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La hermana pequeña (III)

en Autosatisfacción

Mi vida estaba dando un giro radical en un aspecto concreto, pero no quería darme cuenta. Después de lo ocurrido llegué a casa en un estado de agotada excitación y lamentando que todo la energía que había demostrado el jubilado Bárdenas no se hubiera podido destinar a darme alguna alegría. Para colmo, Arturo vino a buscarme después del trabajo, pero estaba tan salido que sólo quería apagar su ansiedad. En vano intenté enseñarle como masturbarme, pero fue tan torpe que no atinó a dar con mi clítoris con lo que al final me bajé del coche cabreada, dejándolo con un trancón todavía mayor que el que tenía por la mañana y quedando yo más cachonda, si ello era posible, en parte por culpa de sus insidiosos toqueteos, en especial centrados en mis pechos.

En casa mis padres cenaban con mis hermanas y con Humberto, un primo nuestro cuyos padres se estaban divorciando y que por este motivo de manera ocasional pasaba algunas noches con nosotros. Si bien ni Lidia ni yo le soportábamos – por lo joven que era, apenas 16 años, sus cara de granos y la tendencia natural a destrozarlo todo con lo patoso que era– Fanny siempre resultó más condescendiente, pues a penas le llevaba un año de más. El caso es que no estaba de humor y menos para aguantar al primo Humberto, siempre con sus libros, sus estudios y su parlotear incesante… de manera que di una breve excusa y dije que me iba a la cama que estaba extenuada, y en parte era verdad.

Y en parte no, porque antes me fui a la ducha con la intención no sólo de sentirme limpia sino de acabar con mis manos lo que ni Bárdenas ni Arturo habían sabido llevar a buen término.

Pero no era mi día, querido. Y no te rías. Estaba ya totalmente enjabonada, había estimulado al máximo mis grandes pechos a base de frotarlos con mis manitas una y otra vez e iba por fin a dar debida cuenta de lo que me pedía el cuerpo cuando entró sin llamar la inoportuna de mi hermana Fanny, que tenía la regla.

–No molesto ¿verdad?

No le dije nada, ni siquiera que con el dinero que tenía papá podíamos tener una casa con cuatro cuartos de baño. Por suerte la gruesa mampara impidió que reconociese mi verdadero estado con lo que me coloqué bajo el agua y potente chorro se llevó todo el jabón y otra posibilidad de quedar satisfecha.

Me encontraba tan agotada que me dormí en seguida. Pero una cosa es dormir y otra muy distinta descansar sobre todo porque toda la noche sufrí violentos sueños eróticos que me arrancaban de mi sueño para despertarme de manera brusca, jadeando, sudorosa, de manera sucesiva. Especialmente recurrente era un sueño en que mi novio, pero nunca veía la cara de Arturo, se iba en un barco y yo acudía a despedirle al muelle. Iba del todo emperifollada, con un vestido como de diva de cine, con pamela y todo. Para mi desgracia el día era ventoso y el muelle no especialmente concurrido, con lo que un golpe de aire me jugaba un mala pasada y de novia virginal pasaba a estar prácticamente en bolas, y yo como una boba, ocupaba una mano en que no se me volase la pamela con lo que difícilmente podía proteger mis piernas, enfundadas en medias como las que me dejaba mi hermana, ni tampoco mi escuetas braguitas haciendo juego. Al final, no podía mantener el equilibrio sobre unos tacones imposibles y se abalanzaba sobre mí un grupo de malicentos marineros que aprovechaban para hacerme de todo, y lo peor, a mi me gustaba, me gustaba que me hicieran de todo y disfrutaba secretamente sabiendo que mi novio me estaba mirando desde el barco que se alejaba, impotente, mientras yo era tomada al asalto por un grupo de desconocidos.

Sin embargo las inoportunas pesadillas acababan de manera abrupta antes de que pudiese llegar a algún tipo de gozo pleno, con lo que por la mañana, mi estado era deplorable y de una ansiedad terrible. De manera que cuando Lidia entró para despertarme, le dije que me sentía mal y que me quedaría en cama pues en mi estado no podía ir al trabajo.

No había mentido, mi estado no me permitía trabajar pero mis planes iban más allá y mientras la familia desayunaba en el piso de abajo me deslicé subrepticiamente a la habitación de mis padres y encontré en donde estaba escondido el vibrador de mi madre. Era la primera vez que lo cogía, lo juro, pero es que ya no podía más. De puntillas volví a la cama con mi trofeo particular. Ahora sólo había que esperar a que la familia se fuese y me quedase sola en casa. Todos estudiaban o trabajaban por lo que hasta que llegase la mujer que nos hacía el trabajo doméstico, tenía tres horas en las que por fin aplacaría el deseo que me ardía por dentro.

