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Amor en el totalitarismo

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Finales de 1942. En la enorme Rusia, el Ejécito Rojo y la Wermatch se disputan la ciudad de Stalingrado. Son tiempos de sacrificio y heroísmo; tiempos en que las mujeres lloraban a sus hombres desde los andenes viendo partir a los hombres para defender a su patria.

Inesa es una de esas mujeres que lloró en el andén al ver a su marido partir hacia el frente. Ni siquiera sabía dónde le destinaban; solo podía esperar una carta de su marido comunicándole que seguía vivo o que su nombre apareciese publicado en las listas que colgaban en las plazas con los fallecidos.

Sin embargo, recordó la promesa que le hizo a su marido. Se secó las lágrimas y le dio un bocado a la hogaza de pan que tenía sobre la mesa.

Inesa era una mujer grande y gruesa. Tenía un trasero enorme y dos buenos pechos, así como una blanda barriga, fruto de sus cien kilos de peso. Había adquirido todo ese peso a raíz de casarse con su marido. Entonces, él era un joven capitán del Ejército Rojo, y ella una campesina algo rolliza. La hambruna no se había notado en sus tierras, e Inesa era alguien muy apetecible a sus dieciocho años de edad, que fue cuando su marido Lev le pidió matrimonio.

Al principio, Lev e Inesa fueron felices a pesar del terror que se vivía en la Unión Soviética. Fruto de esa felicidad, Inesa engordó seis kilos a pesar de la carestía. En comparación con la rolliza y saludable muchacha que salió del koljós, aquellos seis kilos la metían de lleno en la gordura. Habló con Lev, sumamente preocupada por aquellos kilos extra. Él, riéndose, dijo que no le preocupaban; le gustaba la Inesa curvilínea que picaba entre horas después de hacer el amor. Ella sonrió y no lo dio importancia.

Así, Inesa engordó otro cinco kilos. Con el rango de su marido y la comida abundante del campo, Inesa comía cuando quería, y Lev solo podía deleitarse viendo crecer el culo y el vientre de su esposa. Conforme más apretada le quedaba la ropa y más se marcaban sus michelines en el vestido, más se excitaba.

Un día, Inesa se pesó, y para su alegría, adelgazó un kilo. Fue inmediatamente a decírselo a Lev, llena de alegría, y vio cómo se ensombrecía su cara. Le preguntó que qué pasaba, y se lo confesó. Disfrutaba viéndola comer y engordar, tocando su vientre y sus pechos mientras hacían el amor y besando sus labios carnosos.

A Inesa le costó comprender lo que decía. Lev, en ese instante, vio la oportunidad que venía esperando tantos años. Le pidió que engordase a propósito. Quería verla enorme, contoneándose de un lugar a otro de la casa, con sus enormes pechos reposando sobre su vientre y dos papadas. Así, le dijo, “habría mucha más Inesa para amar, te abrazaría y me quedaría durmiendo sobre tu enorme barriga. Te amaría, Inesa, te amaría tanto como kilos engordases”.

Inesa le miró aterrorizada. Aquello era horrible. Se fue a su cuarto, y aquella noche durmió sola, llorando. Lev, culpable, fue al cuartel a resolver papeles de la ingente burocracia del gobierno de Stalin.

Inesa comenzó a pensar. Lev le amaba; era el típico matrimonio ruso. Es más, era un matrimonio ruso que no estaba bajo sospecha del NKVD. Lev era un hombre bueno, con carrera, apenas bebía y de él tenían muy buena opinión los bolcheviques locales, dados sus orígenes obreros. Podría haberse casado con la hija de algún miembro del Partido e irse a Moscú a esperar un puesto de asesor de Stalin, o de Beria, o presidir algún comité. Sin embargo, se casó con ella, una campesina regordeta hija de unos don nadies que lo más que podían ofrecer eran los excedentes de la producción de su pequeña granja, que por si fuese poco ya era propiedad del Estado.

Él sólo le pedía hacer lo que a ella, en realidad, le gustaba: comer. Le encantaba, pero siempre había cuidado de ser solo eso, regordeta y de aspecto saludable. No obstante, ahora ella podía comer cuanto quisiese sabiendo que habría, además, un hombre bueno que la cuidase, como la había cuidado y querido todos esos años atrás.

Cuando Lev regresó a casa, se encontró a Inesa sentada en el sofá, callada y taciturna, con unas galletas y un té en la mesita de patas cortas. No supo qué decir. Fue ella quien tomó la palabra:

-Lev, vamos a hacerlo

-¿Hacer qué, Inesa?- preguntó confundido.

-Hacer realidad tu fantasía y mi sueño- y le lanzó una mirada lujuriosa a la vez que mordía una galleta de la mesa.

Pasaron dos meses desde la conversación del sofá. Inesa estaba desatada; comía cuanto quería, que lentamente se convirtió en cuanto podía albergar su estómago, cada vez más grande, en un constante deglutir. Lev, por otra parte, estaba desatado sexualmente; rara vez no hacían el amor por las noches, y siempre, siempre, se besaban mientras él tocaba la hinchada barriga de Inesa.

El cuerpo de Inesa, por su parte, albergó cinco kilos más en esos dos meses. Hubo de comprarse ropa nueva, aunque dejó la vieja para ponérsela ante Lev, pues le encantaba ver saltar los botones de los vestidos, que no resistían las lorzas de Inesa. Los pechos de Inesa se hicieron más grandes, su culo comenzó a caerse y su barriga se expandió y se hizo más redonda; aparte que la papada que coronaba su bella cara desde hacia tiempo terminó por definirse.

Un día, mientras Inesa desayunaba sus cinco tostadas con mantequilla y dos cafés, la radio anunciaba la traición alemana a la Unión Soviética. Mientras Inesa engullía su tercera tostada, los Panzer alemanes cruzaban la estepa a gran velocidad, y las divisiones soviéticas se rendían enteras, confundidas al no tener órdenes desde el Estado Mayor.

-¿Qué va a pasar, Lev?- Inesa temía que su marido tuviese que partir hacia el frente.

-No te preocupes, cariño. Nuestro ejército es fuerte y poderoso, derrotará a esos fascistas.

-Lev, me importa poco el fascismo. Me importas tú, mi amor- dijo mientras lloraba-

-Oh, cariño- y Lev abrazó a su esposa, sintiendo la grandeza y suavidad de su ser.

Los meses pasaban y el avance alemán parecía imposible de frenar. Ya casi estaban en Moscú. A pesar de eso, se celebró el desfile de Octubre, y, con las agujas del Kremlin del fondo, rusos y alemanes hacían historia entre el barro y la nieve.

Lev no fue movilizado. Su regimiento permanecería en su ciudad hasta nueva orden. Inesa, mientras tanto, continuó con la lujuriosa vida de sexo y comida en la que Lev la había introducido. Sus allegados comenzaron a hacer referencias sobre su peso, a lo que Inesa respondía que ya buscaría solución. Entre la soldadesca se hacían bromas sobre la mujer del capitán, y los otros oficiales le decían sin tapujos que pronto Inesa sería tan grande como uno de los tanques del regimiento. Lev decía que, en aquellos tiempos de tragedia nacional, deberían de trabajar más y comentar menos. Aquellos oficiales ni se imaginaban que a Lev se le endurecía el pene al oír esos comentarios por imaginarse a Inesa del tamaño de un tanque.

La guerra avanzó, y la carestía de los alimentos comenzó a hacerse patente. Llegaron con ella las tarjetas de racionamiento. Un gran inconveniente para los planes de Lev e Inesa. Si se ceñían a aquellas tarjetas, Inesa perdería todo lo ganado esos nueve meses; aquellos ochenta y cinco kilos que lucía orgullosa; es más, si la guerra se alargase más de dos años, Inesa llegaría a estar más delgada que cuando Lev y ella se conocieron.

Inesa lloró en el hombro de Lev mientras picaba pastas y chocolate. Lev le decía que la amaría igual, y que cuando la guerra acabase, volverían a hacerlo. Lev le prometió a Inesa una gran barriga. Le prometió que pesaría más de ciento cincuenta kilos. Además, al llegar los niños, Inesa engordaría con más facilidad, dada además su propensión natural a ganar peso.

Inesa lloraba. Amaba esa vida. Se había metido en su cabeza ser enorme, alcanzar más de doscientos kilos. Amaba como Lev acaricia su barriga y palmeaba su culo. Además, ya no podía dejar de comer. Era su droga; una droga que no quería dejar.

Ante la desesperación de Inesa, Lev fue a hablar con un camarada de las cocinas del cuartel que le debía un gran favor. Lev le vio comentar con un soldado que “Stalin era un cerdo” y que “la Revolución no tenía nada de popular”, además de llamar ladrones a los dirigentes del Soviet Supremo. Aquello merecía una estancia en un campo de reeducación en Siberia como mínimo, cuando no ser ahorcado por crímenes contrarevolucionarios.

Lev fue a hablar con él:

-Iván

-¡Camarada capitán Lev! ¡Qué sorpresa! ¿Quiere un cigarro?- estaba nervioso. Sabía lo que Lev tenía entre manos.

-Iván, no me gustan las zalamerías. Vas a hacerme un favor; mientras tu me hagas el favor, yo olvidaré lo que piensas sobre quien tú sabes.

-Oh, camarada capitán, fue un error por mi parte…

-Investigué su expediente, camarada. ¿Hijo de kulaks blancos, eh?

