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Erin, la gata caída del cielo.

en Zoofilia

AVISO:

Lo que estás a punto de leer, si decides continuar, es un cuento y no un relato. En él no hay sexo, ni erotismo, ni tan siquiera morbo. Por el contrario, solo hallarás amor, simpatía, ciertos toques de humor y entretenimiento. Al menos es lo que he pretendido conseguir al escribirlo. Cada lector podrá extraer del cuento sus propias conclusiones, pero quiero dejar claro que en ningún momento pretendo ofender o molestar a nadie, sino expresar mis ideas. Si lo incluyo en esta categoría se debe a que no hay otra más indicada, pues zoofilia significa ‘amor a los animales’.

Si, tras leerlo, alguien decide que le gusta y quiere tenerlo en PDF, con unas ilustraciones que estoy creando, tan solo tiene que dejarme su correo y con gusto se lo envió.

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ERIN, LA GATA CAÍDA DEL CIELO

Por luz Esmeralda

 

Dedicado a Mikaela, Álex, Capri y,

        muy especialmente, a la pequeña

                     Erin, porque ella fue quien

                                     inspiró este cuento.

 

Más allá de los verdes prados, de las altas montañas, de los caudalosos ríos, del árido desierto, del ancho océano y de las ciudades atestadas de coches y gente, había un bosque rico en vegetación, agua y aire limpio donde los animales vivían en comunidad y total armonía.

Una mañana, poco después de despuntar el día, un estruendo alteró la paz y la tranquilidad de todos sus habitantes. Las ardillas saltaron de rama en rama, muy asustadas y asumiendo el riesgo de caer al suelo y darse un buen coscorrón. El pájaro carpintero dejó de picotear el viejo roble donde vivía y se refugió en su casa. La lechuza, que poco antes había conseguido conciliar el sueño, abrió los ojos y giró su cuello en todas direcciones, encogida de hombros y sin parpadear. En definitiva: todos los animales pacíficos o asustadizos corrieron a buscar refugio.

De repente, otro estruendo volvió a sobrecoger a todos. Prestando un poco de atención podían escucharse sus corazones latir con prisa y sin freno. Ninguno se aventuraba a hacer el más mínimo ruido y prácticamente dejaron de respirar… por si las moscas. Solo tres valientes permanecieron alerta y con gesto desafiante, sin inmutarse lo más mínimo. Se trataba de la familia formada por el lobo, su esposa y el pequeño cachorro nacido cuatro meses atrás, durante las últimas nieves.

―¡¡¡SEÑOR LOBO!!! ¡¡¡SEÑOR LOBO!!! ―gritó el búho desde lo alto de una rama―. Como alcalde de esta comunidad le ordeno que averigüe qué es lo que pasa, y como juez se lo exijo.

El lobo alzó la cabeza y miró hacia arriba, buscando el origen de tan osadas palabras.

―¿Me ordena?... ¿Me exige?... ―preguntó al descubrir quién era el atrevido que le hablaba de ese modo.

El búho vaciló antes de responder, tratando de medir sus palabras.

―¡SÍ! como alcalde y máxima autoridad se lo ordeno. Como juez se lo exijo porque, en virtud del acuerdo que firmamos, usted se comprometió a defendernos de las amenazas externas si le permitíamos vivir con su familia en la comunidad. Aquí está su firma ―dijo el búho y le mostró un pedazo de corteza en el que se veía claramente marcada la pata del lobo.

―¡¡Grrrrr!! ―gruño el lobo―. ¿Por qué no se lo pide al oso? No está confirmado si la posible amenaza es externa o interna. Además, como policía, una de las obligaciones del grandullón es averiguar los hechos antes de actuar.

El búho levantó una de sus cejas en señal de contrariedad.

―Sabe de sobra, señor lobo, que el oso es un animal grande y fiero, pero lento, despistado y perezoso. Tardaría dos o tres días en averiguar lo que ocurre. Créame si le digo que de buena gana le mandaría, pero la confianza que tengo en él a la hora de resolver este misterio es más bien escasa.

El lobo, sin poder encontrar argumentos con los que librarse de su obligación, volvió a gruñir y se puso en camino hacia el lugar del que procedían los extraños ruidos. Su esposa le siguió durante unos pocos metros, pero tuvo que retroceder ante la insistencia de su esposo. El argumento esgrimido por este no era otro que el instinto de protección, ya que, si él faltaba, ella debía quedar para cuidar de su cachorro.

Caminó durante media hora, olisqueando aquí y allá, y buscando algún rastro que le indicase la presencia de algo o de alguien. Lo encontró en unos matorrales, en forma de sangre fresca y reciente. Dedujo que algún animal herido había pasado por allí y siguió las manchas rojas esparcidas por el suelo. Pocos minutos más tarde, pudo averiguar quién había sido el responsable de todo el alboroto.

Encaramado en lo alto de una peña, observó cómo un cazador se acercaba a un desvalido cervatillo, que agazapado en el suelo sollozaba asustado. Lo miró con detenimiento y concluyó que su herida era leve. «Tan solo es un rasguño», se dijo. No tenía tiempo que perder si quería evitar que el humano terminase lo que había empezado. Sin pensárselo dos veces, dio un gran salto y cayó a escasos metros del cazador. Pero aquel no parecía ser su día de suerte, porque lo hizo sobre una alfombra de ramas secas que al crujir alteraron al humano. Este, al sobresaltarse con el escándalo, se giró rápidamente y dirigió los dos cañones de su escopeta hacia el torpe valiente.

«Tranquilo. No muevas un solo musculo ―se dijo el lobo―. Puede que el humano esté tan asustado como tú. Procura que no se ponga más nervioso y cometa una tontería. No te conviene».

 Cazador y lobo se miraban fijamente a los ojos, sin moverse lo más mínimo y esperando la reacción del contrario. Entonces el lobo pudo ver cómo una gota de sudor resbalaba por la frente de quien le encañonaba con la escopeta. «En el momento en que esa gota de sudor caiga sobre su ojo, puedo darme por muerto ―pensó el lobo―. Seguramente se pondrá más nervioso y apretará el gatillo».

