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Cafetería Servicial

en Sexo Anal

La cafetería Servicial tenía el aspecto de tantas otras; una fachada bonita, un bonito cartel. Una de sus primeras peculiaridades era la ausencia de ventanales por los que se viera el interior, pero tal vez se trataba de que era un local íntimo.

Aunque esa era la impresión que tenían los que no visitaban la página web. Entonces al entrar se llevaban algunas sorpresas.

Dentro el aspecto también era de cafetería con encanto; en lugar de sillas había cómodos sillones y, en las paredes, bancos blandos de respaldo alto alrededor de las mesas. La barra rodeaba por todos los flancos la cocina, que formaba una isleta interior, y a pesar de no haber ventanales, la luz era agradable.

Las camareras vestían uniformes blancos y negros, y tal vez un poco cortos, pero aun así encantadores; por detrás se veían las faldas a la altura de medio muslo, infladas por un pequeño cancán, y las cortas mangas abombadas realzaban los hombros mientras que la tela en la espalda estrechaba las curvas naturales de sus cuerpos.

Claro que al verlas por delante uno tenía la primera noticia clara de que aquella no era ni de lejos una cafetería normal.

Eso era lo que pensaba Jace cuando la camarera, una mujer joven de veintipocos con el uniforme muy bien puesto pero los preciosos pechos expuestos, los recibió con una gran sonrisa y los llevó a una mesa.

Su amigo Bertrand le guiñó un ojo, obviamente contento de haber vuelto a aquel lugar. La camarera se presentó como  Inés y les dejó las cartas, dos para cada uno.

—Mira —indicó su amigo—. La verde es la normal, ya sabes. Puedes encontrar helados, batidos, cafés, tés, pasteles,… Flipa, no venden alcohol. Surrealista.

—Un poco raro sí que es —concedió Jace, pensando todavía en los pechos turgentes de la camarera; al mirar se dio cuenta, atónito, de que todas llevaban le mismo uniforme que dejaba los senos al descubierto, expuestos y realzados para el público.

—Y luego está la roja. Eh, mira la roja, coño.

Jace lo hizo, sin saber qué esperar. Era una carta de una sola hoja con su cubierta, y tenía un listado de comidas… no, en realidad no podían ser comidas con aquellos nombres.

—¡Eh, Inés!

Alzó la cabeza cuando Bertrand llamó a la camarera, que se acercó con sus pechos al aire y una perenne sonrisa en la boca.

—¿Le puedes explicar los servicios a mi amigo? —pidió Bert—. Es su primera vez.

—Claro —asintió Inés, mirando a Jace con amabilidad—. Los servicios son llevados a cabo por la camarera que os atienda, en este caso, yo. Empezando por el principio, El Bebé Hambriento son diez minutos lamiendo los pechos; con un pequeño plus puedes mordisquear.

«Esto no puede estar pasando», pensó.

—El Adolescente Hormonado son veinte minutos de… enrollarse. —La joven sonrió—. Besos, con lengua y sin ella, y tocamientos por todas partes que te interesen. Pero prohibida la penetración de cualquier tipo. La Banana es una mamada; no puedes tocar ni interactuar en absoluto con la chica; a cambio de un plus puedes correrte en la cara o los pechos, y por otro diferente, en la boca y tragar.

«Oh, dios».

—Garganta Profunda… el nombre es bastante explicativo —continuaba Inés—. Puedes interactuar con la chica durante la mamada; coger del pelo, guiar, dar órdenes, o, como dicen algunos, follarle la boca sin compasión. Por eso es diferente.

—Ah.

—El Polvo de Hada es un polvo rápido: sexo clásico y delantero. El Perrito Bueno es sexo clásico, pero desde atrás, ya sabes; pero es obligado usar condón en ambos. Luego está Sodoma y Gomorra, que es sexo anal; por un plus tienes Culo Rojo, que es que puedes pegar en los glúteos, y también tienes Culo Prieto, en el que, si nos das diez minutos, nos preparamos para tener el ano apretadito como si fuera virgen.

