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Intercambio de parejas

en Intercambios

Nota: Ésta es la segunda y última parte del relato anterior (Voy a correrme dentro). Sin embargo, es independiente (y de menor carga sexual), y puedes leerlo aunque no hayas leído el otro.

 

¿Alguna vez de niño has roto un jarrón por jugar en casa con la pelota? Intentas por todos los medios recolocar los pedazos, que no se vea que está roto, que tu madre no note la diferencia. Pero lo cierto es que la diferencia es abismal, casi tangible. La diferencia vicia el aire y llena la habitación de alguna forma, y un pequeño jarrón que normalmente pasa desapercibido acaba por dominar y presidir todo el cuarto. Pues eso mismo intentaba María hacer con nuestro matrimonio. Trataba de convertir lo que ya era una pantomima en una realidad que a mí ya no me atraía.

- ¿Te interesa lo del intercambio de parejas? – me preguntó un día.

- Es lo que llevo semanas intentando explicarte, que me apetece cambiarte por otra. – bromeé con crueldad.

Una punzada de dolor asomó por su mirada, pero se repuso y continuó hablando.

- Me han hablado de un bar muy interesante. Tienen un cuenco lleno de fichas duplicadas, así que coges una y buscas a la pareja que tenga la otra.

- Ya sé cómo funcionan esos sitios, María. ¿Qué sugieres, a ver? – pregunté cerrando el periódico. – ¿Es que quieres que vayamos allí y folle con otra? ¿Crees que cuando tenga otro coño en mi boca experimentaré una revelación y recordaré cuantísimo te quiero? ¿Tan poco te respetas ya?

- Yo sólo digo…

- Sé perfectamente lo que estás diciendo. Sé qué propones y qué pretendes. Y estás haciendo el ridículo. Deberías cuidar un poco más de la poca dignidad que te queda, en mi opinión.

Me miró furiosa. Creo que en todos estos años de matrimonio jamás me había mirado con esa intensidad. Sus mejillas se habían teñido de rojo y no había ni rastro de la sumisión que se había ido apoderando de ella a medida que asumía su papel de ama de casa y florero.

Respiró hondo.

- Te lo diré de otra forma – espetó. – Vamos a ir a ese bar. Cogeremos una ficha. Follaremos con quien nos toque follar y luego volveremos a casa. Y si la experiencia me gusta, repetiremos. Y lo haremos las veces que yo quiera. Y una vez que acabe satisfecha y considere que ya han pasado entre mis piernas los suficientes idiotas que no saben superar con madurez su crisis de los cuarenta, quizá, y sólo quizá, firme los papeles del divorcio. Hasta entonces esperarás calladito y sin más impertinencias, que bastante cansada estoy ya de tus gilipolleces.

Dio unos pasos hacia la cocina, pero se detuvo y volvió a mirar.

- Que es jodidamente gracioso que no sepas cómo darle un orgasmo en condiciones a tu mujer y todavía tengas los huevos de querer irte por ahí, a ver mundo. Que por ti también han pasado los años.

María nunca me había hablado así. Nunca. Era el tipo de mujer que jamás daba una voz por encima de otra y hacía lo que le pedías sin más, como una puta o una perra. A María no le gustaba el sexo anal, pero si yo se lo pedía, me ponía el culo en pompa y me dejaba hacer. Y yo se lo agradecía follándomelo sin ningún cuidado, embistiéndola con fuerza, haciendo caso omiso a sus gemidos de dolor y sus lágrimas, pellizcándole las nalgas e incluso obligándola a practicarme una felación tras sacarla de su culo. Y ahora, mira tú por donde, me había dejado verle los cojones. Y me había gustado. Joder, me había gustado mucho. Podía sentir mi pene duro, tan duro que lo tuve que liberar del pantalón. Contemplé la erección y me pregunté cómo reaccionaría María si le pedía que se encargara de ella. Cerré los ojos y respiré hondo. Imaginé a Rocío y María, de rodillas frente a mí, lamiendo mi polla. La jovencita ansiosa y la madura, pero no la madura con la que estaba casado, sino de la que me estaba separando. Imaginé cómo mientras Rocío jugaba con su lengua en mi glande, María le introducía los dedos en el sexo húmedo y la hacía gemir e interrumpir el ritmo de la mamada. Abrí los ojos. Los testículos me dolían. Fui hacia la cocina y encontré a María fregando los platos. Aún tenía el pene fuera y empecé a masturbarme, mirándola. Cuando reparó en mi presencia, dejó los platos en el fregadero y se giró. No dijo nada. Yo seguía masturbándome con urgencia, apoyándome en la encimera con la mano izquierda. Se quitó la camisa del pijama, dejando al descubierto sus pechos, que se me antojaron más apetecibles que los de cualquier veinteañera. Aún tenía los guantes de fregar puestos cuando se acercó a mí, sin apartar su mirada de la mía. Acarició mis testículos. Los guantes estaban tibios de haber fregado con agua caliente. Era una sensación agradable. Se los quitó y me dio un manotazo para dejar el pene libre para ella. Lo acarició con decisión, acompañándolo hasta el cénit. En sus ojos no había placer, pero tampoco aquella fragilidad que yo recordaba. Efectuaba aquella tarea sin más, como quien hace la lista de la compra o resuelve un crucigrama. Eyaculé en la palma de sus manos, excitado por aquella indiferencia. María no dijo nada. Se lavó en el fregadero, recogió la camisa del suelo y salió de la cocina. Yo quería buscarla, necesitaba poseerla, formar parte de aquella fortaleza que irradiaba. La seguí hasta el salón y me arrodillé frente a ella, besándole los muslos. Le bajé los pantalones cortos y las bragas, suplicándole que abriera sus piernas. Se acomodó en el sofá, justo donde había estado yo sentado, y me ofreció su sexo con dureza. Mientras yo disfrutaba de sus fluidos, ella hablaba. No gimió, pero en su coño pude notar lo mucho que estaba disfrutando.

