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Ardiente burusera

en Fetichismo

Ardiente burusera

Hanna Kanna es una jovencita japonesa de padre japonés y madre latina. Estudia en un establecimiento privado muy conservador y al que acuden, en su mayoría, hijos de familias adineradas de Tokio. Aunque sus padres son profesionales con buenos empleos y ella es hija única, a duras penas pueden costear la educación de Hanna Kanna en ese lugar. Ellos creen que tal esfuerzo merece la pena, pues en Japón en donde uno estudie determina en buena medida cuán grande o pequeño será el abanico de posibilidades laborales y sociales disponibles para el resto de la vida.

Hanna Kanna no maneja la cantidad de dinero que disponen sus compañeros y, por lo general, se ve enfrentada a estrecheces económicas que limitan sus deseos de disfrutar más a plenitud su juventud sin estar siempre midiéndose por causas de orden financiero.

Hanna Kanna, por otra parte, usualmente se ve desbordada por dos causas: su juventud ansiosa de acumular experiencias excitantes y, también, por esa sangre latina que impregna de osadía e intrepidez su vivir y convierte su comportamiento, a menudo, en uno de chica sensual, provocativa, ardiente, en llamas, a decir verdad. Ella se conduce siempre al borde o en los límites de los cánones de la cultura japonesa en la que guardar las apariencias en el ámbito público importa mucho.

Desde algunos meses a la fecha, Hanna Kanna viene practicando el burusera, una costumbre fetichista nipona consistente en la venta a hombres maduros de su ropa íntima juvenil usada. Este es un canal que le permite suplementar sus exiguos ingresos sin conllevar recriminaciones sociales ni religiosas (el sintoísmo es muy permisivo y el concepto de pecado —tsumi— muy diferente al occidental). El burusera, y sus variantes más audaces, es una práctica común entre las adolescentes de clase media-alta y los japoneses de cuarenta años en adelante, pero con preeminencia de los sesentones.

Kento, un señor sexagenario, es su cliente más fiel y generoso, pues paga por las braguitas usadas de Hanna Kanna varias veces el valor de la prenda íntima nueva. Kento, como muchos de sus connacionales coetáneos, es un auténtico "viejo verde" fetichista.

Un día Kento telefoneó a Hanna Kanna para proponerle el tipo de burusera más osado y más oneroso. Le propuso que la siguiente entrega de braguitas usadas no se hiciese en una caja de cartón y celofán con una fotografía en primer plano de la chica luciendo tales braguitas, como hasta ahora, sino que la entrega se realizase tras quitárselas "in situ", "en vivo" (namasera) en un lugar previamente convenido de mutuo acuerdo,

Hanna Kanna se inquietó y emocionó por la audacia y por la carga erótica que la oferta suponía, amén del desafío que para ella representaba. Entusiasmada inquirió a Kento:

— ¿cuánto pagaría por eso?

—depende de varios factores como el tiempo que hayas llevado puestas las braguitas (buru), de si vienes vestida con un uniforme de colegial de una academia muy conservadora, de si te comportas y hablas sumisa, aniñada y melosamente y de si las braguitas tienen o no alguna manchita de tus flujos íntimos. Si el tiempo de uso es de una semana y cumples con todo lo demás, te pago tres veces más de lo que te pagaba por las braguitas en caja.

— ¿y si le agregamos dos panchiras (atisbos fugaces y consentidos de las bragas en una situación del diario vivir) durante esa semana?

—El cuádruple, siempre que los panchiras sean uno por delante y otro por detrás, no tengan una duración demasiado breve y uses un tanga pequeño.

—Está bien, acepto. ¿de qué color prefiere el tanguita?

—Blanco, muy fino, con encajes, seda y transparencias. El costo del mismo es aparte y corre por mi cuenta.

—Muy bien, nos vemos mañana a las siete de la mañana en la estación del metro más próxima a su casa.

A las siete en punto de la mañana del día siguiente se encontraron al interior de la estación Nippori. Hanna Kanna traía puesto, debajo de un delgado y recatado sobretodo, una blusa ajustada blanca tipo marinero y una faldita azul muy corta e insinuante que mostraba, en todo su esplendor juvenil, las hermosas piernas estilizadas y como de seda y la figura preciosa y privilegiada de la joven nipona.

