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Opera prima

en Sexo con maduros

La toalla resbaló hasta sus pies, y aparecieron frente a mí unas nalgas blancas, altas, redondas, sostenidas en un par de torneadas columnas sobre las que gotitas de agua jugueteaban, persiguiéndose, juntándose hasta convertirse en minúsculos ríos que recorrían jubilosos aquella fresca geografía, y caían al piso contra su voluntad.

No fueron más que fracciones de segundo, pero mis ojos poseyeron la figura, mientras mi garrote, impulsado por el resorte del deseo, de un tirón se puso firme como homenaje a la resplandeciente belleza.

Ella debió sentir mis pupilas recorriéndola, penetrándola por el apretado culo; volteó su rostro de 17 años en el que apareció un gesto de sorpresa que me excitó aún más, pues entreabrió la boca para lanzar un gritito que se quedó en gemido, y más bien parecía que estaba invitando a mi verga a ser chupada para exprimirle hasta la última gota de leche.

El centro de la cintura era adornado por dos traviesos hoyuelos; más arriba, una espalda bien delineada, y unos hombros redondos y tersos que convocaban a la caricia.

Se giró por completo como para dar oportunidad de que mis ojos se deleitaran con las dos peras firmes, del tamaño exacto de mis deseos, que le brotaban del pecho. Efecto del frío, o consecuencia de una excitación súbita, los pezones estaban furiosamente levantados apuntándome, llamándome; cerezas que reclamaban ser chupadas, mordidas, devoradas…

Del breve fondo de su incipiente barriga ovalada asomaba sonriente el ombligo. El tenue vello púbico intentaba ocultar las delicias de una raja también sutil, que parecía palpitar como una pequeña selva en espera de ser conquistada por un cazador de vírgenes, de ser irrigada por una prolongada y abundante lluvia de caliente leche.

Cuando intentó cubrirse con las manos mientras se inclinaba para levantar la toalla, ya era tarde. Dos segundos fueron suficientes: uno para intensificar mi deseo, y el otro para que ella experimentara la admiración y la cachondez, traducidas en un candente arroyo apenas perceptible que le vino desde adentro y llegó hasta sus muslos interiores en hilos desatados del deseo.

—Perdón —me dijo cuando por fin recuperó el equilibrio y recobró el aliento.

—Perdón —expresé a mi vez, pero sin realmente estar arrepentido.

—Ahorita voy —agregó al tiempo de envolverse en la toalla, como envolviéndose en una caricia.

Nuestras voces no eran nuestras. Estaban turbadas. Había un ligero temblor y una ronca ansiedad en ellas.

Cerré la cortina y me aparté de la ventana para dirigirme también a la puerta. Mi miembro seguía obstinadamente tieso, babeante, exigiendo una raja mojada en donde desembarcar sus ganas, o siquiera una mano que lo ayudara a desatar la tormenta que se amotinaba en su interior.

Al sentir la proximidad de su piel exhalando frescura, unas gotas de leche buscaron llegar hasta ella pero apenas lograron alcanzar la superficie de mi pantalón, que esta vez, contra mi costumbre, era oscuro.

Como si fuera necesario, y más bien sólo por decir algo, ella me explicó que estaba terminando de bañarse cuando yo llegué. Por eso no escuchó cuando toqué el timbre, por eso no me abrió la puerta antes, por eso cuando me asomé por la ventana la había encontrado así. Había un ligero rubor que hacía más luminoso su rostro, asomado al mío entre la puerta entornada.

Aunque su aliento era cristalino, en ese momento yo sólo quería escuchar la palabra mágica, el ábrete sésamo que me invitara a pasar para compartir aunque fuese brevemente el mismo espacio que ella, gozar su cercanía, imaginarme su dueño.

"Invítame a pasar, Aicila, dime que pase, dímelo, dímelo", suplicaban mis ojos y mi pene, mientras me informaba que su prima no estaba en casa, que acababa de marcharse, que el auto no había querido arrancar por algún desperfecto mecánico, y que ella, Aicila, no había tenido clases en la preparatoria. Todo aquello explicaba porqué al asomarme, en lugar de ver a mi amante desde cinco años atrás, había visto a Aicila.