Mientras esperaba acariciaba la punta redondeada del dildo, comprobaba que tuviera pilas y accionaba en el botón de la base, que parecía el del volumen de una radio antigua, después del primer clic se ponía en marcha y entonces en vez del volumen lo que aumentaba era la intensidad de la vibración. La verdad es que estaba tan mojada, que pensé que bastaría con meter la puntita.

Mi familia se despidió de mí y me recomendó que me mejorase. Cuando oí cerrarse la última puerta me dispuse a zanjar lo que tenían que haber acabado otros. Puse la vibración al mínimo y el consolador empezó a abrirse paso. Tal como preveía nada más penetrar levemente empecé a sentirme transportada al séptimo cielo…

–¡Hola, primita!

La puerta se abrió de golpe y apareció mi primo Humberto.  Con sus granos y su horrible camisa a cuadros. Me había olvidado de él. Y del susto y con lo mojada que estaba el vibrador se me había hundido mucho más de lo previsto.

–Como con la última pelea de mis padres no puedo volver a mi casa tu madre me ha pedido que cuide de ti.

No podía creerlo. Mamuchi sabía como aborrecía a Humberto, no sólo porque fuera patoso sin remedio y además poco agraciado y sin estilo sino porque además pertenecía a la rama de la familia menos favorecida económicamente.

Llevaba una bandeja en la mano con leche y galletas y avanzaba hacia mi cama que por suerte permanecía en la penumbra.

Con una mano intenté sacarme el vibrador, pero estaba tan mojada que se me escapaba de entre los dedos, con la otra intente que no se acercase.

– Ah, ah, ah… estoy bien, mejor vete.

Pero era tan pesado.

– De eso nada. He prometido a tu madre que haría lo que estuviese en mi mano para que te sintieses bien.

– Ah, uy… oooohhhh… Sí ya me siento muy bien –contesté yo pensando más en el vibrador que en otra cosa.

Lamenté en ese momento haberme puesto para dormir uno de mis camisones más sexys, sólo acompañado por unas braguitas a juego que seguían puestas pues sólo las había apartado un poco para dejar paso al consolador. Era azulito, muy corto y demasiado escotado, aunque la gasa fuese tan transparente que incluso para Humberto deberían ser evidentes mis grandes melones y unos pezones más inhiestos que nunca, después de más de doce horas de calentura sin fin.

Con aquello que sentía entre las piernas y con el cuerpo entre convulsiones y temblores no podía controlar la situación ni era dueña de mí.

–Será mejor que te tomes esta leche – me dijo poniéndome la bandeja encima de la cama, en mi regazo.

–No, Humberto… de verdad… ya estoy recibiendo lo que … ahhh… uuuuhm… necesito.

–¡Oh, que torpe soy!

No sé si fue culpa mía, porque me temblaba todo, o fueron las habituales manos de trapo de Humberto, intentando que me bebiera la maldita leche, el caso es que de pronto me vi encima la totalidad del contenido del enorme vaso. Tenía leche por el cuello, por mi pelo negro, que caía en ondas sobre los hombros, pero sobre todo el muy imbécil me la había derramado en mis pechos y mi escote.

–No.. no… no sabes cuánto lo siento, querida prima, ahora te seco…

–No, no me toques, he dicho que no… uooohh,, uahhh

–Si es que no te encuentras bien, mira que dolores, que fiebres tienes –me decía mientras me secaba con la servilleta aprovechando para tocar mis sensibles pezones mucho más de lo que era aconsejable. Para secarme del todo me bajo los tirantitos del camisón y se empleó a fondo sin que pudiera decir nada, a penas balbucir ligeras protestas. Fue una buena metida de mano, con la que me dio un buen repaso. Pensaba que todo había terminado cuando el muy imbécil volvió a meter la pata.

–Será mejor que me lleve la bandeja.

Pero el muy idiota levantó la bandeja junto con la ropa de cama, con lo que lo corto de mi camisón y mis espléndidas y largas piernas fijaron toda su atención.

– ¡Oh, cuánto lo siento!

–Mira lo que haces imbécil –protesté yo mientras me tapaba mi intimidad con la almohada, más para cubrir el vibrador que mis vergüenzas.

