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La última partitura del maestro Abreus

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LA ÚLTIMA PARTITURA DEL MAESTRO ABREUS

Hay enseñanzas que te ayudan a discernir lo que es importante de lo que no. Sería un ingrato si no le estuviera eternamente agradecido al maestro Abreus por haberme dado una de estas valiosas lecciones aun después de fallecido.

La carretera, apenas transitada, era el último tramo que nos quedaba por recorrer en nuestro camino al pueblo. Serpenteaba esta vía entre unos pinares, como una cenefa de asfalto. El terreno sobre el que se asentaba la vegetación estaba cubierto por una gruesa capa de zarabuja y piñas que el infantil ímpetu del viento o el grave desapasionamiento de la madurez había ido arrancando de los pinos. De éstos los había de todo tipo: robustos y cortezosos, estrechos como huesos, con forma de tirachinas o de diapasón o retorcidos como un dedo artrítico. Mirando con detenimiento se veían mullidos trozos de musgo alfombrando el suelo aquí y allá; cada porción de musgo parecía el jardín privado de una colonia de insectos. Espigas de trigo silvestre, estepas y abrojos crecían con desidia a ambos lados del arcén. En el ambiente flotaba un popurrí de aromas de herboristería que un viento hacendoso traía de los montes. De vez en cuando, la hiriente luz del sol era interceptada por un rebaño de cúmulos redondeados que volaban dispersos, a la deriva, como ovejas de un pastor descuidado.

Me acompañaba en la caminata Adriana Bruna, mi compañera de fatigas en el Conservatorio Superior de Madrid. Resuelto a incordiarla, me volví de sopetón hacia su figura menuda y sin otra intención que molestarla, hice que mi mirada escrutara a pocos centímetros su cara, la constelación de lunares y pecas que jaspeaba su rostro de tez blanquecina (estrellas negras sobre un cielo blanco), hasta que su mirada que permanecía gacha, se clavó en mí de una forma tan sutilmente amenazadora que me conminó a desistir de tan indiscreto acercamiento. Adriana era una chica muy reservada en cuyos ojos siempre se vislumbraba un deje de melancolía, como si a todas horas estuviera a punto de romper a llorar. En los autobuses tendía a sentarse en la última fila para que nadie estuviera a su espalda, en los bares siempre ocupaba las mesas del fondo. Puede que fuera un poco paranoide, pero atesoraba muchas cualidades que compensaban de sobra este defecto.

Habiendo dejado a nuestras espaldas los pinares, y guiados por un presentimiento común, nos apartamos de la carretera y ascendimos por un talud cubierto de hierba agostada en el que florecían extensos bancos de margaritas silvestres. Entre resoplidos, alcanzamos la cima de una loma desde donde divisamos escalonadamente una panorámica digna de una tarjeta postal, perteneciente al pueblo hacia el que nos dirigíamos: Montedoro. El municipio estaba emplazado al pie de un puerto de montaña y se trataba de la localidad natal y mortal de Agustín Abreus, un compositor sobre el que proyectábamos hacer un trabajo de investigación que nos exigían como condición indispensable para aprobar la asignatura de "Historia de la Música". Fue la profesora que impartía esta materia, Elvira Nogales, quien nos asignó a Abreus en uno de sus tediosos seminarios. El compositor dejó para la posteridad —ese heredero acaparador que no se conforma con la legítima— un legado de tres piezas musicales para piano guardadas en los fondos del Conservatorio, pues no en vano Agustín fue un destacado alumno (aunque no concluyó sus estudios) de dicha institución en sus años mozos. Tras su breve etapa de formación musical, ninguno de sus profesores, jubilados en su mayoría, volvió a tener noticias suyas, pero era de esperar que un músico tan prometedor como él, habría dado rienda suelta a su vocación.

Aproximadamente medio siglo después del paso del compositor por el Conservatorio, Gerardo de la Fuente, su actual director, recibió correspondencia remitida por Modesto Abreus, un hermano viudo del músico. En la carta le notificaba que Agustín se dedicó a componer piezas musicales de toda clase hasta su muerte, acaecida a mediados de marzo de 1982, pero que en vida se había negado en rotundo a publicarlas por razones que no quiso manifestar. La última voluntad del músico fue que su trabajo permaneciera en la oscuridad hasta que, al menos, hubieran transcurrido una veintena de años desde la fecha de su fallecimiento. Y como Modesto no quiso contravenir la exigencia del difunto, dejó que transcurriera este lapso para ponerse en contacto con alguien que pudiera mostrar interés por la obra de su hermano: "Un músico de oído privilegiado", como decía elogiosamente en la carta. Gerardo de la Fuente decidió que Abreus era un figura merecedora de atención y así se lo hizo saber a Elvira Nogales. El trabajo que nos encargó estaba dividido en dos partes; la primera consistía en una biografía del músico que escribiríamos con ayuda de Modesto; la segunda era la más laboriosa, pues teníamos que hacer una crítica constructiva de toda su obra. La pasada tarde había mantenido una conferencia telefónica con Modesto Abreus, quien no tuvo inconveniente en poner la que fuera residencia de su hermano, a nuestra disposición.

Aquella mañana, nos habíamos levantado muy de madrugada y como ninguno de los dos disponía de vehículo, tomamos un autocar con destino a La Coruña que, no obstante, tenía paradas en Ponferrada, Astorga y otras localidades leonesas. Dado que en Montedoro el autocar no se detenía, como ya me había adelantado Modesto Abreus, nos apeamos en una localidad que distaba nada menos que seis kilómetros de nuestro punto de destino y emprendimos la marcha.