Justo en el momento en que la gota de sudor alcanzó el destino no deseado, el lobo cerró los ojos y se encomendó al creador. El cazador se la secó con el hombro y comenzó a presionar el gatillo. La suerte estaba echada. Entonces, sin saber cómo ni de dónde, algo grande y peludo se abalanzó sobre él, derribándolo en el suelo y propiciando que la escopeta quedase muy alejada. Indefenso y confuso, el cazador abrió los ojos al sentir en su rostro el aliento jadeante de quien lo había abatido. El miedo se apoderó de él al ver dos hileras de dientes grandes y afilados a escasos centímetros de sus narices. Incrédulo, volvió a cerrar los ojos y comenzó a mover los labios sin emitir sonido alguno. Sin lugar a dudas, estaba rezando a su dios para que le librase de una muerte segura.

―¡NO! no le hagas daño ―dijo el lobo tras descubrir que era su esposa quien le había salvado la vida―. Debí imaginar que me seguirías. Siempre has sido muy cabezota.

―Deja que acabe con él ―dijo la loba―. No merece ninguna consideración.

―No, amada esposa. Sabes de sobra que prometimos acatar las normas de los animales del bosque cuando decidimos vivir en armonía con ellos. Una de ellas ordena que no podemos matar… salvo que sea necesario. Debemos llevar al humano a la comunidad para que el juez decida qué hacer con él.

La loba gruñó una, dos y hasta tres veces antes de envainar los colmillos y ver en qué estado se encontraba el frágil cervatillo. Este, lejos de asustarse ante la imponente figura de la loba, se levantó del suelo y dijo:

―¡Gracias! ¡Muchas gracias, señora loba! Ha llegado en el momento justo para salvarnos la vida. De no ser por usted, ninguno de los dos estaría vivo para contarlo.

Los lobos se acercaron al cazador y con gestos amenazadores le fueron conduciendo hacia la comunidad. Cuando llegaron, el resto de animales salieron de sus escondrijos para contemplar, con recelo, la llegada del intruso.

―Aquí lo tiene, señor juez ―dijo el lobo al búho―. Este cazador es el responsable del alboroto. Ahora soy yo quien le exige que haga justicia.

El búho miró con atención al inculpado y meditó durante unos instantes. Finalmente descendió a una rama más baja para no tener que gritar.

―Y… dígame, señor lobo. ¿Cuáles son los cargos que pesan sobre este humano?

―Para empezar… le acuso de desorden público. Para terminar… le acuso de haber intentado matar a este cervatillo y a mí mismo ―respondió el lobo al tiempo que miraba al cazador con cara de pocos amigos.

El cervatillo asintió con la cabeza y mostró su herida, ratificando las palabras del lobo. Ante tales evidencias, el búho no tuvo más remedio que pronunciarse de este modo:

―A la vista de las pruebas presentadas y del testimonio de los testigos, me veo en la obligación de fijar el correspondiente juicio para esta tarde a las cinco, si nadie expone alguna razón que aconseje otra hora. Señor oso, hágase cargo del detenido cuando termine de rascarse, si no le importa ―concluyó el búho con ironía.

―Lo siento, señor alcalde. Es que me estaba rascando el tra…, perdón, la espalda ―dijo el oso tras salir de la parte trasera de un grueso nogal―. ¿Es que ya no puede uno rascarse tranquilo el tra…, digo, la espalda?

Todos rieron a carcajadas porque en la parte baja de su espalda habían quedado trozos de corteza enredados en el pelo. Pero el cazador no rio al ver al oso, sino todo lo contrario, sus ojos eran fiel reflejo del miedo que sentía y… se olía, según de donde soplase el viento.

Puesto que aquel día era el último viernes del mes, en el prado se había dispuesto el tradicional mercadillo, que servía de excusa para que la comunidad se llenase de animales procedentes de otras cercanas. Incluso, aquel día la afluencia fue mucho mayor de lo acostumbrado. Posiblemente se extendió la noticia del juicio al humano, hecho que no tenía precedentes hasta la fecha.

Pasaba medio día cuando Capricho, Alexander y Mikaela, tres gatos que vivían en una granja cercana, aparecieron tan campantes y ajenos a cuanto había sucedido. Los tres quedaron extrañados por el gran ambiente y dieron por sentado que se debía al buen tiempo.

―Luego nos vemos, hermanos. Tengo negocios que atender ―dijo Capri, que así es como le llamaban todos, y se alejó.

Capri, con apenas cuatro años, era un gato atigrado con franjas negras y grises. La expresión de su rostro revelaba un cierto aire a galán de cine y sus ojos, de color verde aceituna, eran un imán para las felinas. En pocas palabras, se le podría definir como un hermoso ejemplar con aspecto chulito y desvergonzado. Caminó entre los puestos del mercadillo con cierto desinterés, lo que indicaba que sus supuestos negocios estaban más bien relacionados con alguna gata a la que había echado el ojo. Uno a uno fue saludando a todo aquel que se cruzó en su camino, comenzando por la nutria que vendía pescado fresco y terminando por el lince, en cuyo tenderete podía leerse un gran cartel que decía: « OJOS DE LINCE: TODO EN PRISMÁTICOS».

―Buenos días tenga usted, señor lince ―saludó con cortesía―. ¿Cómo va el negocio?

―Buenos días, Capri. Lo cierto es que no me puedo quejar. Pero basta de hablar de negocios, porque te conozco muy bien. En el fondo lo que quieres saber es dónde está mi hija. ¿No es cierto?

―¡Caramba! Con razón es usted un lince, porque no solo es capaz de ver a mucha distancia, sino que, también, es capaz de ver mis pensamientos. ¿No se ha planteado dedicarse a ello? Estoy seguro de que ganaría mucho más que con los prismáticos.

―No, no veo lo que piensas. Es solo que todos los días que hay mercado me preguntas lo mismo, como si te interesase, y luego vas corriendo a ver a mi hija. Anda, entra en la tienda, que hace rato que te espera.

Mientras todo esto sucedía, Álex y Mikaela trataban de averiguar qué hacía allí aquel humano y cómo había ocurrido todo. Ambos quedaron sorprendidos al saber del valor mostrado por la loba, y se sintieron aliviados porque el lobo y el pobre cervatillo habían salido airosos de su encuentro con el cazador.

―Adiós, hermana. Voy a dar una vuelta por la charca a ver si veo a mis amigos ―dijo Álex y se despidió de ella con un par de lengüetazos en el hocico.

