miprimita.com

Bailando salsa

en Jovencit@s

La primera parte de la fiesta se fue entre cervezas y charla a gritos con mis nuevos amigos argentinos. Con los uruguayos pegué algunos brincos cuando en las bocinas estalló el Tri, pero en general, visto que dominaban el tecno y sus monocordes punchis-punchis, permanecí a la expectativa, oteando la caza. Porque era noche de caza, porque todo conspiraba a mi favor, empezando por la luna llena de octubre.

La argentina de culo poderoso y atractivas ojeras violáceas y la rubia uruguaya de rotundas tetas se me habían escapado vivas la víspera, cuando recalaron en mi habitación de hotel cuatro chicas y cinco chicos de tres nacionalidades distintas, dispuestos a aprender de mi mano la diferencia que va del "tequila" que conocían al néctar divino que sí es digno de ese nombre. Ninguna de las dos había mostrado debilidad por mi persona y no pensaba yo perder el tiempo, perder esa noche en trabajos hercúleos.

La venezolana de ombligo al aire y ojos seductores con la que recorrí los 1,500 metros que separaban el hotel de la plazuela del baile, y a quien pensaba camelarme, bailaba muy pegada a un boliviano de larga cabellera. Su amiga morena se besaba ya, hasta las anginas, con el feroz bolivariano con quien discutí a medio día sobre el gobierno de Chávez.

La peruana que me buscó charla en una de las mesas de la tarde no se veía por ningún lado. La mas morena y apetecible de las brasileiras tenía a su alrededor a cuatro rubios sudamericanos convencidos de las bondades de la mezcla de razas... podría haberme impacientado, pero la noche era joven y era mi noche. Pude desesperarme pero sabía bien que mis cuates del "Comité Organizador" no dejarían el tecno ese la noche entera. Y era mi noche.

Faltaba un tramo para la medianoche cuando los brasileiros organizaron un "bautizo" o "Babilonia" que obligó a quitar la música mientras la América Latina ahí hermanada, digo, representada, comulgaba con un líquido de altísima gradación alcohólica y sospechoso color rojo en el que solo mojé los labios.

Pero mientras el gordo mas carismático de la delegación brasileira recitaba a voz de cuello el ritual, algunos nos medio dispersamos y vi, espigada y guapa, a una querida exalumna de la mano de su novio. Me acerqué a saludarlos y una chica morena que estaba con ellos, de baja estatura, cuyo acento la delató como oriunda de las regiones costeras del Golfo de México, me preguntó:

-¿Usted es el profesor René de Herblay?

-El mismo...

-Me han hablado mucho de usted profesor... le creía más viejo.

-Pero apea el tratamiento, tutéame.

Iniciamos una charla banal que me permitió apreciarla. Me hundí en sus ojos negros y miré con cuidado su boca pequeña y bien dibujada, de labios carnosos tras los que brillaba su blanca sonrisa. Aprecié sus hombros desnudos, morenos y mórbidos, su esbelto talle y la femenina figura de sus caderas. Observé los bien cuidados dedos de sus pies y los sólidos músculos de las pantorrillas que asomaban debajo de una ceñida falda negra.

Me miraba mirarla y sonreía. Su cuerpo se balanceaba suavemente y su roja lengua mojó sus labios, como promesa o adelanto de lo que vendría. Naturalmente, dado mi estado de ánimo, imaginé esa lengua roja en cierta parte de mi anatomía, pero aún no dibujaba en mi mente el color y tamaño de sus pezones cuando las luces se apagaron: terminado el ritual brasileiro-babilónico se reinició la música y el DJ tuvo a bien complacer a la afición con una rumba.

No lo pensé, pero pude haberlo pensado. No pensé que la carne nacional es de primera, que lo hecho en México está bien hecho, que era la que ahí estaba. No recordé el viejo lema "consuma lo que el país produce". Simplemente tomé su mano derecha, rodeé su esbelto talle con la mano izquierda y, jalándola hacia mi, la llevé al baile.