Al poner los pies en la cima de la loma, tácitamente acordamos desembarazamos de nuestros respectivos equipajes, dejándolos apoyados contra una gran roca blanca tapizada de manchas de líquenes de un color desvaído y envolvernos en un paisaje anchuroso, casi africano, en el que predominaba el colorismo sobre las formas. Circundando la población, se divisaban los latifundios, que, en la lejanía se asemejaban a los retales cuadrados de una manta de diseño, y que se estiraban hasta donde comenzaba el territorio forestal. A pocos pasos del lugar donde nos encontrábamos llegaba un campo de trigo que había sido recientemente segado por una cosechadora, industriosa guadaña de la modernidad. Justo en el borde de la finca, entre los rígidos tallos cortados casi a ras de suelo se dejaban ver unas amapolas, cuyos pétalos que no podían ser sino gotas de sangre derramadas en el fragor de la truculenta siega.

La localidad era un asentamiento humano de unas doscientas almas (aunque hay mucho desalmado que desvirtúa el sentido de esta metáfora) con sus edificaciones dispuestas en torno a una pequeña iglesia románica, a la que se accedía por calles que, en su mayoría, eran en cuesta. Al fondo, envolviendo nuestro círculo visual se veían los pinares, interrumpidos abruptamente por cortafuegos, y una torreta perfilada contra los lejanos montes de color malva desvaído, elevándose por encima de la floresta. Mis ojos también se posaron en el tendido de postes telefónicos que atravesaban los campos hasta perderse en el horizonte y en un florido campo de girasoles (soles con aspecto de haber sido dibujados por un niño), unas plantas cuyo fototropismo natural las hace parecer fieles adoradoras del astro rey o faros estropeados.

Cuando nos hubimos repuesto un poco, recogimos nuestros bártulos y emprendimos la marcha hacia el pueblo. Llegamos a las inmediaciones de una vía de tren sin barrera que, a juzgar por lo crecida que estaba la hierba y la maleza entre sus traviesas podridas y lo herrumbrosos que se presentaban los rieles y sus tirafondos (casi soldados al hierro que tanto tiempo los había acogido), hacía mucho tiempo que se había convertido en una vía muerta, una de esas vías sin destino que se utilizan en las estaciones para incorporar o retirar vagones de los expresos. A pesar del inmenso abandono que expresaba el lugar, advertí cómo Adriana, que era muy desconfiada, la cruzaba mirando con prevención a ambos lados, temerosa quizá, de ser atropellada por un traicionero convoy fantasma. Ella siempre miraba a derecha e izquierda antes de cruzar una calle, aunque fuera peatonal y estuviera desierta.

Un poco más adelante, avanzando ya por un camino asfaltado, dejamos a nuestra derecha una chopera profusa y ordenada como una formación de lanceros y un riachuelo en cuya ribera izquierda crecía un sauce llorón inclinado, que parecía una catarata de agua verde, y enseguida entramos en el pueblo. Sentados a la solana, en el poyo agrietado del Ayuntamiento —Casa Consistorial, rezaba un descuidado letrero corroído por el óxido— había media docena de viejos tocados con boinas o gorras, que bastoneaban en el suelo con aire ausente. Charlaban entre sí con desgana (esa parla maquinal de quienes poco o nada les queda por decirse) y al vernos enmudecieron y no nos quitaron ojo de encima, haciéndonos sentir como las bailarinas exóticas más exuberantes de una barra americana en una despedida de soltero. En los pueblos todo se hace con el más desmañado de los descaros. Preguntamos a varios lugareños por la dirección que buscábamos, pero éstos se negaban a orientarnos con hosquedad, encogiéndose de hombros o apartando la vista en un gesto de desprecio.

—Pues sí que empezamos bien... —le susurré a mi compañera.

A esto que apareció montado en una motocicleta de gran cilindrada el cura párroco del pueblo: un señor de pelo entrecano y una nariz respingona que usaba unas anacrónicas gafas con montura de concha y vestía con ropa de calle, quien se aprestó a ofrecernos su ayuda, no sin antes invitarnos a un vermú en el bar de la plaza, un local espacioso con unos cuantos grupos de parroquianos que mataban las horas y se libraban del calor jugando al guiñote con camaradería.

Era el padre Barillas un cura guasón y de poca talla, que soltaba palabrotas y hacía gala de esa manera irónica y descreída de ver la vida que tiene la gente entrada en años; tal era su desparpajo al gesticular y su gracia al hablar que te hacía permanecer todo el rato con la sonrisa en la boca. Primeramente le aclaramos que no éramos una pareja de turistas de excursión, sino estudiantes madrileños de música, y le hablamos acerca del motivo que nos había llevado a aquel lugar. Él nos indicó con todo lujo de detalles cómo llegar a la casa del compositor, y entre sorbo y sorbo de vermú, nos explicó el motivo por el cual los ancianos de la plaza habían hecho oídos sordos a nuestro requerimiento.

—Es lamentable que a nuestro vecino más ilustre aún no le hayan perdonado una disputa ocurrida hace la tira de años. —Hizo una pequeña pausa, absorto. Tuve la sensación de que iba a añadir algo, pero se contuvo—. Esta recua de perdidos, porque no se les puede llamar de otra forma y Dios me perdone, no harían caso ni de San Román, el patrono de la iglesia, aunque se les apareciera y les diera un coscorrón con el cayado.

El padre Barillas, que tenía mejor saque que un tenista profesional, fue el primero en trasquilarse el vino aromatizado. Luego, reclamado por sus obligaciones, se fue a la iglesia para preparar la misa de la tarde, no sin antes despedirse y pedirnos encarecidamente que fuéramos a verle si nos surgía algún problema.

