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Casamiento Islandés

en Textos educativos

Una de esas raras costumbres sociales con las que, de vez en cuando, tenemos la oportunidad de toparnos es la de las antiguas zonas rurales de Islandia en los tiempos en los que un arado de madera era la última tecnología.

Es bien sabido el carácter frío y poco o nada extrovertido de los habitantes nórdicos acentuado, más si cabe, cuando estos individuos conviven en una sociedad poco dada a las relaciones y contactos entre habitantes de una misma comunidad.

Al parecer, el sistema de sustentación familiar en aquellas épocas pasaba por la explotación de la agricultura y de una exigua ganadería doméstica, siendo éstos casi los únicos medios de sustento. Estas vías de aprovisionamiento casi exclusivas proporcionaban gran individualidad en cuanto a necesidades de bienes de consumo en la vida diaria en las haciendas. Tal individualidad intensificaba la falta de contacto entre diferentes haciendas o comunidades al no existir necesidad de adquirir tales bienes desde el exterior de la unidad familiar y agrícola.

A ello hay que sumar la falta de fiestas locales o celebraciones de ámbito cultural o religioso que pudieran congregar al conjunto de la comunidad propiciando un acercamiento entre los habitantes de cada localidad.

Si a todo esto se le suma una educación intrafamiliar cerrada y sobre protectora obtenemos como resultado un alto déficit de adaptación social de la masa popular islandesa de aquellas épocas.

Tan escasos eran los contactos entre la población de una misma comunidad que los jóvenes casaderos apenas contaban con ocasiones para poder relacionarse entre ellos y, cuando lo hacían, sus actitudes timoratas y faltas del instinto propio de la exaltación hormonal típico del inicio de la madurez sexual o quizás, debido a una educación doméstica castrante, daban como resultado escasos o nulos compromisos sentimentales entre los hijos de las diferentes familias.

Tanto fue así que las poblaciones se vieron mermadas en número considerable contabilizándose durante muchos años, escasos matrimonios entre jóvenes casaderos y, por ende, escasos o nulos nacimientos.

La drástica disminución del censo en las comunidades hizo que poco a poco se empezara a tomar conciencia y se llevaran a cabo acciones para atajar el imparable despoblamiento rural. La realidad de aquellos tiempos mostraba a los descendientes creciendo y madurando hasta edades muy avanzadas sin abandonar el hogar y sin traer nuevos integrantes al seno familiar, llegando incluso a la vejez en soltería.

Fueron los cabezas de cada familia los que, para solucionar tan grave problema de despoblación y de sucesión dinástica, empezaron a concertar matrimonios con familias vecinas para asegurar la continuidad y aumento de la estirpe.

Los vástagos contaban no solo con la inestimable dotación de un cónyuge apalabrado, en el mayor de los casos, desde su niñez sino con la ayuda económica de sus familias que se afanaban en abastecer de posesiones tales como casa y tierras a sus nuevos y jóvenes vecinos.

Sin embargo, los esfuerzos por facilitar las tareas maritales que sus vástagos no eran capaces de llevar a cabo por sí mismos no siempre se veían recompensados. Quizá debido a una educación sexual nula o cuando menos escasa o bien por una anormal inhibición en cuanto a apetencias sexuales se refiere. El caso es que tras el salto de la soltería hacía la vida conyugal los resultados fecundadores no se plasmaban en un aumento poblacional.

Tan extremo era el problema en torno a las artes amatorias, que se daban casos de parejas que, tras años en matrimonio, aún no había llegado al coito puesto que pensaban que el mero acto de acostarse juntos en la misma cama, uno al lado del otro, era suficiente para que la mujer quedara encinta.

Se encuentran viejas historias de parejas que trataron de fecundarse juntando sus ombligos, abrazándose fuertemente u orinándose en sus sexos.

