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Sabroso miembro escarlata

en Zoofilia

Siempre fui muy pervertida. Me comencé a masturbar desde los once años. No recuerdo exactamente la primera vez que lo hice pero si recuerdo que desde esa edad y hasta hoy lo hago frecuentemente, a veces hasta dos o tres veces por día.

La culpa de esto la tengo yo misma por tímida. Siempre tuve curiosidad y quise hacer cosas pero no me atrevía a decirle a nadie ni hablarlo siquiera con persona alguna. Me lo guardaba para mí, y esa represión sexual fue creciendo y llenándome de lujuria que salía y explotaba de la nada llevándome a cometer las más descabelladas ocurrencias.

Cuando tenía yo unos doce o trece años me obsesioné con saber cómo era un pene. Quería verlo, con mis propios ojos, y si era posible, también tocarlo. Sin embargo veía lejana esa posibilidad, pues mi timidez me impedía pedirle esto a alguien, ya fuera a uno de mis primos o algún compañero de escuela.  Y me  imaginaba un gran pene erecto como yo pensaba que eran y entonces me tocaba mucho. Una vez vi por casualidad, o error, el miembro de mi padre mientras orinaba pero en ese momento yo tenía seis años. Sólo me pareció raro y ahora me asusto un poco al recordar sus inmensas proporciones pero él no estaba erecto y la experiencia no tuvo ni una pizca de erótica así que digamos que esa no vale.

Eso sí, me impresionaba mucho cuando veía algún perro con su rojo miembro expuesto en plena calle, cuya forma puntiaguda me provoca risa y extrañeza a la vez. No sabía entonces que más adelante sería justamente uno de esos hermosos miembros caninos el que habría de hacer mis delicias en mi plena adolescencia y por tan prolongadas veces.

En casa había habido desde hace muchos años un pequeño perro llamado Pelusa pero nunca me había cruzado por la mente siquiera quitarme las ganas de ver, tocar y saborear un pene con aquella adorable bestia. Nunca, hasta un cierto día en que estaba acostada en el sillón viendo tele y vi pasar a Pelusa con la punta de su glande expuesta, mostrándose brillante y jugosa. Inmediatamente sentí mucha curiosidad y aprovechando que estaba sola llamé al perro y lo comencé a acariciar en la cabeza, sin quitar la mirada del fabuloso premio que colgaba entre sus patas traseras. Un momento después hice acostar al animal sobre el piso y poco a poco le fui acariciando el pecho y luego la panza hasta llegar a su miembro.

Lo toqué suavemente, primero la parte cubierta con pelo y sus testículos, que rocé con mucho cuidado y procurando darle una suave caricia a Pelusa. Después toqué la punta de su glande con mi dedo y comprobé que estaba húmedo. Seguí acariciando la base de su pene y poco a poco vi salir un grande y hermoso miembro rojo, flamante, lleno de pequeñas venas que me hizo estallar en lujuria. Comprendía que el perro estaba de acuerdo con lo que yo iba a hacer, pues casi ni se movía y se notaba complacido con mis mimos y caricias. Traté de masturbarlo pero necesitaba lubricar primero el estupendo vástago que tenía entre mis manos, así que le puse un poco de saliva pero sin atreverme todavía a tener contacto entre su pene y mis labios. Deslicé mi mano suavemente de arriba abajo y con cada movimiento en perro se estremecía, según pensaba yo, de lo rico que debía estar sintiendo.

Sentí que me ardía la vagina, que me palpitaba el corazón allá abajo, entre mis piernas y sin pensarlo dos veces introduje con convicción el sabroso premio en mi boquita. Loca de lujuria lo lamía y relamía desde la base a la punta, lo mamaba y succionaba y  también le chupaba los testículos pues esto parecía estremecerlo aún más. Entretenida en eso estuve varios minutos hasta que sentí un extraño sabor en la boca y segundos después Pelusa descargaba sus ráfagas de semen con violencia en el interior de mi boca. Era una cantidad exagerada de semen, me chorreaba por fuera de la boca y me bajaba por dentro de la blusa haciendo que mis pequeños senos en desarrollo ardieran de excitación. Me quité la blusa que llevaba puesta, una blusa ligera de algodón con estampado de flores y Pelusa, aun con el pene enrojecido y goteando semen me comenzó a lamer el pecho. Con cada lamida sentía que me quemaba la vagina. Untaba con mi mano el sabroso jugo en mis precoces pezones para que Pelusa los lamiera y cuando ya no aguanté más deslicé mi mano entre mis calzoncitos de encaje y me comencé a masturbar frenéticamente hasta que no pude más y un sordo quejido me hizo caer de espaldas, extasiada y satisfecha, con el corazón retumbando y riéndome con tonta. Estaba tan sensible que tuve que echar a Pelusa de ahí pues aún me seguía lamiendo y con cada lengüetazo me estremecía y retorcía de manera exagerada.

Esa fue mi primera experiencia con un animal, y no me arrepiento de haberlo hecho debido a los grandes placeres que he conquistado desde entonces practicando la zoofilia.