continuo, profundo, magnífico. Mónica empezó a moverse conmigo, hacia delante y hacia detrás, en sentido inverso, de modo que mi polla salía casi por completo para fundirse de nuevo en una penetración máxima. Deslicé mi mano derecha por la cintura, pasando por el ombligo, descendí su monte de Venus y alcancé el clítoris. Lo masajeé con los dos dedos ya famosos, en movimientos circulares, despacio. Mónica aceleró sus movimientos en respuesta, empezó a tener espasmos. Se estaba corriendo, estaba desenfrenada, y me hizo alcanzar el clímax con ella. Se la saqué, me quité el condón rápidamente y empecé a correrme sobre su espalda. Mónica notaba el semen hirviendo y gemía, acompañando los últimos latigazos de su orgasmo. Se tiró, rendida, se dio la vuelta, descendí y me hice a un lado, abrazándola y besándola.

Estuvimos enroscados un buen rato. Mónica me hizo saber que sería una buena idea que me fuera para casa. "No es plan de que nos pillen así", dijo, y tenía razón. A mí, la verdad, después de aquello ya no me importaba nada. Había alcanzado mi techo, la vida ya no daba más de sí. Podía morirme tranquilo, ya había triunfado.

Después de vestirme, y despedirme de ella con un beso, me sinceré:

No sabes el tiempo que llevaba esperando esto. Ha sido fantástico.

Yo también lo estaba deseando. Pero nunca me atrevía a decirte nada. Creía que no te gustaba.

¿Estás de broma? ¡Si llevo loco por ti muchos años!

¿En serio? Entonces veo que mi plan ha funcionado.

¿Tu plan?

Claro. Supongo que ahora ya no hace falta que siga desnudándome frente a la ventana, ¿o sí? -y me guiñó un ojo, cerrando la puerta-.

 

Esa fue mi primera vez con Mónica, y no la última. No fue mi primera vez, ni la suya, pero fue la nuestra y es lo que importa. Porque cada primera vez con alguien es una primera vez. Y a veces, casi siempre, esas primeras veces son mejores que la primera de todas.