Teniendo presentes las indicaciones del sacerdote, nos internamos en unas calles asfaltadas, aunque no muy bien niveladas, de aceras estrechísimas (era impensable que alguien pudiera caminar por ahí) cuyo asfalto grisáceo y deteriorado había sido bacheado con cemento. En uno de esos remiendos callejeros, junto a una alcantarilla redonda, me llamó la atención las huellas diminutas y separadas que debía de haber grabado un gato o un perro cascabelero cuando el cemento todavía era una masa plástica tan susceptible a las impresiones, como un joven habituado a una vida superficial lo sería a la contemplación de una operación a corazón abierto.

Al cabo localizamos la residencia de la familia Abreus. El caserón estaba situado en una plazuela llamada Plaza de la Siega en cuyo centro destacaba un nogal ramoso, de aspecto patriarcal, con bifurcaciones y trifurcaciones en sus ramas. El tronco del árbol estaba plagado de excrecencias leñosas y daba una sombra caleidoscópica, compuesta de muchos matices grisáceos, en la que apenas había resquicios de luz. Alrededor del nogal había una extensión de césped rodeada por un reborde de adoquines, con tres o cuatro bocas de riego por aspersión estratégicamente colocadas, donde habían instalado cuatro columpios, un tobogán y una estructura de madera provista de una barra vertical metálica como las que utilizan los bomberos en sus precipitadas salidas, para divertimento de los infantes más atrevidos.

Delante del caserón (de poca fachada aunque con aspecto de ser bastante profundo), había un murete coronado por un tejadillo voladizo y una verja que daba paso a un patio con dos hamacas, una regadera metálica y multitud de tiestos colocados en hileras. Una de las paredes del patio había sido alicatada con baldosas de idéntico tamaño, aunque de diferente dibujo. Una vez hubimos comprobado en la etiqueta de un buzón blanco decorado con una trompetilla —el símbolo nacional del gremio de los carteros—, el acierto en nuestra búsqueda, Adriana alargó su índice (protegido más que adornado) por un anillo turco que representaba a una serpiente enroscada, para llamar al timbre. Los residentes en la casa, si es que los había, se tomaron su tiempo antes de dignarse a aparecer. Al fin, la puerta principal se abrió y vimos en el umbral a un hombre mayor, de cabello ralo muy blanqueado por la canicie y unas cejas muy pobladas que, curiosamente, aún se mantenían negras como un tizón. El desconocido ostentaba unos ojos claros y unos dientes malocluidos y emponzoñados de sarro. Se acercó a la cancela debatiéndose entre la desconfianza y el deseo de aproximarse, como un gato ante un desconocido que le ofrece una sardina. Por la forma de ladear la cabeza, creo que trataba de descubrir en nosotros algún rasgo que le resultara familiar y justificara nuestra intromisión en la quietud de su hogar.

—¿Modesto Abreus?

—El mismo que viste y calza —repuso con una voz carrasposa que reconocí de la conferencia telefónica que habíamos mantenido la jornada pasada—. Ah, y vosotros tenéis que ser los chicos que pensabais hacer un trabajo sobre la obra de mi hermano, pasad —Luego empujó la puerta para tirar de la barreta cilíndrica de la falleba y se echó a un lado para dejarnos pasar en un gesto hospitalario.

En el vestíbulo del edificio, junto a un encasamento en el que habían metido un jarrón de barro barnizado con un heterogéneo ramillete de flores secas, vi un paragüero en el que asomaba la contera rajada de un paraguas, y otro que era un manojo de varillas que no habría servido ni para dar sombra a un insecto palo. La posibilidad de mojarse en un chaparrón no parecía ser una de las mayores preocupaciones de los ocupantes de aquella casa, a juzgar por el descuido del que hacían gala sus paraguas.

Modesto nos acompañó a un salón trapezoidal con las paredes empapeladas (lo que se me antojó anacrónico) y los muebles no muy bien conjuntados, y se ofreció a subir nuestro equipaje al piso de arriba como un botones solícito, indicándonos que nos sentáramos. Fatigados, nos dejamos caer en un incomodísimo banquillo de respaldo de madera y mientras volvía nuestro anfitrión, a falta de mejor cosa que hacer y puesto que Adriana, contrariando la verborrea propia de las mujeres, nunca me daba conversación, me dediqué a examinar la estancia. Reparé en un cuadro grande y rectangular en el que unos perros perdigueros en febril agitación y atados con traíllas eran sujetados por un cazador con una escopeta y una canana llena de cartuchos colocada en torno al hombro, a modo de banda. En la parte trasera de la chimenea (apagada según aconsejaba el calor achicharrante de la estación veraniega), vi una losa trashoguera desgastada por tantas y tantas lumbres en la que se había representado a San Jorge dando muerte al dragón. Después, mi vista voló hasta una de las estanterías del mueble principal de la estancia, donde se veían unas fotos a color enmarcadas de una pareja recién casada, un par de enciclopedias de pocos tomos y algún que otro "best seller". Sobre una mesa descansaba una balanza de Roberval con apliques plateados, junto a una colección de diminutas pesas dispuestas en orden decreciente. También había una mecedora cubierta de cojines poco mullidos. Detrás de una de esas vitrinas de cristal que sólo se abren en las fechas más señaladas, se veían unos platos de cerámica de Talavera, con paisajes en tonos azulados. No tardó en regresar el único componente de la familia Abreus que aún seguía vivo, descontando una hija de Modesto que trabajaba como publicista en una empresa de Barcelona, según nos enteramos más tarde. Con nuestro anfitrión mantuvimos una charla distendida acerca de las incidencias del viaje, momento que aproveché para indagar acerca del motivo por el cual las personas mayores del pueblo se habían hecho los suecos al enterarse de que andábamos buscando la casa de Abreus.

