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Muerte en un sueño

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Aquí les dejo mi primer relato, lo escribí hace unos años, y aunque precisamente el erotismo no emana de la historia, el tema del amor y la muerte si es importante, dejando de un lado el tiempo y el lugar. Si tienen alguna recomendación me encantaría que me la expresaran. Espero que les guste. 

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Esta historia se encuentra protegida por las normas internacionales que regulan los Derechos de Autor, y está debidamente registrada ante la Dirección Nacional de Derechos de Autor (DNDA) de Colombia.

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Se amaban. Eso era indudable, o por lo menos él la amaba a ella con todo su ser. Ella había partido desde hacía ya un largo tiempo y nunca más existieron lazos de comunicación entre ellos. La duda se apoderaba profundamente de él, pues no sabía si ella lo seguía recordando tal como él la recordaba a ella. Su vida se iba consumiendo como aquel cabo de vela que se resiste a sucumbir.

Desde que ella había partido, el la soñaba cada noche, pero nunca como la noche anterior. Un día soñó que la veía en una hermosa playa, que a lo lejos ella estaba, resaltando en medio de la multitud, tal como debía haber resaltado Afrodita en el Olimpo. La observaba mientras ella, con un sigilo indescriptible, realizaba cada movimiento, como si cada acción suya requiriera de previo ritual sagrado. Era una diosa, no lo podía negar. Embelesado la contemplaba en medio de la multitud, ella no lo notaba, y nunca lo notó en aquel sueño, ni en ninguno de los otros en los que su imagen aparecía. Aún así, él se levantaba cada día con la más deslumbrante sonrisa que por en medio de sus labios se asomaba. La había visto, aunque sólo fuera en sus sueños, pero él tenía la esperanza de seguirla recordando. Era esto lo único que conservaba de ella: su recuerdo.

Cada mañana se despertaba, tan solo se sentía en la amplia cama que habían comprado para los dos, aquella de las sábanas blancas que inspiraba pureza y sencillez, características que el reconocía en su relación con ella, aún después de su partida. Luego, giraba su cuerpo hacía el lado derecho de la cama y afrontaba la cruel realidad: ella no estaba con él. Lo olvidaba cada noche que la sentía en sus sueños, pero lo reconocía siempre al siguiente día. Después de eso se paraba frente al espejo de su habitación y observaba su blanca sonrisa. Se bañaba y vestía y así salía luego a la calle para dirigirse a su lugar de trabajo.

Prefería siempre ir a pie, no trabajaba lejos de su casa, y a su paso saludaba a aquellas personas que se cruzaban con él. En su vecindario siempre era recordado por su distinguida sonrisa. Las mujeres lo aclamaban y los hombres agradecían de su grata y alegre compañía, sin embrago, él nunca aceptó las invitaciones que le hicieron esas personas.

Pasaron dos años y sus sueños con ella no cesaron. Cada noche un lugar nuevo, cada vez la veía más bella y su corazón bombeaba con más fuerza la sangre por sus venas. Cada vez la amaba más. Contrario a lo que dicen algunos atrevidos hoy en día, el amor para él no se agotaba con el paso del tiempo, contrario a esto, cada día era más inmenso y profundo su amor por ella. Vivía su vida con pasión desde que la había conocido, y aún más desde el momento comenzó a soñar cada noche con ella y anhelaba su regreso.

Sucedió que una noche, una bella mujer lo invitó a cenar a casa con su familia, y él por primera vez aceptó. Complacido fue a dicha reunión social, y como presente llevo una botella del mejor vino que tenía en su cava. Pasó una velada agradable y regresó a su casa un poco más tarde de lo habitual. No importaba, a la siguiente mañana era domingo.

Esa noche no soñó con ella y el espíritu del olvido invadió aquel cuarto frío y oscuro en que se transformó su estancia. Los recuerdos lentamente encadenaron el soñar de él y la tranquilidad se alejó de su vida para siempre. Se veía solo en el mundo, sin alguien a su lado, sin un amigo, sin un hermano, sin una amante. En su vida jamás había visto noche más oscura que aquella y jamás sintió tanto temor a la soledad. Su alma estaba inquieta y no encontraba lugar para esperar a que la tormenta arreciara. Las tres horas que tardó el sol en despuntar por el oriente, parecieron ante sus ojos tres años. Su aspecto esa mañana era el que nunca tuvo. Su juventud se había marchado con sus sueños.

