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Sabor Salado

en Fetichismo

Solía quedar para comer con mi amiga Amparo una vez al mes, más o menos. Aunque unos años mayor que yo, habíamos sintonizado desde el primer instante nada más conocernos y poco después éramos íntimas y confidentes, sobre todo en cuanto a sexo se refiere. Habíamos compartido novios, aventuras, lechos y todo junto en más de una ocasión, no había secretos entre nosotras. Éramos un par de cachondas siempre en busca de nuevas sensaciones y, la verdad, casi siempre era ella la que me enseñaba nuevos trucos o me hacía ver nuevas posibilidades.

Estábamos en el restaurante de lujo –dos estrellas Michelin- que nos permitíamos gracias a la VISA de empresa de su marido, y tras un delicioso almuerzo regado generosamente con vino blanco y salpicado de continuas referencias a nuestras recientes experiencias más calientes, atacábamos los postres.

Habíamos pedido dos raciones de la legendaria tarta de chocolate del local, una maravilla que siempre recordábamos salivando. Pero al llegar los platos, observé sorprendida que su ración aparecía generosamente cubierta de un líquido blanquecino ya casi transparente que parecía algo así como un glasé deshecho. Me recordaba... no sé, no me cuadraba. Amparo me miró con una sonrisa maliciosa mientras me decía:

-    “Sí, es exactamente eso que estás pensando...”

Pero no podía ser. Y es que aquello tenía toda la pinta de ser... semen. Una vez me fijé un poco más, tuve claro que no podía ser otra cosa. Juraría incluso que podía percibir desde mi sitio en la mesa su inconfundible aroma.

Y es que Amparo y yo compartíamos una inconfesable adicción por dicho fluido. Una de las cosas que más nos unió, en una de esas noches de borrachera proclives a la confidencia, fue reconocer mutuamente nuestra afición por saborear tal semilla. Aunque no todo era tan sencillo.

En mi caso, y tras comenzar a comer pollas a muy temprana edad, todo vino dado por la obsesión de mis sucesivos novios en eyacular en mi boca fuera como fuera. No siempre era plato de mi agrado, pero pronto me di cuenta del poder que me daba el permitir graciosamente que me llenaran la boca con su leche, y como demostrar mi placer y satisfacción –fingida o no- por dejarme saborear su querida semilla me convertía en una auténtica leyenda y objeto de deseo.

Pronto aprendí a distinguir un semen de otro, ya que no hay dos iguales. La primera evidencia fue que el semen joven, fruto del ímpetu y la furia, solía tener un sabor delicioso que me enloquecía. No tenía que fingir en absoluto. Había pollas cuyo fruto me parecía un manjar incomparable, y mi obsesión por conseguir la mayor cantidad posible del mismo se traducía en unos trabajos vocales/manuales que en seguida me hicieron recibir las más peregrinas ofertas sentimentales y monetarias.

Pero no había mucha leche que me gustara. No, la mayoría de las veces cumplía el trámite porque, insisto, sé lo que significa para un joven macho el que una hembra de buen ver permita que le llene la boca de su esperma. Eso sí, cuando encontraba un “donante” con un semen que me agradara de verdad (ni muy espeso ni muy líquido, ni muy fuerte ni muy insípido, ni muy amargo ni excesivamente dulce, salado pero sin abrasar) solía dedicar todos mis esfuerzos a deleitarme todas las veces posibles con tan delicado manjar.

Amparo era exactamente igual que yo. Compartíamos comentarios y nos recomendábamos mutuamente, sin celos, novios y amigos. Recordábamos legendarias corridas y hablábamos sin rubor del inexplicable aroma de la semilla de aquel chaval de diecisiete años que una de los dos habíamos “exprimido” sin piedad en cualquier aseo de discoteca y cuyo solo recuerdo hacía que nuestros coños se empaparan en segundos.

-    “Sí, es semen. Y te aseguro que la combinación de los chocolates y esta leche en concreto es algo de verdad indescriptible. Deberías probarlo...”

-    “Pero... parece recién preparado. ¿De dónde cojones has sacado el esperma?”, pregunté incrédula.