-Yo, camarada capitán…

-Escuche, camarada. Quiero que envíe a mi casa, de forma discreta, las raciones de cuatro hombres, ¿de acuerdo? No quiero que por su negligencia haya un día que no llegue comida a mi casa.

Iván calló

-Cuatro raciones, camarada. No le cuesta nada; le aseguro que es mejor que le denuncien por escamotear comida que por lo que dijo.

-De acuerdo, camarada capitán. Cuatro raciones. Me aseguraré personalmente de que lleguen a su domicilio.

Lev llegó a su casa y encontró a Inesa comiendo lo que iba a ser la última salchicha que quedaba en la casa, con los ojos llorosos, sentada en el sofá que cada vez iba siendo más pequeño para ella…

Cuando Lev entró, Inesa le acribilló a preguntas; le puso un dedo en aquellos labios carnosos y brillantes por el aceite de la salchicha e hicieron el amor. Salvo la habitual escapada nocturna de Inesa para comer las últimas galletas que quedaban en la alacena, durmieron plácidamente aquella noche.

Inesa se levantó por la mañana; esa sería la última mañana que podría desayunar seis tostadas. Se le encogió el corazón al pensar que, hacía tan solo unos meses, ese verano era el ideal para aumentar su espectacular desayuno a siete tostadas.

Se miró en el espejo. Estaba sencillamente increíble. Con ese camisón transparente, se veía su enorme y redonda barriga, que trataba con cremas para evitar la aparición de estrías. Los pechos, ya flácidos, caían a ambos lados de la barriga, con dos pezones grandes y rosados.

Se giró para ver el culo, descomunal, que se prolongaba en unas piernas gruesas y con algo de celulitis. Sin embargo, para Lev, la celulitis era algo bello. “Si de verdad amas algo, lo amas con todas sus consecuencias” le dijo en una ocasión respecto a su celulitis.

Apenas pudo contener las lágrimas. Hoy sería su último día de vivir a todo trapo; Lev dejaría de hacerle el amor  de esa forma y ella volvería a usar las ropas de hacía un año.

Se puso una bata, que apenas le cerraba al ser de hacía un tiempo, y salió a la calle. Hacía poco frío, y sus pezones reaccionaron. Miró al suelo y no pudo creerse lo que vio. Unas cajas cuadradas, con la estrella roja de cinco puntas. Era comida. ¿Pero quién, en la época de carestía, la había dejado allí?

Miró a ambos lados, y al no ver a nadie, entró las cuatro cajas de comida. No sabía si alegrarse, asustarse, llamar a Lev o directamente abalanzarse y comenzar a comer. Optó por mezclar entre lo tercero y lo último, y llamó a Lev con la boca llena de albóndigas de lata.

Lev sonrió al ver a su “muñeca culona” rebañar con pan la lata de albóndigas. Estaba espléndida, con su barriga sobre las piernas y la boca llena de comida. Le habría hecho el amor sobre aquella mesa; sin embargo, podía quebrarla. El peso de Inesa comenzaba a ser algo serio.

-Lev, no se si tienes algo que ver; ¡pero es fantástico!

-Favores que uno gana al ser soldado, cariño- dijo sonriendo mientras miraba a Inesa comerse el salchichón de una ración.

-Me amas, sin duda alguna. Primero, me conduces a esta vida de placer insospechado; luego te juegas el tipo por mantenerlo.

Inesa y Lev se abrazaron. Inesa comía tres raciones diarias; aproximadamente el triple de calorías que debía consumir una mujer normal, amén de su ración oficial que le asignaba el Estado y la de Lev.

La comida del ejército era realmente calórica, pensada para la dura vida militar. Sin embargo, a Inesa, cuyo ejercicio físico consistía en hacer el amor con Lev y bajar a por las raciones que se conseguían gracias a los cupones, le pasó pronto factura. La ropa que tenía Inesa ya no le servía; dejó de usar camisones y bragas para dormir desnuda y bajaba también casi desnuda, pues se cubría con un enorme camisón que hizo a partir de sus sábanas viejas, que asemejaba a un vestido o kaftán.

Los vecinos comenzaban a murmurar acerca de Inesa, esa joven campesina intachable y buena ama de casa, esposa del capitán, que cada vez que aparecía por la tienda a recoger el racionamiento parecía más a y más grande dentro de aquel vestido blanco.

Y, entre los oficiales, se preguntaban porqué Lev no ponía freno a la gula de su esposa, y porqué engordaba pese al racionamiento. Llegaron a ofrecerle al médico del batallón para que visitase a su esposa por si tenía un problema glandular, pero Lev alegó que su esposa era muy miedosa como para andar de médicos. En un momento en que los alemanes amenazaban con dejar a la URSS sin el petróleo de los Urales, la atención pronto de apartó de “la ballena”, como la llamaban jocosamente.

Un día, Lev estaba sentado en el sillón escuchando la radio e Inesa apuraba una lata de judías sentada en una silla. Ante las buenas noticias dadas por la radio, Lev puso la boca para que Inesa le diese un besito. Inesa trató de acercarse, y la silla crujió y se rompió. Lev trató de ayudar a Inesa a levantarse, aunque ella decía que estaba bien.

A Lev le costó trabajo levantar a Inesa. Pesaba mucho, pese a que él era fuerte, dado que estaba en el ejército.

-¿Cuánto hace que no te pesas, cariño?- preguntó Lev.

-Pues- pensó Inesa contando con sus rechonchos dedos- unos tres meses.

-¡Tres meses! Cariño, al ritmo que comes, deberías de pesarte todas las semanas-

Inesa se sonrojó.

-Cielo, me da vergüenza bajar a la farmacia. Me miran de una forma… Todos atentos a cuánto marca… y no puedo hacerme chequeos médicos, me pondrían a dieta. Además, no tengo ropa casi para salir a la calle. Maldita carestía…

Lev pensó que tenía razón. Inesa estaba realizando su fantasía a un precio muy alto. Acababan de entrar en octubre, y la muchacha se cubría con mantas para no pasar frío. Se pasaba el día envuelta en una o dos mantas, comiendo o durmiendo, cuando Lev no le hacía el amor. De no estar todo el día follando, Inesa estaría bastante más gorda.

Lev encontró la solución al problema de la báscula. El farmacéutico partía al frente, así que cerraba su farmacia. Su mujer, con serios problemas con el alcohol, no le hizo ascos cambiar la vieja báscula por el vodka de las raciones que ni él ni Inesa bebían, cerca de cuatro litros.

Por otra parte, logró una considerable cantidad de tela para que Inesa pudiese elaborarse un par de amplios vestidos donde dar cabida a su creciente cuerpo. Rieron cuando pensaron en que podrían unir ambos vestidos cuando Inesa alcanzase los trescientos quilos, cosa que ambos fantaseaban.

Por último, reforzó sillas, mesas y camas aunque albergaba la secreta esperanza de que las sillas cediesen al cabo de unos meses. Ya, la lujuria y la perversión no tenía ningún tipo de límites; quería ver a Inesa convertida en alguien enorme, una mole que le asfixiase mientras hacían el amor.

Inesa, por su lado, hacía tiempo que dejó de preocuparse por el rumbo que había tomado. Simplemente se dedicaba a comer esperando a que Lev llegase y la penetrase. Una vez hizo el amor mientras comía galletas. Otra, Lev le dio bizcochitos mojados en sus propios jugos vaginales. Le dijo un día a Lev que quería llenarse. Extrañado, le dijo que en la despensa había más raciones. Continuó y le dijo que le gustaría sentir el estómago lleno de semen. Llenar semejante depósito habría supuesto el semen unos cien hombres. Pero Inesa, en el estado de degeneración y perversión en el que estaba, le importaba ya poco todo. Follar y comer, repetía incansable, mientras Lev chupaba una de sus tetas, que ya, al sentarse, caían sobre su estómago como una lorza más de su cuerpo.

Inesa se pesó, y alcanzó los cien kilos. “Dios mio, soy una auténtica cerda” pensó. Se volvió al espejo, y vió su barriga compuesta por dos rollos de carne, con los grandes pechos caídos flanqueándola. Su culo era enorme, con hoyuelos, y los brazos rollizos y flácidos. Las piernas podían tener casi treinta centímetros de ancho perfectamente.

Al lado del espejo había una foto suya del dia de su boda. Alli estaba ella, con su tímida barriguita (que ese día trató de disimular además) y sus dos pechos abundantes, pero alejados totalmente de la masa que eran ahora los suyos. De eso hacía cinco años. Ahora, la Inesa frente al espejo doblaba el tamaño a la Inesa de la foto. Y pronto la doblaría en peso.

“Tengo que cambiar mi dieta” pensó Inesa. Hacía tiempo que las tres raciones se le quedaban cortas; empezaría a comerse la cuarta. Además, escribiría a sus padres hablando de la tremenda carestía de la ciudad; así le enviarían huevos, tocino y otra serie de alimentos grasos. Pensaba llegar antes de 1943 a los ciento diez kilos. Sonrió y palmeó su estómago, que tembló como una gran gelatina.

Lev entró en la casa.

-¡Cariño! ¡Cien kilos!- y dio un pequeño bote, que hizo que todo su cuerpo y el pavimento temblase.- ¿No te gusta?

-Cariño, mañana parto para el frente.

Y se abrazaron y lloraron, e hicieron el amor. Inesa procuró usar su gran cuerpo para aplastar a Lev, tal y como a él le gustaba.

