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Aquellos dias en la estancia 6

en Gays

AQUELLOS DÍAS EN LA ESTANCIA 6

Día 6

Mateo había llegado en la tarde del día anterior de haber pasado una noche intensa con Robustiano y su hijo en el almacén del pueblo.

Aquella mañana había tenido que andar de allá para acá muy atareado. Ese día no sabía porque todo el mundo andaba apurado y con ganas de pedir muchas cosas. Saturnino había estado bastante raro, con poca cordialidad, pero nada personal. Al menos es lo que suponía el muchacho.

En ese caserón la gente iba y venía todo el tiempo. Las mujeres lavaban ropa hasta el cansancio y en la cocina ellos dos no daban abasto. En realidad sucedía que en unos días habría una fiesta de un compromiso de no se sabia bien de quien y el patrón con su familia vendría y bueno todo el mundo quería dar lo mejor de si.

__¿Y vos decís, que vendrá el viejo patrón?__ preguntaba Mateo a Saturnino

__Ni se te ocurra llamarlo viejo

__Pero como se te ocurre, te lo digo a vos en confianza…

__Ya sé, ya sé….Pasa que estos días uno está como loco, no veo la hora de relajar un poco

__Si esas muy nervioso

__Todo el mundo. Hasta don Horacio anda como loco

__Hace rato no lo veo

__Ya lo vas a ver

__No será para tanto…

La siesta llegó reparadora.  Todo el mundo fue desapareciendo lentamente. El silencio fue ganando terreno a la locura. Las primeras chicharras se hacían escuchar. Los árboles eran un bálsamo para el calor que estaba entrando de a poco por aquellos días.

Pronto la calma lo cubrió todo. De vez en cuando se escuchaban alguna risa perdida en los fondos del caserón. Por lo demás la quietud estaba regalando aquella siesta alegre.

Don Horacio entró al caserón mirando a todos lados. Solo escucho sus pasos. Por un momento le pareció oír algún grito o una voz fuerte. Miro a todos lados. No andaba nadie por la casa grande. Camino por los pasillos en penumbras por aquella hora.

Se iba acercando lentamente a la habitación de mateo, lo venía a buscar. Se le había hecho necesario volverlo a ver. Lo buscaba. Necesitaba estar con ese joven. Escuchó una especie de gemido. Se detuvo. Aguzo el oído y era asía nomás de aquella habitación salían lastimeros gemidos. Supo de quien eran. Eso lo calentó un poco más. Se fue acercando y los resoplidos aumentaron el volumen.

Se detuvo en la entreabierta puerta. Pegó la oreja y acercó lentamente los ojos. Pudo ver.

Saturnino totalmente desnudo, estaba detrás de una silla en donde estaba sentado también completamente en cueros el chico. Abrió un poco más la puerta y la transpiración empezó a brotar sin descanso, insostenible. Se sintió mareado por tal calentura. Una mano de Saturnino apresaba la herramienta parada de Mateo, la otra acariciaba y apretaba las tetillas del chico, paraditas y duras. Se imaginaba don Horacio. Porque estaba parado en la puerta, detenido en el tiempo y en aquel momento estaba totalmente excitado. Su corazón latía a punto de explotar.

Mateo tiraba el cuello hacia atrás y Saturnio se atragantaba en aquella boca sabrosa y joven. La saliva chorreaba por la comisura de los labios fogosos, en tanto la verga del muchacho crecía y se elevaba hacia el techo. También el capataz se estaba alzando de una manera enloquecida. Sobaba Saturnino a su amante. Lo hacía gozar de manera suave. Las bolas del muchacho eran acariciadas por los dedos de aquel amante que conocía bien.

La poronga de Mateo era apretada por la mano del hombre aquel. Mordía el cuello del chico. Le pasaba la lengua despacio, tomándose todo el tiempo del mundo. Don Horacio tenía ante sus ojos las redondas carnes de Saturnino, que aún conservaban esa belleza que conoció años antes. Su lujuria crecía al ver ese culito apetecible y su verga hacía presión contra su pantalón delgado de verano.

Se fue acercando a los hombres amándose. Se acercó a Saturnino y toco sus cabellos. Este dio un pequeño salto, pero la sonrisa en los labios del capataz lo tranquilizó de inmediato. Mateo con los ojos cerrados del placer sintió como una boca engullía su animal. Tragándolo. Recorriendo su tronco y deteniéndose en el morado capullo de la punta hinchada. Voraz don Horacio se comía esa poronga, la inundaba de su saliva. Le daba besos y volvía a tragársela sin descanso. El muchacho gemía a punto de alcanzar la culminación de su pasión. Creía que no aguantaría mucho más sin soltar su leche caliente. Recién allí se dio cuenta de que era don Horacio, el capataz, quien chupaba deleitándose, su joven mástil recto.