Amparo hundió la cucharilla en la tarta, un buen pedazo bien regado del citado líquido blanco que pronto acercó ligeramente a mi cara. El olor era inconfundible, era semen. Y olía de maravilla. Mi coño recibió un chispazo que me hizo frotar mis muslos mientras comenzaban a manar mis flujos más íntimos.

Engulló con evidente placer la porción de tarta, cerrando los ojos mientras disgustaba glotonamente la delicia. Hija de puta.

-    “¿Ves al camarero que está junto a la puerta de la cocina? Se llama Toni, coincidimos el otro día en el Heaven, me sonaba su cara de aquí y nos pusimos a charlar. Una cosa llevó a la otra y, claro, a la media hora le estaba comiendo la polla en los aseos. Se pegó una corrida de la hostia, y no veas... Nena, en mi puta vida he probado una leche igual. Buf, me tiemblan las penas solo de recordarlo. El caso es que vine luego por aquí y sin pensarlo, un poco de coña para calentarlo, me dio por pedirle este postre especial, juntando las dos cosas que mejor sabor de boca me han dejado en mi vida. Me siguió el rollo, supongo que pensado que era un farol y... La combinación es una puta bomba, reina, lo que yo te diga. Ahora no puedo pasar una semana sin echarme una ración de esto a la boca. Es como una droga, de verdad”

Tomó otra porción de tarta mientras la miraba absolutamente hipnotizada. La forma en que disfrutaba de aquel postre era algo de lo más caliente que nunca había presenciado. Toni nos miraba con una sonrisa de prepotencia que no me hizo gracia, pero ver a mi amiga en tal estado de éxtasis me tenía alucinada. Si no estaba al borde del orgasmo, muy poco debía de faltar.

-    “Déjame probar...” le dije casi suplicando.

Volvió a hundir su cucharilla en el postre, asegurándose de cortar un buen pedazo absolutamente empapado de aquel esperma. Vi que Toni comenzaba a abrir los ojos asombrado, su boca abierta como la de un bobo, cuando Amparo acercó la cucharilla a la mia. Lo miré descaradamente con toda la malicia que pude mientras le guiñaba un ojo sonriendo. La tarta estaba a un centímetro de mi nariz y percibí el aroma fuertemente acre de lo que Amparo y yo llamábamos “Gran Reserva”, una de esas leches fuera de concurso que raras veces podíamos saborear.

Abrí la boca salivando y el manjar se coló en mi boca. Hum. Amparo tenía toda la razón. La tarta de chocolate era espectacular per se, pero la combinación con el esperma de aquel hombre convertía el manjar en algo fuera de este mundo. Ligeramente salado, espeso sin formar grumos, delicioso en sus matices sin nada que lo hiciera mínimamente repulsivo. Tuve que cerrar los ojos para poder degustar completamente todas las sensaciones que se amontonaron entre mi paladar y lengua. Una vez fuera la cuchara, mastiqué suavemente mezclando bizcocho, capas de chocolate puro y semen. Era una delicia, casi me corro sin necesidad de tocarme. Tragué y pude sentir como el paso del bocado perfumaba mi garganta y esófago. Insisto, casi me corro.

Abrí los ojos y vi a Amparo mirándome y sonriendo. Busqué con el rabillo del ojo a Toni pero se había desvanecido. Supongo que el espectáculo había sido demasiado para él.

-    “¿Qué te parece? ¿Había exagerado?”

-    “Ni de coña, tía. Que pasada... Tengo el coño encharcado. Buf...”

-    “Lo que pasa es que se me ha notado mucho y el hijoputa ahora se hace de rogar. Me tiene loca, pero paso de arrastrarme. Vendré de vez en cuando y ya encontraré otro semental, aunque va a estar jodido dar con algo parecido. Qué cabrón”

-    “Dame otro poquito...”

-    “Ja, que puta eres...”

Acabamos compartiendo el postre y no relamimos el plato porque estábamos en un local público. Que puta pasada.

-    “Hostias, que bueno estaba, tía”, le dije relamiéndome como una gatita. “Esto es un puto vicio. Creo que cuando llegue a casa voy a probar con Miguel, aunque a ver como se lo planteo”.

Miguel era mi novio por entonces. Otro macho muy joven, insaciable y con una polla siempre dispuesta. Pero lo más importante, claro, es que era dueño de unas corridas deliciosas que degustaba como un gatito disfruta de un platito de leche. No llegaban al nivel de calidad marcado por Toni, pero con una buena tarta podían dar el pego. Creo que me había obsesionado un poquito con el invento de Amparo.