Álex, al igual que su hermano Capri, era un gato atigrado, pero con tonalidades doradas y rayas de color naranja oscuro. Con poco más de cuatro años de edad, se le podría definir como reservado, bueno y siempre atento con todos los animales: de aquellos que parece que nunca han roto un plato. Feliz y cantarín, caminó por el sendero que llevaba a la gran charca y que no estaba muy lejos de allí. Cuando llegó, pudo ver cómo las pequeñas nutrias jugaban en el agua, demostrando que, entre todos los animales, eran las que mejor nadaban. También pudo escuchar a la rana de San Antonio, propietaria de un modesto chiringuito junto a la orilla, que croaba sin cesar a un volumen muy alto: «¡¡MOSCAS!!… ¡¡MOSCAS!!... ¡¡MOSCAS DE TODOS LOS COLORES Y TAMAÑOS, PARA LA HIJA, PARA LA SUEGRA O PARA TOMAR DESPUÉS DEL BAÑO!!».

En ese momento, Álex tuvo que detenerse al sentir un leve pinchazo en el trasero. Se giró y las carcajadas brotaron de su boca al percatarse de la gran amenaza que suponía su agresor.

―¿Adónde vas con eso, enano? ―preguntó a un pequeño erizo que, montado sobre una tortuga, portaba un palito en su mano derecha y media cáscara de nuez en la izquierda.

El diminuto erizo, lejos de amedrentarse por el descomunal tamaño de Álex, trató de volver a clavarle aquella especie de palillo mondadientes.

―Deteneos, malandrín, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís y adónde vais. Soy don Espinote de la Mancha, caballero punzante que ha jurado defender a los desvalidos y el honor de las doncellas ―dijo con firmeza el pequeñajo y continuó desvariando―. Desde que fui armado caballero por don Erizión del Bosque, al que apodan el Intocable, todas mis justas se cuentan por victorias, y no son pocos los rufianes que han mordido el polvo a mis pies y suplicado clemencia. Arrodillaos ante mí y jurad que mi amada, doña Ericea del Matorral Espinoso, no tiene parangón entre las damas del reino.

Como Álex había dormido poco la noche anterior y tenía sueño, abrió la boca todo lo que pudo para bostezar. El pequeño caballero punzante, al ver el arsenal de dientes de todos los tamaños que Álex tenía, se le pusieron las púas de punta y comenzó a gritar de esta forma:

―¡¡MAMÁ!!... ¡¡MAMÁ!! ESTE GIGANTE, HIJO DE UN DRAGÓN Y UNA BRUJA MALVADA, ME QUIERE COMER SIN SER LA HORA DEL ALMUERZO… ―Acto seguido, el osado caballerete ordenó a su tortuga que diese media vuelta y pusiese pies en polvorosa.

Durante diez minutos Álex observó cómo el valiente huía con los calzones manchados, hasta llegar junto a su madre apenas situada a tres metros de distancia. Sonrió al tiempo que se decía: «Paciencia, Álex. La culpa es de los domingueros que acampan en el claro que hay junto a la carretera. Seguramente el pequeñajo ha visto alguna de las películas que ven los humanos en sus televisores portátiles. Las crías de hoy en día son como esponjas que absorben todo lo que ven y escuchan». Con este pensamiento fue a reunirse con sus amigos.

Cuando el sol anunció en lo alto que eran las cinco de la tarde, la zona donde se celebraría el juicio estaba atestada de curiosos. Se trataba de un claro presidido por una gran roca y rodeado de árboles centenarios, justo al lado del arrollo que bajaba de las montañas. De esa forma los asistentes tendrían buena sombra y podrían calmar su sed durante el proceso. El bullicio era insoportable, porque todos querían opinar respecto a la condena que debía recaer sobre el inculpado. El búho se situó en lo lato de la roca, vestido con su toga de juez, y tuvo que intervenir para poner orden.

―¡Orden, por favor! Mantengan la calma ―dijo con autoridad al tiempo que golpeaba un madero con su mazo―. Si no guardan silencio, tendré que ordenar al alguacil que desaloje el tribunal.

Puesto que todos conocían el carácter del búho cuando ejercía de juez, y sabían de sobra que no amenazaba en vano, callaron de golpe y tan solo se escuchó a la Ranita de San Antonio que, más interesada en el negocio que en otros asuntos, seguía promocionando sus moscas junto a la charca. Como apenas era un leve susurro, puesto que se encontraba muy alejada, el juez lo pasó por alto y habló de nuevo.

―Vecinos, forasteros, curiosos y, en general, amigos del bosque. Estamos aquí para impartir justicia a este humano, que osó perturbar nuestra paz y tranquilidad con la perversa intención de dar muerte a un pacífico e inocente cervatillo. Estos son los cargos, y al ministerio fiscal corresponde demostrar si es culpable. Le doy la palabra para que haga su exposición inicial antes de dar paso a los testigos.

En ese preciso instante, un zorro, de bello pelaje marrón y rostro severo, apareció entre los árboles y se situó delante de la gran roca donde el juez presidía la sesión. Miró a todos los asistentes, a su señoría y finalmente al inculpado. La mirada que lanzó a este último no fue especialmente amistosa; sus ojos, enrojecidos por las pequeñas venas que los recorrían, resultaban tan siniestros como los de un demonio. Todos supieron en ese momento que no tendría piedad con el cazador y que solicitaría la pena máxima. Solo un milagro podría salvarlo.

―Como es bien sabido por todos los presentes ―comenzó con su alegato―, los animales del bosque hemos vivido los últimos años en paz y armonía. Esto ha sido posible gracias a las leyes que los humanos establecieron para protegernos. ¡Finalmente hallaron algo de cordura! ―Levantó la mano derecha y se dio dos golpecitos con el dedo en la sien―. Aun así, algunos piensan que dichas leyes no van con ellos y deciden saltárselas. “Furtivos” los llaman si cazan en el bosque. “Maltratador” es el nombre que reciben los que abusan de nuestros derechos. “Bestias” suelen llamarnos y yo me pregunto: ¿Quiénes son los bestias?... ¿Ellos o nosotros?... ¿Es más bestia quien actúa por instinto y necesidad que quien lo hace por vicio y capricho? Cierto que algunos animales matamos para subsistir: es nuestra naturaleza. Cierto que algunos provocamos miedo con nuestro aspecto: así nacimos y no tenemos la culpa. Lo que resulta intolerable es que algunos humanos no solo dejan de respetar nuestros derechos, sino que, además, infringen sus propias leyes. Ha llegado el momento de que nos rebelemos, dando un castigo ejemplar a este humano que, de forma vil y cobarde, ha perturbado nuestra paz y ha tratado de poner fin a dos vidas inocentes: la del joven cervatillo y la del lobo que intentó defenderlo como si de un hermano se tratase. Porque eso es lo que somos: hermanos en el bosque compartiendo intereses comunes.

