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Adoradora de pies desconocidos (2)

en Fetichismo

Dejé mi anterior relato contando cómo Wanda, la chica de la limpieza, se convirtió en mi cómplice, en mi proveedora de zapatos de sus amigas, dominicanas como ella, chicas de la limpieza, o criadas, o cuidadoras, o como queramos llamarlas, a alguna de las cuales luego conocí.

Mientras, seguía trabajando en el taller de reparación de calzado, y seguí con mi táctica, de adorar los zapatos de mujer que me dejaban, fantaseando con sus propietarias, cuando no las conocía sobre todo.

Y, por supuesto, seguí adorando los pies de mi querida Wanda. Mi relación con ella era muy especial, ya que, al contrario de lo que se pueda pensar, por el hecho de adorar sus pies, sus zapatos, sus medias, etc., no me sentía su esclava o su sumisa, ni tampoco tuve nunca la duda de si era o no lesbiana. Simplemente, tras haberme enamorado de sus pies, durante el tiempo que estuve adorando sus zapatos, seguí la inercia y ahora tenía sus pies a mi disposición. Alguna noche se quedaba a dormir en mi casa, y en esas noches me encantaba tumbarme en el suelo y lamer sus pies y sus zapatos mientras ella veía la televisión.

Es extraño, pero entre nosotras fluía una relación de absoluta naturalidad, aun cuando esa relación era absolutamente anómala. Afortunadamente, ambas supimos entender nuestro papel y todo funcionó a la perfección: yo amaba estar a sus pies, pero nunca me consideré su esclava, y a ella le encantaba tenerme así, pero siempre supo mantenerse en su papel de empleada mía.

La situación, sin embargo, como todo aquello que se prolonga en el tiempo, se fue haciendo monótona, y aunque introducía algunas novedades en mis rutinas, iba notando que algo me faltaba.

Entre esas novedades, hubo alguna que me excitaba mucho, pero que tuvo poco recorrido porque raramente se conseguía. Cuando entraba alguna clienta para dejar sus zapatos para realizar alguna reparación menor, y siempre que esa cliente encendiera, por lo que fuera –nunca supe qué era lo que la encendía- la chispita de la excitación en mí; intentaba convencerla para que me dejara los zapatos, para que los reparase en el momento. En cuatro o cinco veces lo conseguí, y la verdad es que fueron situaciones muy muy placenteras. Cogía los zapatos, los llevaba a la trastienda, hacía la reparación de manera rapidísima, y, claro, aprovechaba para olerlos, besarlos y lamerlos. La excitación no consistía tanto en el propio hecho de adorar su calzado, sino en el de que la mujer estaba fuera, sin saber lo que hacía, y sin saber que si estaban limpios era porque los había limpiado con la lengua, y que el frescor que sentiría cuando se los pusiese era el de mi saliva reciente.

En esas pocas ocasiones, cuando al entregar los zapatos veía cómo la mujer se los ponía, cómo su pie iba deslizándose por la plantilla mojada por mi saliva, mi sensación era como si ese pie estuviera entrando en mi boca.

Buscaba, también, ocasiones en las que el morbo y el riesgo se desbordasen, como por ejemplo, cuando alguna noche tenía cena en casa con amigos, y le pedía a Wanda que se quedase. Me encantaba levantarme con cualquier excusa a la cocina y buscar los pies de Wanda, quien entre escandalizada, excitada y divertida, me daba con el trapo de cocina para que volviese al salón.

Pero, como decía, la satisfacción momentánea que esas actuaciones me proporcionaban, no acababan de colmar mis aspiraciones. Un día, decidí hablarlo con Wanda, mientras acariciaba y besaba sus pies, y me dijo que no conseguía comprender lo que pretendía, pero prometió ayudarme.

Al cabo de unos días se sentó junto a mí y simplemente me preguntó:

.- ¿Confías en mí?

.- Por supuesto, le respondí.

.- Bien, pues déjate guiar.

Sacó una bolsa de plástico, de la que extrajo dos pares de zapatos: unos eran unas bonitas sandalias de tacón, y lo otro, unos zuecos de los típicos de farmacia, bastante usados. Y Wanda me explicó:

.- Las sandalias son de una mujer de unos sesenta años, de una de las casas donde trabajo. No te dejes llevar por la edad. Si la vieras te encantaría. Esa una mujer elegante donde las haya, preocupada por su imagen y que si la vieses nunca pensarías que tiene esa edad.

.- ¿Y los zuecos?, pregunté yo.

.- Son de otra de mis jefas. Ésta es una chica de unos 30 años, que trabaja en una farmacia. El otro día me dijo que iba a tirar los zuecos porque los tenía ya muy usados, y ello me dio esta idea.

Cogí las sandalias y los zuecos, los retuve unos momentos en mis manos y, automáticamente, mi mente voló hacia la imagen desconocida de esas mujeres anónimas que los habían llevado.

.- Bien, Wanda, por favor, cuéntame cosas de ellas.

.- De acuerdo, mi niña.

Y empezó a contarme cosas de ellas, de cómo eran, de sus trabajos, de cómo vestían, etc., etc. Y mientras, yo adoraba sus zapatos como si fueran ellas mismas.

Adorar las sandalias no tenía mérito en sí. Eran elegantes y bonitas, y para una fetichista como yo, era normal. Lo que había que vencer era la edad de la mujer, pero como decía en el relato anterior, las situaciones más morbosas eran las que más me excitaban, e imaginarme a los pies de la mujer, a quien me imaginaba sentada en un sillón grande, con una copa de vino en sus manos, una chimenea al lado y ópera sonando alrededor, me llevaba a una quinta dimensión.