-    “Pareces nueva, nena. Te digo ya que no hay nada que ponga más a un tío que ver a una mujer tragarse su leche, es algo que los vuelve locos.”

-    “Joder, que no puedo ir y decirle ‘hazte una paja y córrete en este pastel’, se va a pensar que soy una puta loca... Que me mola mucho su leche, pero hay más.”

-    “Pues hazle la gracia. Anda que no te lo habrán hecho mil veces, lo de pedir un poco de leche condensada para el bombón y que el tonto de turno salga con lo de ‘si quieres, yo tengo un tubo’ o algo así. Déjaselo caer y a ver qué pasa, tonta”

De vuelta a casa, era incapaz de pensar en otra cosa. Tenía que probar aunque solo fuera la versión casera de aquel combinado. Solamente pensarlo me hacía salivar y temblar mi coño.

Compré en una pastelería una buena ración de pastel de chocolate. No tenía ni de lejos la pinta que el del restaurante, pero para mis propósitos sobraba.

Esperé a que Miguel acabara de cenar y se sentara, en boxers, en el sofá a ver la tele. Me puse mi camisón “de guerra” sin nada debajo y me preparé un plato un trozo de tarta. No tenía muy claro como continuar pero estaba cachonda como una perra y con ganas de disfrutar de mi postre con todos los complementos.

Me acerqué a Miguel mientras comenzaba a partir la tarta y comentaba casualmente:

-    “Joder, Amparo me ha dicho que esta tarta está de muerte, pero que con un poco de leche condensada por encima ya es la hostia. Y no tenemos ni una gota, que putada”

-    “Jeje, ven tonta, si quieres te puedo dar del tubo este que tengo aquí”, me contestó riendo mientras pasaba su mano obscenamente por encima de su polla

“Qué idiota eres, nene” pensé mientras sonreía “Va a ser verdad que todos sois iguales”

Sonriendo como una tonta, que también les mola a todos, me senté junto a él mientras dejaba a un lado el plato y comenzaba a manosearle la polla. Lo tenía exactamente donde quería.

Besándole con toda mi pasión, le bajé los boxers y le comencé a masturbarle sin más preliminares. Empecé con un pajote de cinco estrellas, de esos de mucho rollo con uñitas y caricias, algo que siempre ponía cardiaco a Miguel, más que la típica paja cañera a todo gas. Cuando noté que salía el primer trazo de líquido preseminal, me puse de rodillas ante él con la cabeza entre sus piernas, asegurándome de tener el plato con la tarta a mi alcance.

Comencé entonces una mamada profunda, lenta y ensalivada. Me centraba sobre todo en su capullo, aunque pronto sujetó mi cabeza con ambas manos y comenzó a follarme la boca sin delicadeza alguna, algo que tanto a él como a mi nos encantaba. Apenas transcurridos unos minutos, ya que me estaba empleando a fondo como una perra, me dio el aviso de siempre:

-    “Nena, no puedo más...”

Normalmente esa era la consigna para que intensificara mis esfuerzos y consiguiera hacerlo derramar en mi boca en tres o cuatro acometidas, pero en esta ocasión retiré su pene de mi boca mientras comenzaba a pajearlo furiosamente, con todas mis fuerzas, al mismo tiempo que acercaba el plato con la tarta

-    “Pero... ¿Qué cojones?” exclamó sorprendido, pero no le dio tiempo a decir nada más.

Tras unos pocos manotazos comenzó a eyacular copiosamente sobre el pastel. Estaba alucinado y no entendía nada, pero nada en el mundo podía parar los acontecimientos.

Exprimí su pene hasta la última gota y el trozo de tarta quedó cubierto de su esperma, exactamente como el del restaurante. Miguel me miraba con pinta de no entender nada, pero me puse un dedo entre los labios para indicarle que se callara y tomé plato y tenedor.

Me puse a su lado de rodillas, sonreí y lo miré fijamente a los ojos. Con la boca rebosante de saliva, expectante de poder probar lo que se avecinaba, tome un buen trozo del combinado y lo acerqué a mis labios.