Habría que añadir que no existía en la cultura islandesa, por aquel entonces, la “Noche de Bodas”, entendiéndose como tal esa primera noche que los novios pasaban juntos después del paso al matrimonio tras una vida célibe dedicada al respeto del futuro cónyuge. Esa noche “especial”, cargada de erotismo y deseo, tan popular en la cultura centro y sur europea.

La primera noche que los recién casados pasaban juntos llegaba tras la finalización de la construcción del que sería su hogar. Las costumbres de aquellos asentamientos dictaban que todo el pueblo ayudaba a construir la casa de los prometidos y próximos nuevos vecinos una vez que el novio había adquirido, bien por sí mismo o bien por cesión de algún familiar, un terreno en el que construir su hogar.

Después de meses e incluso años en el que toda la comunidad había contribuido con su esfuerzo y trabajo, se celebraba la finalización de las obras, previa dotación de mobiliario y enseres del hogar, con un festejo popular. Dicho festejo, costeado por los familiares de los novios, finalizaba con el estreno oficial de la casa por los desposados.

Marcaba la tradición que dicho estreno se materializaba al cruzar el umbral asidos de la mano por primera vez. Este hecho, tan simple como significativo, estampaba el paso de la pareja de la soltería al matrimonio y culminaba con la pernoctación en el habitáculo nupcial como otro acto más de la ceremonia.

Hete aquí el primer problema de los nuevos esposos puesto que, si bien ambos eran duchos en todas las tareas propias del hogar y de sus labores aledañas, rara vez alguno de los dos tenía el conocimiento o el instinto necesario para consumar su unión.

Para atajar el inconveniente en torno a la ignorancia sobre la realización del acto sexual y asegurar la instrucción de sus vástagos en estas lides, los padres optaron por instruir a sus propios hijos e hijas el día previo a la boda.

Tal era la desastrosa capacitación de los hombres y mujeres casaderas que sus progenitores optaban por utilizar la noche previa como toma de contacto con un ser del otro sexo y posterior instrucción práctica en sus vertientes más completas.

Esta práctica, tan pasmosa como necesaria, terminó por convertirse en parte de las costumbres no escritas de aquella sociedad. Sin embargo, esta medida no solucionaba el problema por completo puesto qué, en muchos casos, las hijas quedaban embarazadas de sus padres con los consiguientes problemas inherentes a una concepción incestuosa. Por otra parte, aunque en menor magnitud, tampoco las madres eran ajenas a este problema.

Versiones contra puestas indican que la realización de la práctica carnal llevada hasta el final, incluida la penetración, se llevaba a cabo no tanto por imperativo de la instrucción sexual sino más bien derivada de la superstición que rodeaba a un matrimonio novel. Al parecer, el que los novios acudieran vírgenes al casamiento no traía buenos augurios ni al pueblo ni a la pareja por eso el desfloramiento llevado a cabo por los progenitores se daba como un remedio espiritual más que como un adoctrinamiento carnal.

Es posible que ambas teorías sean ciertas y simplemente las complementaron para resolver dos problemas de un solo golpe. En cualquier caso, con el devenir de los tiempos se aplicaría una fórmula que corregía algunos de los inconvenientes aquí descritos. Paulatinamente se comenzó a desplazar el peso de la responsabilidad educadora sexual desde los padres biológicos hacia los políticos, es decir, poco a poco empezó a ser la madre de la novia quien se encargaría de enseñar e instruir a su futuro yerno en las artes amatorias que a posteriori debía aplicar con su hija.

A su vez, el padre del novio preparaba e iniciaba a su futura nuera para con sus deberes maritales en el lecho nupcial. De esta manera, ambos pretendientes serían capaces de desarrollar sus labores procreadoras sin ningún contratiempo ni cortapisa durante la noche siguiente y en los futuros venideros y, de ese modo, ayudar con su prole al aumento tan deseado de la población.