"¿Y si todo eso me lo dices adentro, mientras te pones crema y acaricias tu piel antes de vestirla?", preguntaba yo, con el silencio en los labios y la excitación en las entrañas. Incontenibles, otras gotas de mi ansiosa leche huyeron de mí. Ya no intenté ocultar las blancas manchas que había en mi pantalón, antes quería hacer ostentación de ellas.

—Pasa —me dijo por fin. Espérame un poco para que me lleves al centro.

—Claro —le dije, mientras me disponía a entrar, sintiendo palpitar violentamente mi látigo al compás de mis sienes.

Tomé asiento en la sala, mientras ella se dirigía a la recámara. Cerró la puerta, y yo aproveché para sobarme la verga por encima del pantalón. Así me sorprendió cuando abrió la puerta para decirme: "Hay refresco en el refrigerador, por si quieres…". "Sí, gracias", dije, confundido, pensando si me habría visto en la autocomplacencia.

Me quedé sentado a esperar que bajara la hinchazón. Ella dejó su mirada unos segundos sobre mi bulto adornado con blancas manchas, esbozó una pícara sonrisa y regresó la recámara, pero esta vez ya no cerró la puerta.

Desde donde yo estaba, la alcanzaba a ver perfectamente. No quería levantarme, pero la sequedad de la boca me empujó hacia el refrigerador por un refresco. Lo hice con relativa rapidez, y regresé al sofá. Aicila parecía estar esperando a que me pusiera cómodo para comenzar el espectáculo, porque sólo hasta entonces dejó caer la toalla, permitiéndome admirarla otra vez completamente desnuda. Mis ojos recorrieron ávidamente sus pechos, y sus muslos en cuyo vértice su tierna conchita parecía llamarme.

Tomó un poco de crema y empezó a distribuirla por las caderas y los muslos, por sus delicados pies. Yo imaginaba que la crema era mi leche, y que ella la pasaba por todo su cuerpo, disfrutándola, oliéndola, saboreándola. Quizá ella pensara lo mismo.

Mi verga latía con fuerza, sin control … tum tumtum tumtumtum tum tum…

—¿Quieres ponerme un poco de crema en la espalda? —me llamó desde la recámara.

— Sí, sí, claro… dije conteniendo apenas la excitación. Me acerqué y me puse detrás de ella, rozándola con mi palo. De sus manos tomé un poco de crema y empecé a untarla en sus hombros y en su espalda, con movimientos circulares, primero tímidamente con la punta de los dedos; luego con firmeza usé ambas manos, y con todas las palmas recorrí su espalda, bajando hasta donde comenzaban las duras nalgas, mientras ella se meneaba. Me ofrecí a untarle crema también en el vientre… accedió.

Momentos después, inundada de jadeos la recámara, Aicila se volteó hacia mí, bajó mis manos hasta sus nalgas y metió su rodilla izquierda entre mis piernas. Empezó a besarme, y su pierna iba y venía acariciando mi verga.

—Sácate la polla, quiero comérmela —me dijo al oído con voz de mujer fatal, mientras su mano ya masajeaba mi caliente tronco. No esperó a que yo hiciera movimiento alguno, ella misma bajó el zíper, hurgó un poco y desató la bestia que hacía rato buscaba salir de la prisión.

La tomó de la base, la sacudió como a una macana, mientras decía juguetonamente: "Mucho gusto, preciosita. ¿Por qué no nos habían presentado antes? Déjame darte un besito de bienvenida". Y así lo hizo. Luego se hincó frente a mí, puso las manos en mis nalgas y engulló hasta la empuñadura el caliente trozo de carne. Casi de inmediato lo sacó de su boca, mientras un par de lágrimas se anunciaba en sus ojos.

—¡Ups!, creo que esto no es así… ¿verdad? —me preguntó levantando el rostro y con mi verga latiendo frente a su cara.

