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Un poco más cerca del cielo

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¿Alguna vez te has abstraído hasta tal punto de no ver, ni sentir, ni ser consciente más que de tus pensamientos? Yo sí, y cuando vine a aterrizar en la tierra mis labios estaban pegados a algo parecido a una pasa que, según descubrí luego, eran los labios secos y consumidos por el sida de Eva. Dicen que el sida no se contagia por la saliva, ni por los besos, que sólo se contagia por el contacto de sangre, pero los que dicen eso no saben que en la boca siempre hay microheridas que sangran y que hacen que la saliva esté tan infectada como cualquier otro fluido corporal. Pero a mí eso ya no me importaba, ya nada importaba.

Yo había sido un tipo corriente, que procuraba llevar siempre conjuntados los zapatos con la corbata, conducía un utilitario y fingía preocupación por el calentamiento global y por el hambre en África. Ganaba un sueldo y lo gastaba en esas cosas que la publicidad nos hace pensar que necesitamos para ser felices, y compartía piso con un gato castrado y una carcoma que nunca conseguí matar ni sacar del cabecero de mi cama. Me movía, respiraba, hablaba con los vecinos,  recogía el correo, pero ¿vivía? Eso pensaba, pero fue un médico el que me sacó de este error, el que me bajó de esa especie de nube de aire podrido de ciudad en la que había estado subido toda mi vida sin darme cuenta de la realidad que me rodeaba:

-Padece usted el VIH, el sida –dijo, y la clínica se quedó en silencio.

-Padece usted el VIH, el sida –dijo, y noté cómo algo dentro de mí comenzaba a caer y caer.

-Padece usted el VIH, el sida –dijo, y puso sobre la mesa dos folletos con información sobre la enfermedad.

-Parece un alfiletero –comenté estúpidamente al observar una foto que, según me dijo, era una micrografía del virus del sida.

El contenido de los folletos estaba muy bien, te decía qué era el virus, cómo se transmitía y cómo se podía evitar su contagio, pero no te decía cómo afrontar la vida una vez que lo padecías.

-Es una enfermedad crónica, pero por fortuna actualmente contamos con fármacos que pueden controlarla –me explicó el médico.

-Es una enfermedad crónica, pero por fortuna podemos alargar su agonía el tiempo suficiente para que la muerte no le parezca algo tan horrible.

También me explicó cómo el virus iría poco a poco acabando con mis defensas hasta dejarme tan desvalido que un simple catarro podría matarme, y me dijo que debía abstenerme para no contagiar a otras personas.

Lo del sexo no lo lamenté demasiado. Desde los veintitrés, mi vida sexual había transcurrido invariablemente en mi cama, o en el baño, con esas fieles amantes a las que cariñosamente llamo manos. Izquierda o derecha daba igual, los años de práctica y un par de esguinces de muñeca me habían hecho igual de habilidoso con ambas. Y la verdad es que tampoco lamenté mi repentina cercanía a la tumba. Mi vida nunca valió un pimiento, y el hecho de saber que ahora era sensiblemente más corta le dio más valor del que jamás había tenido y que jamás pensé que tendría.

Nada más llegar a mi casa me tiré boca arriba en la cama y crac, crac, crac, crac, la dichosa carcoma volvía a darse un festín a costa del carísimo cabecero de madera de haya de mi cama. Hay carcomas que viven doce años, pensé, yo no esperaba vivir tanto y, al pensar que la carcoma podría sobrevivirme, me eché a reír con toda las fuerzas que me quedaban después de haber recibido la noticia.

Existiendo tantas posibilidades de contraer el virus haciendo el amor, o drogándose, o haciendo cualquier cosa que dé placer o te coloque, yo tuve que venir a pillarlo por la maldita negligencia de un enfermero. Aunque suene cruel, me consoló saber que no fui el único que se infectó por aquella jeringuilla mal esterilizada. Nos embolsamos una buena cantidad de dinero a costa de aquel practicante, pero para lo que nos servía ya...