Esta medida no evitaba que, al igual que venía sucediendo, las muchachas quedaran embarazadas por otros hombres que no fueran sus prometidos pero teniendo en cuenta que el posible hombre fecundador no era otro que el padre del novio y por consiguiente sangre de su sangre nunca importaba sobremanera el origen progenitor de la criatura.

En otros casos, los menos, era la madre de la novia quien quedaba preñada del novio de su hija pero tampoco aquí se daba demasiada importancia a la naturaleza del embarazo materno tomándose en algunos casos como una bendición o regalo divino.

Con el devenir de los tiempos, no se sabe exactamente la razón, hubo una variación interesante en las costumbres prenupciales. Al acto sexual llevado a cabo entre la pareja casadera con sus respectivos suegros se sumó una tercera cópula.

Este tercer enlace sexual era llevado a cabo entre el padre de la novia y la madre del novio (justo los que en épocas anteriores tomaban participación directa en la instrucción sexual de sus propios hijos e hijas). Se especula con la posibilidad de un estrechamiento de lazos entre familias, realizando así un triple enlace prenupcial. También hay quien aboga por un intento de las partes no participantes por “equilibrar la balanza”.

Y es que existía la posibilidad de que un hombre con varias hijas pudiese ver a lo largo de los años, cómo otros tantos mozos copulasen y fornicasen con su esposa pudiendo incluso llegar a preñarla. En el otro lado, una mujer con un número indeterminado de hijos varones podía presenciar como su marido fornicaba con un, quizás abultado, alto número de jovenzuelas de carnes más duras y prietas que las propias.

En cualquiera de los casos, bien porque la unión completa entre los novios y sus progenitores tenía razones románticas o ya sea por encontrar una paridad entre las relaciones sexuales de todos ellos, lo cierto es que de nuevo la tradición se asentó durante muchos años y terminó por trasladarse desde la noche prenupcial a la misma noche del enlace.

Según se constata en los escasos documentos y referencias escritas de estos pasajes prenupciales, al parecer, las tradiciones anteriores a este último cambio dictaban que eran los pretendientes los que acudían al hogar y a la alcoba de los padres políticos quedando los progenitores desparejados, relegados a pasar esa noche fuera de sus aposentos en cuartos destinados a terceros usos. Con la añadidura de este tercer enlace sexual hubo un cambio drástico en la elección del lugar del coito.

El mismo día del enlace, tras el ocaso del convite y posterior despedida del conjunto de comensales asistentes al casorio, cada pareja se retiraba a un cuarto, preparado ex profeso, en la misma casa recién estrenada de los desposados. El cuarto principal, el que sería la alcoba de los recién casados y que contaba con las mayores comodidades de ajuar y complementos, quedaba reservado para la madre del novio y el padre de la novia.

Los novios con sus respectivos suegros copulaban en dormitorios menores. Estos cuartos secundarios solían ser pequeñas estancias contiguas al dormitorio principal y, en muchos casos, eran partes del propio aposento separadas por cortinas o biombos improvisados.

Esto último no nos parecería estrambótico si conociéramos el diseño de las humildes construcciones islandesas formadas por edificios de una sola planta. El centro del hogar estaba constituido por un habitáculo que hacía las veces de cocina y lugar de reunión rodeado de varias estancias concebidas como despensas y lugares donde guardar sus enseres y aperos de labranza.

Inicialmente la construcción tenía un solo dormitorio. Posteriormente se iban acondicionando más dormitorios a medida que iban llegando retoños a la unidad familiar. Los matrimonios más previsores acondicionaban desde el inicio, además de su dormitorio conyugal, otro cuarto más para sus futuros descendientes. Eran estos cuartos adicionales los que se preparaban para acoger al resto de las parejas de amantes el día de la celebración. Pero cuando, bien por la humildad de la construcción o bien por la falta de previsión logística, solo disponían de un único cuarto debía ser éste quien acogiera a las tres parejas de amantes.