Por no quedarme con la duda, le pregunté si no lo había hecho antes. "No", me dijo, "solamente lo había visto en alguna película, y aquí en la casa la otra semana cuando te estabas cogiendo a mi prima".

La verdad es que me desconcerté, aunque también me puse contento: ¡Mi cuarentona verga había inaugurado, acababa de inaugurar, aquella pequeña boca tibia, de finos labios! ¿También estrenaría su coñito? Sería el primer estreno en mi vida, sabiendo que para siempre mi verga sería prisionera de la flor que inaugurara.

Se anticipó a mi pregunta:

—Soy virgen. Quiero que tú me enseñes, que me hagas lo que le haces a mi prima… yo creo que la haces gozar, porque cuando pasas mucho tiempo con ella, y supongo que te la coges, la dejas de muy buen humor.

—¿Qué viste el otro día?

No contestó a mi pregunta porque tenía la boca ocupada, llena otra vez con mi macizo instrumento. Luego lo sacó, y me pregunto si me estaba gustando, que le dijera cómo hacerlo para darme más placer. Su sola disposición me hacía hervir.

—Yo apenas podía hablar, y entre jadeos le dije: "Haz de cuenta… que mi pene es un helado… lámelo todo, pasea tu lengua por la punta, chúpalo… mételo en tu boca todo lo que puedas, pero sin ahogarte como hace rato, déjalo ahí un poco… luego sácalo, mételo, sácalo; acaricia también mis huevos y chúpalos con suavidad…"

Obedientes, sus labios y lengua cumplieron con creces el cometido; iban y venían, subían y bajaban, chupaban y lamían, avanzaban y retrocedían por mi tensa verga, que ella apretaba con sus delicadas manos como para no dejarla escapar, para también para darle placer, mientras yo acariciaba los pechos recién nacidos.

La levanté y la senté a la orilla de la cama, abriéndole sus piernas, en medio de las cuales apareció el tesoro de su rosada y tierna conchita, como una flor que empieza a despertar.

Tomé sus pies entre mis manos y los empecé a besar, a lamer, a chupar… luego hice otro tanto con sus rodillas, con sus muslos. Empecé a subir lentamente, besando cada centímetro de esa piel cálida y nueva. Ella se echó hacia atrás, mientras yo seguía dibujándola con mis labios, delineándola con mis manos, frotándola con mi cuerpo.

Mi boca alcanzó su cuello y su boca antes que mi verga su vértice. Su lengua iba y venía dentro de mi boca, luego me chupaba los labios. Me enredó con sus cálidas piernas, y así entrelazados nos recorrimos hasta el centro de la cama.

Me desprendí de su boca y comencé a bajar mi cara otra vez, chupando sus cerezas, metiendo mi lengua en su ombligo, mientras mis manos acariciaban sus nalgas y ella levantaba hacia mí entre suspiros su inexperta pero ávida raja.

Luego besé y mordisqueé el interior de sus muslos, saboreando su tersura, mientras que mis dedos, humedecidos en su propia boca, comenzaron a frotarle el clítoris, que adquirió una suave firmeza. Mi lengua entró al relevo, y empezó a subir y bajar, a ir de un lado a otro explorando la estrecha y ardorosa cueva, de la que fluían breves jugos envueltos en juvenil aroma.

Ella tenía atenazada mi cabeza con sus manos y la apretaba contra su coño; yo apenas podía respirar, pero nada me importaba sino la delicia que había en mi boca y que estaba dispuesto a disfrutar hasta el último aliento.

De pronto creímos escuchar el ruido cercano de una cerradura, que nos cortó la respiración. Me incorporé con rapidez, y ella instintivamente cerró las piernas. Nos quedamos paralizados por unos momentos. Luego de un silencio, nos percatamos que en efecto habían abierto la puerta de la reja, pero había sido el cartero.

Estábamos asustados, pero también lo suficientemente calientes como para que un incidente nos evitara consumar lo que habíamos empezado. Así que respiramos hondo para recuperar el ritmo cardiaco; ella volvió a recostarse, reabrió sus piernas, tomó mi cara y la hizo bajar hasta su raja, de la que yo seguí abrevando por un buen rato, sacudido de vez en cuando por sus espasmos.