Desde la primera pieza supe que la tenía. Ojo al tiempo verbal: la tenía, no "la tendría". Supo ella, desde la primera pieza, que yo era suyo... por esa noche. Noche larga, noche eterna, noche sin fin que apenas daba vuelta por la esquina del cambio de día.

No soy un gran bailarín, pero me defiendo. Ella, en cambio, seguía el ritmo con gran sensualidad, derritiéndose en mis brazos. Si mi brazo rodeaba con fuerza su cintura, sintiendo la firmeza de su carne joven, su mano en mi hombro trasmitía mensajes cálidos y seguros, fuertes.

A la segunda canción, mi verga estaba rígida, en respuesta al cálido contacto de sus manos en mi cuerpo, a la sensualidad de sus movimientos, a la certeza de que iniciaba un juego de horas que me llevaría a la gloria de su sexo.

Una quebradita le permitió descubrir mi excitación y permaneció así, con mi pierna entre las suyas, estrechando su cuerpo con el mío, sintiéndome, permitiéndome sentirla, moviéndose suavemente. No tenía prisa. Yo tampoco.

Me asomaba con descaro al milagro de su escote, que dejaba ver, sobre todo desde arriba, tan cerca, una generosa porción de sus pechos, morenos, firmes, redondos, de una suavidad prometida, de momento solo adivinada, porque no había prisa. La noche era joven.

Fueron seis, siete quizá las canciones que así bailamos, todas de sabor latino y tropical, pasando por la clásica rumba, el sabor de la salsa, el viejo mambo y nuestra quebradita. Fueron largos minutos de contacto, de roce de nuestros cuerpos, de sentir su hombro desnudo, calibrar su cintura, sentir su respiración en mi pecho. Cada una de las terminales nerviosas de mi cuerpo, por una u otra vía, recibía el estímulo de su baile, del sensual ritmo que en algunas caribeñas es dinamita pura, erotismo, saoco, pues...

Saoco, sabor, miel, nueces de coco y tabaco. Ron. Virtud de la mujer caribeña; mezcla de sangre de las Antillas, de la negra que va en la popa, del español de la proa. Una pizca de chocolate e indio mesoamericano (mexicano), rumba y danzón. Olanes y piernas desnudas que revolotean mientras Dámaso Pérez Prado le da a los bongós... Saoco, sabor intraducible.

No soy un gran bailarín pero me defiendo. No rompo plaza ni atraigo círculos, pero cuando mi pareja tiene saoco, se sentirlo y respetarlo. La llevaba en mis brazos, ligera como una pluma, ágil como una ninfa, sensual como mulata caribeña, marcándole el paso, estrechándolo, sintiéndola, hasta que una nueva cumbia, atronó en el ambiente, y tras escuchar como ella

se remueve se aparta
se agarra su pollera
y al menear su cadera,
sonriendo altanera
me dice:
"Baila, baila,
bailamela suavecito
mírame sígueme acósame..."

Me dice:

-¿Te molestaría que te llevara?

-De ninguna manera, enséñame-, pues que había tenido oportunidad de admirar su dominio de las tablas, de su curvilíneo cuerpo, y no soy de los machos incapaces de aprender.

Y me guió, me enseñó nuevos pasos, me hizo seguirla, abandonarme en sus brazos, dejarme ir en el ritmo, sentirlo con alma latina y tropical a mi, hijo del altiplano, aunque latino y tropical también.

En un momento dado, sus nalgas, redondas, firmes, paraditas, se apoyaron en mi verga, mientras yo la rodeaba con mis brazos. Movió su cadera lentamente, al ritmo de un lento danzón, masajeando mi verga con extremo cuidado. Yo me dejaba ir, respiraba el aroma de su cabellera, sentía la humedad de su espalda en mi pecho, la dureza de su estómago en mis manos, y, con la fruición del alcohólico que vuelve al vicio tras décadas de extrañamiento, hundí mis labios en la suave pendiente que dividía su cuello y sus hombros para, apenas, rozar su piel.