A Modesto se le ensombreció el rostro al escuchar eso, y murmurando algo se puso en pie y nos hizo un gesto para que lo siguiéramos. Precedidos por el menor de los Abreus pasamos a la cocina, una habitación contigua de perímetro ligeramente irregular y de baldosas diferentes a las del resto de la planta, donde ya estaba dispuesta la mesa. De una de las paredes blanqueadas (la única parte alicatada correspondía al sector más próximo a la cocina de butano), al lado de una alacena con la pintura blanca decapada por el efecto erosivo del tiempo, colgaba un almanaque en precario equilibrio sobre una descomunal escarpia, y a su lado, una ristra de ajos.

Nos sentamos a la mesa, cubierta por un hule pegajoso y salpicado de quemazos de cigarrillos, en unas sillas poco confortables con el asiento de cáñamo y un respaldo nada anatómico hecho de madera. Luego nos aprestamos a dar cuenta de un plato de lentejas que me pareció demasiado sazonado en exceso, unos filetes de carne asados que me dejaron un resabio a ceniza y una naranja decolorada y de piel muy fina, formada por gajos con cierto regusto al más amargo de los medicamentos.

Después de la comida y sosteniendo en platillos unas melladas tazas de café, correspondientes a diferentes juegos y llenas hasta los bordes, tomamos asiento en el sofá del salón. Modesto aprovechó la sobremesa para responder a la delicada pregunta que había dejado pendiente mientras hacíamos tiempo para que se calentara la comida, acerca de la enemistad con algunos de sus vecinos. Como sonido de fondo se oía el solemne tictac de un reloj de péndola en el que no había reparado a mi llegada.

La historia ocurrió en 1980, dos años antes de morir Agustín a causa de una crisis nerviosa, pues siempre había estado delicado de los nervios. Por aquel entonces, Modesto era el alcalde del Ayuntamiento de Montedoro, y aunque siempre había desempeñado su cargo con una probidad más propia de un santo que de un terrícola, hubo malintencionados miembros de la corporación municipal que lo acusaron de haber intercedido con descaro en favor de un capricho de su hermano para que repararan y limpiaran la trompetería del órgano de la iglesia de San Román de los Leales, desentendiéndose de los intereses generales, que abogaban por mejoras en el alumbrado público. Para la reparación del mencionado instrumento, una joya con casi cinco siglos de antigüedad, se destinó una partida de cuatro millones y medio de pesetas (Modesto, comprensiblemente, se desentendió de decirnos la cantidad en euros), una cantidad poco exagerada si se tiene en cuenta que con esta suma de dinero también se sacó lustre a los cuadros del retablo —oscurecidos por un polvo con valor arqueológico—, y se acometieron una serie de reparaciones en la techumbre de la iglesia; la viguería, por lo visto, estaba carcomida, y cada minuto que pasaba aumentaba el riesgo de que un fragmento de madera fuera a abrir la cabeza de algún feligrés infortunado. No obstante, el frente de los detractores, acaudillados por un tal Anastasio Lobos, un concejal que ocupaba ahora una parcela en el cementerio y le guardaba un profundo recelo a la familia Abreus debido a un enfrentamiento sobre una línea divisoria de una finca que se remontaba a tiempos de sus tatarabuelos, alegaron, no sólo que no les cuadraban las cuentas de lo llevado a cabo por los restauradores y por los operarios (sostenían que los emolumentos de cada uno de los trabajadores le habían salido al municipio a la friolera de trescientos euros por hora), sino que se había empleado el dinero de las arcas municipales con demasiada ligereza, pasando por alto el hecho de que el pueblo demandaba urgentemente una reforma íntegra del alumbrado, hasta el punto de que se querellaron con él por malversar caudales públicos, una querella que, por suerte para el alcalde, prosperó tanto como lo haría una semilla plantada en un cenizal. Modesto Abreus, que no se dejó amilanar por la campaña de la que fue víctima, justificó hasta la última peseta que había salido de los fondos públicos con facturas acordes con los precios del mercado. El caso es que el tiempo, ese juez imparcial, ha demostrado claramente, aunque los censores de Modesto preferirían hacerse el harakiri o sentarse en un brasero antes que admitirlo, que la recuperación del órgano fue una inversión excelente, pues supuso un relevante acontecimiento cultural que atrajo la presencia de varios medios de comunicación de ámbito local y dio pie a que la iglesia fuera situada en el mapa; a partir de entonces, se menciona la pequeña localidad en un par de guías turísticas de renombre, como podrá constatar orgulloso cualquier montedoreño con quien trabe conversación. Según nuestro anfitrión, si no fuera por ese reclamo turístico, que permitía que sobrevivieran dos bares y un establecimiento multiusos que hacía las veces de papelería, de tienda de ultramarinos y de estanco, el pueblo se habría sumido en una dinámica de despoblación irreversible.

—Ignoro como será la gente en las ciudades, pero aquí en los pueblos son muy rencorosos y no atienden a razones.