»No pretendo extenderme, puesto que los testimonios de los testigos serán suficientemente explícitos y no dejarán lugar a dudas. Ellos serán quienes arrojen luz sobre el asunto que nos incumbe. Sin más dilación, llamo a declarar al lobo y al cervatillo.

En ese momento se adelantaron los citados, que, tras jurar decir la verdad, relataron lo sucedido aquella misma mañana. La loba también fue llamada a declarar y corroboró, hasta la última coma, las versiones dadas por su esposo y el pequeño ciervo. Todos los presentes murmuraron, indignados, al conocer la verdad. Por fin los rumores dejaron de serlo definitivamente.

El juez se giró hacia el inculpado, con gesto serio. Lo miró y cayó en la cuenta de que no podía ser interrogado, porque su lenguaje no era comprensible ni para él, ni para ninguno de los presentes. Del mismo modo, se percató de que el cazador tampoco podía entenderlos a ellos. «¿Qué podemos hacer?», se preguntó sin hallar respuesta en su libro de leyes.

―He de reconocer que el tema es peliagudo ―dijo en voz alta―. Nos enfrentamos a un dilema de difícil solución a la vista de cómo están los ánimos. Puesto que el presunto agresor no puede designar un defensor, me veo en la obligación de solicitar que alguno de los presentes asuma esa tarea por el bien de la justicia.

Todos se miraron y los murmullos no tardaron en surgir. No solo desconocían los asuntos legales, sino que, además, tampoco estaban por la labor de defender a un ser que consideraban un monstruo. En todo caso, ninguno pretendía enfrentarse a las críticas y al posible rechazo de sus semejantes.

Pasado un tiempo prudencial, el juez resolvió dictar sentencia en función de lo que tenía. Toda su sabiduría no servía de nada en aquel caso porque, desafortunadamente, nunca se había presentado una situación similar. Levantó el mazo y se dispuso a bajarlo de golpe. En ese momento, y sin que nadie lo viese venir, algo cayó del cielo y aterrizó justo delante del juez.

―¡¡¡Quieto parao!!! ―dijo con contundencia la voz débil y femenina de quien llegó de las alturas.

Se trataba de una gatita común, de pelo gris azulado y reducido tamaño. Por su apariencia, apenas superaba los cinco o seis meses de vida y su rostro alegre denotaba gran viveza.

―Con la venia del tribunal ―dijo―, yo me haré cargo de la defensa del acusado. Mi nombre es Erin, para que conste en acta, y, aunque no estoy familiarizada con las leyes del bosque, creo que mi aportación puede resultar provechosa en beneficio de la justicia.

El búho, viendo que aquella temeraria gata era el único ser viviente dispuesto a asumir la defensa, pensó que no había nada que perder y consintió.

―Si no hay objeciones por parte de ninguno de los presentes, Erin, la gata caída del cielo, asumirá la difícil tarea de defender al procesado.

Fue entonces cuando la pequeña Erin comenzó a poner los puntos sobre las íes, empezando por el propio zorro.

―Puesto que la exposición del fiscal ha sido más que acertada, además de elocuente ―dijo―, no pienso ponerle ningún pero. Ahora bien, díganos a todos cuántas veces se ha visto amenazado por algún humano.

El zorro agachó la cabeza, se rascó la barbilla y se dispuso a contestar.

―A decir verdad… ¡Nunca! ―exclamó y los presentes aguantaron la respiración―, pero tengo la certeza de que lo habría pasado muy mal si llego a toparme con alguno. El ser humano siempre tiende a tratarnos mal. Bien por miedo, bien por maldad o por lo que sea.

―No le voy a quitar parte de razón ―dijo Erin―, aun así… ¿es cierto que su especie está protegida en la actualidad? ―El zorro asintió con la cabeza―. ¿Es cierto que goza de espacios amplios donde puede cazar y alimentar a su familia? ―El zorro volvió a asentir―. ¿Es cierto que sus parientes de Inglaterra, muchos siglos perseguidos, se sienten más seguros porque se ha prohibido su caza con perros? ―Nuevamente el zorro afirmó―. Puesto que goza de cierta seguridad, propiciada por las leyes de los humanos, no sería justo condenar a todos porque uno se haya salido del camino correcto.

»Usted mismo sabe que algunos miembros de su especie entran en un gallinero y arrasan con más gallinas de las que precisan. ¿Sería justo que todos los zorros sufriesen las consecuencias? Como veo que niega con la cabeza, imagino que piensa que no es bueno castigar a todos por lo que uno hace. En este caso no estamos juzgando a un humano, sino a todos. Porque nosotros no tomamos represalias y ellos sí. Castigando a este cazador, pasaremos a representar un peligro para ellos. Créame si le digo que muchos se echarán al bosque, al monte o adonde sea para cobrarse venganza. Solo nos queda confiar en que las autoridades humanas sabrán castigar a los suyos cuando incumplan sus propias leyes.

Una vez finalizado el interrogatorio al zorro, Erin miró a su alrededor y pudo percatarse de que ninguno de los presentes parpadeaba o emitía sonido alguno.

―Dígame, señora paloma ―dijo alzando la vista hacia una rama―. Usted proviene de una ilustre familia de palomas mensajeras. Aunque hace mucho tiempo que no desempeñan dicho oficio, sus antepasados siempre trabajaron con los humanos y muchas veces obtuvieron reconocimiento. Incluso eran tratadas con respeto. ¿Qué tiene que decir a favor o en contra?

La paloma desplegó sus alas y se dejó caer hasta el suelo.

―Es cierto lo que dices, Erin ―respondió la paloma―, pero debes tener en cuenta que mis parientas, las que viven en la ciudad, continuamente son perseguidas porque, según los humanos, manchan sus calles y monumentos con los desechos corporales. No tienen en cuenta que nosotras no contamos con lugares específicos para hacerlo.

Erin se rascó la cabeza y vaciló unos instantes. Cuando tuvo claro lo que iba a decir, replicó a la paloma.