Luego de un saludo formal y sin contacto físico, solo visual, Hanna Kanna se dirigió hacia las escaleras de una de las salidas menos frecuentadas por los usuarios de aquella estación de esa línea del tren subterráneo de Tokio, seguida de Kento, para concretar el primer panchira. Ella se sacó la prenda exterior y comenzó a subir las escaleras muy despacio, con pasos alargados y mucha sensualidad. Kento quedó maravillado y se excitó como pocas veces, no solo porque las braguitas eran blancas, con encajes y transparencias, sino también porque eran diminutas y permitían ver los tersos y hermosamente redondeados glúteos de la chica, así como la silueta de su apetitosa vagina tierna y juvenil.

Cuando terminó de subir las largas escaleras, el primer fisgoneo al estilo nipón concluyó y Hanna Kanna se enfundó en su sobretodo de nuevo, dio media vuelta y enfiló por el carril de bajada de ese acceso de la estación Nippori de la línea Keisei del metro nipón. Al encontrarse de frente con su cliente, Kento por el corredor de subida y ella por el de descenso, la chica le lanzó un pícaro y sensual beso con su boca, situación que terminó de desbordar el deseo carnal del hombre y lo impulsó a irse presuroso a su apartamento para buscar un desahogo a tanta fogosidad sexual alcanzada.

Ese mismo día por la tarde Kento recibió una llamada telefónica de Hanna Kanna para señalarle que el próximo y último panchira, el frontal, se llevaría a cabo el viernes en el Parque Yoyogi a las 15:00 hrs. También le señaló que la entrega del tanga sería donde Kento determinara, siempre y cuando fuera un lugar discreto y seguro.

Durante el día Kento se había encargado de comprar unas braguitas muy similares a las que vio que llevaba Hanna Kanna esa mañana y le había pagado a una chica para que se las probara y las empapara de fragancia íntima femenina. Luego, en su apartamento, las había usado como inspiración para unos magníficos desfogues recreando, mentalmente, el panchira matutino que tanto lo había excitado.

Llegado el viernes, Kento asistió anhelante y puntual al Parque Yoyogi para el segundo panchira, el suculento fisgoneo frontal de las braguitas de la hermosa adolescente Hanna Kanna. Fue preparado con una nanocámara filmadora para plasmar aquel sublime momento. Se sentó en la banca preacordada, se aseguró que no hubiese gente alrededor que le aguara el esperado momento y comenzó a ultimar, disimuladamente, los detalles postreros para la filmación del grandioso momento que estaba ad portas de acontecer y que tanto había esperado desde el lunes.

Al levantar su mirada observó a Hanna Kanna aproximarse a la banca situada frente a la suya, vestida del cuello a los pies con una ligera y ajustada gabardina de seda roja que resaltaba su tez emblanquecida, su cabello negro con forma de melena corta y sus sensuales formas físicas.

Se saludaron, con la tradicional leve inclinación de la cabeza, se sentaron uno frente al otro y, acto seguido, la chica se abrió y sacó la prenda de seda color bermellón y dejó ver una sexy tenida deportiva, como de tenista, muy similar a la que usan las chicas en los colegios para practicar deportes, compuesta por una faldita plisada muy corta, de color azul y una delgada blusita semitransparente de color blanco, muy escotada y que dejaba al desnudo los hombros y los brazos, y delineaba de manera muy atractiva sus pechos de tamaño mediano, carentes de la cobertura de un sujetador.

Kento se emocionó de sobremanera, abrió sus rasgados ojos lo más que pudo y concentró todos sus sentidos en la despampanante figura zagala de Hanna Kanna.

La japonesita, sintiendo las miradas lúbricas, lascivas de Kento en todo su cuerpo, sacó su lado más atrevido y erótico, se cruzó de piernas de tal forma que mostró nítidamente su tanguita minúscula algo aprisionada por los labios mayores de su tierna vulva de jovencita. Una sonrisa pícara y provocativa, dirigida a Kento, coronó la escena.