Cuando Modesto hubo terminado de contar la historia que había motivado el desdén con el que habíamos sido tratados, Adriana le preguntó si era cierto que nuestra presencia no le suponía ninguna molestia. El interpelado repuso que estaba encantado de tener visitas y que como contraprestación por su hospitalidad bastaba con que hiciéramos justicia a la memoria de Agustín Abreus con un trabajo que pudiera restablecer el prestigio de su nombre y lograr que algún concertista se interesara por propagar su obra. Está claro que el éxito póstumo es la única modalidad de resurrección que les está permitida a los artistas. En mi fuero interno, albergaba serias dudas respecto a nuestra capacidad de rescatar de la fosa común del anonimato al compositor. Hacía falta ser un fuera de serie para triunfar en la música con composiciones propias. En el mejor de los casos, podrían publicar una parte del trabajo en la revista oficial del Conservatorio: "La batuta". Pero había un pequeño inconveniente: una publicación hecha en su mayor parte por alumnos, con una tirada que no alcanza siquiera los doscientos ejemplares, no llegaría a muchas manos. Modesto insistía entre quejumbroso e ilusionado:

—¿No crees que ya va siendo hora de que mi hermano reciba el homenaje que se merece?

Me apenaba hacerle partícipe de la cruda realidad, pero estaba tratando con dos estudiantes de música, no con dos magnates de los medios de comunicación. Y para no echar por tierra sus remotas esperanzas guardé silencio, un silencio cobarde que me convertía en cómplice de una mentira que nadie había pronunciado.

A eso de las cuatro, Modesto, murmuró una disculpa y se retiró a sestear para evadirse de las altas temperaturas, de la misma manera que las lagartijas se protegen debajo de las piedras cuando el calor aprieta. Por mi parte, me encaminé al dormitorio para reponerme, en cierta medida, de la fatiga que arrastraba por culpa del inhumano madrugón de aquella mañana. Encajado en el cerrojo de la puerta de mi habitación habían puesto un llavín que preferí no utilizar, por miedo a obstruirla. Deshice mi equipaje y lo deposité en el armario, una antigualla que ostentaba en una de sus chirriantes puertas un espejo que devolvía una imagen turbia. Luego me tumbé en un colchón de lana muy blando que se hundía por el centro y, desarropado y sin desvestirme me abandoné a un sueño que, aunque breve, tuvo en mí unos efectos reparadores, casi regeneradores.

A media tarde, cuando el calor ya no se hacía tan insoportable, subimos a la buhardilla del edificio, el espacio escogido por el compositor durante los últimos años de su vida para adornar el silencio, por unos escalones irregulares y empinados con la contrahuella astillada y ligeramente ennegrecida. Al llegar al desván, un espacio cubierto en parte por una gruesa alfombra y cuya escasa altura me obligaba a caminar encorvado en casi toda su superficie, una franja de luz, que se escapaba de una contraventana que no asentaba bien, permitía ver con claridad las errantes partículas de polvo en suspensión de la estancia, que eran como un plancton especial establecido en el medio aéreo. Una vez que la luz inundó la estancia, vimos apiladas en una estantería de corto vuelo diversas carpetas de fuelle con unas etiquetas de color ahuesado y tirando a transparente, donde encontramos clasificadas montones de partituras entre las que figuraban opúsculos, serenatas para orquesta, óperas pendientes de estrenarse, conciertos para violín y para piano, y un sinfín de piezas musicales del prolífico compositor. A pocos pasos de la estantería se habían depositado algunos trastos que desentonaban un poco en el estudio de un compositor. Confío en mi memoria, pues de lo que estoy narrando nada conservo por escrito, para trasladarles que también había un bidón vacío de pintura, una escalera de madera con un travesaño suelto manchada con incrustaciones de yeso y una soga arrollada que colgaba de un gancho.

Adriana, sentada ante una mesa, se dispuso a transcribir con su estilográfica el contenido de las partituras para la documentación del trabajo. Copiaba las hojas en un bloc rayado con pentagramas, el cual desprovisto de notas y signos musicales, guardaba cierto parecido con un cuaderno de caligrafía. Entretanto yo prestaba atención a Modesto, que se mostró locuaz y entusiasta, recordando épocas de más ímpetus y menos achaques. Yo le interrogaba lo mejor posible, de modo que cuando se andaba por las ramas, procuraba encauzarlo por las sendas de la concisión, y cuando trataba de quitarse de encima un asunto, convencido de su trascendencia, tomaba nota mentalmente para no olvidarse de analizarlo más adelante.