Inés se enderezó. La atención de Jace se desvió a sus pechos un momento. Estaba empalmado.

—Esos son todos los servicios de los que disponemos ahora —informó la camarera con una sonrisa—. Hacemos eventos especiales de vez en cuando para probar servicios nuevos, así que estad al tanto en nuestra página web.

—¿Qué? —dijo Bertrand—. ¿Flipando?

—Un poco —admitió Jace.

—Bueno, yo lo tengo claro ya. —Su amigo miró a Inés con ojos de lobo—. Voy a tirar la casa por la ventana. Quiero un helado de tres bolas con sirope de frambuesa, y el servicio Sodoma y Gomorra con todos los pluses, el rojo y el prieto.

—Uuuhh… —hizo Inés, pero le guiñó un ojo y se volvió hacia Jace—. No hay prisa, guapo.

No, no tenía ninguna prisa.

—Un café. Helado —pidió—. Y Garganta Profunda.

—Pero qué chicos más malos —rió la camarera—. Vale, tomo nota. Mirad, si os parece voy un momento a prepararme, vuelvo para la mamada, y cuando haya acabado ya debería estar lista para el servicio de Sodoma y Gomorra.

—¿Cómo te… preparas? —preguntó Jace, no muy seguro de querer saberlo.

—Oh, nada importante, de hecho. Se trata de un cubito de hielo en forma de pene. Se pone en el ano y conforme se va derritiendo, el frío contrae las paredes del recto y la entrada, y el agua lubrica para que haya menos posibilidades de desgarro. Seguridad ante todo.

—Ah. Qué bien montado.

—Uy, sí, la verdad es que es genial. Vuelvo en seguida, muchachos.

Inés se marchó.

De pronto sonó un gemido, y Jace se volvió sin pensar. Había un hombre de pie, y la camarera, con la falda por la cintura y los pechos apretados contra la mesa, gemía con expresión de gozo mientras él se la tiraba por detrás.

Bertrand rió entre dientes.

—Me encanta este sitio —canturreó.

A Jace también empezaba a gustarle.

Su camarera volvió en menos de cinco minutos, como había prometido, con el pedido.

—Muy bien —dijo—. ¿Cómo empezamos?

Jace se preguntó si ya llevaba un pene de hielo en el culo. Le gustaría vérselo, pero ignoraba si eso formaba parte del servicio.

Sacudió la cabeza y se levantó.

—Puedes, ah… ¿Puedes estirarte en el banco? —propuso, inseguro.

—Quieres follarme la boca, entonces, ¿no? —Inés sonrió.

—Pues… sí.

—Qué chicos más malos.

Pero reía cuando se acercó al banco y se acostaba boca arriba, mirándolo con los ojos brillantes y una sonrisa.

Bertrand se levantó y apoyó las manos en la mesa, observando sin perder detalle. Jace no le hacía ni caso; estaba demasiado ocupado contemplando el modo en que los pechos de Inés subían y bajaban con su respiración.

—Lista —sonrió ella, y entreabrió la boca para invitarlo a entrar.

Sintiéndose un poco torpe avanzó entre la mesa y el banco hasta quedar cerca de su cabeza. Con algo de torpeza se sacó el pene de los pantalones, que dio un respingo al verse liberado de la presión, enhiesto y duro como estaba. Pasó una pierna por encima de Inés para poner la rodilla junto a su hombro.

—Adelante, guapo —dijo la camarera al verlo titubear—. No tengas miedo, soy una tía muy dura. Maltrátame un poquito.

Enardecido, Jace la cogió del pelo. Ella abrió un poco más la boca.

Entonces le clavó el pene hasta el fondo.

La sintió arquearse y gorjear, pero aquellos labios se cerraron a su alrededor y aquella lengua lo lamió con maestría.

—Me cago en la puta —jadeó.

—Eso todavía no es un servicio, pero vete tú a saber —rió Bertrand—. Por lo pronto te la puedes follar.