―Es cierto todo lo que dice, pero debe tener en cuenta que, hasta hace unos años, eran exterminadas y ahora simplemente se las pretende asustar con algún tipo de ave rapaz. Han pasado de las matanzas a la disuasión. Creo que es un paso a tener en cuenta. Aun así, también es cierto que su especie es muy querida por determinados humanos. Sobre todo por los pequeños y los mayores. Muchos de ellos acuden a plazas y parques a proporcionarles comida y buscando su compañía. Algún gamberro puede surgir, pero son tan pocos que pasan desapercibidos. Si la inmensa mayoría las tratan bien o simplemente las ignoran, ¿no sería lógico pensar que con el paso de los años la situación puede mejorar?

Puesto que la paloma no tenía argumentos con los que rebatir a Erin, esta buscó otro animal a quien interrogar. Entonces se fijó en el grandullón, el oso.

―Y usted ¿qué tiene que decir? ―le preguntó―. Usted es de los que menos pueden quejarse, porque goza de una especial protección por parte de los humanos. Incluso, cuando está enfermo o herido, son ellos quienes le curan y proporcionan alimento si este escasea…

―Sí, pero… ―el oso interrumpió a Erin, porque esta hablaba y hablaba y no le dejaba responder―, algunos de mis parientes viven y trabajan en circos para los humanos. Puedo afirmar que no son tratados muy bien y que tan solo los alimentan con porquerías. Todo el día los tienen repitiendo las mismas tonterías con que el público se divierte durante la función, a base de palos y vejaciones.

»También los míos sufren en los zoos, donde el abandono actual es más que palpable. Las excusas suelen ser tan tontas como los dichosos recortes por culpa de la crisis económica que sufren los humanos.

»Imagino que me dirás lo que a los otros, que los malos tan solo son unos cuantos. Y puede que tengas razón, porque no son pocos los que vienen al bosque o a la montaña a fotografiarnos y saber cosas de nosotros. Suelen hacerlo con respeto y procurando no interferir en nuestras vidas.

―¡Gracias, señor oso! No le haré más preguntas ―concluyó Erin.

La pequeña defensora echó un vistazo rápido a derecha e izquierda, buscando a otro animal que prestase testimonio a favor de su causa, más que de su defendido. Se fijó en el lince, al que conocía muy bien por las largas conversaciones que habían tenido. Sabía de buena tinta que su especie era de las más protegidas debido a su escasez y casi extinción. Gracias a las fuertes represalias que sufrían quienes osaban tan solo molestarlos, no encontró argumentos en contra de los humanos, salvo las raras excepciones que suponían algunos descerebrados. Su señoría tuvo en cuenta estos argumentos y no creyó conveniente el interrogatorio al lince.

El búho, viendo que el juicio se prolongaba más de lo esperado, golpeó fuerte con su mazo y anunció un descanso de media hora. Acto seguido hizo un gesto con su ala derecha a Erin para que se acerase a él y dijo así:

―¡Muy bien, pequeña! Admiro el entusiasmo con que te empleas; no obstante, he de decirte que no tenemos toda la tarde. Hay otras obligaciones que reclaman mi atención y que no puedo eludir.

Erin rio a carcajadas, justo delante de las narices del juez y sin importarle incurrir en desacato al tribunal.

―Ya me conozco yo cuáles son esas obligaciones ―dijo Erin―. ¿No tendrán que ver con la señora lechuza? Ya sabe, la maestra.

El búho, temeroso de que su secreto saliese a la luz, decidió pasar por alto el comentario y advirtió a Erin del siguiente modo:

―Eres muy pequeña para saber de romances y asuntos de mayores. La señora lechuza es soltera y yo también, no obstante, aunque ambos somos libres, bien es cierto que debemos guardar el decoro. No estaría bien visto que el alcalde y juez tenga relaciones sentimentales con la maestra; ambos nos debemos a los demás, y todos nos toman como modelo de sabiduría y buena convivencia. Ahora, dime, ¿tienes pensado interrogar a alguien más?

―Sí, señor juez ―respondió Erin―. Disculpe si no le llamo “señoría”, pero estamos en un descanso y no soy abogada. Pienso llamar a declarar a mis hermanos y luego termino con las conclusiones. Respecto a su romance…, no tema, que mis labios están sellados. Ahora, con su permiso, voy a decir a mis hermanos que estén preparados para declarar.

Ambos se despidieron cordialmente y la pequeña gata se marchó, ronroneando una alegre cancioncilla:

Un elefante se balanceaba

sobre la tela de una araña.

Como veía que no se caía,

fue a llamar a otro elefaaante…

No muy lejos encontró a Álex y Capri, debatiendo con sus amigos sobre lo tratado en el juicio. Con un gestó los llamó y estos acudieron junto a ella.

―Hermanos ―les dijo―, cuando se reanude el juicio, os voy a llamar a declarar. Quiero que seáis sinceros y no tratéis de impresionar a nadie. Me conformo con que seáis vosotros mismos y…

―¿Declarar? ―Capri interrumpió a su hermana―. ¿Por qué nosotros? Ninguno de los dos ha tenido nunca nada que ver con cazadores y ese tipo de fauna. ¿Qué podemos decir a favor o en contra de algo que desconocemos?

Erin se mostró contrariada con la actitud de su hermano. Puesto que Álex tampoco parecía conforme, rodeó a los dos por el cuello con sus brazos y formaron una especie de piña.

―Veréis, hermanos ―les dijo con tono fraternal―. Como he dicho antes, esto tiene poco que ver con un cazador concreto y mucho con el conjunto de los humanos. Nuestra madre es una de ellos. No seáis tan ingenuos al pensar que todo empieza y termina con un solo individuo… o personaje, como queráis llamarlo. Tan solo pretendo que seáis sinceros, que del resto me encargo yo.

Álex y Capri asintieron con los ojos, prometiendo transmitir a Mikalea, su otra hermana, lo que Erin les había dicho.

Cuando el juicio se reanudó, algunos pudieron darse cuenta de que el acusado no tenía buena cara. Entre ellos el juez, que preguntó sobre los posibles motivos. El oso, que como alguacil era el encargado de custodiarlo, alegó no saber nada al respecto y miró hacia otro lado, silbando como si el asunto no fuese con él. Pero todos sabían que el grandullón no había tenido una buena digestión y, en cierto modo, sintieron pena por el humano, porque comenzaba a ser castigado de forma cruel antes de escuchar la sentencia.

El juez preguntó al fiscal si tenía algún otro testigo a quien llamar a declarar. Ante la respuesta negativa del zorro, concedió la palabra a la parte defensora, quien reclamó la presencia de sus tres hermanos.