Desde sus tempranos comienzos, allá por los años cuarenta, cuando Agustín Abreus apenas contaba con nueve o diez años, sus allegados apreciaron la tremenda soltura que tenía el muchacho para tocar melodías que había oído en la radio de la casa de don Saturnino, el señor cura. Al principio tocaba de oído en un xilófono que le había regalado para su cumpleaños su padrino, pues desconocía lo más elemental del solfeo. Aunque, admirados por la perseverancia del niño, al que se le veía muy contento tocando el xilófono, su padre (un hombre sensible para los tiempos que corrían) no tardó en adquirir un piano algo destartalado al que le faltaban algunas cuerdas, en la casa de empeños de un prestamista vallisoletano, que el niño acogió con un entusiasmo desmedido, a pesar de las taras del instrumento. El talento del que no tardó en hacer gala hizo que sus padres se decidieran a apostar fuerte por él y mandarlo al Conservatorio Superior de Madrid, donde ingresó por oposición apenas alcanzó la mayoría de edad. Estudió con ahínco las obras de los compositores que habían sobrevivido al paso de los años (aunque él sentía predilección hacia Pachelbel y Offenbach), descubriendo la técnica y los trucos de los que se valían, y paralelamente aprendió a ensartar símbolos en los pentagramas para plasmar sus propias ocurrencias musicales. Antes bien, este enorme talento le supuso muchos quebraderos de cabeza, porque enseguida fue objeto de la envidia más exacerbada por parte de los compañeros (sus futuros competidores) más mediocres del Conservatorio, que veían en él a un rival invencible que acapararía la atención del público y haría acopio de todos los honores a poco que puliera su estilo. ¿Cuántos artistas geniales se habrán quedado en el camino por culpa de las intromisiones malintencionadas de sus enemigos? El caso es que una cuadrilla de alumnos envidiosos, refractarios al talento y sin una pizca de ganas de dar un palo al agua, desalentados ante la insultante superioridad del joven Abreus, todo un virtuoso en las composiciones pianísticas, canalizaron su incipiente ojeriza hacia él. Eran un grupo de estudiantes nacidos (o para ser más exactos, malnacidos) en familias nobles, de hacendados, de políticos o de militares de alto rango. Al principio se conformaban los muy buscarruidos con molestias, incordios y bromas de mal gusto que Abreus soportaba con resignación, pero, decepcionados por la ineficacia de tales agresiones, no tardaron en llegar a las amenazas de muerte, siempre en forma de mensajes anónimos, no fuera a darle por ponerles una denuncia en la comisaría a aquella pandilla de malcriados. Y para que estas amenazas no se quedaran en papel mojado, solían contratar a un par de aprendices de matones a sueldo que, enmascarados o ataviados con un antifaz, le esperaban en su camino a casa después de salir del Conservatorio y le propinaban una paliza en alguna calleja desierta con una penumbra consentidora como único testigo, que le dejaban muy maltrecho y renqueante al andar. El cabecilla del grupo era un tal Eusebio de la Vega, un locatis cuya sinvergonzonería sólo era comparable a su necedad que, en una ocasión, volcó un tintero adrede sobre una partitura de una pieza musical para violín que a Agustín Abreus le había costado componer muchos ratos. Eusebio se deshizo en disculpas en las que simulaba estar muy dolido por el accidente, ante la mirada de rabia contenida de Agustín y la mirada indulgente del profesor de turno que debió de creerse que aquello no había sido una maniobra de sabotaje en toda regla, sino un lamentable accidente.

La presión a la que se vio sometido Agustín, cuyo carácter era sumamente vulnerable ante semejantes muestras de odio (los artistas son hipersensibles y acusan mucho los enfrentamientos), le fue corroyendo el alma hasta el punto de que su producción menguó notablemente en términos cuantitativos y, huelga decir que cualitativos también. El compositor murió a la edad de cuarenta y siete años, en su localidad natal, a la que regreso tras pasar tres inolvidables años en Madrid. Nunca dejó aparcado su trabajo, pero un compositor que podría haberse subido al podio de los más destacados de este país, tuvo que conformarse con incorporarse a una hermandad imaginaria de músicos aficionados. Derrotado a causa de tantos atropellos y zancadillas, aquejado de una alopecia galopante que le dejó la cabeza despoblada de cabellos antes de cumplir los veinte, regresó a Montedoro. A Modesto no le cabía duda de que habría logrado encumbrarse a las cimas del éxito, si no hubiera existido tanta gente obrando en su contra: la creatividad se logra apartado de las discordias, no en el revuelo de la inquietud.

En este punto del relato, Modesto echó mano del primer cajón de una cómoda, donde guardaba las cartas escritas con pesadumbre, que Agustín le mandaba cada semana, poniéndole al tanto de las muchas mortificaciones que padecía. La última obra que compuso, en el apacible retiro del pueblo que le vio nacer, fue una pieza para órgano que a Modesto le hubiera gustado estrenar en una concurrida misa dominical, coincidiendo con la inauguración de la iglesia de San Román de los Leales, tras las obras de remodelación acometidas, para demostrarle a Anastasio Lobos y a su comparsa, el talento de su hermano. Más nunca llegó a encontrarla, a pesar de lo mucho que se desvivió Modesto en el empeño.

—Agustín puso los cinco sentidos en este proyecto —me decía Modesto en tono evocador, con las lágrimas agazapadas detrás de los párpados—. Trabajó noche y día, empeñado en elaborar una obra que lo habría catapultado al éxito y le habría hecho merecedor de reconocimiento público. Es una verdadera lástima no haber podido dar con ella. La iba a titular "Melodía del Trovador".

En este punto le pedí a Modesto que nos tomáramos un descanso para dar una vuelta. Adriana, que no se concedía un respiro, seguía copiando los pentagramas compuestos por el músico, e incorporaba las acotaciones que éste había hecho posteriormente en los márgenes de las hojas, a modo de arreglos, pues Abreus era una de esas almas perfeccionistas que nunca se sienten del todo satisfechas. No me quedó más remedio que darle unas palmadas en la espalda para sacarla de aquella especie de trance de escritura automática en el que estaba sumida.

Nos sentamos en un banco pintarrajeado de la plaza de la Siega, enfrente del caserón de Modesto Abreus, al lado de un aquelarre de viejas desdentadas que jugaba a la brisca con pocas palabras y mucho revoloteo de mirones a su alrededor. Nos lanzaban las ancianas unas miradas ora recriminatorias, como si en vez de charlar estuviéramos tramando un atentado, ora ávidas de curiosidad por saber, presumo, acerca de nuestra procedencia o vínculo con el pueblo. Procurando no levantar mucho la voz para que no pudieran oírme por mucho que estiraran el cuello, le conté a Adriana la historia. Una vez la puse en antecedentes, expresé mis sospechas.

—En esta historia hay muchos puntos oscuros y creo que es nuestro deber de biógrafos esclarecerlos. En primer lugar, no entiendo qué razón puede tener un compositor para mantener sus obras tanto tiempo en secreto: la pretensión de cualquier músico que se precie es dar a conocer sus obras para que el público se rinda a sus pies, no mantenerse en el anonimato.