- Esta noche vamos al bar.

Asentí, rozando su clítoris con mi nariz.

- Plánchate la camisa beige, irá bien.

- ¿Te gusta? – pregunté.

- Claro. La elegí yo misma.

- No. Lo que te hago. ¿Disfrutas?

No respondió, pero se inclinó un poco más y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, suspirando.

Llegamos al bar sobre las once, cuando ya había al menos una docena de parejas de mediana edad, algunas bastante atractivas. En concreto me llamó la atención una de ellas. El marido era alto y ancho de espaldas, con el pelo color trigo y los ojos oscuros. Ella llevaba un vestido morado, con un escote muy generoso. Tenía el pelo largo y ondulado, de un rubio natural. Parecían extranjeros. Más tarde oí que eran suecos. También había una mujer pelirroja que charlaba con una madurita mientras sus maridos bebían en la barra.

María fumaba sentada en un sofá de cuero negro. Llevaba un vestido color champagne largo, sin mangas. Había ido a la peluquería y se había dejado el pelo muy corto, peinado hacia atrás, al estilo francés. Se había maquillado, normalmente no lo hacía. Sus ojos se veían más oscuros, y sus labios de color rojo sangre. Sentí el impulso de pedirle que nos fuéramos de allí, de decirle que si nos acostáramos ahora, ambos estaríamos haciéndole el amor a una persona completamente distinta a aquella con la que estábamos casados. Pero no lo hice, porque en aquel momento se levantó y se dirigió hacia mí. Una parte de mí albergaba la esperanza de que fuera ella la que sugiriera que nos marcháramos, pero no lo hizo.

- ¿Ves algo que te guste? – preguntó en su lugar. – Los suecos tienen un punto curioso.

- Sí, – respondí algo desilusionado – Están bien.

- Ya nos he registrado, dicen que empezarán pronto.

- Bien.

- También he pagado lo referente a nuestra parte en el tema de habitaciones y demás.

- Genial.

- ¿Estás bien?

- Sí, es sólo que… ¿no te parece algo forzado?

María iba a responderme, pero la anfitriona de la fiesta hizo sonar su copa, llamando al silencio.

- Muy buenas a todos, y muchas gracias por venir. Para los que aún no me conocéis, me llamo Samantha, y éste es mi marido, Pablo. Espero que tengáis una noche agradable y no dudéis en comentarnos cualquier duda que os surja. La velada dará comienzo en unos minutos.

María se acercó a ella e intercambiaron unas palabras y un amistoso apretón de manos. Yo me sentía perdido y ridículo, como un niño cuando va con su madre a comprarse ropa interior nueva. María parecía desenvolverse muy bien. Me pregunté dónde había dejado toda aquella decisión durante nuestros años de matrimonio. Me pregunté también si no era yo el que quizá anulaba su espíritu, y me invadió una terrible desazón.

Minutos después las mujeres se congregaron frente al famoso cuenco, y cada una obtuvo su ficha. A María le tocó el número seis. Pronto encontró a su pareja de número, que resultó ser una chica joven, de baja estatura y vestido corto negro. Su pelo era moreno, y tenía una boca muy grande, aunque aquello no consiguió animarme. Lo que sí animó las cosas fue verla reunirse con su marido, un tipo gordo y nada atractivo. Pensé que quizá la simple idea de acostarse con él, haría que María quisiera que nos marcháramos. Así podría meterla en el coche y hacer que me suplicara que fuera yo quien la montara como se merecía. Sin embargo, aquello no sucedió. María besó en los labios a aquel tipo y su mano bajó hasta su bragueta sin disimulo alguno. El gordo respondió sonrojándose y acariciándole el trasero. Habría querido romperle aquella nariz de cerdo, pero su mujer llamó mi atención presentándose con una sonrisa. Se llamaba Luz.