Erin quiso comenzar por Mikalea, la mayor de los cuatro. Esta era una gata de color blanco con manchas marrones y negras. Su cara tenía forma triangular y sus ojos eran azules como el cielo del medio día. Aunque tenía un poco de sobrepeso, se manejaba con agilidad en cualquier situación. Pero su mayor virtud residía en su forma de ser: cariñosa, coqueta, alegre y juguetona.

―Mikalea ―dijo Erin― Cuéntanos a todos tu historia. Nos interesa saber cómo te ha ido con los humanos.

―Mi vida fue complicada al principio. ―Comenzó con gesto triste y la voz quebrada―. De pequeña viví más o menos bien con una familia. Al principio todo eran caricias y palabras tiernas, pero, cuando crecí y representé un agujero en el bolsillo de mis dueños,  estos se deshicieron de mí arrojándome a la calle; no estaban dispuestos a gastar dinero en vacunas, revisiones periódicas, esterilización y otros gastos imprevistos. Como cualquier gato, yo gastaba poco en comida y no ocasionaba problemas o quebraderos de cabeza.

»Como he dicho, de la noche a la mañana me vi en la calle, sola y desamparada. Al crecer sin tener que preocuparme de conseguir comida, mi instinto de supervivencia estaba más que mermado y apenas probaba bocado. Sobre todo porque tenía que competir con otros tantos gatos callejeros, peleando por un trozo de pan o lo que buenamente conseguíamos en los cubos de basura.

»La consecuencia inmediata fue que, en pocas semanas, me vi tan flaca y falta de fuerzas que apenas podía caminar, y mucho menos cazar o conseguir comida por otros medios. Debido a mi lamentable estado, las peleas con otros gatos fueron deteriorando mi cuerpo y mermando mis ganas de vivir.

»Con este ánimo afronté el que pensé sería mi último día. Aquella tarde caminaba por una calle de la ciudad en la que vivo, llena de magulladuras y una buena herida que me dolía horrores. Lo hacía como buenamente podía y sin rumbo fijo. En un momento dado me encontré frente a frente con una chica joven. Ella se detuvo y trató de acariciarme. Al darme cuenta de que tenía lágrimas compasivas en sus verdes ojos, pensé que no tenía nada que perder y me dejé acariciar. Pocos minutos más tarde, ella me agarró con fuerza del pelo, por la zona de la nuca, y me cogió en brazos. Yo estaba muy asustada y traté de rebelarme en vano, porque no me permitió escapar. Como consecuencia de mi rebeldía, llené su brazo de arañazos y la sangre comenzó a brotar por toda su piel. Ella los aguantó como pudo y, aun así, siguió acariciándome sin soltarme.

»No tardamos en llegar a su casa y allí trató de curar mis heridas. Pero estas eran de tal gravedad, que me llevó a un veterinario al verse incapaz de procurarme alivio. Este me limpió las heridas y suturó las brechas de mi cuerpo. Posteriormente me puso varias vacunas para evitar complicaciones futuras.

»Mi madre, que como tal la considero, se desvivió por mí durante varios días para que mi recuperación fuese total. Con el tiempo sané y desde entonces no me ha faltado de nada. Pero, a pesar de que me dio mucho amor y ternura, lo mejor de todo es que adoptó a mis hermanos, para que pudiese compartir mi vida con otros de mi especie, además de con ella, feliz y como una familia.

»Por lo que a mí respecta, puedo afirmar que no todas las personas son malas y que aun queda esperanza para nosotros. Al menos yo la encontré y vivo feliz.

Tras terminar la emotiva declaración de Mikaela, Erin se dirigió a su hermano Álex.

―¿Y tú?… ¿Qué tienes que decir?

―Mi historia no es tan triste como la de mi hermana, pero puede tener un cierto parecido. ―Miró a Mikaela y ambos se cogieron de la mano―. La familia con la que vivía nos dejó, a mi hermano de nacimiento y a mí, en un albergue para animales abandonados, donde las condiciones no eran muy buenas que digamos. Un día llegó aquella a la que también llamo madre y me adoptó. Por desgracia mi hermano quedó allí y nunca he sabido qué fue de él. ¡Ojalá haya sido adoptado por alguna familia que le dé tanto amor como he recibido yo! ¡Ojalá sea tan feliz como lo he sido yo! ¡Ojalá…

En ese momento Álex dejó de hablar, porque las lágrimas comenzaron a manar de sus ojos melados y, con el corazón encogido, no pudo articular más palabras.

―Tranquilo, hermano. Todo está bien ―dijo Capri antes de darle un par de lengüetazos detrás de la oreja. Acto seguido se giró hacia los presentes y relató su historia―. Yo fui adoptado por la misma persona, el mismo día que Álex y en el mismo lugar. Puedo decir que en mi caso todo sucedió de forma diferente. Mi madre adoptiva tan solo acudió a aquel albergue buscando una gata. Le dijeron que Álex lo era y, como suele decirse, le dieron gato por liebre, porque resultó ser macho. Ella ni se preocupó de asegurarse antes de marchar, por suerte para él.

»El caso es que, mientras mi madre esperaba a que le rellenasen la cartilla de adopción de Álex, mi anterior dueña me llevó al mismo lugar para dejarme allí. Yo apenas tenía un mes de vida y era muy chiquitín. Mi madre me vio y quiso cogerme en sus brazos mientras esperaba. Realmente presentí su amor por los animales. En sus brazos me encontraba tan seguro, que tuve un buen presentimiento. Poco después mi presentimiento se cumplió y también fui adoptado.

»Desde entonces he sido muy feliz con mi nueva familia y jamás me ha faltado un beso, una caricia, un abrazo y todo lo que hace que la vida merezca la pena. Estoy muy agradecido a esta persona por su comprensión, paciencia en algunos casos y valentía al asumir el compromiso de acoger a tres gatos.

»¿Hay personas que son malas con nosotros? Indudablemente, pero una buena vale más que mil que no lo son. Este es mi parecer.

Tras la intervención de los tres gatos, lo que había sido murmullos se convirtió en escándalo. Por un lado gritaba un perro, que alegaba haber sido abandonado en medio de una carretera poco transitada. Por otro gruñía una liebre, que milagrosamente había escapado de un coto de caza. La cierva también se quejó… y el cuervo… y el jabalí… todos lo hicieron a su manera y por motivos diferentes. El veredicto condenatorio parecía más que evidente viendo cómo estaban los ánimos.

―¡¡¡ORDEN, POR FAVOR!!! ―gritó el juez―. No me gustaría tener que desalojar ahora que estamos tan cerca de la conclusión. Veamos que tiene que decir la abogada defensora en sus conclusiones.