—Quizá pensó que sus obras se revalorizarían en el futuro. Los artistas, en general, son muy excéntricos.

Me recliné en el banco cruzando las manos por detrás de la nuca.

—Estoy seguro de que oculta importante algo porque rehuye preguntas nada comprometedoras. Además —proseguí bajando la voz con teatral efectismo para arrancarle una sonrisa, todo un botín tratándose de Adriana— sé que miente porque cada dos por tres está tocándose la nariz.

* * *

En el centro de la fachada de la iglesia había un entrante con varias columnitas adosadas a cada lado, en cuyo fondo se veía un portalón claveteado. En la hoja derecha del portón aparecía una puerta de tamaño reducido, el equivalente de una gatera en una puerta de dimensiones convencionales, a la que nos acercamos precedidos por el padre Barillas, a quien habíamos localizado en el bar departiendo cordialmente con varios vecinos del pueblo. El portón estaba ribeteado por unas arquivoltas decoradas con angelotes mofletudos, encaramados a nubes. Del amplio bolsillo de su sotana de mucho vuelo, el sacerdote se sacó una pesada llave de hierro colado con el paletón en forma de zigurat y anduvo en la cerradura girando la llave y tirando de la puerta hacia sí mediante una manija hasta que descubrió el punto en el que el mecanismo de la cerradura era vulnerable.

En el interior de la iglesia, nos dio la bienvenida la primera percepción que se capta en un sitio nuevo: el olor. Se respiraba el intenso aroma a incienso tan característico de los edificios sagrados. El padre Barillas se santiguó con agua bendita que tomó de una pila en la que apenas quedaba un poso de agua, se postró ante la figura de un Jesucristo agonizante que presidía la nave desde el fondo, efectuando una fugaz genuflexión y se encaminó hacia la sacristía por el pasillo central. El taconeo regular de los lustrosos zapatos que asomaban bajo el vuelo de la prenda eclesiástica, reverberó en las paredes devolviéndonos un sonido cavernoso. A los lados del recinto, instaladas en hornacinas, nos observaban los santos en actitud suplicante o exaltada. A unos pasos de la figura de Jesucristo, enclavado en el centro de un retablo, se veía la imagen de San Román, el pastor de la flauta travesera —según las informaciones del párroco—, con su barba ensortijada y apostólica, su chaleco forrado con piel de borreguillo y su zurrón de cuero cuarteado colgando del hombro en bandolera. En el rincón opuesto pudimos admirar el descomunal órgano, el rey de los instrumentos, con su nutrida colección de lustrosos tubos dispuestos en orden creciente.

En el interior de la sacristía, sobre una mesa, había una arqueta metálica rebosante de monedas y, justo enfrente, un armario empotrado entreabierto donde se guardaba la colorida vestimenta eclesiástica. Ocupamos dos sillas de madera plegables que había apiladas en un rincón y, sentados en el centro de la estancia, nos dispusimos a escuchar al padre Barillas, que nos habló en pie, midiendo la habitación con sus pasos con las manos cruzadas a la espalda, como un maestro a la antigua usanza adoctrinando a sus pupilos.

—Cuando Agustín Abreus se marchó de este pueblo, era un joven desenvuelto y muy apreciado por todos. Quien más, quien menos, todos le habían oído tocar al piano alguna de las canciones que se inventaba. Yo, por aquel entonces, no había nacido, pero según cuentan era un auténtico prodigio. Bastaba con que oyera una vez, fijaos lo que os digo, una vez, una melodía para reproducirla en el piano con una exactitud asombrosa. Me imagino que debió de ser una versión moderna de San Román, músico autodidacto, que apaciguó a una manada de lobos hambrientos con el melodioso sonido que salía de su flauta travesera, a fin de proteger su rebaño de ovejas de casi trescientas cabezas. Su flauta, hecha por manos artesanas con una caña, era capaz de imitar el canto del ruiseñor y de la alondra, y con su música devolvía la concordia allá donde ésta brillaba por su ausencia como un flautista de Hamelín redivivo.

Después de esta digresión que hizo por deformación profesional, efectuó una pausa para pensar el resto de su discurso.

—En fin, a su regreso de Madrid ya nunca volvió a ser el mismo. Al parecer, las constantes jugarretas que le infligieron y que no supo encajar, le convirtieron en una parodia de ser humano, un espantapájaros viviente, un monigote borroso de lo que pudo llegar a ser. A sus constantes cambios de humor, tan pronto estaba exaltado como deprimido, había que sumarle sus muchos desvaríos. Y esto me consta, pues el sacerdote que oficiaba misa por aquel entonces, don Saturnino, que en paz descanse, me ha hablado hasta la saciedad sobre aquella tarde en la que irrumpió en la iglesia con las vergüenzas al aire. Las mujeres, que rezaban arrodilladas el rosario con los ojos cerrados, no se apercibieron de la presencia del irreverente exhibicionista. Mas poco tardó el sacristán, un hombre rudo y de mucho genio que estaba al tanto de que las celebraciones transcurrieran sin incidentes, en reaccionar y ahuyentarlo de la iglesia encorriéndolo mientras blandía un garrote más grande que el del rey de bastos. Unos vecinos cuentan que se escondía dentro de las parvas y salía aullando como un poseso del interior para asustar a los campesinos cuando estos se acercaban. Otros alimentaban su leyenda diciendo que dormía muy a menudo la siesta encaramado en la rama de un nogal que hay enfrente de su casa, con el consiguiente riesgo para su integridad. Por supuesto, nunca se casó ni tuvo descendencia, pues no es que no estuviera en su sano juicio (¿a quién no le sobreviene algún tic de vez en cuando? ¿Quién no pulula por el mundo con el sambenito de una manía o una fobia?), Agustín estaba loco, loco de remate. Desconozco qué demonios le pasó en Madrid, pero allí perdió por completo su cordura. Hubo quien, molesto por alguno de sus arrebatos de locura, trató de hacer gestiones para que lo encerraran de por vida en un manicomio. Pero a Modesto Abreus, que siempre gozó de influencias políticas, estas maniobras no le daban demasiados quebraderos de cabeza, porque para que metan a alguien en una institución de salud mental si no se ha demostrado que supone un peligro para la sociedad, es imprescindible el consentimiento por escrito de alguno de los familiares que están a su cargo. Aunque algún que otro disgusto sí que le tocaba sobrellevar. Recuerdo que se veía obligado a apechugar con los desperfectos que Agustín ocasionaba. Un día robó la bandera de España de la balconada del Ayuntamiento y después de pasearse un rato por la calle Mayor, con ella puesta a guisa de capa, la rasgó contra la punta saliente de una viga de madera. Si lo hubiera visto algún representante de la Guardia Civil lo mismo le leen la cartilla, más no hacía la ronda ninguna pareja en ese momento.

