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Breve cuento navideño

en Sexo Oral

Era el día de Navidad. Fuera la nieve recubría todo el paisaje hasta donde llegaba la vista, pero el cielo, aún cubierto, no parecía muy amenazador. Dentro de la casa, todo era puro ajetreo. La familia se preparaba para la comida, y la madre y la tía, frenéticas, cuidaban de todos los detalles en la cocina, donde un jugoso pavo se estaba cocinando en el horno desde hacía más de dos horas. Olía de muerte, y a todos los presentes se les estaba empezando a hacer la boca agua. El padre, mientras, ayudaba a los dos hijos pequeños a dar los últimos retoques al abeto navideño, cargándolo de golosas manzanas y coronándolo con una brillante estrella. La radio, conectada, era un sinfín de villancicos, que padre e hijos coreaban, y hasta el pequeño Toby, un cachorro spaniel, parecía unírseles. De las escaleras empezaban a bajar los demás familiares: el hijo adolescente, su prima, de quince años, y el tío, que por haberse sobrepasado un pelín en la fiesta de Nochebuena se había quedado, rezagado, en la cama, y bajaba ahora un poco avergonzado para tratar de ayudar en lo que hiciera falta. Las dos mujeres pronto lo pusieron de pinche, preparando aperitivos, mientras vigilaban recelosas el pavo y condimentaban los diversos platos y salsas.

Mamá, - dijo el hijo mayor – Ana y yo vamos a jugar un rato con el trineo.

Muy bien, cariño. Pero no tardeis mucho.

El hijo mayor y la prima salieron de la casa, a la nieve, la nieve blanca que les rodeaba y que se extendía hasta donde alcanzaban sus ojos. Dejaron atrás las últimas casas de la urbanización y se adentraron en un bosquecillo, arrastrando el trineo, mientras charlaban animadamente. Al cabo de unos minutos, llegaron a un pequeño claro, y allí se pararon, dejando el trineo a un lado. Tras cercionarse de que estaban completamente solos, Ana se arrodilló frente al chico, y le acarició suavemente la entrepierna. Luego, le desabrochó el pantalón y se lo bajó, junto con los calzoncillos, hasta la altura de las rodillas. Seguidamente le agarró el miembro, que ya estaba bastante duro, y le dio un par de meneos, calentándolo, mirándolo con ojos hipnotizados, sedientos de polla. Miró al chico a los ojos durante unos segundos y luego, sin pensarlo, acarició con sus labios el capullo del miembro, besándolo, rozándolo con la lengua. El chico emitió un suspiro, y la chica, animada por la placentera reacción que había provocado, se metio la polla entera en la boca, y empezó a mamársela. Primero suavemente, a un ritmo pausado, saboreándola, ayudándose con una mano mientras que con la otra se frotaba su propia entrepierna. El chico se moría del gusto. Ella se moría del gusto que le estaba proporcionando. Pronto decidió aumentar el ritmo de las chupadas, pues la chica, golosa ella, ansiaba el dulce néctar que, sabía, no iba a tardar en llegar. La felación, antes suave, pasó a ser una mamada bestial, animal, feroces chupadas, realizadas ahora solo con la boca, mientras que sus dos manos agarraban firmemente las nalgas del chico. No duro así mucho tiempo, pues pronto el chico pasó de suspirar a gemir descaradamente: ya se venía. Se corrió, abundantemente, casi con violencia, en la boca de la joven, quien no dudó en tragarse todo el semen que pudo, extasiada por haberle regalado a su primo semejante placer. Permanecieron así unos segundos, ella con el miembro casi entero metido en su boca, con los ojos cerrados, con alguna gota de semen resbalándole por la barbilla, y el chico acaricíandole el pelo, liberado al fin de la angustiosa tensión sexual. Despues, la chica le limpió cuidadosamente la polla con la lengua, y se levantó a por el trineo, mientras el chico se subía los pantalones y se abrochaba la bragueta. Una vez estuvieron listos, emprendieron el camino de vuelta, abandonando la intimidad del bosquecillo, y regresaron a la urbanización, a la casa caliente y acojedora donde les aguardaba una estupenda comilona. Llamaron al timbre y les abrió la madre del chico, aún con el delantal puesto.

-¡Llegais justo a tiempo! ¿Qué tal, chicos? ¿Os lo habeis pasado bien?

-¡Oh, si, mamá! - le respondió el chico, un pelín sonrojado.- ¡Muy bien!