Kento, con expresión muelle total, los ojos desorbitados y llenos de lujuria observó atentamente cada detalle, deleitándose en gran manera.

Sin embargo eso no fue todo, ya que la linda japonesita le tenía reservado algo más a su cliente. A ella la ponía muchísimo observar cómo gozaba Kento mirándole sus braguitas y el resto de su cuerpo con tanto deseo sexual.

Deshizo el cruce de piernas, las juntó, las dirigió directamente a los ojos de Kento y las fue abriendo poco a poco hasta el punto de mostrar toda su intimidad, con el calzoncito incrustado dentro de su juvenil matriz femenina.

Kento no daba crédito a lo que sus ojos le mostraban y su encendimiento sexual llegó a ser tal que eyaculó imprevistamente dentro de sus ropas. La chica lo percibió por la expresión facial del hombre, dio por terminado el fisgoneo de sus zonas íntimas, se levantó, se colocó y abrochó el sobretodo y se retiró del lugar a paso cansino, pero constante, orgullosa de su desempeño y segura de que había concretado un avance importante en la satisfacción y fidelización de su sexagenario admirador.

Antes de retirarse del lugar recogió una tarjeta que Kento había dejado en un extremo de la banca y que contenía la dirección del sitio donde se efectuaría el namasera, es decir, la entrega de la tanguita tras sacársela en presencia de Kento. Era un lugar conocido para ella, muy discreto, elegante y seguro.

Kento permaneció en el lugar quince minutos más y luego se fue apresuradamente a su apartamento para revisar si la filmación de tan soberbio panchira había sido registrada como él lo planificó. Y sí, las imágenes digitales de alta definición eran espectaculares y reflejaban fielmente lo acaecido; sería un inapreciable material de inspiración para muchísimos desfogues mediante la manipulación de sus órganos sexuales.

Kento tenía su libido tan crecida que esa noche debió concurrir a un Pink Salon, un club especializado únicamente en sexo oral. Al llegar a este club pagó un extra para poder escoger de un álbum de fotos a las tres chicas que quería que le realizaran felaciones alternadas. Le asignaron un habitáculo, lujosamente decorado, con un gran sillón reclinable. Luego de sacarse los pantalones y la ropa interior, sentarse y acomodarse, empezaron a desfilar por su pene las bocas y lenguas de las tres chicas japonesas elegidas (el club era muy refinado por lo que las mujeres que atendían eran solamente japonesas a diferencia de los lugares menos exclusivos en los que abundan las tailandesas, rusas y otras extranjeras). Tras dos horas de permanencia en el suntuoso club y varias felaciones, Kento se retiró a su hogar mucho más desahogado y tranquilo.

Por fin llegó el día señalado para el ansiado namasera. La japonesita arribó puntualmente a la cita tapada, otra vez, de pies a cuello por una gabardina discreta que no daba luces de la atrevida tenida que llevaba debajo de la susodicha prenda.

Kento se había personado en el punto de encuentro media hora antes para asegurarse de no dejar al azar detalle alguno.

Tras el impoluto saludo de rigor, pasaron al salón privado que el sesentón tenía reservado desde hacía varios días. Luego de cerrar la puerta y cerciorarse que no había ojos ni elementos intrusos observando, Hanna Kanna se comenzó a desabrochar la gabardina, dejando entrever el sexy uniforme de colegial que llevaba puesto y que había acondicionado especialmente para la ocasión con el fin de resaltar las bondades de su preciosa figura y, a la vez, adaptarse a los requerimientos del sexagenario nipón.

Casi ipsofacto Kento entró en trance erótico, pero como pudo se sobrepuso, pues sabía que aquello debía reservarlo para el "postre".

Se sentaron a la mesa lujosamente servida y adornada. Cenaron y conversaron sobre asuntos baladís, en medio de miradas y gestos rebosantes de picardía y sensualidad de la chica que se sentía en la gloria excitando al veterano nipón.