Se detuvo el padre Barillas junto a la arqueta adornada en su tapa con una cruz latina y distraídamente se dedicó a coger un puñado de monedas y a soltarlo poco a poco, dejando que éstas se deslizaran desde la palma de su mano.

—¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Como os decía, ninguno de los escándalos que de Agustín le llegaron a afectar en gran medida hasta que una mañana encontraron muerto al hijo del concejal Anastasio Lobos, de una certera pedrada en la cabeza, cuando estaba pescando truchas en el río, en un paraje sombreado algo retirado del pueblo. Por supuesto, se armó la de Dios es Cristo. Algunos testigos, del partido en el que militaba Anastasio, dijeron que habían visto a Agustín, a quien pretendieron asignar el papel de cobaya de laboratorio, merodeando por la ribera del río horas antes de que se cometiera la atrocidad. Pero otros, que simpatizaban con él, y lo veían como un ser pacífico que había caído en desgracia, lo defendieron de estas infundadas acusaciones, decididos a que un pobre desgraciado no cargara con el muerto. Al final no se supo quién lo mató. ¿Acaso un ladrón que quería robarle? ¿Tal vez una mujer despechada? Según cuentan era un perfecto donjuán y hubo quien aventuró que podría haber sido un ajuste de cuentas por parte de alguien que se había tomado las cosas a la tremenda. El caso es que Anastasio no hizo caso de estas hipótesis a las que no concedía el menor crédito y nunca perdonó a la familia Abreus. Ni tan siquiera tuvo la gentileza de concederles el beneficio de la duda. Se llevaba a matar con Modesto. Por eso cuando Modesto sugirió en una asamblea del Ayuntamiento que arreglaran el órgano de la iglesia, Anastasio se opuso sin pensárselo dos veces. Lo más curioso de toda esta historia es que Abreus, a pesar de que no rulaba bien, no perdió su capacidad para componer en sus escasos momentos de lucidez.

* * *

Esa misma noche, en medio del revoltijo de sábanas de mi cama, me asaltó una premonición. Los lubricados engranajes de mi cerebro, que me negaban el descanso a pesar del ajetreo del día, no dejaban de funcionar. De pronto intuí con una clarividencia que me dejó estupefacto, dónde yacía oculta la última partitura manuscrita del maestro Abreus. Abrí la ventana que daba a la plaza y acodado en el alféizar y contemplé el nogal, el árbol patriarcal en el que tantas veces se había encaramado Agustín Abreus para echarse la siesta.

A la mañana siguiente, aprovechando una ausencia de Modesto Abreus para hacer unas compras en una localidad cercana, cogimos la escalera del travesaño móvil y la apoyamos contra el nogal. Tal y como esperaba, dentro de una oquedad del tronco, encontramos una caja de hojalata que contenía la "Melodía del Trovador". Tras deliberar, acordamos que no se la entregaríamos a Modesto, y no en represalia por las verdades falseadas o las mentiras veraces que había vertido en su empeño por no enturbiar el buen nombre de su familia, reconociendo que Agustín no estaba en sus cabales. No se la entregaríamos porque consideramos que el designio de aquella melodía de relumbrón, no era ser moneda de cambio para que Modesto se ufanara altanero delante de las narices de sus enemigos, y mucho menos en suelo sagrado. La música es un fin que se justifica por sí solo, no un medio que busque fines. Nos la apropiaríamos y constituiría el tesoro familiar que se transmite de generación en generación, y no obraríamos así por fatuidad o egoísmo, sino porque creímos que sería la mejor forma de hacer justicia al maestro, para quien la demencia no fue un escollo insalvable en su afán por completar una obra digna de alabanzas, aunque no lo bastante como para abrirse camino en el mercado, en unos tiempos de encarnizada competencia. Nos la quedaríamos y la disfrutaríamos interpretándola como el fanático coleccionista de arte que gusta de admirar la obra cumbre de un pintor, en la soledad de su mansión. La disfrutaríamos una y mil veces con pasión de melómano y así, el maestro Abreus, aunque nadie supiera que allá por el año 1935, nació en la pequeña localidad leonesa de Montedoro un compositor que atinadamente ensartaba símbolos en las rayas del pentagrama, podría tener la certeza de que no había sido derrotado por la maldad de la gente.