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Notas.

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Con la misma intensidad, acabo de decidir que no voy a verte nunca más”.

Eso decía la nota que dejó sobre aquella mesa de luz de alguien, a poco del amanecer, antes de irse. Ella seducía a primera vista, provocaba hasta la exasperación antes de llegar a consumar. Ese era su placer más grande, alimentar su autoestima para sentir algo parecido al ego a través de lo que generaba en los hombres. Y también en algunos casos, en algunas mujeres. Todo el deseo, toda la libido, la ansiedad sensual y sexual, toda la sensación de poder que ello le producía. Se consideraba algo negativo, por cosas interiores, y por su belleza física. Supuestamente no había sido siempre así, sino que  nació a partir de su primer y último desengaño amoroso. Le cambió la vida, porque ella cambió su vida por ello. Eligió otra manera de vivirla, de relacionarse, sin relacionarse precisamente. Se volvió superficial, ella y toda su manera de relacionarse, y hasta volvió superficial su visión del mundo y de ella misma. Aunque su mundo interior siempre daba señales de pedir liberación a gritos, ella volvió su resentimiento una suerte de empecinamiento cruel para con ella misma y para con cada persona que conocía, casual o causalmente. Siempre como una suerte de sello personal, luego de cada encuentro casual o causal, una nota. Nunca se repitió ninguna, para cada persona parecía tener siempre una frase diferente, tan escueta como inexplicable. Inexplicable para quienes nunca llegaron a conocerla bien; es decir después de todo, toda persona que había estado con ella. También su adrenalina alcanzaba altos decibeles cuando lograba, intencionalmente o no, generar sentimientos en la otra persona. Y a menudo sucedía, aunque en pocos casos ella lograba percibirlo, por el letargo de lo que se vive y cómo, y cómo se lleva en el después. 

 

“Prefiero ser el mejor de los recuerdos, que el peor de los tormentos”, decía la nota que aún permanece pegada en el espejo del living de mi departamento. Pero se equivocó. Si bien como recuerdo siempre fue algo bueno, fue también perturbadora, y por momentos, un tormento más que cruento. Y siempre una obsesión. Por seguir sus pasos para saber algo más de ella, me perdí en la sombra de su sombra. Casualmente mi resignación me llevó sin querer al reencuentro más casual y trágico a la vez. Su última noche de placer en juego de seducción y especulada retirada no anunciada, fue con un joven extranjero que se cruzó con ella en un hotel. Pude ver desde la ventana de enfrente, cómo su cuerpo parecía fundirse en el de ese casual compañero. Cómo parecía mirarme, como si supiera de mi presencia cercana. Cómo su mirada, siempre tan irresistible como desafiante, casi sin pestañear parecía sostener la mía, mientras su cuerpo respondía con delicados movimientos ante cada estímulo que recibía. Pude ver como estallaba en éxtasis el joven, mientras ella intercambiaba miradas hacia la ventana y hacia ese cuerpo blanquecino que parecía enajenado por su posesión, aferrado a su cintura con fruición. Y pude luego también presentir su inminente huida, y al llegar al extremo del corredor, lograr sin querer recibir un beso lánguido y extenso. Y un pequeño cuaderno de su puño y letra. Y nada más pude de lo que hubiera querido. No quise verla saltar desde aquel ventanal de cortinados oscuros, pero sucedió.

Y pegada al vidrio, su última nota: “Que la memoria de un beso sea más profunda que el tormento de un imposible”.