Después, abrazados y hablando, Lev le hizo prometer a Inesa que trataría de mantener el peso hasta que él volviese, y si él no volvia, podía hacer cuanto quisiese. Ella fue a más; prometió estar más gorda cuando Lev volviese; y siempre le amaría y le recordaría como el hombre que le ayudó a encontrar el camino del placer.

Por eso, Inesa mordisqueaba el pan, pensando en su marido y si lo volvería a ver. Ahora le habían quitado la cartilla de razonamiento de Lev, lo que suponía menos comida. Aunque sus padres tratarían de enviarle más comida desde la granja, y tenía la cuarta ración que iba a implementar desde esa noche. Lev ya no le haría el amor, así que no quemaría esas calorías. Esperaba con eso poder llegar, al menos, a los ciento veinte kilos.

Efectivamente, el hecho de que comiese como cuatro hombres y una mujer y la falta de movimiento hizo que Inesa se expandiese más rápidamente y ganase peso más rápido. En la primera semana, Inesa ganó cerca de cuatro kilos, y en la segunda, tres. Fantaseó con seguir a ese ritmo; cuando Lev llegase podría pesar doscientos kilos. Se imaginó a ella, con el vestido apretadísimo, marcando sus michelines, en el andén, y que bajase Lev y tratase de abrazarla, pero no pudiese rodearla con sus fuertes brazos. Y ambos volverían a casa para seguir alimentándola; a partir de ahí, su imaginación no tenía límites.

Se puso tan caliente con esos pensamientos que comenzó a masturbarse a la vez que comía galletas y bizcochitos; a fin de cuentas, no había tiempo que perder.

La mantequilla era algo importantísimo en la dieta de Inesa. Prácticamente todo lo embardurnaba en mantequilla. Aparte de las ocho tostadas con mantequilla y azúcar que tomaba para desayunar, las galletas y los bizcochos solían estar untados en mantequilla. Una vez, Lev le untó su barriga con mantequilla y estuvo una tarde chupándosela, mientras ella comía entre risas provocadas por las cosquillas de la lengua de Lev. Afortunadamente, su madre le había enviado mantequilla desde a granja, de mejor calidad y con más calorías que la del ejército.

Su madre le enviaba, a la que suponía una raquítica hija desnutrida por la carestía, todo tipo de alimentos: panceta, queso, embutidos… Inesa freía la panceta con la mantequilla y luego se bebía el grasoso caldo que quedaba en la saltén, mientras que la panceta era devorada en un bocadillo.

Pesaba ciento quince quilos cuando la llamaron para ayudar al esfuerzo bélico. Afortunadamente, el hecho de que supiese leer y escribir hizo que la enviasen a una oficina militar a mantener el enorme aparato burocrático del Partido. Respiró aliviada; el hecho de trabajar en una granja o fábrica habría supuesto un problema para su ganacia de peso. Y muy fatigoso para una Inesa que se cansaba subiendo unas escaleras.

Cuando le dieron su uniforme del Ejército Rojo, los encargados del reparto quedaron sorprendidos; nunca habían visto a una rusa tan gorda. Y estaba claro que los uniformes estaban pensados para la carestía; finalmente, le dieron dos, diciéndole a Inesa que los arreglase.

Inesa arregló los uniformes, convirtiéndolos en uno. A pesar de eso, le quedaba algo ajustado. Cerraba por muy poco en su barriga, y dejaba a la vista un amplio escote. La falda entraba ajustada en sus enormes caderas, y era imposible abrocharla por encima; la enorme barriga lo impedía.

Finalmente, su cabeza era tocada con una teresiana del partido, con la estrella roja de cinco puntas. Estuvo posando delante del espejo, realizando muecas con el su preciosa cara. Al primer movimiento brusco, el último botón de su camisa militar cedió, liberándose su barriga, enorme. Se excitó, dobló el uniforme y comenzó a comer el almuerzo, que tenía tantas calorías como el de dos personas corrientes con los cupones de racionamiento.

En diciembre de 1942, las tornas estaban a punto de cambiar en Stalingrado. E Inesa tecleaba constantemente en su máquina de escribir ante las asombradas miradas de las otras secretarias, chicas jóvenes y delgadas. Se asombraban ante aquella mujer que, el primer día, con su uniforme reventón, pidió otro taburete. Un taburete solo era como una nalga de Inesa. Así, Inesa, sentada sobre dos taburetes y con parte de su barriga colgando entre las piernas, redactaba cuanto le mandaban, y cumplia obedientemente sus tareas.

Al llegar 1943, Inesa dobló el peso que ella se había propuesto al llegar para empezar el año. No ganó diez kilos, sino veinte. Pesaba ciento veinte kilos para Año Nuevo. Inesa aprovechó, entre comidas navideñas y brindis a Stalin, para acaparar cuanta comida encontraba. Probablemente, en aquella ciudad rusa todo el mundo ganó, pese a la carestía, un kilo o dos. Inesa, para el diez de enero, había engordado casi siete kilos. Había comido como seis personas aprovechando las fiestas, puesto que en todas las raciones había pasteles y otras cosas calóricas.

Con ciento veintisiete kilos, el uniforme de Inesa no cerraba, por mucho que ella tratase de forzarlo. En ese momento, pensó en dejar su dieta y esperar a que Lev regresase para continuar engordando. Además, comenzaban a serle fatigosas tareas rutinarias, y las escaleras se volvían montañas.

En ese momento, recordó a Lev, en el frente, y aguzó el ingenio. Debía de verla enorme al volver de la guerra. Usaría sus vestidos antiguos como fajas. Así, su enorme barriga se reduciría y podría ponerse el dichoso uniforme.

La barriga, constreñida por la improvisada faja, quedó notablemente reducida. El uniforme cerraba perfectamente. No obstante, se preguntó cuánto aguantaría aquella rudimentaria faja su ritmo de vida.

Cuando llegó al trabajo, algunas le felicitaron por su bajada de peso. Inesa lo agradeció, divertida. Ninguna de esas chicas se imaginaba que podía pasar si la faja cedía.

Se aterrorizó. ¿Y si al sentarse, la barriga hacía mayor presión sobre la faja y esta no resistía? Se sentó con cuidado en sus dos taburetes, y la faja resistió.

No obstante, al volver a su casa y tirarse cansada en el sofá, la faja no aguantó el enorme estómago. La barriga empujó los botones de su camisa, y estallaron, volando en varias direcciones. La barriga se expandió sobre sus enormes piernas. Inesa comenzó a reírse mientras se palmeaba la barriga, felicitándose a si misma de lo gorda que estaba.

Pronto no se vería sus pies. Eso le sirvió de motivación para tratar de llegar a los ciento treinta y cinco kilos. Aunque para ello habría que usar las raciones reservadas. Iba a comer como cinco hombres y una mujer para ello.

En Navidades llegó del frente, con un tiro en la pierna, el comisario político del NKVD Yuri Podgorov. Volvía con una medalla de la fábrica Octubre Rojo y con tremendas ganas de acabar con derrotistas y fascistas de la quinta columna.

Cuando Yuri entró en la sala de secretarias, lo primero que pensó al ver a Inesa es que esas dos secretarias trabajaban demasiado juntas. No obstante, aguzó la visto y se sorprendió al ver que era una sola secretaria que usaba dos taburetes. ¿Cómo una persona podía alcanzar semejante tamaño comiendo solamente las raciones que se daban en los cupones? Aquello era sospechoso.

Yuri habló con algunas de sus compañeras preguntándoles si sabían el motivo del peso de Inesa. Ellas respondieron que se debía a un problema glandular. Inesa había dicho que en su familia siempre había habido propensión a engordar, y que era normal en ella.

Sin embargo, no tenía sentido que cada semana, Inesa apareciese algo más grande. Un día, decidió llamarla.

Yuri estaba sentado en su despacho. La mesa estaba justo al lado de la entrada; eso lo usaba para que, al interrogar a alguien, el interrogado sintiese nervios al no ver al interrogador. Así, Yuri vió primero una mole verde, que era el estómago de Inesa, y después a la propia Inesa entrar en el despacho contoneándose.

-Salud, camarada Inesa. Soy el comisario Yuri Podgorov. Me ocupo de guardar la Revolución en esta zona de nuestra amada patria, en un momento complicado y glorioso para ella.

-Buenos días, camarada comisario- dijo ella.

-Camarada Inesa, iré al grano. Me preocupa su sobrepeso. En esta época de carestía, sin duda alguna no es normal. ¿Podría decirme cuánto pesa?

-Cien kilos, camarada comisario- mintió Inesa, insegura. Si le hacían pesarse, verían que pesaba ya ciento veintidós kilos.

-¿Sabes usted que el peso normal para una señorita de su edad son aproximadamente unos cincuenta y cinco kilos, no?

-Lo sé, camarada comisario.

-¿Podría explicarme a qué se debe entonces su peso, camarada Inesa?

-Camarada comisario, en mi familia siempre hemos tenido propensión a engordar. Mi madre también es una mujer gruesa.

-¿Podría decirme que come usted, camarada Inesa?- dijo mientras anotaba todas las respuestas.

-Las raciones dadas por las autoridades, camarada comisario.

-Camarada Inesa, admitirá usted que ha comido algo más que las raciones dadas por las autoridades. Están pensadas para la subsistencia en estos difíciles momentos para la Madre Rusia.

-Bueno, he de reconocer, camarada comisario- Inesa trató de parecer avergonzada- que en mi casa había algunas galletas que guardábamos antes de la invasión.

