Unos días en casa de su tía (1)
Tras años sin visitarlo, llegó al pueblo a disfrutar de los días de fiesta. Recibido en la parada del bus por su tía, ambos encaminaron sus pasos hacia la vieja casa de los abuelos…
I’m gonna raise a fuss
I’m gonna raise a holler.
About working all summer
just to try to earn a dollar.
Well, time I called my baby
try to get a date.
My boss says, “No dice son
you gotta work late”.
Sometimes I wonder
what I’m a gonna do
but there ain’t no cure
for the summertime blues.
Oh, well my Mom and Poppa told me
son you gotta make some money
if you want to use the car
to go ridin’ next Sunday.
Oh, well I didn’t go to work
told the boss I was sick
“Well you can’t use the car
cause you didn’t work a lick”.
Sometimes I wonder
what I’m a gonna do
but there ain’t no cure
for the summertime blues…
Summertime blues, THE FLYING LIZARDS
INTRODUCCIÓN
Antonio veía los campos pasar frente a él a través de la sucia ventana del autobús de línea que le llevaba camino del pueblo. Campos secos de cereales y legumbres aparecían uno tras otro, perfectamente delimitados los unos de los otros, campos secos aunque con cierta vegetación, poca gracias a las últimas y escasas lluvias caídas durante el pasado mes de abril. Un amplio rebaño de ovejas se divisaba a lo largo de una ladera, pastando tranquilamente las pocas hierbas mientras se veía al pastor sentado en un pedrisco y acompañado de su fiel perro, perro de mediano tamaño y abundante pelaje grisáceo.
Más a la derecha, Antonio pudo contemplar el discurrir del río entre la vega de albaricoqueros y melocotoneros junto a los campos de calabacines, pepinos, ensaladas y tomates.
Mala cosecha la de este año, poco fruto da la tierra –comentó el hombre sentado a su lado como si supiera lo que el muchacho pensaba en esos mismos momentos.
¿Mal tiempo este invierno? –preguntó Antonio siguiendo la conversación iniciada por su compañero de viaje.
Fuertes heladas que mataron parte de la cosecha y luego pocas lluvias. Muchos años que no veíamos una temporada tan mala. Si no abren el pantano pronto no sé cómo pasaremos el verano –respondió el hombre con la mirada perdida en la lejanía.
Con la cabeza cubierta por una vieja boina raída, se rascó unos segundos la nuca, cerrando mínimamente los ojos para volver a abrirlos al momento. De cara arrugada y curtida por el efecto del campo, aquel hombre no tendría cincuenta años y sin embargo parecía mucho mayor debido a sus ropas mal adecentadas que le daban un aspecto descuidado y desaliñado. Echando la mente atrás, Antonio creyó reconocer por un instante a su acompañante. Sin embargo, hacía tantos y tantos años que no volvía al pueblo que aquel recuerdo se hizo difuso e imposible de apreciar.
Con el coche estropeado, había tenido que coger el tren hasta la capital de provincia para desde allí, y tras haber comido un bocadillo acompañado de una cerveza, subirse al autobús de línea que le llevaría al pueblo. Parecía que no habían pasado los años por aquel viejo y destartalado autobús lleno de las mismas gentes de miradas reservadas, taciturnas y llenas de melancolía. Antonio recordó los veranos pasados, cuando iba con sus padres a disfrutar de los días de fiesta en la casa de los abuelos. Se reunían los tíos, los primos, toda la familia al completo y la casa de campo verdecía durante aquellos pocos días para de nuevo volver a la monotonía diaria una vez acabadas las fiestas patronales.
Echó un rápido vistazo al reloj de pulsera, no tardarían en arribar, apenas diez minutos. Buscó un mejor acomodo en la pesada butaca que le había tocado en suerte. Unos minutos más tarde, cruzaron el primero de los túneles a las afueras del pueblo. Los recuerdos de años pasados se agolpaban en la mente del muchacho. A la izquierda del mojón, observó una escalerilla con barandilla de troncos que iniciaba un camino en cuesta. La parte derecha del mismo se encontraba protegida por un talud de piedras, asentado sobre una capa compacta de tierra rojiza.