Entonces de repente se volvió hacia mí. Estaba muy cerca, se puso de rodillas en la cama y yo no había podido subirme el camisón por lo que mis pechos parecían luces de alerta en la semioscuridad de la habitación. Su mirada de loco con ojos saltones me decía que se iba a abalanzar sobre mí.

– ¿No lo oyes?

– ¿El qué?

– El zumbido.

– Yo no oigo nada –mentí.

– Es aquí debajo – y antes de que pudiera decir nada metió la mano debajo de la almohada.

–¡¡¡No toques ahí!!! –chillé. Pero fue inútil, estaba tan mojada que su mano prácticamente se deslizó hasta el consolador. Pero era tan estúpido que no entendía nada.

–Ya lo tengo. Es un raro instrumento con un botón…

– ¡No lo toques! ¡No… lo… ¡AAAAAHHHHHHH!!! ¡¡¡¡Dioooooos!!!!

El muy imbécil lo había puesto al máximo y para colmo lo había hundido todavía más. La vibración había pasado de cero a cien en tres segundos. ¿Qué más podía pasarme?

–¡¡¡Por Dioooos…. Humberto!!! ¡¡¡Para eso!!!

–No puedo, el botón de este walkman parece atascado.

Lo siguiente que recuerdo es la imagen de Humberto con el botón en la mano, fuera del aparato, verdaderamente era un manazas sin remedio. Mis pechos temblaban como flanes ante las sacudidas que estaba sintiendo, toda mi columna vertebral era una corriente eléctrica.

–Tranquila, ya te lo saco.

Yo intenté defenderme con la almohada, pero fue inútil. Aquellos dedazos ya se sabían el camino y por primera vez en su vida hicieron algo bien, aunque en le momento más desafortunado pues estaba a punto de estallar en el mejor orgasmo de mi vida cuando el muy idiota sacó el miembro de plástico dejándome a las puertas del cielo.

¡No lo podía creer! ¡Se podía tener tanta mala suerte! Humillada por mi pariente más pobre y más estúpido, el vibrador de mi madre roto y, encima… ¡seguía sin poder consumar un orgasmo como Dios manda!.

Pero sí podía haber algo peor. Humberto permanecía de pie, estupefacto, como comprendiendo por fin. De pronto me di cuenta de que debía evitar a toda costa que explicase la verdad a mis padres.

– Tú no estás enferma. Y eso no es un walkman.

– Ven, que te lo explicaré todo –y aparté la almohada para que pudiera ver mi magnífico cuerpo, apenas tapado por unas braguitas azules mojadas y un camisón enrollado en mi cintura.

–Tú me has engañado, prima.

–Vale, Humberto. He sido un poco mala. Pero quiero ser buena, de verdad.

El muy cándido se acercó y yo me hice la tonta, algo a lo que ningún hombre puede resistirse:

–¡Vaya, si te ha caído leche en tu pantalón!

–No es nada, apenas un par de gotas.

–Venga, sácatelo –y como ya estaba a mano le desabroché el cinturón y le bajé el tejano, casi sin que ofreciese resistencia.

-Uy, que tonta te he bajado el slip sin querer!

Sin querer. ¡Ya! ¡Como el pedazo de polla que salió de allí! ¡Era considerable para un chico de 15 años!

Sentada en la cama estaba a la altura ideal. La tomé entre las dos manos y la empecé a cimbrear poco a poco.

– Esto no está bien, prima.

– Lo que no está bien es que te quedes así. No se pueden acumular tensiones.

Empecé a darle ligeros besos en la punta, muy leves, sólo un roce de labios, pero era suficiente para que cada vez fuera creciendo más y más…

– Basta, esto está mal… no…

Pero su resistencia era débil. Cuando me metí el miembro en mi boca ya era mío, sin remedio.

– No, no… está… bien…

– Tienes razón, primito, será mejor que pare – y lo miré con mis ojitos más inocentes, sosteniendo todavía aquella morcilla en mi mano.

– ¡¡¡No!!! ¡Sigue! ¡Por favor!

– Bueno, pero sólo si no le dices a nadie nada de todo esto.

– Lo juro, pero sigue ya… que no puedo más.

Cerrado el trato volví a mis tareas. Él era un poco torpe e intentaba doblar las caderas y golpear la parte interior de mis carrillos con su miembro. No había entendido nada. Pero al menos la primera clase fue provechosa para él. Se corrió con un espasmo y cuando me di cuenta de que se venía todavía tuve tiempo de sacarla de mi boca, aunque el precio fue dejar el camisón perdido. Cuando acabé estuvo claro que no tenía una idea muy elevada de mi moral, pero que tampoco diría nada a nadie.

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