-¿Aseguraría entonces, camarada Inesa, que las raciones son insuficientes?

-¡En absoluto, camarada comisario!- Yuri vió un deje de terror en su mirada- Las raciones son perfectas. Es el esfuerzo que hemos de hacer para la causa. Que coma algunas galletas solamente es un gesto mio de egoísmo y glotonería, camarada comisario.

-Bueno, señorita, todo aclarado. Los médicos ahora mismo están sirviendo a la patria en el frente; sin embargo, me gustaría que, cuando viniese algún endocrino, la viese. Me preocupa el estado de su salud, camarada Inesa. Respecto a sus galletas, sería un bonito gesto que las compartiese con el resto de sus camaradas mecanógrafas.

Inesa prometió hacer cuanto el comisario Yuri había dicho y se fue contoneándose hacia su puesto de trabajo. Estaba aterrorizada. Temía que alguna noche, aquellos tipos de la NKVD llamasen a su puerta, entrasen en su casa y viesen todo lo que habían comprado clandestinamente ella y Lev para hacer realidad su fantasía a lo largo de casi dos años.

Los mandarían a algún gulag, donde no solamente moriría, sino que además habría de ver cómo su cuerpo, fruto de su trabajo y glotonería, iba quemándose ante el frío y la desnutrición.

En cuanto llegó a su casa y trató de esconder todo; bajo losetas, en el retrete, en cualquier lado. A pesar de eso, quedaron cuatro raciones sin sitio para esconderse. Debería de comérselas. Inesa ya llevaba tres raciones militares aquel día. Hubo de comerse esas cuatro más las dos que le correspondían. Aquel día, Inesa comió ocho raciones militares. Esa misma noche podrían presentarse los hombres del NKVD.

 Al borde de la náusea, Inesa frotó su un estómago que, pese a su enormidad, había rebasado su capacidad. Se había vuelto enorme. Inesa, dolorida, trató de ponerse de pie con dificultad. Ya no veía sus pies. A pesar del dolor, se masturbó mientras pellizcaba sus pezones y palmeaba su estómago hinchado, contenta del tamaño récord que había alcanzado.

Inesa llevó algunas galletas al día siguiente a sus compañeras, como prometió al comisario Yuri. Este miraba la escena de la enorme Inesa repartiendo galletas entre sus espigadas compañeras mientras fumaba un cigarrillo. Anoche, descubrió algo muy revelador.

Mirando la ficha de Inesa y Lev, descubrió que su marido era Lev Laskain. No solamente era hijo de Fiodor Laskain, toda una eminencia comunista en aquella zona, sino que el joven Lev había sido condecorado por su acción en Stalingrado. Había salido hacía tiempo en el Pravda que a Lev se le atribuían tres aviones derribados desde una batería antiaérea que él manejaba, así como una acción heroica al mando de sus hombres en la operación Pequeño Saturno. También se hablaba de él como un “marido ejemplar, capaz de formar una familia digna de la nueva Unión Soviética”, al no beber ni fumar ni haber tenido problema alguno notificado sobre peleas domésticas. En un permiso especial que se le había concedido, Stalin le impuso una condecoración y lo alabó tanto en el plano civil como militar.

Aquel era el Lev oficial. Sin embargo, Yuri había accedido a la correspondencia del matrimonio. Sin duda alguna, la carta más reveladora era una de Inesa a Lev de hacía unos meses. Decía así:

“Mi amado Lev:

Primero, has de saber que te echo muchísimo de menos. Te quiero mucho, y todos los días pienso en ti.

Has de saber que cada día estoy más hermosa. ¡Tengo tantas ganas de que me veas! Ayer me pesé y la báscula marcó 118 kg. Todo gracias a tu ayuda. Cuando vuelvas, confío en que tengas que volver a reforzar los muebles de la casa. Gracias a lo que hicistes antes de marcharte, puedo crecer cada día un poquito más. Espero algún día poder ser tan grande como el amor que sientes por mí, aunque no se si seré capaz de engordar hasta una tonelada. […] Mi madre me manda comida desde la granja. He descubierto lo rica que puede estar la mantequilla de cerdo; a veces me la como con una cuchara. ¿Te gustaría untarla en mis pezones? […] Cada vez tengo más problemas para abrocharme el traje de secretaria; ya siempre llevo los botones fruncidos, al borde del reventón. Y, tal y como llevo la falda, no me atrevo ni a agacharme. Probablemente se rasgaría por detrás. Si sigo así, habré de añadir un tercer taburete a mi mesa; los dispondré en forma de triángulo, para dar cabido a mi creciente trasero […]

                                                                                         Tu (cada día más grande) Inesa”

Esos eran los párrafos que Yuri había marcado para denunciar a los enamorados. Les podría caer una buena condena. Y no podía saber cuál de los dos estaba más enfermo, si él o ella. A él mismo le gustaban las mujeres culonas, pero poco más. Aquello era una depravación inimaginable.

Sin embargo, no podía denunciar a Lev. Era un buen ejemplo para los soldados, al menos su cara oficial. A los peces gordos de Propaganda no les gustaba retractarse; que el héroe del momento fuese detenido por depravado no les gustaría. No era un delito grave; el muchacho robaba apenas unas latas de comida para su esposa. En el propio Estado Mayor, la degeneración y la corrupción rozaban cotas mucho más peligrosas, y todos lo sabían.

Además, tenía grandes planes para Inesa. Si lograba lo que pensaba, le haría un favor tanto a Inesa como a la Unión Soviética.

Después de repartir los bizcochos, llamó a Inesa. Esta se presentó en el despacho aterrorizada.

-Salud, camarada Inesa.

-Salud, camarada comisario.

-Me gustaría felicitarla por los logros de su marido. Es todo un ejemplo de soldado para la madre patria, camarada.

Inesa estaba confundida. Ayer mismo la reprendía por estar gordísima, y hoy la alababa.

-Gracias, camarada comisario. Después de al gran camarada Stalin, es la persona a quien más aprecio en este mundo.

-Bueno, bueno, no hay que ser dogmáticos- respondió con una amplia sonrisa- Todos amamos los desvelos del padrecito, pero sin duda alguna por un marido se siente otro tipo de amor. El amor entre usted y su marido es diferente, sin duda alguna. –Esto hizo dar un respingo a Inesa- Además, ambos tienen la camaradería y el sacrificio igual de desarrollados. ¡Encomiable que usted entregue galletas de forma desinteresada entre sus compañeras! ¡En  estos tiempos!

-Gracias, camarada comisario- dijo confundida. Él la había obligado a hacerlo, pero ahora lo tomaba como si de verdad Inesa hubiese querido repartir esas galletas. Inesa fue a hacer el saludo militar al despedirse. Lo hizo tan torpemente que al levantar su brazo, su camisa dio de si y estallaron los botones, dejando colgando su enorme tripa y parte de la faja a la vista. Inesa se sonrojó.

-Camarada Inesa, vaya de mi parte a la sastería y dígales que va de mi parte. Si el Estado no puede ofrecerle un médico para tratar su problema de sobrepeso, al menos le garantizará un uniforme a medida.- Y la invitó a salir del despacho.

En la sastrería veían increíble que aquella muchacha que había necesitado hacer un uniforme de dos piezas volviese mucho más gorda y que pidiese un uniforme a medida. Además, Inesa solicitó un uniforme más amplio que su cuerpo, bajo la excusa de que no le gustaba la ropa apretada. Así, le hicieron, con la tela necesaria para tres uniformes, un uniforme en el que habrían cupido tres mujeres. El uniforme le quedaba amplio, pero Inesa tenía el objetivo de que para el año que viene le estuviese ajustado de nuevo. Menos preocupaba, ese día continuó con su ingente consumo de alimentos mientras se masturbaba. Sin embargo, la carestía llegaba a cotas preocupantes; su madre apenas le enviaba comida y cada vez más había de recurrir al mercado negro a comprar alimentos para realizar su sueño. Muy a su pesar, durante dos semanas apenas engordó dos kilos, quedándose en los ciento treinta y tres. También habían reducido las raciones militares. La única noticia buena era la victoria soviética en Stalingrado.

Yuri estaba pletórico. El proyecto secreto del NKVD iba a llevarse a cabo. Y él participaría en él.

Los servicios de inteligencia soviéticos estaban preocupados por los estudios médicos de los nazis respecto a la raza superior. Querían saber si era cierto que había una raza genéticamente superior en la tierra. Y más si esa raza genéticamente superior eran sus enemigos con los que combatían tan encarnizadamente.

Para ello, él y Viktor Lemenov, un desconocido científico, habrían de desarrollar una fase del proyecto que, además, tenía otra doble vertiente.

Llamó de nuevo a Inesa a su despacho.

Creía que iba a ver a una Inesa morbosamente obesa, aunque vió a una mujer muy parecida a la que se encontró por última vez. Apenas había engordado.

-Camarada Inesa, un placer verle de nuevo. Me alegra ver que ha controlado su problema de peso.

-Gracias, camarada comisario- aunque Inesa sintió un gran pesar. Ya no podía aumentar su dieta más. La comida del cuartel llegaba puntual a su casa todos los días, aunque ya no había comida de la granja de sus padres. Y habían reducido las raciones civiles. Luchaba por mantener sus ciento treinta kilos como podía. Había mirado volúmenes de prestigiosos endocrinos buscando fórmulas para que la comida engordase más, o distribuyéndola. Pero había perdido un kilo esta última semana.