Inexorablemente llegó el momento de la entrega de las braguitas. La chica, sin más dilación, se arrimó a la pared que quedaba frente a la posición de su cliente, se giró lentamente en 180 grados, insinuó unos pases de baile para quedar, finalmente, con su cuerpo inclinado hacia delante. Llevó su mano diestra hacia atrás, cogió con dos dedos la parte trasera de su diminuto tanguita y empezó a tirar lentamente de este hacia abajo, mientras meneaba su trasero con sensual impudicia.

Kento observaba absorto en medio de un profundo embrujo muelle, un brete de honda inclinación y disfrute de los placeres de la carne. Esperaba ansioso que aquellos pequeños calzoncitos blancos, impregnados de la intimidad juvenil de Hanna Kanna, llegaran a sus manos para olerlos y excitarse con ellos y con las imágenes eróticas que rememoraban el acontecimiento. Poco a poco vio aparecer el tanguita por delante de la corta faldita del uniforme escolar. Las braguitas se deslizaban centímetro a centímetro por las jugosas nalgas de la chica, primero, y por los hermosos muslos, después, al compás del erótico meneo corporal de la muchacha, quien hacía todo lo posible para que la excitación de su sesentón cliente creciera al punto que ya no la pudiese disimular.

Kento se sentía sobrepasado por sus ardientes deseos de tocar aquel cuerpo de aspecto virginal, pero sabía que no podía hacerlo porque el honor, la palabra empeñada en el trato, estaba primero para él; pero también porque en su sentir más profundo albergaba la esperanza cierta de poseer ese cuerpo en un plazo no distante si es que no forzaba las cosas y dejaba que la naturaleza intrínseca y las falencias materiales de la adolescente hicieran su parte. Tampoco atinaba a tocarse el bulto de su entrepierna por recato.

De pronto, al término del recorrido por los muslos, el tanguita cayó aceleradamente al suelo. La chica se inclinó un poco, lo cogió con dos dedos y se lo acercó al hombre ensimismado por el placer. Kento lo tomó con extrema pulcritud y lo guardó en una cajita que llevaba especialmente para tal efecto.

Al alzar la mirada de nuevo hacia Hanna Kanna, escuchó su voz deliberadamente aniñada decir:

—Por ser mi cliente más fiel y generoso, le obsequiaré un bonus track, un extra, un regalito.

Acto seguido se dio media vuelta y comenzó a subirse su faldita hasta enseñarle por completo su redondo y suculento trasero desnudo que movía con descollante sensualidad y gracia.

Hasta allí llegaron las fuerzas y el decoro de Kento; no pudo evitar eyacular en sus ropas y gemir de hondo goce. Sin embargo la cosa no fue más allá ya que Kento tenía una prez bien ganada de saber sostener la palabra pignorada y eso se mantuvo incólume también en aquella ocasión.

La chica, por su parte, tampoco fue capaz de ocultar su satisfacción y excitación de ver a su cliente entregado al goce sexual sin muchos miramientos. Rebosante de complacencia por brindar un servicio de calidad y por satisfacer, de paso, sus íntimas necesidades corporales de mujer en llamas, se colocó su gabardina, tomó el sobre con el dinero acordado más un sustancioso extra que Kento quiso agregar y se marchó del lugar aún saboreando el dulzor del regocijo personal por su desempeño, por su desahogo y por el impacto causado en el voraz sexagenario hombre, que, de seguro, le rendiría jugosos frutos a nivel personal y económico en un futuro próximo.

Kento, cuando se repuso un poco, retiró la microcámara filmadora que había ocultado en una de las lámparas colgantes, revisó la película, ordenó sus pertenencias, pagó la cuenta de la "cena" y se fue raudo a su apartamento con el preciado "botín" para disfrutarlo al máximo.

Ya en la intimidad de su hogar, el calenturiento japonés dio rienda suelta a todo aquel cúmulo de deseos lúbricos reprimidos o postergados y se autosatisfizo una y otra vez mirando las películas obtenidas subrepticiamente y manipulando aquella ansiada prenda íntima hasta quedar completamente feliz, aunque exhausto de tanto menearse el "pajarito".