Se sumo a esa acción y empezaron a compartir el falo del chico que ponía los ojos en blanco.  Saturnino llenaba su boca con las redondas naranjas del muchacho que ya no soportaba tales caricias y se dejaba ir entre llantos y quejidos, gemidos y balbuceos. Los hombres tragaban el néctar que les regalaba el chico. Lamían la verga, limpiándola, entrecruzando sus bocas y besándose, recordando viejas épocas en aquellos parajes calientes y salvajes.

Don Horacio se puso de pie, luego de tragar hasta la última gota de leche. Mateo aflojó el cinturón y el pantalón cayó al piso. Floreció la enorme lanza del capataz. Alzado, brioso, rocoso. Las manos del chico lo acariciaron. La sobaron. Apretaron los huevos rosados del hombre que balbuceaba y suspiraba palabras sin sentido. Saturnino quitó la camisa y dejaron en unos minutos al capataz en bolas completamente. La boca del chico se metió en la boca la tremenda pija del hombre. La erección de don Horacio lo sopesaba todo. El chico besaba la cabeza del glande que apuntaba hacia arriba. Saturnino entretanto había comenzado a besar la boca del capataz que gemía alocado. Las tetillas de don Horacio eran chupadas en grandes bocanadas por la boca de aquel viejo compañero de ruta con Saturnino, se gozaban.

El capataz, se acercó a la cama y se sentó en el borde de la cama. Mateo poniéndose de pie se acercó al hombre y despacio se fue sentando en aquel pedazo palpitante. La vara lo fue atravesando. La pija fue abriéndose paso y haciendo golpear sus huevos contra aquellas nalgas que lo volvían loco. Lo llenaban de deseos y lo sacaban de su vida formal. Mateo lo cabalgaba a aquel hombre fornido, apuesto a pesar de lo años y tan vigoroso como un chico. Como el chico aquel al cual cogía con una satisfacción inimaginable hacía un tiempo atrás.

El pistón resbalaba en las paredes del muchacho que ahora comía la boca de don Horacio. Se besaban, aferrándose a las lenguas inquietas, ardientes. Eran sables que se entrecruzaban sacando chispas de placer.

__¡Oh1 Siéntate en mi espada, ahhhhh, ¿Te gusta como te clavo?

__¡Sii! Clávame, cógeme, penétrame, ohhh, es tan placentero

__Vas a hacerme acabar

__Noooo, aguanta un poco, un poco más, mira como se pone dura mi verga otra vez, siéntela contra tu panza, ahhhh__ la verga del muchacho se había levantado nuevamente. Don Horacio la rozaba con sus dedos. La verga se enervaba, se levantaba y miraba el techo,.

El capataz sacó de su funda la espada ardiente. Hizo colocar a los dos uno al lado del otro, Mateo y Saturnino rodillas sobre la cama y apuntando con su culo hacia la verga inmensa de el capataz. Se acercó con su lengua y beso el anillo de Saturnino que no daba más de calentura

__¡Siiii!¡Chúpame el culo! ¡Así!¡Así!__ clamo Saturnino en un grito gutural. Desfalleciente. La lengua de don Horacio se clavo en el ojal del hombre. La saliva fue abriendo ese canal. Mientras con sus dedos no dejaba cerrar el floreciente aro de Mateo. Lo clavaba y movía esos dedos en el y el chico se retorcía de placer y gozo. Los dos culos se meneaban deseosos de ser cogidos. Ahora el capataz atacó con su perversa lengua al muchacho que abría los ojos y gemía sin reparos. Con los dedos penetraba el ojete de Saturnino que también llegaba a una calentura plena.

Luego de un rato don Horacio apoyó la cabeza de su garrote contra el culo de Saturnino y haciendo presión fue entrando en aquella cueva. Lo fue bombeando despacio, sin enloquecer, haciéndole gozar cada centímetro de verga clavada. En tanto Mateo y Saturnio se besaban y rozaban con sus lenguas quemantes. Ahora don Horacio salió de Saturnino y volvió a clavar a Mateo. Haciendo el mismo juego. Bombeando suave. Palmo a palmo dentro del chico. Chocando sus bolas en aquel culo joven y duro.