-No, sabe que la he insultado, camarada Inesa. Sé qué es lo que buscan usted y su marido. Y sé que le está costando admitir que le va a resultar imposible llenar ese holgado uniforme, como usted quiere, para que su marido se encuentre a la vuelta del frente una especie de vaca con kaftán. ¿Me equivoco, camarada?

-¿Cómo dice, camarada comisario?- dijo Inesa con su boca abierta.

-Camarada, para preservar la libertad, nuestro partido lo ve y lo sabe todo. Sé el jueguecito erótico que se trae con su marido, el capitán Lev Laskain. Sé que roban comida del cuartel para realizar vuestra obscena fantasía. El otro día murieron de inanición en la fábrica tres personas mientras trabajan. ¡Y usted, comiendo como ocho proletarios para satisfacer la fantasía sexual de un pervertido!- y dio un golpe en la mesa.

Inesa comenzó a llorar. Se había acabado todo. Morirían. Ella iría a un gulag y su marido seria degradado y enviado a un batallón de castigo.

-Pensé el otro día en su castigo, ¿sabe? Podría mandarla fácilmente ocho años a Siberia. Le aseguro que una chica como usted moriría al tercer año. No obstante, creo que, para castigarla, sería mejor mandarla solo un año; volvería pesando cincuenta kilos. Sé que para usted sería un castigo mucho peor.

Inesa lloraba y negaba con la cabeza mientras abrazaba su estómago, como si de esa forma tratase de protegerse de las amenazas del comisario.

-No obstante, Lev es un buen soviético, al margen de sus… preferencias sexuales. Y usted, pese a su opulencia, nunca ha faltado un solo día al trabajo. Sería una lástima que por una leve falta les castigase.

Inesa callaba y trataba de averiguar adónde quería llegar el comisario. Este continuó:

-Camarada Inesa, va usted a acompañarme a un lugar. Le aseguro que no le ocurrirá nada. Puede marcharse a su casa y hacer la maleta; aunque no se lleve muchas cosas. Puede escribirle una última carta a su marido con lo típico que se dicen: cuánto pesa, qué problemas cotidianos le crea su sobrepeso y qué parte del cuerpo le gustaría untarse de salsa cuando volviese del frente.- y sonrió ampliamente.

Inesa lloró toda la noche en su casa. Ya, sin importarle nada, asaltó su despensa; comió cuanto cupo en su monstruoso estómago. Aquello le relajaba. Nueve raciones, y la décima por la mitad. Sólo podía ver su barriga, tumbada en la cama, de forma borrosa debido a las lágrimas. Desde la ventana vió a un hombre sospechoso que probablemente la vigilase. No podía escapar.

Eran las nueve la mañana; Inesa, ansiosa, se había comido dos raciones más. Iba a empezar la tercera cuando llamaron a la puerta. Abrió con el camisón hecho con una sábana y una bata que apenas le servía para cubrirle los hombros. Era el comisario, sonriente.

-Buenos días, camarada Inesa.- vió el estado de Inesa, con el ajustado camisón. Se le notaban los exuberantes pechos con los pezones marcados por el frío.- Vístase, camarada. Siento llegar a mala hora.

Inesa entró en su habitación y se vistió con el uniforme de secretaria, la única ropa que le quedaba bien. Observó su báscula. Fue a pesarse. Tuvo que recolocarse; hacía tiempo que su gran barriga obstaculizada el sistema de poleas de la báscula. Marcó 134 kg. Esa noche había sido productiva. Era un consuelo. Sin duda alguna, donde le llevasen pronto perdería aquellos kilos.

Yuri se sorprendió al ver la soltura con la que Inesa y su gran barriga andaban por la pequeña casa. Parecía que, de un barrigazo, iba a tumbar la antigua radio o romper un jarrón con flores. No obstante, nada de eso pasaba. Se fijó en que el sofá estaba hundido por el centro. Y vió el retrato de Lev e Inesa el día de su boda. Allí, Inesa parecía una campesina bien alimentada. Ahora era una mole enorme con un diámetro exagerado.

-Veo, camarada Inesa, de dónde sacaba usted tantas calorías. ¡Es increíble que pueda comer todo eso!- dijo señalando las cajas apiladas.

Inesa no respondió, y el comisario la acompañó abajo, donde les esperaba un coche del Partido. Inesa se acomodó como pudo, y el comisario se sentó al lado. El chófer miraba curioso por el espejo retrovisor la protuberante barriga de la secretaria y su gran papada. Pensó que era una mujer hermosa. A pesar de su cuerpo, había algo hermoso en su mirada seria y perdida, en aquellos labios carnosos pintados de rojo. Decidió concentrarse en la carretera.

Llegaron a un complejo militar. Cuando se bajó del coche, entraron rápidamente. Hacía frío. Estaba en algún lugar de las montañas a un par de horas de distancia.

Le llevaron a una bonita habitación. Era demasiado cómodo para ser un centro de reeducación del partido. O quizás no eran tan terribles como aseguraban. Al poco rato, entró el comisario con un científico, que se presentó como Viktor Lemenov, un joven de aspecto afable con gafas redondas.

Cuando Viktor y el comisario salieron, comenzaron a hablar.

-Es perfecta para el proyecto, camarada comisario. ¿De dónde la ha sacado en esta época?

-Al marido le gustan bien gordas, y se estaba cebando para cuando volviese del frente- respondió Yuri.

-Nunca había oído nada semejante, pero es perfecta. Aguantará más que el sujeto anterior.

Pasó el día y nadie le dio de comer a Inesa. Su estómago rugía, y empezaba a preocuparse. Quizás fuese cierto que su castigo fuese adelgazar. No podía soportar la idea.

Pasó la noche y nadie entró ni dijo nada. Comenzaba a asustarse realmente de que la dejasen morir de hambre cuando abrieron la puerta. Apareció el comisario y el doctor Lemenov.

-¡Buenos días, camarada Inesa! Acompáñenos, va a ser usted muy útil a la nación.

Inesa los acompañó hasta una sala redonda, con mucha maquinaria. No obstante, estaba limpia y bien iluminada.

-Pésese, camarada Inesa- le dijo Víktor. Inesa se subió a una báscula y marcó 133.200 kg.  Víktor tomó nota. Después, midió la circunferencia de su barriga e hizo unos cáculos.

-De acuerdo, camarada Inesa. Váyase al centro y espere. Yo me situaré en los mandos. No se asuste, nada aquí es doloroso.

No obstante, estaba muy asustada. Víktor tocaba la maquinaria y un tubo bajó hasta la altura de la boca de Inesa.

-Bien, camarada Inesa. Va a probar la comida que le daremos a los prisioneros alemanes. Nuestro objetivo es tener una pasta nutritiva y barata que les permita trabajar como mano de obra esclava. Empezemos.

-Camarada Inesa- prosiguió Viktor- ¿dulce o salado?

Dulce- dudó Inesa.

-Bien camarada Inesa, agarre el tubo con la boca. Baje la lengua para no atragantarse y trate de deglutir. De acuerdo, prueba primera, dulce, un litro. ¡Ya!

Y una pasta bajó a presión y entró por la boca de Inesa. No pudo ni paladearla, directamente cayó en su estómago.

-Muy bien, camarada. Esperemos a que termine la digestión.

Le bajaron un sillón e Inesa esperó sentada a hacer la digestión. Cuando Viktor le indicó, volvió a pesarse.

-133.250, camarada comisario

-Es como una comida normal, camarada.

-Aumentemos la cantidad. Camarada Inesa, desnúdese- Inesa se sonrojó- No tenga vergüenza, camarada. Esto es ciencia. Usted no es aquí mas que el sujeto 3.

Sin embargo, la entrepierna de Viktor se endureció cuando vio libres los enormes pechos de Inesa rebotar sobre su exagerada barriga.

-Las bragas, señorita Inesa- replicó Viktor. Las tenía realmente ajustadas.

-No- respondió Inesa con un hilo de voz.

-Que haga lo que quiera, Viktor. No entorpece el proyecto.

Fueron a la sala de control. Viktor dijo “Prueba segunda, dulce, cuatro litros” y la máquina comenzó a expulsar crema. Esta vez duró más tiempo, e Inesa se sintió algo llena.

Hecha la digestión, la pesaron.

-134.100 kg, camarada comisario.

-Con cuatro litros. Es mucho. El kilo de esta pasta sale a demasiados rublos para lo que aporta, camarada Lemenov.

-Me gustaría probar la saturación, camarada comisario.

-De acuerdo, hagámoslo.

-Mañana, cuando tenga el estómago vacío.

Inesa pensó esa noche en lo que estaba haciendo. No la excitaba como comer, pero por lo menos no estaba perdiendo peso. Lujuriosa, se masturbó en su celda, palmeándose la barriga.

A la mañana siguiente Inesa estaba desnuda salvo por las bragas, delante del tubo de alimentación.

-Quítese las bragas, camarada Inesa- dijo Víktor.

-No- respondió con más seguridad.

-De acuerdo. Prueba tres, dulce, once litros -Dijo Víktor. La crema volvió a correr por el tubo hasta el estómago de Inesa.- Tiene un estómago con capacidad para nueve litros. Después le daré otro empujón, camarada comisario.

El estómago de Inesa comenzó a crecer. Al principio, un poco. Después, mucho. Hasta las bragas comenzaron a apretarle. Mucho. Le apretaban tanto que se rompieron. Es estómago, libre del freno de las bragas, cayó y se expandió más aún.