No tuvo que girar su cuerpo para sentir la presencia de ella, ya sabía desde antes que no estaba. Su esperanza se había desvanecido. Al mirarse al espejo vio un ser totalmente diferente al que se reflejaba en dicho artefacto cada mañana. El nuevo ser era demacrado, lánguido, pálido, y sobre todo no pareciese tener una razón para vivir. Pasó todo el día en su casa y esperó a que esa noche el recuerdo de ella regresara y trajera con él un poco de vida. Se sentó entonces en la silla que se asomaba a una pequeña ventana, a través de la cual se podía distinguir, a lo lejos, la pequeña colina con una casa de campo en su cumbre, propiedad de la familia de ella, donde por primera vez se amaron. Solo observó aquel lugar toda la tarde. Esperaba verla a ella columpiándose en la silla que pendía de la rama más gruesa de aquel roble que estaba junto a  la pequeña casa. Nunca vio la imagen que anhelaba.

La noche llegó, y la Luna, acompañada por su fiel guardiana, Venus, custodia del amor antiguo, lo miró desde la altura infinita de la bóveda celeste. Pasó la noche igual que el día, en aquella silla de la que no se movió ni una sola vez, ni siquiera para comer. Pero la noche era diferente al día, los recuerdos parecen a veces aves nocturnas, y de esta manera llegaron a su mente. No pudo conciliar el sueño. Lágrimas transparentes en las que se observaba el reflejo de la Luna que lloraba por su hijo, se precipitaron, una a una, por su cadavérica mejilla. No había duda alguna, su existencia sucumbía ante el olvido.

Al siguiente día se levantó, y al salir para su trabajo retomó su ritual de saludar a sus vecinos, nadie le reconoció. Contestaban su saludo matutino con el más extraño gesto en sus rostros. No reconocieron jamás a aquel extraño ser que apareció ante sus miradas, ni jamás recordaron al que la noche anterior había desaparecido. Era como si el Céfiro hubiera soplado sobre sus mentes esa noche, y hubiera borrado de cada uno el recuerdo del más apasionado de los amantes.

Extrañado, el nuevo ser, no entendió la conducta de sus vecinos, hasta que se observó en la ventanilla de un auto aparcado en la calle. Aceptó la realidad una vez más.  Corrió entonces, con lágrimas en su rostro, como el niño que corre a los brazos de su madre, pero esta vez corría hacía la colina que divisó toda la noche.

Llegó al lugar y brincó la cerca que delimitaba la propiedad aquella. Subió hasta la casa abandonada, y el recuerdo de ella volvió a su mente. Ya no era hermosa. El aspecto de ella era el de un cadáver que se acercaba hacia él. Quería no verla más, pero aquello le resultaba imposible. Intentó alejarse de ella y corrió alrededor de la casa hasta que se detuvo frente al roble del cual pendía la silla donde la vio por primera vez. Se derrumbó ante aquel árbol y su mirada encontró lo que jamás hubiera querido observar. Había junto al tronco del árbol una losa de blanco mármol con unas letras gravadas. Era una lápida. En ella se leía claramente el nombre de ella y una fecha. Era tal fecha dos días posteriores a su partida. Él jamás de enteró de aquel suceso.

Ahora no encontraba una razón para su existencia, y derrumbado en aquel lugar esperó a que ella se acercara a él para llevarlo consigo. Tuvo que esperar tres días para que aquello sucediera. Tres días en los cuales no comió y sus lágrimas jamás cesaron de brotar de sus ojos. Tres días de soñarla.

A la mitad del tercer día aún no dejaba de soñarla, pero esta vez dejó de llorar, y paralelo a eso, la luz de su vida se extinguió. En aquella colina a las afuera de la ciudad, había ahora un hombre muerto, solitario, que había recuperado su aspecto original. Todo el que pasó por el lugar quedó sorprendido por la sonrisa que enmarcaban sus labios. Nunca habían visto un muerto sonriente. Quizás jamás vieron alguien que murió en su sueño.