La suposición más aceptada sobre la elección por parte de las tres parejas de cuasi compartir una única estancia en lugar de utilizar los domicilios propios por parte de los padres de los novios es que el número de ocupantes en dichas residencias fuera mayor que en la nueva vivienda al haber acogido en ellas a los parientes asistentes al casamiento.

A la falta de intimidad hay que añadir que las conversaciones mantenidas entre los neófitos del sexo y sus monitores fueran oídas por todos los ocupantes del aposento. También es remarcable el hecho de que, puesto que la cópula ente los recién casados y sus suegros era un acto de iniciación y descubrimiento, el coito entre ellos se realizaba a la luz de candiles que alumbraban sobradamente el lugar.

No podemos imaginar cómo serían las conversaciones, los gemidos, las composturas y el resto de acciones entre las 6 personas que compartiesen el mismo habitáculo. Como tampoco nos hacemos una idea de cómo se desarrollarían sus vidas a partir del día posterior al apareamiento.

Desgraciadamente esta práctica tan exótica como interesante se fue perdiendo a medida que la sociedad islandesa fue modernizándose. Hoy en día no queda ningún joven cuya ignorancia en temas amatorios sea tan grande como para que necesite de un tutor o guía sexual. Sin embargo de vez en cuando hay quien decide celebrar su unión nupcial bajo el antiguo rito imbuyendo a su familia a tomar parte en un acto que deja de estar reservado solo para los esponsales.

El último caso conocido, de los escasísimos casamientos que se llevan a cabo por este rito, es el de la pareja de alemanes Eike Gottieb y Bettina thalberg afincados en la isla desde hacía una década que, entusiasmados por retomar una de las más seductoras y olvidadas tradiciones islandesas, no dudaron en movilizar a todas sus familias y amigos para celebrar en común unión su alianza.

Por desgracia para todos, este enlace no tuvo un prospero futuro. La pareja se separó después de que se supiera, tras años de matrimonio, la continua infidelidad de Eike con la madre de su mujer que, al parecer, no disfrutó lo suficiente en la noche de bodas y quiso continuarla un poco más. Para mayor escarnio la ruptura tuvo largas citas en los tribunales pues el primogénito de la pareja parecía ser fruto de la unión entre Bettina con su suegro el día de la boda. Ella utilizó su paternidad o, mejor dicho, la falta de ésta para evitar que su ex marido tuviera acceso al que hasta hace poco tiempo había creído su hijo biológico.

Otro acto parecido que poco a nada tiene que ver con este ancestral ritual, aunque arrastre ciertos tintes semejantes, es el llevado a cabo por Scott Harris.

Este muchacho de Ontario afincado en estados unidos remató su despedida de soltero acostándose con la madre de su inminente esposa. No se sabe si el alcohol o un instinto sexual desinhibido por parte de ambos fue el culpable de que acabaran el uno sobre la otra.

Lo único cierto es que la boda que había de celebrarse en ciernes tuvo que suspenderse al llegar a oídos de su prometida la doble infidelidad. Sin embargo el amor pudo más que el resentimiento y Amanda Whistter, que así se llama su compañera, acabó perdonándole aunque para ello pusiera una condición, ¿saben cuál?

Ella y su suegro se acostarían las veces necesarias hasta que ésta quedara embarazada. Aunque cabe pensar que la traicionada Amanda quisiera castigar con saña a su esposo infringiéndole un escarnio desmesurado lo cierto es que la razón de tal condición radicaba en la esterilidad del pobre Scott y consiguiente imposibilidad de procreación.

Los coitos fueron programados y consensuados tanto por el marido como por los suegros. No se sabe si a Scott y a su madre les debió molestar en demasía los encuentros carnales entre sus respectivas parejas pero ¿qué importa que tu cónyuge comparta sus orgasmos con otra persona cuando se tiene el amor?

A día de hoy Amanda y Scott tienen tres preciosos hijos aunque se desconoce si todos fueron concebidos de la misma manera.

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Ancient human behaviour. Ancestral cultures of our parents.

Based on text of s*** d***.