Cuando el tubo terminó de entrar, Inesa apenas podía respirar. Se sacó el tubo como pudo y comenzó a respirar. Su estómago estaba enorme. Era grandísimo, mucho más grande que el día que se comió las nueve raciones. Abrió las piernas y el estómago rozó suelo.

Cuando parecía que se estaba recuperando, apenas un par de minutos más tarde, Víktor le metió otra vez el tubo en la boca.

Inesa quería quitárselo, pero algo se lo impedía. Estaba bastante excitaba, aquello era una auténtica prueba de resistencia.

-Prueba tres dos, dulce, tres litros.

-Eh, Víktor, no hemos llegado hasta aquí para hacer lo mismo que con la anterior. Déle más.

-Camarada comisario, el sujeto anterior se ahogó.

-La capacidad del estómago del otro sujeto eran siete litros. Esta mujer puede comer por varios hombres. Déle.

-Prueba tres dos, dulce, cinco litros.- y Viktor pulsó el botón para que la crema bajase.

El estómago de Inesa se expandió aún más si era posible. Apenas podía respirar, y el estómago le dolía. Se mareó tras tragar cuatro litros y medio, y cayó, con los labios llenos de crema.

Viktor bajó y comenzó a masajearle el vientre. Había crecido casi treinta centrímetros.

-Vamos, preciosa, no vomites, lo has hecho genial…- Inesa estaba medio desvanecida. Había tenido un orgasmo intensísimo.

Cuando realizó la digestión, pesaron a Inesa.

-¡139.600, camarada comisario!

-Tras casi dieciséis litros de crema. No es suficiente, camarada. Mejore la crema. Pasaremos en unas semanas al segundo experimiento.

En unos días, el nuevo peso de Inesa se repartió por todo su cuerpo. Ya le costaba moverse. Además, la nueva grasa, en vez de quedarse redondeada, apareció en forma de estrías y de forma colgando.

Inesa, por otra parte, incrementó sus confianzas con Víktor. Le pidió cremas para que desapareciesen las estrías y le pidió una tabla de ejercicios para que su estómago volviese a redondearse. El doctor Lemonov se lo concedió todo.

Lo que Inesa no sabía es que, mientras que ella movía sus michelines envueltos en crema haciendo aerobic, Víktor se masturbaba viéndola desde un falso espejo.

Pasaron unas semanas en que Inesa comía para no perder ni ganar peso. Mantenía sus 140 kg de forma orgullosa. La dejaron salir de su celda, y paseaba con su enorme bata de hospital por las salas del complejo en las que estaba autorizada a entrar. De esa forma, aprendía a manejare con su nuevo cuerpo, algo más grande que con el que llegó.

Un día, Inesa estaba leyendo el Pravda cuando llamo Víktor a su puerta. Inesa se cerró su bata (cosida a medida) y le recibió.

-Buenos días, camarada Inesa. Mire a quién le traigo.

Víktor traía a una muchacha rubia, delgada, con unos pechos pequeños y un culo prieto. El comisario le había dicho a Viktor que era una lástima lo que le iban a hacer. Víktor pensó para sus adentros que la iban a mejorar. Bastante.

-Salude, Trauld. Es alemana, aunque habla ruso. Es una prostituta alemana capturada a los nazis.

-Buenos días camarada Trauld- saludó amablemente Inesa.

-Inesa es el sujeto número tres, señorita Trauld.

-Me importa un cuerno- dijo con un marcado acento alemán. La voz del comisario replicó desde los pasillos que habría que darle una bofetada. Víktor apaciguó al comisario.

-Trauld, no seas maleducada. Te dejo con Inesa, hablad un poco.

Salió y cerró la puerta. No obstante, Víktor espiaba qué ocurría entre las dos mujeres desde el falso espejo, por si Trauld agredia a Inesa.

-Señorita…

-Kropfeuer- le lanzó una mirada de asco- cerda.

-Mire, señorita Kropfeuer, me importa un cuerno lo molesta que esté. Si le molesta estar aquí, que los suyos no nos invadiesen. No me importa la política, solamente saber qué ocurre en el frente. Mi marido está allí.

-¿El frente? El frente es un infierno. Y más si eres prostituta. Lo único bueno es cuando te llama el Estado Mayor; al menos estás caliente y puedes estar con hombres educados. Depravados, sí, pero al menos huelen bien. He llegado a follar en un pozo de tirador, ¿sabe? ¡Por un trozo de pan!

Inesa calló. Estuvieron un rato calladas. Inesa retomó la conversación:

-Lo siento, señorita Kropfeuer. No he sido lo suficientemente delicada… yo… Aquí la tratan bien.

-Al menos se come bien, por lo que veo.

-Abundante, al menos- rió, mientras se palmeaba la panza.

-¿Qué nos hacen aquí?

-A usted no lo sé. Yo he probado comida.

Volvió el silencio. Comenzaron a oírse los sollozos de Trauld. Inesa estaba compungida. Si mostraba mucha compasión por una prisionera, podrían reprenderla. Pero la agresividad de la muchacha se debía al miedo. Inesa se levantó y le dio un abrazo. Ella, al principio, no supo que hacer. Luego la abrazó. Con su bata, Inesa era como un peluche enorme.

Se sentaron, abrazadas. Inesa la besó en la frente, y ella la abrazó más fuerte. Trauld apenas tenía veinte años. La mano de Inesa bajó hacia el traseo prieto de Trauld, y se excitó. Llevaba mucho tiempo sin tener relaciones sexuales. Masturbarse, comer, o comer masturbándose estaba bien, pero necesitaba algo más tangible.

Siguió besándola en la frente y acariciando su espalda, mientras ella apretaba su barriga. No lo hacía como Lev, pero le resultaba excitante.

Víktor, por otra parte, estaba con las gafas empañadas. No podía creer aquello.

Inesa le dio un beso en la mejilla, cerca de la boca. Trauld seguía sollozando con la cabeza sobre el blando pecho de Inesa. Inesa vio los labios de la muchacha. Seguro que, pese a ser prostituta, no había besado a más de un chico en su vida. Las prostitutas solo besaban cuando amaban, pensó. Y le dio un beso en los labios. Trauld se quedó paralizada. Inesa le dio otro. Y Trauld otro. Y cuando Inesa trató de darle un beso con lengua, Trauld quitó la boca.

-Gracias por consolarme, señorita Inesa.- y salió de la habitación, donde la esperaba el comisario.

Víktor tenía las gafas empañadas y se masturbaba. Aquello era demasiado.

Cuando volvió a ver a Trauld, esta estaba bastante más gorda. Sin duda alguna le habían aplicado las máquinas de alimentación. Inesa y Trauld buscaron un momento para estar a solas.

-¿Ha probado las máquinas, señorita Kropfeuer?

-Sí - Respondió con su marcado acento alemán- en tres días he engordado veinte kilos. Es terrible. Lo peor es cuando tratan de rebasarte; acabé de crema hasta el gaznate, con Víktor masajeándome la barriga- y señaló a una pequeña barriga que sobresalía.

-Yo me excité- y ante la extraña mirada de Trauld, Inesa le explicó todo. Desde los gustos de Lev a sus problemas para engordar durante la carestía, hasta porqué había aceptado venir aquí. Trauld no podía creérselo.

-¿Le gusta que le ceben como a un animal?

-Bueno… sí. Pero no es como a un animal. Es hacer feliz a una persona que te ama, realizando lo que más te gusta. Es perfecto. Lev me decía que, al estar con constante expansión, era como hacer siempre el amor por primera vez conmigo. Le encantaba verme comer y ver cuánto había engordado. El sexo era… maravilloso. Incluso si no me apetecía, Lev podía masturbarse mientras me veía comer. Era un delirio de placer.

-Pero…

-¿Nunca has sentido esa sensación, esa excitación al saber que algo que le desagrada al mundo te gusta? Excita más, lo multiplica. Es libertad. Es libertad unida a amor, Trauld. Eres tú, haciendo lo que tú quieres.

Trauld pensó. Lo que la había horrorizado de Inesa es que ella también se había excitado al ver crecer su estómago. Había pasado su juventud tratando de ser una buena esposa aria, a pesar que adoraba comer. Se despidieron y pensó en ello.

Pasaron las semanas, y Trauld engordó de manera asombrosamente rápida gracias a la maquinaria. Sin embargo, ya no había que forzarla a usar el tubo. Inesa habló con Trauld sobre los ejercicios y las cremas para evitar que su cuerpo se volviese flácido, y tuviese unos bonitos rollos de grasa en vez de pliegues colgantes.

Pronto, alcanzó los 140 kg de Inesa. Trauld era enorme; tenia una barriga que colgaba y casi le llegaba a la altura de las rodillas. Los pechos de Trauld, en vez de caerle por los lados como a Inesa, reposaban sobre su barrigón. Brazos y piernas eran gruesos y rollizos, con hoyuelos en los codos. Gracias a los consejos de Inesa, Trauld apenas tenía estrías y todo estaba terso.

Habían hablado, ahora con más confianza, de los besos que se dieron ese primer día. Concluyeron que no era amor; ambas eran mujeres apasionadas. Y también concluyeron que necesitaban un polvo. Con miradas cómplices, las dos enormes mujeres quedaron en la habitación de Inesa después de la cena.

Víktor escuchó todo eso. Él, después de la cena, iría a ver por el falso espejo el espectáculo.