Los días posteriores al descubrimiento de mi enfermedad fueron los más raros de mi vida. Traté de concienciarme y de mentalizarme de que debía seguir con mi vida, que aquello no debía detenerme y que no debía anticipar mi irremediable caída, pero algo extraño sucedía: tenía una gran suma de dinero de la indemnización pero no encontraba nada que me motivase a gastarlo, los muebles tenían polvo y ya no sentía esa imperiosa necesidad de coger una bayeta y volver a dejarlos relucientes, pasaron varias noches y no vi ese programa que anteriormente pensaba que jamás me perdería por nada del mundo, y todas esas cosas que creía que llenaban mi vida dejaron de ser vitales para resultar incluso estúpidas. Sin embargo empecé a disfrutar de los ronroneos de mi gato cuando se hacía un ovillo a mi lado en el sofá, y por las noches no me dormía hasta que no sonaba el crac, crac, crac, crac de la carcoma para indicarme que todo seguía igual.

Supe entonces que el día que el médico me había dado la nefasta noticia había vuelto a nacer. La gente suele decir esto cuando se salva de un aparatoso accidente de coche, o cuando supera un cáncer, pero yo puedo asegurar que, con un pie ya en la tumba, había vuelto a nacer.

Empecé a ir a reuniones, ya sabes, de esas en las que das un nombre falso, bebes café gratis y conoces las mil caras de la desesperación humana. A esas reuniones acudía todo tipo de gente: jóvenes, viejos,  drogadictos, respetables hombres trajeados que veían arruinada su vida por desfogarse con una prostituta... e incluso se dejaba caer de vez en cuando una madre embarazada. Y allí conocí a Eva.

Nadas más mirarnos supimos que teníamos algo en común. Nada más cruzarse nuestras miradas y observar nuestras expresiones supimos que ambos teníamos la sensación de que éramos los únicos que, al contraer el sida, en lugar de perderlo todo habíamos ganado algo. Ambos habíamos dejado atrás una vida de anonimato y monotonía que jamás nos había satisfecho y empezábamos una vida nueva que seguramente no iba a ser mejor, pero por lo menos sería diferente.

Eva era estéril, por eso no usaba condones, y por eso se infectó.

Eva no sabía quién la infectó, ni a cuántos infectó ella antes de descubrir que tenía el virus, sólo sabía que llevaba seis meses sin probar el sexo.

-Vamos a hacerlo –me dijo un día que la invité a entrar a mi casa, y empezó a quitarse la ropa sin esperar mi respuesta.

No negaré que al principio fue raro. Yo estaba infectado, ella estaba infectada, y para retrasar el orgasmo no tenía más que pensar en millones de diminutas partículas de virus con forma de alfiletero pasando de su cuerpo al mío y de mi cuerpo al suyo, chapoteando alegremente en nuestros fluidos y liberando su ADN maligno.

¿Quieres un buen remedio para la eyaculación precoz? Contrae el sida y hazlo con una seropositiva, a mí me funciona.

Pero fue una experiencia tan revitalizante que desde aquel día el sexo, esa práctica que desapareció de mi vida al mismo tiempo que el acné, se convirtió en algo tan usual que llegué a preguntarme cómo había sobrevivido todo este tiempo sin él.

Y esperar a Eva en casa por las tardes despertaba en mí más expectación que todos los partidos de fútbol.

Y sus gemidos eran más dulces que todos los licores y cavas del mundo.

Y su sonrisa tenía más valor que el televisor de plasma, y el ordenador, y todos esos carísimos aparatos electrónicos juntos.

Y ahora, cuando estamos juntos, me abstraigo al pensar en lo que era mi vida y en lo que es ahora.

-Vamos a hacerlo -me dice, y vuelve a besarme con sus labios secos y agrietados.

-Vamos a hacerlo –me dice, y pienso en millones de diminutas partículas de virus con forma de alfiletero pasando de su cuerpo al mío y de mi cuerpo al suyo.

-Vamos a hacerlo -me dice, y la vida nunca ha sido tan maravillosa ni ha tenido más sentido...