El autobús continuaba su marcha, siguiendo la pendiente llegaron al puente que atravesaba el río. La presencia del cementerio, junto a las primeras gentes removiéndose nerviosas en sus asientos, anunciaba la cercanía del pueblo.
Poco queda para llegar –comentó al hombre sentado a su lado.
Poco sí –respondió asintiendo lacónicamente a lo que decía.
Casi sin darse cuenta, se toparon con las primeras casas dando la bienvenida al joven visitante. Todo un conglomerado de casas de adobe era el pueblo. Solo las edificaciones nuevas del exterior, mejor trabajadas, rejuvenecían mínimamente el paisaje. Callejeando, alcanzaron finalmente la calle principal que desembocaba en la plaza mayor situada en el centro del pueblo. Antonio se mantuvo en su asiento viendo a las primeras mujeres buscar la salida de forma lenta y una tras otra. El hombre se despidió de él con un leve movimiento de cabeza, parecía de pocas palabras.
La estación de buses era un simple letrero junto al café de la plaza. Hombres silenciosos y sentados en los veladores, observaban la llegada del viejo vehículo en espera de alguna posible novedad que les iluminase el día a día. Mientras, el bullicio del interior del café llegaba a la calle, bullicio que hacían los jugadores de las dos mesas junto al amplio ventanal abierto como escape al abundante humo que formaban los cigarrillos pegados a las comisuras de los labios.
Un grupo de gentes se arremolinaba alrededor del autobús. Antonio dejó que los compañeros de viaje lo abandonasen, de forma ordenada y siguiendo el estrecho pasillo que separaba las dos filas de asientos. El joven volvió a escrutar la plaza a través de la ventana. Pocas cosas, por no decir casi nada, habían cambiado. Las mismas paredes descascarilladas de las fachadas de las casas, las mismas ventanas polvorientas y protegidas con verjas, los mismos toldos y persianas echados hasta abajo. La misma fuente de seis caños en el centro de la amplia plaza y lugar de reunión para los lugareños y visitantes. La gran fachada blanca del ayuntamiento destacaba por su sobriedad en la decoración. Apenas las banderas presidiendo el balcón consistorial, el reloj marcando indefectiblemente las horas en la parte superior del edificio y el escudo de piedra de la localidad como símbolo de tiempos pasados. De uno de los extremos de la plaza, la ancha calle que nacía confluía finalmente en la iglesia.
Hacía más de diez años que Antonio no visitaba el pueblo pero ello no fue óbice para que la reconociera al instante. Ella era una mujer todavía hermosa y lozana, aunque ciertamente poco cuidada. Mantenía el gesto gracioso y risueño de la juventud pese a que los años no habían pasado en balde para ella, como para ninguno. Ancheta de caderas y de pecho grande y rotundo, la descubrió sonriéndole y manoteando ostensiblemente bajo el soportal, a resguardo del sol de justicia que golpeaba la plaza aquella tarde. La tía Paula vestía una rebeca gris claro por encima de la blusa blanca de cuello pico. Una falda larga y negra cubría las piernas de cualquier posible mirada. El pelo algo canoso y recogido en un bien cuidado moño que la hacía parecer más mayor de lo que era.
El muchacho saludó con un gesto suave de la mano para que la mujer supiera que su presencia había sido descubierta. Levantándose y cogiendo la bolsa de mano que llevaba, abandonó el último el autobús al descender los escalones del mismo tras un varón de unos cuarenta años y una joven de unos veintipocos.
Mezclada entre el gentío, la tía Paula pronto corrió a su lado, lanzándose sobre él al abrazarle alborozada. Tomándole con fuerza del cuello le besó de forma efusiva y alegre.
¡Toni hijo, cuánto has cambiado! Debo decir que me costó un poco reconocerte después de tantos años –dijo plantándole otros dos besos una vez le hubo abrazado nuevamente.
¿Qué tal ha ido el viaje? –preguntó sin dejarle aún hablar.