Trauld estuvo puntual a la hora acordaba. Pasó, e Inesa la recibió en bata. Cuando Trauld cerró la puerta, Inesa dejó su enorme cuerpo al descubierto. Eso puso a Trauld caliente. Ambas se acomodaron en la cama. Inesa pasó su mano por la recién adquirida barriga de Trauld; esta la besó, y comenzaron a besarse apasionadamente mientras tocaban sus cuerpos.

Inesa era novata en las relaciones lésbicas, por lo que Trauld, por su experiencia en la prostitución, llevaba el beso y el magreo. Cuando Trauld comenzó a tocar el chocho de Inesa, ella la paró.

-¿Te echas para atrás, cariño?

-No es eso, Trauld. Espera un momento.

Levantó su enorme cuerpo y fue a pegarlo contra el espejo. Sus pezones se pusieron erectos con el frío contacto del cristal.

-¿Te gusta, Viktor? No seas tímido, cariño, pasa. Nos lo vamos a pasar bien.

Retiró su cuerpo y abrió el espejo. Detrás estaba Víktor, con su polla en la mano, impertérrito.

Inesa lo cogió del brazo y lo sentó en una silla.

-Cariño, de momento, mira. Pero no te corras; ¿vale?- le sonrió y volvió a la cama.

Continuaron el magreo entre gemidos. Aquello le resultaba a Inesa muy excitante. Trauld sujetó su barriga e Inesa comenzó a comerle el chocho. Después, lo hicieron al revés: era Inesa la que sujetaba su enorme barriga para dejar al descubierto su vulva y fuese comida por la alemana.

Después, volvieron a los besos húmedos, que ahora sabían a su propio coño. Se pellizcaban los pezones, muy excitadas, y volvían a magrearse las barrigas y los michelines del costado.

Viktor no había abierto la boca. Estaba delirando. Era increíble; un bollo entre dos mujeres de ese calibre, guapas, grandes y calientes disfrutando de sus carnes debido a la soledad.

-Venga, Víktor, únete.- dijo Inesa con voz provocadora.

Víktor se unió a las calientes chicas, y, antes de reaccionar, se corrió solo de la excitación que estaba viviendo. El semen fue a parar a la barriga de Inesa, que comenzó a reir y a llamarlo rapidillo.

-Oh, pues yo estoy muy caliente. Esa polla vuelve a ponerse dura- dijo Trauld, y atrajo a Víktor a la cama, y procuró masajearle y rodearle con sus lorzas para excitarlo. Inesa restregaba el semen contra su barriga, y de vez en cuando chupaba su dedo lleno de semen del doctor.

Finalmente, el pene de Víktor reaccionó. Al reaccionar, trató de penetrar a Inesa. Esta cerró las piernas y dijo que estaba casada; pero que Trauld estaría encantada de satisfacerlo. Poco le importaba al confuso Viktor, que se abalanzó contra el gigantesco culo de la alemana, y comenzó a follársela, mientras Trauld gemía. Inesa, de lo excitada que estaba, comenzó a masturbarse y a botar en la cama; los envites de Viktor a Trauld también hacía que esta se moviese, y cedió. La cama no aguantó el peso de las dos enormes bellezas, y sus patas se doblaron. Como si eso no le importase, Víktor logró sacar su polla del chocho de Trauld y, antes de que la alemana hiciese nada, se corrió en su cara.

Nadie habló de la noche loca, aunque Víktor se masturbaba todas las noches pensando en las barrigonas Trauld e Inesa. Iba a comenzar la segunda parte del experimento. Ambas mujeres estaban en la plataforma, con los tubos amenazándolas. Viktor bajó y trató de ponerles los tubos con las correas. Ambas se negaron; dijeron que les gustaba engordar y que no tenían ningún problema en hacerlo por su cuenta. Viktor dijo que esta vez era necesario. Además, les dijo que se tumbasen. Preocupadas, las mujeres le hicieron caso. Trauld eligió salado; Inesa, dulce.

Viktor subió a los mandos.

-Prueba comparativa de razas. Resistencia estomacal. Mujer eslava y mujer aria. Capacidad estomacal de ambas, diez litros estimados.

Inesa y Trauld estaba preocupadas; ¿qué era eso de la resistencia estomacal? No pudieron pensarlo bien cuando sintieron que la crema bajaba por su gaznate. Para eso eran las correas. Iban a engordarlas hasta el limite del límite.

La crema bajaba de forma más lenta que de costumbre. Podía paladearse. La crema de Inesa sabía a leche endulzada con miel o azúcar, mientras que la Trauld a algo parecido a la masa de las croquetas. Las mujeres chupaban del tubo con ansia, como si fuese el pecho de una mujer que les daba de mamar. La crema avanzaba lenta e incansablemente por los tubos.

-Cinco litros- le dijo Víktor al comisario.

-Doctor, esto va muy lento- replicó Yuri.

-La comida ha de apacentarse, camarada comisario. Dele dos horas. En tres le aseguro que no disfrutarán tanto como ahora.

Porque, en realidad, las mujeres estaban disfrutando de su alimentación. Inesa comenzaba a masturbarse, mientras que Trauld estaba visiblemente excitada, y un charquito de líquido aparecía bajo sus piernas.

-Siete litros- las barrigas estaban tersas, pero ambas sentían que podían y querían más. Con los ojos cerrados, ambas disfrutaban de su depravado placer. El tiempo pasaba, muy lento, según el comisario, y las barrigas de las mujeres comenzaban a expandirse. Notaron la sensación de pesadez, y Trauld comenzó a masajearse el vientre. Inesa, glotona experta, siguió tragando mientras se masturbaba. Se corrió cuando llegaron a los diez litros.

Pero la crema no paraba de bajar. Víktor hizo una seña a los enfermeros que había a ambos lados de la plataforma. Había dado órdenes expresas de que atendiesen a cualquiera de las chicas a la mínima señal de asfixia. Que vomitasen con el tubo en la boca era su mayor temor.

Las chicas continuaron engullendo crema tumbadas. Sus barrigas se extendían varias decenas de centímetros. Estaban ladeadas engullendo la crema calórica. “Doce litros” pensó Viktor. Trauld continuaba masajeándose el vientre, e Inesa palmeaba el suyo para aliviárselo, con la mano llena de su propia corrida. Ambas esperaban que aquello acabase pronto. Ni se imaginaban lo que les esperaba.

-¡Quince litros!- dijo Viktor. Era la señal a los enfermeros para que estuviesen particularmente atentos a cualquier espasmo o gesto de las chicas. Ya no disfrutaban; sus barrigas se extendían de lado sobre el suelo y les dolían. Continuaba llegando crema a la boca de las muchachas. Inesa, dolorida, logró cambiar la postura y tumbarse boca arriba; un grave error. Vió una enorme bola de carne tensa, su estómago. Nunca lo había visto así. Tenía dos veces su tamaño habitual.

-Diecisiete litros- los estómagos ya eran inmensos. Trauld trataba de masajeárselo de nuevo, pero no llegaba a la cumbre de su barriga con las manos. Inesa trató de quitarse la máscara, pero era imposible. Además, apenas podía respirar. Volvió a ladearse; su barriga cayó y se desparramó sobre el suelo, y se abandonó. Solamente trataba de respirar y tragar al mismo tiempo.

-¡Veinte! ¡Chicas, lo estais logrando!- Trauld estaba desconcertada y mareada, sentía náuseas, pero no sabía lo peligroso que era vomitar con aquellos tubos en la boca, por lo que hacía titánicos esfuerzos por respirar. Cada vezque respiraba, su estómago se extendía y encogía de forma monstruosa. Inesa tenía ganas de llorar; iban a arruinarle su magnífico cuerpo. Iban a cederle la magnífica barriga que Lev tanto amaba por un estúpido experimento.

Viktor decidió seguir adelante con el experimento. En teoría, al llegar a veinte litros debía de acabar. No obstante, no había ningún resultado concluyente; ambas mujeres habían aguantado excepcionalmente veinte litros de crema calórica. Ralentizó el ritmo por el que la crema bajaba por los tubos.

Estuvieron a un ritmo muy bajo durante otra hora; las mujeres engulleron otros tres litros. Ninguna de ellas vomitó ni hizo espasmos, y el tamaño de sus vientres pareció estabilizarse. Ahora estaban las dos quietas, sin hacer movimientos, observando como sus vientres crecían lentamente.

-Pare, camarada Lemenov. Hemos superado con éxito las pruebas. – dijo el comisario.

-¿Usted cree, camarada comisario? Creo que, a este ritmo, podrían llegar a los treinta litros.

-Acabe con esto, Viktor.

Viktor gritó que la prueba había sido un éxito. Cortó la salida de crema, y les quitaron los tubos de alimentación a las mujeres.

-¡No las muevan! ¡Quiero dos enfermeros vigilándolas por si ocurre algo! ¡Masajeadles el vientre! ¡Vamos!

Los enfermeros masajearon los vientres de las mujeres, cuatro veces más grande que cuando habían entrado hacía unas horas. Dos parejas de enfermeros por vientre, estuvieron horas esperando a que los estómagos metabolizasen todo lo que habían guardado. Mientras que el tamaño del vientre se reducía, se veía cómo las caderas, los pechos, los brazos, las mejillas y la papada de las mujeres crecía, casi de forma proporcional. Eso era resultado de la crema mejorada.

Pasaron horas, y las mujeres recuperaron la lucidez. Los enfermeros las ayudaron a ponerse de pie. Sus barrigas, extendidas y tirantes, casi les llegaban por las rodillas.