Ella siguió bailando sobre mi verga sin hacer otra cosa que levantar su cabeza para ofrecer mayor superficie a mis labios. Sigo besando apenas con la superficie de los suyos, acaricio la parte inferior de sus tetas, muevo mi cadera al ritmo de la suya. Mi verga sigue dentro de mi ropa, su coñito está enfundado aún en sus braguitas, alrededor nuestro bailan docenas de chicos de toda Nuestra América, pero estamos solos, ella y yo, haciendo el amor.

Sus movimientos me llamaban, me envolvían. Su meneo recordaba a una calípige, a una doncella de otros tiempos, criada para el placer sexual. Lo hacemos. Follamos en medio del mundo entero, sin necesidad de que mi verga se deslice dentro de ella. No hay más intimidad, ya está. Esa noche, solo esa noche nacimos para amarnos. Esa noche amo sus ojos, deseo hundirme en su pelo y sus senos, morirme en ella y resucitar. Esa noche no hay mujer que valga, la más amada, la mas deseada, esa noche es, era, ella, la morena anónima.

Terminó el lento y cálido danzón y el DJ regresó a los ritmos modernos. Ella se dio vuelta y me abrazó, interrumpiendo el baile. Una ojeada al reloj me permitió confirmar que llevábamos mas de una hora bailando juntos, sin descanso.

-¿Te apetece una cerveza? –pregunté.

Tomándola de la cintura caminé hacia la barra, donde solo vendían cerveza ("y pa´ los tristes, coca-cola", aunque claro, no faltaban los que "de contrabando habían metido su tequila"). Bajé a mear y regresé por ella. Un boliviano la había interceptado para contarle de Evo Morales, los cocaleros y las futuras elecciones. Yo pasé el brazo sobre los hombros de mi chica y dije:

-Coño, maestro, llevamos todo el día hablando de los problemas de América... vayamos a bailar.

Porque entre cerveza y meada, habían regresado los ritmos latinos, aunque más cercanos a nuestra generación. Cuando bajamos, iniciaban los certeros acordes de mis paisanos los Malditos:

Luz, roja luz,
luz de neón,
que anuncia el lugar
"Baile Kumbala Bar"…

Nuestros cuerpos se fundieron en uno mientras en la pista, una pareja, volvía a enamorarse. Mis dos manos en su cintura, las suyas rodeando mi cuello, nuestros cuerpos al lento, pianísimo ritmo del baile. Sus pechos, oprimidos contra mi cuerpo, hacían patente su volumen y firmeza. Sus piernas se ceñían a las mías, su mejilla se apoyaba en mi hombro. Fui entonces por sus labios.

Comencé besando su frente, acariciando su mejilla. Cambió la música, pero nosotros seguimos bailando igual, siguiendo el ritmo de nuestra cadencia interna, abstrayéndonos del entorno, haciendo el amor, otra vez, en medio del baile, de la fiesta, de América entera.

Mi mano en su mejilla fue levantando su cara. Mis labios se posaron en su frente como antes en sus hombros y su cuello, apenas rozándola. Y así fueron bajando, muy lentamente, por su entrecejo, sus cejas, sus ojos y sus mejillas, besando suavemente cada parte. Ella me dejaba hacer, con la cara al cielo y los ojos cerrados, con sus manos bajando de mis hombros a mi espalda.

Sus labios eran una invitación al placer y su contacto con los míos desató una llama. Los toqué apenas con los míos, pero eso tuvo la brevedad del relámpago. Pronto nos comíamos a besos, literalmente.

Besaba como besan las diosas. Lo se, porque mas de una, modestia aparte, me ha besado. Besaba con pasión y ritmo, con sabor y sabiduría. Yo me dejaba besar y respondía a ratos, la hacía mía otra vez, por segunda vez, tercera en la noche. La noche. Era mía. Soy suyo. Y por hoy no me jodan con las correspondencias de tiempo, número, género o especie, no. Fuimos, somos, estamos... oh marine, oh boy.