Jace la agarró del pelo con las dos manos, con fuerza, y comenzó a mover las caderas contra la boca húmeda y caliente que lo envolvía mejor que cualquier coño que hubiera catado.

Nunca antes se había, hablando en plata, follado la boca de ninguna chica. Y descubrió que le encantaba. Tiró de su melena, la obligó a mover la cabeza para complacerlo más, y siguió bombeando en su garganta como un loco, gozando de la profundidad, de la estrechez, de la lengua y los labios, y también de los gorjeos ahogados que dejaba escapar, demasiado llena para gemir.

«Hija de puta», pensaba una y otra vez, maravillado del placer que podía proporcionarle. «Pedazo de zorra».

Los insultos le cosquillearon los labios, pero los contuvo y se limitó a seguir bombeando hasta que sintió los espasmos de un orgasmo: con fuertes empellones se corrió en la boca de Inés.

Sintió cómo tragaba todavía con su polla en la boca.

«Uy», pensó al recordar el plus.

Se juró que lo pagaría  y dejaría una buena propina.

Se apartó de ella con algo de torpeza, extasiado. La vio relamerse mientras se sentaba, y luego con una sonrisa se levantó.

—¿Estás satisfecho? —preguntó con dulzura.

—Sí —asintió de inmediato.

—Estupendo. Ahora tu amigo; en efecto, ya se ha acabado de derretir.

—¡Yujuuuu! —exclamó Bertrand—. Te quiero sobre la mesa, como una perra.

—Vale.

Inés apartó con cuidado los restos del helado a medio comer y el café helado.

Entonces Bert la empujó contra la mesa, obligándola a doblarse por la mitad hasta apoyar los pechos y la mejilla contra la madera fría. Ella se quejó por lo bajo, pero sin oponer resistencia.

Jace temió empalmarse de nuevo mientras se sentaba con cautela.

—¡Allá vamos! —ronroneó su amigo mientras le levantaba la falda—. Pero mira qué culito. Ay, Jace, lo que te pierdes. Mira qué culo, por favor.

La golpeó. Jace la vio cerrar los ojos con un leve jadeo, pero no se movió mientras Bertrand, que siempre había sido un poco bruto, comenzaba a alternar cachetadas.

—Oye —dijo ella al final, no obstante—. No es de pegar y ya está.

—Es que llama —se quejó su amigo, pero la tomó de las caderas y, como si la castigara por haberlo interrumpido, la embistió con toda su fuerza.

Inés no pudo contener un grito de dolor, pero se cubrió la boca para evitar que fuera a mayores. Jace vio cómo abría los ojos y se le llenaban de lágrimas, pero fue solo un momento: luego ella apoyó la frente sobre la madera y se dejó follar como era su trabajo.

Bertrand comenzó a cimbrear, y los azotes volvieron a sonar, rápidos y cada vez más fuertes. Inés empezó a gimotear por lo bajo, y Jace, a empalmarse como un colegial. Los embistes eran brutales, salvajes, tal y como era su amigo, pero la camarera parecía estar gozando de cada embestida y cada golpe que llovía sobre sus nalgas cada vez más y más rojas.

Y entonces Bertrand se corrió:

—¡Pero qué putaaaaaaaaa!

Cuando acabó se apoyó en la mesa, jadeando. Hizo algo impropio de aquella situación, besarla en la nuca con una sonrisa, antes de salir de ella y dejarse caer rendido en su asiento, sin aliento y sin molestarse en guardar el pene.

Inés no se movió al princpio. Luego se ascó algo del bolsillo de su falda; un pequeño plug, notó Jace con los ojos muy abiertos, que se insertó en el ano.

—Para no manchar —dijo ella, guiñándole un ojo—. Disfrutar de vuestro pedido.

La camarera se enderezó, dejando caer su falda apropiadamente hasta medio muslo, y se marchó a servir otras mesas.

—¿Qué? —dijo Bertrand—. ¿Mola el sitio?

—¿Cuándo dices que volvemos?

Su amigo se echó a reír y tomó una cucharada de helado.