Erin, alarmada por el cariz que tomaba la situación, se subió a lo alto de la gran roca donde presidia el juez y se dirigió a los demás una vez se hizo el silencio.

―Entiendo la indignación general ―dijo con un tono conciliador―. También entiendo que todos tenéis quejas y que reclaméis una condena severa. Aun así, os pido paciencia y que dejéis que cuente mi propia historia.

Los presentes la miraron con expectación, ansiosos por escuchar lo que aquella joven gata tenía que decir.

―Al ser destetada de mi madre, también fui arrojada a la calle. Hacía mucho frío y pronto el hambre se aferró a mi estómago. No sabía dónde refugiarme, ni cómo buscarme la vida. Tenía una hendidura en mi lomo y mi estado de salud no era muy bueno. Cansada de vagar por la calle, me refugié en el portal de una casa. Al verme, su propietaria se apiadó de mí y me metió dentro, me proporcionó comida y hallé un calor muy reconfortante.

»Como tenía un par de perros y otros tantos gatos, puede que cinco o seis, pensó que no podría hacerse cargo de un animal más y me llevó a casa de la que ahora es mi madre, sabiendo que ella no se negaría a darme cobijo o buscar a alguien que me quisiese.

»Me cogió en sus brazos y pude percibir la bondad de su corazón. Como todos tenemos nuestras formas de hacernos querer, comencé a ronronear con todas mis fuerzas, tratando de emocionar a la persona que me hablaba, besaba y acariciaba. Ella terminó cayendo en mis redes y aceptó quedarse conmigo. Durante una semana cuidó de mí y me colmó de dicha; no me faltaron los besos, las caricias y las palabras cariñosas.

»Un buen día llegaron un par de extraños: un hombre y una mujer. Por el trato que tenían con mi madre, pensé que eran buenos amigos. Pero me tenían reservada una sorpresa que me dejó muy triste. Sin conocer los motivos, me metieron en una cesta y se dispusieron a llevarme con ellos. Entonces pude ver por última vez a mi madre, llorando desconsolada. En un principio no supe por qué lo hacía, pero más tarde caí en la cuenta de que no podía hacerse cargo de una gatita más, porque ya tenía tres, y me buscó una buena familia.

»Con esta nueva familia la cosa no fue bien. Desde el principio ella mostró cierta repulsión hacia mí porque, según ella, le habían salido unas ronchas en las manos y pensó yo le producía alergia. Resulta irónico porque ya tenían un gato adulto en casa y con él no tenía el menor problema. Por este motivo quiso deshacerse de mí y me devolvió, como si fuese algo roto o en mal estado.

»De esa forma regresé con la que yo había aceptado en un principio como madre, la que me entregó a esa pareja pensando que era lo mejor para mí. A pesar de todo, fui aceptada como uno más, pero con ciertas reticencias, ¿verdad Capri?

Su hermano, que había prestado mucha atención, rio ante la indirecta que ella le lanzaba en forma de pregunta.

―Es cierto ―dijo Capri―. Al principio no te soportaba porque todas las atenciones eran para ti, para la pequeñaja. A nosotros apenas nos dedicaba algún que otro ratito. No obstante, pude comprender que no había dejado de querernos ni una pizca, sino que lo hacía para conseguir que te sintieses querida y a salvo lo antes posible.

Con lágrimas de felicidad, los cuatro hermanos se abrazaron en presencia de todos, y estos no pudieron evitar emocionarse. Ya no se escucharon quejas, ni lamentos, ni gritos clamando venganza. Todos permanecían atentos. Entonces Erin comenzó a caminar entre ellos, mirándolos con ternura y comprensión.

―Para terminar con mi intervención ―dijo―, y antes de que se dicte sentencia, permitidme que exponga mis conclusiones:

»Hay personas que disfrutan prendiendo fuego en los cuernos de un toro y sometiéndolo a todo tipo de vejaciones, borrachos perdidos y con la insana intención de lucirse ante sus semejantes. También hay personas que disfrutan, y pagan dinero por ello, viendo cómo un hombre torea a un pobre animal que, ni quiere estar allí, ni nadie le ha preguntado si lo desea. Como la persona que se enfrenta a él no tiene valor para hacerlo en igualdad de condiciones, le pinchan varias veces para disminuir sus fuerzas. Dicen que lo hacen para medir su bravura. ¡Mentira! Es un acto de cobardía. Otros entrenan a perros, en las peores condiciones posibles, simplemente para ganar dinero, bien apostando, bien obteniendo un premio por la victoria. Hay cazadores que matan animales por el mero placer de hacerlo. Dicen que es un deporte, pero apenas andan unos metros, porque, en lugar de caminar en busca de su presa, se han vuelto tan vagos que llevan a los animales en jaulas y los sueltan delante de sus narices, para que no fallen el tiro ni se hernien. Suelen hacerlo con perros elegidos para la ocasión, y, cuando estos dejan de ser útiles, los cuelgan de un árbol por el cuello y los dejan morir. Aunque hay muchos otros ejemplos, quiero terminar con los que abusan de sus mascotas y con los que las abandonan cuando se cansan de ellas o quieren ahorrarse unas perras gordas.

»Sé que todo lo que he descrito está muy mal y que es obra de gente si escrúpulos; pero, diferenciándoles del resto, he de decir que son una minoría que no se representan ni a sí mismos. Esa minoría son los malos y merecerían un castigo, pero tienen sus leyes y estas son las que deben castigarlos.

»Por todo lo expuesto en este juicio, concluyo que nosotros no somos como ellos, ni debemos ponernos a su altura. Ellos se portan mal con nosotros, pero nosotros no lo haríamos con ellos. Ellos se consideran seres racionales y, por lo tanto, superiores a nosotros, pero yo afirmo que nuestro instinto está por encima de su supuesta razón. Este humano, ni otros como él, merecen que nos pongamos a su altura. ¡He dicho!

Concluida la intervención de Erin, los animales del bosque se pusieron en pie y aclamaron a la pequeña gata. Ninguno de ellos pidió que le diesen las dos orejas…, ni el rabo…, ni nada por el estilo. Su desbordada alegría no era presagio de muerte, sino de vida: la del cazador.

El juez, ante el clamor popular, pidió silencio para deliberar sobre lo que debían hacer con el acusado; la opinión del zorro ya no tenía sentido. Entonces Erin volvió a tomar la palabra.