Dios, como olía. Puede que la tarta no fuera la del restaurante, pero el esperma caliente recién cosechado sumaba puntos a su favor. Lo engullí sin miramiento y casi me corro al probarlo. Solté un gemido descaradamente audible, luego un “guau, que pasada” y ataqué para llevarme un segundo trozo a mi boca.

Miquel me miraba asombrado, como si me hubiera vuelto absolutamente loca, lo cual no estaba muy lejos de suceder. Noté su mano entre mis piernas, me abrí todo lo que pude y tres dedos suyos resbalaron en lo más profundo de mi empapaba vagina. Me sentí casi empalada, comenzó a masturbarme a un ritmo realmente fuerte, y yo empecé a comer a bocados la puta tarta de chocolate empapada en su leche. Me sentí la mujer más guarra, puta y perra del mundo, una auténtica cachonda disfrutando sin excusa de su sexo como nunca había hecho.

Pronto engullí todo el pedazo de tarta, su mano -prácticamente el puño- entraba y salía dentro de mí como un pistón. Enloquecida, saqué la lengua para relamer las últimas gotas y migajas que quedaban en el plato mientras Miguel se concentraba, ahora sí, en llevarme a lo más alto. Me corrí de una forma bestial con el último lengüetazo de esperma, dejándome caer desmadejada sobre él. Fue, de lejos, el orgasmo más brutal de mi vida, algo indescriptible. Miguel me miraba con una mueca de preocupación, hasta que entre gemidos y la respiración entrecortada le dije que me dejara recuperarme, que luego se lo explicaba todo.

Poco después le contaba mi experiencia con Amparo en el restaurante y como no había tenido más remedio que tratar de repetirla en casa, pidiéndole medio en broma perdón porque no sabía cómo pedirle que se corriera sobre mi comida sin parecer una pervertida.

-    “Pareces tonta, nena, de verdad. Sabes de sobra que me encanta correrme en tu boca o en tu cara, ¿por qué iba a parecerme mal probar? Lo que ha sido flipante es cómo has disfrutado, nada que ver como cuando te tragas mi leche. Joder, es que parecía como si cada bocadito de la tarta fuera un pequeño orgasmo...”

-    “No vas desencaminado, es que ha sido exactamente eso.”

Desde ese día, el mezclar esperma y comida fue una de nuestras prácticas sexuales favoritas, casi una obsesión. Probamos con todo, desde pasta a tostadas pasando por cereales de todo tipo, pero acabamos reduciéndolo a los dulces, pasteles, alguna fruta y helados, que eran las combinaciones que mejor funcionaban. Llegué incluso a probarlo con café, una especie de cortado pero con la leche de Miguel. Estaba bueno y el sabor era curioso, pero mejor con chocolate.

También dejé que se corriera dentro de mi vagina, para después tratar de recuperar todo el semen que pude y, mezclado con mis jugos, empapar un trozo de tarta... de chocolate. Y aunque no estaba mal, no acabó de satisfacerme, he de reconocer que el olor familiar de mi vulva no me resultó especialmente enervante. Pero tenía la sensación de que aquello podía funcionar, y apunté mentalmente probarlo de alguna manera la siguiente vez que montara un trio con Amparo. Estaba acostumbrada a comerle el coño y sus flujos sí que tenían un aroma y gusto que sencillamente me enloquecían. Sí, tenía que probarlo como fuera.

Nuestro siguiente paso fue realizar prácticas similares en público. Comenzó con un tonto desafío de Miguel mientras andábamos por la calle, en plan “a que no te atreves”. Me faltó tiempo para entrar en la primera heladería que vi, compré una tarrina mediana y arrastré a Miguel a un callejón por el que no pasaba nadie. Mientras yo vigilaba, se masturbó frenéticamente en un portal y con toda la puntería que pudo cubrió la parte superior de la tarrina con su semilla. Después nos sentamos en un banco en una de las avenidas principales y allí, lentamente y a la vista de todo el mundo, con Miguel mirándome de una manera que todavía me excitó más, degusté lenta y placenteramente de aquel manjar. Pequeñas cucharaditas que engullía mientras le miraba a los ojos sonriendo, sacando la punta de la lengua para recoger un poco de su esperma y luego relamiéndome. La gente pasaba arriba y abajo y yo allí estaba, disfrutando como una perra y sintiéndome otra vez la mujer más guarra y pervertida de todas. Como siempre, volví a ponerme a cien.