El viaje fue tranquilo y pude dormir un rato en el tren –dijo al fin tras desembarazarse de la mujer y poder dejar la bolsa en el suelo.
¿Has comido algo? –fue la siguiente pregunta sin un solo segundo de descanso. Tengo preparado algo si tienes hambre –ofreció con una sonrisa limpia y amplia.
¡Oh, no te preocupes gracias! Comí un bocadillo antes de coger el autobús.
Tras responder a su tía, ambos se dirigieron al maletero del autobús a recoger la mochila. Cargado con la mochila y la bolsa de mano, encaminaron los pasos a las afueras del pueblo donde se encontraba la vieja casa familiar. Fueron charlando de diferentes cosas, encontrándose por el camino con varias mujeres a las que irremediablemente hubo que saludar. Orgullosa de su guapo sobrino, la tía Paula se paró a presentarlo a todo aquel con quien se cruzó. Las mujeres del pueblo, solitarias y de ademanes melancólicos y mohínos, contemplaban al muchacho con una extraña mezcla de curiosidad y timidez.
El pueblo aún está tranquilo. En tres o cuatro días estará de bote en bote, ya verás. Con la llegada de la gente de la ciudad ya se sabe… -comentó ella con un hálito de tristeza.
Sí claro –dijo asintiendo en voz baja mientras abandonaban el pueblo.
Llegaron a la casa y como le había ocurrido con la plaza y el resto del pueblo, Antonio la encontró igual que siempre, sin apenas cambios que llamaran su atención. Las dos grandes higueras, con los frutos cerca de su mejor momento, daban sombra a la entrada de la casa. Traspasaron el umbral de la puerta, la mujer delante del muchacho, y tras refrescarse Antonio con un vaso de agua, ambos se dirigieron al cuarto que la tía Paula tenía reservado para su visita. Conocía bien ese cuarto pues era donde había dormido de pequeño y en diversas ocasiones con su primo Matías. El cuarto daba a la parte trasera y quedaba resguardado y tranquilo, fuera del trajín que solía producirse en la de delante donde se encontraban la cocina y el gran patio en el que la familia se reunía para las comidas y las cenas.
Es el cuarto donde dormías de pequeño. Tienes el armario libre para que guardes tus cosas –comentó ella tras subir la persiana y abrir la ventana en par en par para que entrase aire del exterior.
Bien tía, no traigo muchas cosas así que no necesitaré mucho espacio –respondió de forma amable dejando que la mujer le arrebatara la mochila para colocarla sobre una de las sillas.
Bueno tú mismo, organízate a tu manera. Tienes perchas de sobra y alguna manta si por la noche tienes frío. Por el día hace un calor de mil demonios pero de madrugada ya sabes que suele refrescar.
Estoy en la cocina. Cuando acabes con tus cosas, búscame allí –exclamó antes de abandonar el dormitorio dejándolo a solas.
Tras unos breves segundos haciéndose a la habitación de altos techos, Antonio abrió la bolsa empezando a sacar las ropas que llevaba para pasar aquellos días de asueto. De las paredes colgaban los dos cuadros de los tiempos de los abuelos. El Santo Cristo de bronce junto al cuadro de la Anunciación, seguían encima de la cama, allí donde hacía tantos años que estaban. Fue colocando las camisas y los pantalones en las perchas, para luego ir dejando la ropa interior en el cajón de arriba de los tres que había. Se descalzó quedando en calcetines sobre el frío suelo. Era aquella una manía que guardaba desde bien pequeño. Una vez acabó de colocar las cosas, se asomó a la ventana quedando allí unos cinco minutos observando el paisaje. La imagen del campo ensombrecía la vista por lo apagado y gris que se veía. Examinando el cielo, observó a lo lejos unas nubes foscas que parecían predecir lluvia.
A ver si llueve que buena falta hace –pensó para sí mientras cerraba el postigo de la ventana, quedando el dormitorio en penumbra al echar los visillos.
Volviéndose hacia atrás cruzó la habitación, abandonándola finalmente para dirigirse a la cocina donde se oía trastear a la tía Paula…