Les hicieron pesarse. Trauld pesaba ahora 164.200 kg. Inesa, 164.800 kg. Les constaba andar con sus nuevos cuerpos. Agotadas, fueron acompañadas por los enfermeros a sus habitaciones. Durmieron desnudas; sus camisones les quedaban realmente apretados.

A los dos días, Viktor reunió a ambas señoritas. Se vieron en la cafetería del complejo; Inesa llevaba su uniforme de secretaria, que le volvía a quedar reventón, Trauld, un kaftán muy amplio.

-Señoritas- dijo Viktor alzando un vasito de vodka- brindemos por el gran día. El otro día, durante las pruebas de resistencia estomacal, no solamente se superaron a sí mismas. Evitaron un posible genocidio. Al menos, en este departamento, hemos averiguado que no hay ninguna raza superior. Ambas dieron lo mejor de cada una el otro día, y pesaron prácticamente lo mismo.

Inesa y Trauld aplaudieron y se palmearon los estómagos, entre risas. Pasadas las risas, vieron cómo se acercaba el comisario.

-Enhorabuena, señoritas. Su labor ha sido enorme- rió por su propio chiste- Para usted, camarada Inesa, tengo la correspondencia de su marido de estos meses. No se la dimos para que se centrase en el proyecto. Aquí tiene- y le lanzó un fajo de papeles.- Respecto a usted, señorita Kropfeuer- y bajó la vista- he logrado su libertad y que le concedan a ciudadanía soviética. No tendrá que volver a un campo de prisioneros.

-Oh, muchas gracias, camarada comisario- dijo preocupada.

-Bien. Yo por mi parte, después de nuestra gloriosa victoria en los campos de Kursk y con mi pierna curada, vuelvo al frente, a cazar cerdos alemanes (con perdón para usted, señorita Kropfeuer). Sé que a los del departamento político nos tenéis un miedo que aún no logro comprender, pero he de decir que ha sido un orgullo trabajar con usted, camarada Lemenov. Igual que con usted, camarada Inesa. Espero que usted y el capitán Laskain sean muy… felices, pese a no aprobar del todo la fuente de esa felicidad.- Una sonrisa se dibujó en la regordeta cara de Inesa-. Usted, señorita Kropfeuer, es libre de hacer cuanto quiera. Tiene a los endocrinos del centro a su disposición para perder algo del peso ganado en el experimento. Si quiere trabajo, podría intentarlo de traductoria en Alemania. Creo que pronto estaremos allí.

Cuando el comisario abandonó la sala le siguió Trauld, que se marchó visiblemente preocupada.

-¿Qué le ocurre, Inesa?

-Deberías hablar con ella- y no dijo nada más. Recostó su enorme cuerpo en el sofá de la cafetería y comenzó a leer las cartas atrasadas de su marido. Había sido ascendido.

Viktor salió de la cafetería y vió llorosa a Traudlen uno de los pasillos. Se sentó a su lado.

-¿Qué le preocupa, señorita Kropfeuer?

-¡Todo, Viktor, todo! ¿Qué voy a hacer? Un país diferente, una cultura diferente… ¡un cuerpo diferente!

-Tranquila señorita, podría ayudarle a perder peso…

-¡No quiero perder peso! ¡Me gusta esto! Incluso ganar algo más. Pero; ¿quién me querría a mí? ¿Quién?

-Yo la querría, señorita Kropfeuer.- y la besó mientras acariciaba sus michelines.

Entró 1944 y pronto llegó la primavera; Lev envió una carta informando de que al fin volvía del frente con un permiso indefinido. Llegaría para el verano.

Inesa, por otra parte, se quedó en el complejo militar. Allí trató de engordar hasta sus ansiados doscientos kilo. Pero apenas lograba engordar. Llegó a los 170 kg tras pasarse semanas atiborrándose en el comedor.

Trauld y Viktor paseaban por los jardines, cogidos de la mano o de la cintura (mas bien, Viktor intentaba coger a Trauld de la cintura) sin preocuparse por nada, salvo hacer el amor y comer. Trauld tampoco engordó en exceso, pero a ella le resultaba indiferente. Descubrió que las galletas con sus jugos vaginales estaban deliciosas.

Un día, Viktor pasaba por la cafetería cuando vió a Inesa con la boca llena de salsa gritar al cocinero. Le gritaba que aprendiese a cocinar, agitando su bamboleante brazo. Él la insultaba, y trataba de expulsarla.

-¿Qué ocurre, Inesa?- preguntó Viktor.

-No logro llegar a los doscientos kilos, Viktor. Me hubiese gustado estar así de gorda para cuando llegase Lev, pero veo que es imposible.

-¿Cuánto pesa, camarada Inesa?

-171 kilos, Viktor. Y Lev llega en una semana. Esto es imposible, camarada.

-No hay nada imposible. Aún tenemos los tubos de alimentación. Pero es complicado, camarada Inesa. ¿Estaría dispuestas a intentarlo?

-Por supuesto que si.

Inesa estaba de nuevo en la plataforma, con un tubo en su boca. Viktor le ajustó las correas; no podía haber margen de error.

Alcanzar treinta kilos con la máquina era fácil. El problema era hacerlo de forma que el estómago de Inesa, de nuevo recuperado tras el último experimento, no se deformase de nuevo. Y la crema engordaba en grandes cantidades. Además, era fácil el efecto rebote: que perdiese luego fácilmente lo ganado.

Así que Viktor diseñó para Inesa un plan sencillo aunque sacrificado: estar varios días engullendo, de forma lenta y continuada, la mezcla. Engordaría a razón de seis kilos por día; o al menos eso esperaban.

La máquina comenzó a llevar la crema calórica al vientre de Inesa. Esta volvió a deglutir la crema dulce con gusto, chupando como si el tubo fuese un pezón que le daba leche.

Inesa se masturbaba mientras comía. Viktor y Trauld hacían el amor delante de ella para excitarla y que no se aburriese; dormirse sería fatal. Desconectaban la máquina para que Inesa durmiese unas horas, pero pocas. La deglución debía de ser constante.

Inesa nunca dejó que Viktor la penetrase; su chocho era para Lev. Sin embargo, si dejaba que Trauld le comiese el coño. Viktor se masturbaba viendo la escena de ver a su amada comiéndole el coño a una obesa mórbida en constante expansión. Inesa habría mucho los ojos y tapaba el lento flujo de comida con la lengua durante los orgasmos, para no atragantarse. Luego la retiraba y continuaba engullendo.

Llegó el fin de los cinco días, y Viktor paró la máquina. Inesa era enorme. Un nuevo rollo de grasa se había sumado a su estómago; los pechos eran descomunales y el trasero era lo más grande del cuerpo, como si sirviese de punto de gravedad al ternesco cuerpo de la muchacha. Tenía los tobillos rollizos y de los brazos colgaba un enorme pliegue de grasa.

Inesa se subió temerosa en la báscula, con cierta dificultad. No pudo ver el peso; su barriga se lo impedía.

-Oh, camarada Inesa, ha habido un error…- dijo Viktor.

A Inesa se le calló el alma a los pies. No iba a estar lo suficientemente gorda como quería para recibir a Lev.

-Camarada Inesa, me equivoqué con los cálculos. Ha engordado más de lo que debía. Pesa usted 211 kg.

Inesa respiró, y luego se alegró. Dio un enorme abrazo a Viktor, al que se le sumó Trauld con su enorme cuerpo. Daban palmaditas al vientre de Inesa, y ambas mujeres se dieron un apasionado beso. Luego, hicieron chocar sus estómagos.

Al día siguiente, Lev llegó del frente. Al llegar a la estación de su ciudad, se inquietó al ver a un hombrecillo llamado Viktor que lo esperaba en la puerta de la estación para llevarle a ver a su esposa.

Cuando llegó el coche del Partido, Inesa y Trauld hablaban en un banco del jardín sobre su futuro. Trauld le decía a Inesa que no se descuidase, que pronto llegaría a ser tan grande como ella. Pero por méritos propios, comiendo comida y no por los tubos.

Lev no podía creerse que aquella mole que ocupaba medio banco del parque fuese su esposa. Estaba tres veces más grande que cuando la dejó. Inesa se levantó trabajosamente, y Lev trató de abrazarla. Sus brazos no pudieron rodear su circunferencia.

Pasó el tiempo, y ambas parejas decidieron que lo mejor era abandonar la ciudad. Con los puestos de Lev y Viktor, no tuvieron problemas para que el gobierno les asignase una isba. Allí, podrían vivir sin problemas, tener hijos y cumplir sus fantasías.

Trauld y Viktor, aparte de unos hijos, tuvieron un feliz matrimonio. Trauld cumplió su amenaza, y para 1946, pesaba 232 kg. A pesar de los problemas de movilidad (decía que en cuanto los niños tuviesen edad para ir al internado, pensaba comer hasta inmovilizarse) fue feliz toda su vida.

Inesa y Lev, amándose como siempre, tuvieron dos hijos que crecieron fuertes. Ella nunca llegó a la inmovilidad pese a que siguió comiendo en enormes cantidades. Decía que había pasado mucho como para perder la movilidad por “unos cuantos kilitos”, que llegaron a sumar 252 (y era capaz de moverse).

Aparte de la relación amorosa con sus maridos, Trauld e Inesa desarrollaron una relación lujuriosa entre ellas. Aparte de follar, era normal que se alimentasen mutuamente y comparasen sus exageradas barrigas.

Fue una época de gran felicidad