Yo iba a un colegio mixto, que había en un piso del barrio donde vivía, en Vallecas. El ambiente era el típico de finales de los años cincuenta: fotos de Franco y José Antonio, responso nacionalcatólico al salir, y “Cara al Sol” al entrar. Los maestros eran un matrimonio, ya mayores, sobre todo él, falangista de foto con uniforme. La maestra, más joven, rondaría los cincuenta, y estaba sobrada de kilos…, muy sobrada de kilos. Aunque como ya he dicho el colegio era mixto, ambos sexos estaban separados en filas distintas de pupitres y por el pasillo que los separaba, patrullaba constantemente D.ª Angustias, para evitar encontronazos peligrosos a causa de los trece años, casi catorce, que por ejemplo yo tenía.
El caso es que una mañana que tenía a Alicita a tiro, era la TOP del cole, atravesé el pasillo en plan furtivo y repte cuan reptil por debajo de los bancos para verla las bragas. La habían castigado por habladora como siempre, y estaba sentada la final del todo. Tenía la misma edad que yo, pero era más alta. Para su edad ya estaba muy desarrollada, y tenía dos buenas peras con las que babeábamos todos los chicos de la clase. Ella lo sabía, y coqueaba con nosotros haciéndonos sufrir. Estaba ya alcanzando mi objetivo, cuando sentí un manotazo, como me agarraban de una pierna y a tirones me sacaban de debajo de los pupitres. ¡Qué bruta! Me llovieron hostias por todas partes y de todos los colores, por lo menos yo las vi así. Con los oídos zumbándome, y medio sordo de los primeros golpes, veía la congestionada cara de doña Angustias abriendo y cerrando la boca de manera desproporcionada a escasos centímetros de mi rostro. Y menos mal que no la oí, luego me dijeron que me puso a parir. Fui recobrando la audición y pude enterarme de la última parte, lo peor que le podía pasar a un alumno del colegio San Jacinto, ir por la tarde castigado a su casa a hacer los deberes. Por la tarde solo daba clase el marido a los mayores, y doña Angustias se quedaba en casa.
Cuando llegué, con mis libros debajo del brazo, la maestra me recibió en bata y zapatillas. Me paso al saloncito y nos sentamos en la mesa. Saque el libro de religión, por indicación suya, y nos pusimos a repasarlo. Llevábamos un rato repasando, cuando con el rabillo del ojo repare en el escote que mostraba elocuentemente su canalillo. Era evidente que antes no se la veía nada, y me quede un tanto cohibido. Ella sonreía con malicia, o eso me pareció a mí por lo menos. Seguimos leyendo sobre el tema de la Santísima Trinidad, mientras mi polla se ponía cada vez más dura, y no era por la lectura. Sentí un contacto en la entrepierna y pegue un salto que me hizo dar con las piernas en la mesa.
— ¿Que te pasa? —pregunto doña Angustias con cara inocente.
— Nada, nada, —conteste rojo como un tomate.
— Sigue leyendo anda, que esta muy interesante.
— ¡Si, si! Doña Angustias, si lo está.
Continúe leyendo y nuevamente sentí otro roce en la pierna. Me hice el loco y seguí con la lectura, hasta que finalmente sentí una mano directamente sobre mi polla. No salte, pero me quede mirando a la obesa maestra con cara de gilipollas. Su mano se hizo más atrevida y hurgo en mi bragueta hasta encontrar lo que buscaba. Se me hubieran aflojado las piernas si no hubiera estado sentado. La "seño" siguió manipulando mi pene mientras yo callaba como una puta, entre otras cosas porque era incapaz de hablar. Entonces se incorporó, me levantó cogiéndome de la mano, me bajo los pantalones y arrodillándose se metió mi polla en la boca. Pocos segundos después me corrí en ella. Estaba aterrorizado, y no la quería mi mirar, ¡había llenado la boca de la seño con mi semen!
— ¡Hostias, se lo ha tragado! —pensé mientras la miraba boquiabierto—. ¡Joder que asco!
Estuvo un buen rato restregando su cara con mi polla, mientras yo permanecía tieso como un palo… en todos los sentidos.
— De esto, no puedes decir nada a nadie, —me dijo muy seria con un ligero rastro de semen en la comisura de los labios—. Y cuando digo a nadie, es a nadie. Don Julio se enfadara mucho, te suspenderá el curso y se lo dirá a tu madre.
No sé que me acojono más, si don Julio o mi madre. Con una malévola sonrisa producida por mi cara de terror, me cogió de la mano y me llevo al dormitorio. Se subió a la cama tirando de mí, mientras con la otra mano se masturbaba el chocho. Se tumbó bocarriba y tirando de mí llevo mi boca a su muy peluda vagina.
— Saca la lengua chico y muévela, —me ordeno con voz entrecortada.
La obedecí sin rechistar y note como mi polla reaccionaba al instante. El caso es que me estaba gustando. Me puse a chupar con más intención…, y a escupir pelos, y note como sus chillidos aumentaban exponencialmente.
— Ven chico, ven, —me susurro.
Me tumbe sobre ella y la penetre. Chillaba como una loca y llegué a pensar que don Julio, su marido, la iba a escuchar desde el colegio, a escasos 200 metros de la casa. La estuve apretando un buen rato, y en ningún momento dejo de chillar. Entonces, metió la mano, me la agarro, se la saco y la volvió a meter. Yo seguí a lo mío, apretando como una fiera, aturdido por los berridos de la "seño". Me corrí, y al incorporarme, me di cuenta de que la tenía metida en su culo. ¡Qué asco!
— Venga, ya te puedes ir, —y gritando, añadió—: ¡Y que no te tenga que castigar otra vez! ¿Entendido?
Con cierta frecuencia fui castigado durante ese curso, que fue el último, y con la experiencia le fui cogiendo gustillo al castigo. También constate como periódicamente, otros “compis” también eran castigados. Incluso, cuando don Julio, me castigaba con los clásicos palmetazos en las palmas de las manos, como que lo aguantaba mejor, solo tenía que mirarle a la frente y apreciar sus enormes