Y en cuanto a los zuecos, ¿qué decir? No sé si alguien se habrá sentido alguna vez atraído por unos simples zuecos de farmacia. Más feos no pueden ser, y si eran viejos como éstos, la dificultad es mayor. Pero, claro, imaginad una chica con esos zuecos durante meses, un montón de horas al día…; su olor era inimaginable. Cada vez que hundía mi nariz en ellos me sentía como un globo lleno de su aroma, un aroma que tardaba en abandonarme, y que cuando lo hacía, volvía yo a recuperar.

Durante varios días, Wanda pasaba algún tiempo contándome cosas de las mujeres, hasta que un día me dijo, simplemente:

.- Mañana salimos. ¿Sigues confiando en mí?

.- Ciegamente.

Era sábado, por la noche. Cogimos mi coche y Wanda me guió hasta una casa, sacó la llave y me llevó hasta un salón lujosamente decorado.

.- Si sigues mis instrucciones al pie de la letra, esta noche será el culmen de todas tus fantasías. ¿Estás dispuesta?

.- Lo estoy

.- Bien. Esto es lo que tienes que hacer. Ponte a cuatro patas a los pies de ese sofá y, pase lo que pase, no dejes de mirar nunca hacia abajo.

.- Así lo haré.

E, inmediatamente, adopté la postura que me había dicho Wanda.

Estuve allí unos cinco minutos, calculo –aunque bien podrían haber sido segundos, u horas- hasta que oí el ruido de la puerta de la calle que se abría, y de unos tacones que repiqueteaban en el suelo y que se iban acercando. A medida que todo ello iba ocurriendo, mi corazón se iba desbocando, tratando de imaginar qué vendría después.

La puerta del salón se abrió, pero siguiendo las instrucciones de Wanda, no levanté la vista del suelo. Estaba segura de que los latidos de mi corazón se podían oír como los tambores de una procesión, y los tacones, mientras, seguían avanzando.

Divisé una sombra que se cernía sobre mí y, por fin, ante mí, se situaron dos personas que calzaban, precisamente… ¡las sandalias y los zuecos! Durante algunos segundos, sin mirar hacia arriba, repasé en mi mente, como en una película, todo lo que Wanda me había contado sobre ellas, y rememoré todos los momentos que me había pasado adorando esos zapatos e, indirectamente esos pies, y nuevamente no podría decir si pasaron segundos o siglos, hasta que las dos se descalzaron, dejando sus calzados frente a mí.

Seguidamente, se sentaron en el sillón y las dos apoyaron sus pies en mi espalda. No supe qué hacer hasta que la voz de Wanda me sacó del letargo.

.- ¿Qué te apetece hacer?

No dudé, ya todo me daba igual:

.- Adorar esos zapatos como tantas veces he hecho.

.- Pues hazlo

Y empecé a lamer, besar, acariciar, oler, aquellas sandalias y esos zuecos, con más intensidad y ardor que nunca, mientras los pies de las dos mujeres, desconocidas para mí, reposaban sobre mi espalda. En ese momento me habría encantado poder desdoblarme, como ocurre a veces en las películas, salir de mi cuerpo y ver la escena como un espectador ajeno. Tanto me hubiera gustado que le pedí a Wanda que me hiciera fotos con el móvil. Me quería ver allí, en esa situación; ¡necesitaba verme!, y sólo de pensarlo, sin tocarme -por primera vez en mi vida sin tocarme- me corrí.

Las dos mujeres, entonces, retiraron sus pies de mi espalda y los pusieron frente a mí, pidiéndome Wanda que me girara, pero siempre sin mirarlas a la cara. Y así, empecé a besar y lamer esos ansiados pies. Eran desconocidos para mí, pero su olor era tan familiar que lo hubiera reconocido en cualquier momento, por mucho tiempo que hubiera pasado.

Pasé mucho tiempo besando y lamiendo esos divinos pies hasta que Wanda me interrumpió.

.- Y ahora, mi niña, puedes levantar la vista.

El corazón, nuevamente, se convirtió en un torbellino y durante algunos segundos fue incapaz de mirar arriba. Por fin le iba a poner rostro a esos pies, y decidí degustar el momento, por lo que levanté los ojos lentamente, muy lentamente, hasta que, por fin, mis ojos se encontraron con … ¡No, no podía ser!

Las dos mujeres a las que había estado adorando, eran… ¡la madre y la hermana de mi ex –novio! Wanda trabajaba también su casa, pero nunca se me había pasado por la imaginación que pudieran haber sido ellas. ¡Ellas, que habían sido las grandes culpables de la ruptura con mi novio! La madre nunca me aceptó, y siempre trató de apartarlo de mí, y la hermana fue siempre presa de unos celos irrefrenables hacia la chica que le había robado a su querido hermano menor. Su odio hacia mí era infinito, pero era mutuo, así hasta que, como narraba en el anterior relato, rompimos. Y ahora estaba allí, a sus pies, adorándolos, mientras ellas me miraban triunfalmente.

Otros interminables segundos, o minutos, en los que las tres nos transformamos en estatuas de sal, incapaces de movernos. Ellas mirándome fijamente, y yo, con sus cuatro pies en mis manos y en mi regazo, mirándolas a ellas.

En ese instante, miles de sentimientos cruzados pasaron por mi cerebro, hasta que al final maldije ese momento, pero no ese momento en el que estaba, sino el momento en que decidí dejar a mi novio perdiéndome eso que hoy acababa de descubrir, así que hice lo único que podía hacer: deposité un beso en cada uno de sus pies, adopté mi posición de reposapiés, esperé a sentir su peso sobre mi espalda y me entregué, nuevamente, a adorar esas sandalias y esos zuecos que ahora ya, y por siempre, tenían rostro