Después de esto, casi se convirtió en rutina cuando salíamos. A veces un pastel, otras un helado, en ocasiones un brownie o incluso magdalena. Miguel se pajeaba o yo lo masturbaba diligentemente en cualquier portal oscuro o en un rincón del parque, y luego volvíamos al banquito de la primera vez o paseábamos mirando escaparates mientras comía distraída lo que preparábamos entre los dos. Era siempre una auténtica delicia, algo realmente adictivo. Más de una vez pude ver que alguna de las personas que pasaban más cerca se percataban de lo que era realmente aquello que recubría mi dulce, y solo podía sonreírles ante su mirada asombrada, divertida al contemplar como despistados por la visión solían acabar tropezando con otra persona o parte del mobiliario urbano, preguntándose si aquello que acababan de ver podía ser verdad: una jovencita de apenas veinte años relamiendo en medio de la calle un pastelillo cubierto de esperma como si fuera el manjar más sublime de la historia de la humanidad. Que era exactamente lo que a mi me parecía.

Miguel fue también el gran beneficiado. Además de disfrutar como un cerdo viendo a la guarra de su novia relamiéndose con su semen en público casi cada día, solía ponerse cachondo como un verraco. Muchas veces acabábamos el paseo a mitad y me arrastraba sin miramiento hacia casa. Allí, en el suelo del recibidor o sobre la mesa del comedor me bajaba los pantalones y rompía las bragas, penetrándome sin miramiento alguno de forma salvaje por cualquiera de mis orificios. Cosa que no me molestaba nada porque, como ya he dicho, llegaba más que lubricada y preparada a casa. Y como apenas hacía un rato que había descargado, ello le permitía durar más en aquellas violentas folladas, proporcionándome varios orgasmos antes de correrse otra vez. Fueron unos meses realmente placenteros, pocas veces había disfrutado tanto del sexo.

Para nuestro primer aniversario, Miguel tuvo la romántica idea de llevarme a cenar al restaurante de postín donde había comenzado esta historia. No podíamos permitirnos ni de lejos el despliegue de platos y vinos que pagaba la empresa del marido de Amparo, pero fue una cena deliciosa. Cuando llegó la hora del postre, Miguel sonrió y me dijo:

-    “¿Por qué no pides tu postre favorito? Nos ha atendido Toni y seguro que puedes pedirle que te haga su preparación especial...”

-    “La verdad es que lo estaba pensando, ¿no te importa?”

-    “Para nada. Bueno, un poquito de celos sí que me da, pero que cojones... Si no fuera por él, no te habrías aficionado al invento este”

Llamó a Toni y pidió un expreso para él, haciéndome una seña para que pidiera lo que habíamos acordado.

-    “Toni, quisiera un poco de tarta de chocolate. Por favor, prepárala como sabes que nos gusta a Amparo y a mi, ¿te importa?”

Profesional y amable, dijo que sería un placer y que en unos minutos la traía.

Cuando salió del pase con la tarta para dirigirse a un pequeño almacén anexo, Miguel se levantó excusándose. Pensé que iba al servicio. Volvió a los pocos minutos con el nudo de la corbata ligeramente aflojado.

Tras él llegó Toni con el expreso y la tarta. Con una sonrisa depositó el plato ante mi y se retiró sin decir palabra.

Ante mi estaba la deliciosa tarta de chocolate, bañada en ambos extremos por sendas y generosas raciones de esperma. El bizcocho estaba totalmente empapado y, aunque no estaba precisamente cerca, un aroma cálido y delicioso llegó hasta mi nariz. Lo que era evidente es que no era el mismo semen, no habían salido de la misma polla. Sentí el conocido latigazo que bajaba por mi espalda hasta notar una especie de descarga eléctrica justo en mi clítoris.

-             “Hoy es un día especial y creo que se merece un postre un poco mejor” me dijo sonriendo Miguel. “Así que he pensado que podías probar nuestra nueva receta, preparada con todo cariño por Toni y yo. Es nuestra suprema de tres chocolates a las dos leches. Pero no seas tonta y come, que se enfría... y fría no vale nada”.

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