- ¿Hablamos un poco los cuatro o mejor que cada mochuelo se vaya a su olivo? – preguntó.

Yo iba a sugerir que nos tomáramos mejor una copa, para ir cogiendo confianza, pero María se me adelantó.

- Yo prefiero que nos vayamos ya, si tú estás de acuerdo. – sugirió mirando al gordo.

Éste asintió con vehemencia.

Nos tocaron habitaciones contiguas, algo que no facilitó la situación.

Mientras Luz servía un par de copas, yo aguzaba el oído.

- ¿Y a qué te dedicas? – preguntó.

- Abogado – respondí sin prestar atención. – ¿Y tú?

Ella era diseñadora de ropa infantil. Se sentó a mi lado y me quitó la chaqueta. En la otra habitación ya se oía el somier de la cama. Ella lo oyó y soltó una risita.

- Mi marido odia los preliminares – aclaró.

- ¿Folla bien?

- Es un toro. – admitió.

Yo no respondí. Ella entendió mi silencio y trato de animarme, sentándose a horcajadas sobre mis rodillas.

- ¿Y tú? ¿Follas bien?

Traté de centrarme y bajé la cremallera de su vestido negro. Acaricié su espalda y le desabroché el sujetador, pero el sonido de aquel somier taladraba mis oídos.

Luz se desnudó y me ayudó a mí a librarme del traje. Parecía algo decepcionada al no descubrirme una erección después de aquel pequeño juego, pero no se rindió, sino que se metió mi pene en la boca y comenzó a mamarlo hasta que lo notó duro. En la otra habitación, el gordo ya arrancaba gemidos a María.

- ¿Tienes una postura que te guste especialmente?

Me encogí de hombros.

- Bueno… a mí me gusta a cuatro patas – dijo ella, suspirando incómoda.

- Va, vamos a ello.

Me miró algo ofendida, pero se colocó en posición, sobre la cama.

Yo había perdido parte de la erección, y no conseguía penetrarla.

- ¿Estás bien? ¿Es tu primera vez aquí?

Asentí.

- ¿Quieres que nos besemos un poco primero?

- A decir verdad, no.

- Ella está follando al otro lado de la pared. – dijo, como si yo no lo supiera.

- Ya.

- ¿Y es que no quieres devolvérsela?

Aquello me animó un poco. Sí. Qué coño. Yo era el que quería el divorcio, el que quería follar. Todo este circo no era más que una táctica de María para retenerme, y casi lo consigue, pero no. No conmigo. No así. Abrí a Luz de piernas y la penetré con rapidez. Ella sonrió complacida y me rodeó la espalda con los brazos. La embestí varias veces y saqué el pene sin avisarla. Parecía molesta, pero antes de que pudiera replicarme nada, metí mi mano entera en su sexo. Gimió de dolor.

- ¿Te duele?

- Sí.

- ¿Y te gusta?

- Mucho.

- Bien – respondí complacido, abriendo y cerrando mi mano dentro de ella. – ¿El gordo te hace esto?

Ella negó con la cabeza, mordiéndose el labio inferior.

- ¿Puedo follarme ese culo pequeñito?

Asintió entre gemidos, moviéndose contra mi mano.

Le di la vuelta y me escupí en la polla.

- Te va a doler – avisé – no me gusta la delicadeza.

Ella echó el culo hacia atrás, como ofreciéndolo. Le agarré las caderas y la penetré de un solo movimiento. Aquel grito de dolor hizo que el movimiento del somier en la otra habitación cesara unos instantes.

- No, no – susurró.

Pero yo la retenía por las caderas y la penetraba con fuerza. Cerré en los ojos y pensé en Rocío. En María. En aquella fantasía en la que las dos me la mamaban al mismo tiempo. Pero la escena no duró demasiado. Enseguida se superpuso la imagen de aquel cabrón grasiento follándose a María. A mi María. A mi mujer. Sentí cómo perdía la erección sin poder hacer nada por evitarlo. Luz maldijo algo que no logré entender, se vistió con prisas y salió del dormitorio dando un portazo. Segundos después ya golpeaba la puerta contigua, exigiendo a su marido que saliera.

De camino a casa no dijimos ni una palabra. María sonreía, mirando al frente. Tenía el cuello lleno de marcas. Recordé la forma en que había empezado todo, diciéndole de camino a casa que ya no la quería.

- María…

- ¿Sí?

- Creo que aún te quiero.

- Roberto…

-¿Sí?

-Yo a ti no.