Mi verga estaba lista, y su coño también para recibirla. —Qué deliciosa estás— le dije con total sinceridad. Ella sonrió complacida. Ya no hubo más palabras; las caricias nos comunicaban. Como pude me despojé de la ropa. Volví a tocarla entera, y me dispuse a penetrarla.

De por sí de proporciones respetables, frente a aquella oportunidad mi tranca parecía haberse engrandecido; estaba enhiesta, feliz de sólo intuir el placer que la aguardaba, hambrienta de recorrer los rincones ignotos que se presentaban como un reto y a la vez como un obsequio de la vida.

Aicila estaba lo suficientemente húmeda, pero quería asegurarme, así que volví a acariciar su clítoris con mi dedo índice, y luego le inserté el propio dedo, no sin dificultad; era como meter un rollo en una alcancía ¡Qué tibieza, qué humedad, que delicias había ahí dentro! ¡Y esperaban por mi tronco!

Mientras buscaba un preservativo bajo el colchón, donde la prima de Aicila y yo solíamos guardarlos, pensé que en coño tan estrecho no habría cabida para el fierro que yo tenía. De cualquier forma, una vez con el condón puesto, le arrimé la verga, humedecí la cabeza en los propios jugos que manaban de la inexplorada cueva, y empujé con suavidad. Ella se removió, abrió un poco más las piernas y apretó los labios.

Lentamente fui penetrándola. Le sacaba un centímetro, y en la siguiente embestida le metía un centímetro y medio de palpitante carne. Así fui avanzando, mientras ella gemía, un poco de dolor y otro poco de placer según lo denunciaba su piel erizada bajo mis manos.

No sé cuánto tiempo transcurrió. Yo lo contaba por el tamaño de palo del que su chochito se iba apoderando, dándole abrigo, haciéndole espacio en sus entrañas, absorbiéndolo, apretándolo. Medio centímetro hacia fuera, uno para adentro… un centímetro hacia fuera, dos para adentro… un centímetro y medio hacia fuera, dos y medio para adentro… Y así continué, traspasada ya la barrera de su virginidad que se convirtió en gotas rojas, hasta dejarle adentro mis 17 centímetros, un centímetro de regalo por cada año de edad que ella tenía.

Se la dejé adentro un buen rato, disfrutándonos, moviéndome en círculos apenas lo suficiente, apretándome contra su pubis. Torné a besarla una vez más, y a dejar que mis manos trotaran alegremente por todo su territorio. Yo quería que esos instantes fueran para siempre, pero sus contracciones me indicaron que ella estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Mantuve la tensión de mi lanza… Aicila comenzó a retorcerse, a moverse con rapidez haciendo un lado el dolor, jalándome hacia ella, reclamando más verga, hasta que arqueó su cuerpo, lo mantuvo en lo alto mientras yo la sostenía por las nalgas…

Vino una serie de sacudidas. Era más hermosa ahí, ensartada, gozando de ser gozada; estremeciéndose y haciendo vibrar mi estaca, a la que apretaba con firmeza; con los ojos cerrados para aumentar su placer, y la boca ahora entreabierta para jalar aire y para avivar más mis deseos.

Una dilatada sucesión de intensos gemidos y luego un "ahhhh" prolongado y profundo, a la par que una desbordante y caliente humedad anegando mi tranca, fueron la mejor ofrenda que pude recibir de ella.

Dejé que terminara de descargarse, y una vez relajados sus músculos e inundado su chocho, la penetré de nuevo pero esta vez sin mediciones.

Le enterré mi verga hasta donde más pude, gozando cada milímetro de su tibio coño; se la meneé adentro, hormando su raja para mí… Se la saqué, le di unos suaves golpes en el clítoris con la propia verga, y volví a dejársela ir de una sola vez; Aicila se estremeció, y yo con ella… asido a sus nalgas, ensartándola a fondo, aguardé el derramamiento