Saturnino recibió otra vez el fierro en sus entrañas. Iba y venía dentro de aquel anillo. Luego avanzaba al culo de Mateo. Su verga que ya no aguantaba entraba en aquel hoyo y volvía a salir. Cuando no pudo más se tendió en la cama en medio de los dos y fue largando su liquido para que ambas bocas fueran tomando una parte. Los gritos de don Horacio tronaban en la siesta tranquila. Las dos bocas se abocaban a tragar el semen que les brindaba aquella manguera insaciable y caliente. Mateo y Saturnino estuvieron un rato lamiendo y chupando la pija de el capataz que no quería bajar. Esas bocas eran tremendas. La verga del chico ya estaba alzada otra vez.

Se  cruzaban las  lenguas los tres amantes. El chico entre tantas vueltas y abrazos había quedado acostado  a lo largo en medio del capataz y Saturnino. Los hombres mayores lo acariciaban. Besaban alternativamente sus tetillas y el pecho sin vello. Lo lamían enteramente de arriba abajo. La verga del muchacho estaba empinada y hasta allí fueron llegando primero uno, luego el otro y entre los dos hombres se aferraron a esa poronga erecta y férrea. Lamían y besaban suavemente el capullo del chico que suspiraba realmente caliente y en constante estado de ebullición. Lo masajeaban. El mástil se movía hacia arriba y hacia abajo. Los dedos de los dos hombres rodeaban la poronga y succionaban sin dar tregua al muchacho.

Don Horacio fue subiendo con su boca hasta llegar a la boca del muchacho. Saturnino seguía comiendo al muchacho en la parte baja. Lentamente sin apuro el capataz se fue  incorporando. Luego lentamente fue colocando muy abierto su culo en la boca de Mateo que empezó a chupar el agujero ardiente del hombre. La lengua hincaba el objeto. Lo limpiaba. Lo preparaba, entre quejidos y chispas doradas que se esparcían en el aire de aquella encendida habitación.

Saturnino descarnaba la pija de Mateo que estaba alzada nuevamente. Las chupadas del muchacho bañaban el agujero de el capataz que se retorcía de placer ante el avance de aquel molusco en su interior. El túnel se hallaba listo. El hombre quería sentir el dardo del muchacho dentro suyo. Se fue arrimando despacio. Ubico la cabezota en su entrada. Empujo. Se detuvo un instante y busco la boca carnosa del chico que mordió con desparpajo y emoción. La cabeza entró. Se movió un poco más. Y otro pedazo ingreso en el babeante pasillo. Los suspiros del hombre llenaron la habitación quemante. Entonces el pijón comenzó a entrar y salir de aquel anillo rebosante de baba y líquidos que se mezclaban en aromas sensuales, olores de machos calientes, olores fuertes, sensuales, tropicales.

Saturnino besaba la boca del chico y de don Horacio alternándose con uno y con otro. Los dedos del capataz se clavaban en el agujero del cocinero que aullaba de gusto. La espada de Mateo clavaba al hombre que lo cabalgaba gentilmente. En ese ir y venir don Horacio encorvaba su espalda, se contoneaba como un pavo real, abriendo sus nalgas como si fuera un plumaje colorido.

__¡¡¡Ahhhhhh!!!!¡¡¡¡Asssssiiiiiii!!!¡¡¡¡¡Que bien se siente!!!¡¡¡¡¡Dámela muchacho, dame tu verga!!!!__ gemía el hombre

__¿Te gusta como coge este chico, no??__ interrogaba Saturnino mientras miraba la cara del capataz, totalmente trastornado.

__Hacia tiempo que no te veía así__ aclaró el cocinero nuevamente. Mientras el otro seguía gimiendo y lanzando palabras sueltas al aire.

Mateo comenzó a retorcerse. Sintió que su pija se inflamaba aún más dentro del túnel. Lanzaba su leche. Chorros que golpeaban en el interior de don Horacio, que apoderándose de los labios del muchacho lo mordía mientras el otro gemía y terminaba de expulsar su semilla interminable y espesa.

Saturnino sacó la pija semi blanda del chico y la limpio delicadamente y con esmero. Hacía lo mismo con el espeso líquido que resbalaba por el agujero del capataz y metía su lengua sacando la miel que mas podía. Quedaron los cuerpos relajándose lentamente en aquella siesta, que acentuaba un poco más el calor y el canto de las chicharras se hacía cada vez mas atronador, más fuerte, los cuerpos somnolientos fueron dejándose caer y encontraron el sueño reparador. Sabían que luego el día hasta la noche sería pesado, pero eso ahora no importaba. Se sentían satisfechos por haber gozado plenamente y sin reparos del sexo.

En un rato en esa habitación en penumbras, solo se percibía, apenas,  la respiración de esos hombres.-

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