Desde que iniciamos el baile no habíamos cambiado más palabras que las aquí transcritas. El beso exigió el tercer diálogo, tan breve como los anteriores:

-¿Nos vamos? –le pregunté.

-Vámonos-. Respondió.

Afuera del lugar rentado, o prestado para la fiesta, había una fila de taxis, uno de los cuales nos llevó al hotel. Nos besamos por todo el camino como dos enamorados y nos seguimos besando al entrar a la habitación. Aunque parezca anticlimático –no lo es-, en honor a la verdad debo decir que nos interrumpimos, porque ella necesitaba entrar al baño. Mientras lo hacía yo desaté los cordones de mis botas, uno de los mayores obstáculos que enfrento en situaciones similares, y escancié un caballito, solo uno, de tequila.

La esperé sentado en la sala de la habitación. Ella salió del baño y, con lento paso, flexible y grácil, como felina al acecho, se acercó a mi. Admiré su porte y las pequeñas imperfecciones de su cara. Mi fijé en la elegancia del tobillo, lo sutil curva del empeine, la delicada línea de la pantorrilla y las deseé, con la certeza de que estaba a minutos de tocarlas.

Se sentó y tomó un trago de tequila. Lo que yo tomé fue su mano, besando sus largos dedos, mordisqueando sus falanges, falanginas, falangetas... ¿cuántas ignotas y delicadas partes, de nombres tan extraños, tiene un cuerpo de mujer?, ¿cuál de ellas no es grata para los sentidos de un varón?

Se levantó para ponerse junto a mi, mi cabeza a la altura de su estómago, sus piernas morenas entre mis rodillas. Una de mis manos buscó la posición natural que se le ofrecía, acariciando las nalgas, sintiéndolas por primera vez en la larga noche, aún sobre su falda, mientras la otra seguía las instrucciones de Cano, cantadas por Ana, poniendo la intención y la mano por debajo de su falda.

No tenía prisa. Recorrí lentamente la curva de su pantorrilla con las yemas de mis dedos y, más lentamente aún, fui subiendo por el muslo, apreciando la textura, su consistencia, su calor.

El arte de desnudarnos uno a la otra, sin mutar posturas, delató experiencia y sabor. Sería largo, muy largo de contar, cómo descubrí su estómago y exploré con la lengua su ombligo; la montaña mágica de conocido judío alemán es más fácil de describir que sus morenos pechos, liberados de su opresión por la mano liberadora –válgame Marx- de quien esto escribe.

Sápida a azúcar y sal, plena de saoco, dulce como la miel, firme como el ardor, era la mujer de la noche, la chica en realidad, pues no ajustaba –lo supe luego- los veinticinco. Carne justa y generosa, mezcla precisa de sangres y sabores, América Latine y Caribe, azúcar y ron...

La levanté en vilo, hacia la cama, para hacerla mía, para hacerme suyo, siempre, para siempre, para la eternidad de esa noche, ya madrugada...

Y después, para qué mas detalles
Ya sabéis: copas, risas, excesos...
¿cómo pueden caber tantos besos
en una canción?

Mujer sabia, luego de tres asaltos, en los que me porté dignamente, exigió dormir en su cama, a la que la escolté. Cuatro chicas de la misma Universidad compartían habitación y habían jurado volver y contar a las cuatro. Las cuatro. Yo hubiera dado el bigote por retenerla y dormir estrechándola contra mi cuerpo, pero ella insistió y no hubo modo.

Cuatro de la mañana, en la puerta de su habitación, vestido, eufórico y feliz... había que bajar los 1500 metros antes dichos, ir por una cerveza, buscar a los amigos, guardar para siempre en la memoria el diamante encontrado esa noche.


(Por Aramís, octubre de 2005. No hay continuación... salvo que la haya).