―Señoría ―dijo con todo respeto―, si me permite añadir algo, creo que tengo la solución perfecta para que este cazador reciba el castigo que merece sin mancharnos las manos.

―Habla, pequeña ―dijo el búho―, todos te escuchamos.

Erin volvió a subirse a lo alto de la gran roca y comenzó a dar las instrucciones precisas. A medida que lo hacía, iba señalando con el dedo a los que tendrían un papel destacado en su plan. Finalmente todos estuvieron conformes y se marcharon a sus quehaceres, quedando el oso y el lobo custodiando al cazador.

Cuando el nuevo día comenzó a clarear, todos los animales del bosque se despertaron con una sonrisa en la cara. Los cuatro hermanos se levantaron bostezando porque apenas durmieron: habían permanecido despiertos hasta altas horas de la madrugada, escuchando las historias que su madre les leía, como casi todas las noches.

Tras desayunar, copiosamente, se pusieron en camino hacia el bosque y llegaron puntuales a su cita. En el lugar señalado se encontraron con el oso, el búho, el lobo y el lince. Este último tendría un papel primordial en el plan que Erin había trazado. Se pusieron en marcha y caminaron durante más de dos horas, intimidando al cazador para que fuese delante de ellos. Finalmente llegaron junto a la cabaña donde vivía el guardabosques y Erin dio las últimas instrucciones.

El lobo se situó a escasos metros de la cabaña y comenzó a aullar. De ese modo consiguió llamar la atención del guarda. Cuando lo vio aparecer por la puerta, el lobo corrió a esconderse. Entonces, Álex y Capri tomaron la escopeta y efectuaron dos disparos seguidos. El oso, que había sido reclutado por su tamaño y fortaleza, dio un buen puñetazo al cazador y este cayó al suelo, desmayado. Acto seguido colocó una gran piedra al lado de sus pies y la escopeta en sus manos. Después corrió también a esconderse. El búho era el encargado de vigilar al guarda y de avisar al lince cuando estuviese cerca. Así lo hizo y el lince se tendió en el suelo a unos cinco metros del cazador, entre unos matorrales. Al ver cómo el guarda se interesaba por el estado del cazador, emitió un quejido para llamar su atención y de un salto se puso de pie antes de salir corriendo.

El guarda no tuvo dudas sobre lo que “supuestamente” había ocurrido y llamó por teléfono a las autoridades. Después de un buen rato, estas llegaron y se llevaron al cazador fuertemente esposado. Erin y sus amigos no perdieron detalle escondidos tras unas rocas. Sus rostros de satisfacción eran fiel reflejo del éxito conseguido.

Como se ha dicho antes, el papel desempeñado por el lince era el más importante de todos. La razón es muy sencilla: al ser el único ejemplar de lince macho en el bosque, gozaba de la máxima protección por parte de las autoridades, debido a que estaba en peligro de extinción; al simular un ataque mortal contra él, por parte del cazador furtivo, se aseguraban que el castigo recibido por este sería el máximo con arreglo a las leyes de los humanos. Sin lugar a dudas, no le quedarían ganas de volver por aquel bosque. Y posiblemente a ningún otro de su calaña.

Felices y satisfechos, los amigos regresaron a su comunidad y allí fueron recibidos como auténticos héroes. Desde entonces, la pequeña Erin fue conocida como “la gata caída del cielo”. Todo había salido bien y aprendieron una lección importante a modo de moraleja: si algunos humanos deciden comportarse como “bestias”, no debían permitir que les comparasen con ellos, porque, la mayoría de las veces, quienes actúan por instinto demuestran tener más inteligencia que quienes constantemente presumen de ella.

Como suele ocurrir en los cuentos, el bien prevaleció sobre el mal, todos fueron felices sin comer perdices y… COLORÍN COLORADO, ESTE CUENTO SE HA TERMINADO.

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Aunque alguien pueda pensar que este cuento es una especie de documental narrado por Félix Rodríguez de la Fuente, no lo es, pero me encantaría que estuviese vivo y escucharlo de sus labios. Su voz era única y su persona todo un ejemplo para los demás. Tampoco es un “anti-relato”, expresión que alguien se sacó de la manga no sé por qué.

He comenzado dedicándoselo a Álex, Capri y Mikalea, mis gatos. Aunque ellos no pueden entenderlo, me consuela pensar que se sienten bien cuando yo se lo leo. Aunque se trata de un cuento, ellos son los principales protagonistas y sus historias reales.

No, no me he olvidado de Erin, a quien se lo he dedicado especialmente. Por desgracia, hace poco más de un mes falleció tras ser esterilizada. Según me dijo el veterinario que la operó, tras despertar de la anestesia comenzó a vomitar y hacer movimientos extraños. Finalmente su frágil corazoncito dejó de latir y murió, a pesar de los intentos infructuosos por reanimarla. No, no le culpo él, porque me consta que hizo por ella todo lo humanamente posible. Las fatalidades ocurren y esta vez le tocó a ella.

Cuando decidí adoptarla, lo hice con todas las consecuencias. Fue tanto el amor que me inspiró, que me animé a escribir este cuento mientras vivía. Desgraciadamente murió antes de terminarlo y quedó inconcluso. Hoy he hallado fuerzas para acabarlo y cumplir mi objetivo inicial.

El propósito del cuento es concienciar a las personas que lo lean (ya sea en Todorelatos o en otros sitios) de que hay que amar y proteger a los animales en general, y a nuestras mascotas en particular. Me gustaría que un día podamos conseguirlo entre todos.

Quienes tenemos mascotas y las amamos somos conscientes del dolor que produce su pérdida (yo lo he sentido por primera vez). A todos ellos les envío un fuerte abrazo, mi agradecimiento por ser de ese modo y mi solidaridad si han pasado por lo mismo que yo. El dolor desaparece con el tiempo, pero el recuerdo siempre queda grabado en el corazón. Eso es lo que cuenta.

Erin apenas tenía seis meses, pero su recuerdo nunca morirá. La extraño mucho y sus hermanos también. Donde quiera que estés, mi amor, has de saber que te quiero mucho y que este sentimiento me acompañará siempre.

¡DESCANSA EN PAZ, PEQUEÑA!

Esta era ella.

Y estas las canciones que más le gustaban.

https://www.youtube.com/playlist?list=PLSqtzTOaHRpTzoY-6B2nM1vMQz1OAOZEs&feature=mh_lolz