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Viajes

en Hetero: General

Tengo que confesar que lo que más extraño de Marco es el sexo. Solíamos hacerlo cada vez que se nos presentaba la ocasión, sin importar en donde estuviésemos o qué hora fuese. Bastaba una llamada mía o de él para buscar algún momento del día para echar un polvo, un aperitivo, por decirlo así, hasta encontrarnos en la noche en mi piso o el suyo. Nuestra relación no duró mucho ni fue muy profunda y terminamos hace un par de semanas por que descubrí que me engañó. Me gusta ser puta, pero puta fiel, ¿entienden? Me puedo desvivir con alguien, pero solo porque espero que esa persona también lo haga conmigo y solo conmigo, de otra manera no tendría sentido llamarle “relación”. No estaba segura de si había un futuro para nosotros, pero no esperaba terminar por algo como eso. Son bastante desagradables los engaños, aunque no es la primera vez que me sucede. Supongo que a los hombres no les basta con que una se vuelva una perra en la cama – o en el suelo, o en la mesa –, necesitan que todas se vuelvan sus perras.

Como dije al comienzo, lo que más extraño de él es el sexo. No suelo ser una de esas mujeres que tira con cualquier hombre que conoce en una fiesta o que se emborracha y termina en la cama de un extraño. No digo que esté mal, tampoco, simplemente no soy una de ellas. Desde siempre he pensado que para el sexo se necesita ser primero parte de una relación; quizás un pensamiento un poco cucufato, pero es la idea que me ha impedido pasar de sobársela a alguien por encima del pantalón a dejar que me la metan en cuatro patas. El problema ahora es que con Marco me acostumbré tanto a tener su pene disponible las veinticuatro horas que ahora no sé como arreglármelas para estar tranquila sin tirar. Me volvió una adicta al sexo. Desde que lo dejé hay una pelea constante en mi mente entre mis ideas de niña y mis deseos más íntimos. El resultado: luego de luchar contra mis deseos de llamarlo para hacerlo solo una vez más (porque un engaño sí que no lo perdono), termino masturbándome en la cama, en el baño o en algún lugar de mi casa. De hecho, hace unos días no pude aguantar más y me encerré en el baño del último piso del edificio donde trabajo para hacerlo nuevamente. Nunca fui demasiado asidua a tocarme – prefería que alguien más lo hiciese – pero ahora se ha vuelto como una droga, una droga que ha desarrollado rapidísimo una tolerancia terrible en mi cuerpo. Necesito más. Necesito la dureza de un pene y la fuerza de los movimientos de mi hombre. Necesito cabalgarlo y besarlo y recorrer su cuerpo mientras él hace lo mismo conmigo. Necesito sentirme de alguien y poseerlo.

Hoy me masturbé antes de ir al trabajo. Cuando desperté tenía unos cuantos mensajes de Rodrigo, un amigo del trabajo al que siempre le gusté y que desde que se enteró de que terminé con Marco no deja de invitarme a salir. No existe el luto para mi amiguito, al parecer, y la verdad es que no me molesta, tampoco. Es simpático, divertido y me halaga que le atraiga, pero nada más. Estos deseos que llevo acumulados, sin embargo, amenazan con hacerme decir que sí y mostrar la versión más fácil de mí. Le contesté que lo pensaría. Luego tiré el celular (que vibró unos segundos luego de escribir, aunque no me importó) y me dirigí a la ducha. Me masturbé mientras el agua caía sobre mí y pensaba en Rodrigo. Pensaba en cómo sería su pene, como me follaría la concha y la boca, como serían los movimientos de su lengua en mi coño húmedo. No llegué al orgasmo.

Cuando salí al paradero eran las siete de la mañana. Mi turno no comenzaba hasta las nueve y el viaje no solía durar más de una hora (iba en taxi casi siempre), pero yo tenía acostumbrado llegar a eso de las ocho, que era la hora en que comenzaba mi turno en un trabajo anterior que tuve por cinco años. Soy una mujer de costumbres, ya ven. Estaba esperando el taxi, pero aún tenía pendiente ese orgasmo de la mañana. Podía llegar al edificio e ir nuevamente al baño del último piso – plan que contemplé desde que salí de mi departamento hasta que llegué al paradero – pero se me ocurrió algo cuando vi al tercer bus parar a recoger pasajeros. ¿Qué podía pasar si iba en bus? Mi madre siempre me advirtió de los “enfermos” y “mañosos” que pululaban entre la maraña de gente que se movilizaba día a día en los autobuses. Cada vez que me subía a uno trataba como fuera de proteger mi cuerpo de manos y bultos avezados, razón por la que tomo taxi diariamente (odio conducir y jamás me compraré un auto), pero quizás esta vez podían servirme. Había que intentarlo.  

Las piernas me temblaban mientras me acercaba a la puerta abierta. Me sentía un poco tonta, pero era la primera vez que me atrevía a hacer algo así y tenía un poco de miedo; en parte porque era algo prohibido (si alguien se daba cuenta tendría que poner en su sitio al pobre hombre) y también porque me sentía muy expuesta solo de pensarlo. Sin embargo, mientras buscaba algo de donde asirme, mi excitación iba en aumento. Podía sentir mi corazón latiendo muy rápido y un calor particular entre mis piernas, un calor único en su tipo que aumentaba cada vez que subía un nuevo grupo de pasajeros. Estaba cerca.

Sentía los cuerpos de muchas personas rozándome, pero ninguna se quedaba cerca. Una y otra pasaban, pero era como si quisiesen mantenerse lo más alejadas de mí como les fuese posible. Cuando el bus quedó repleto había muchos alrededor mío, pero de alguna u otra manera conseguían evitar cualquier rozamiento fuera de lo común. Usaban sus mochilas o se ponían en posiciones extrañas, todo con tal de evitar contacto. No los culpo, últimamente muchos son denunciados o grabados y no creo que nadie quiera pasar por algo como eso, pero… ¡demonios! Justo hoy tenía que venirme con el bus de los mojigatos. Pero algo tenía que hacer. ¡Ya estaba casi a mitad de camino, joder! ¡No me iba a quedar con todas las ganas!

Decidí avanzar un poco hacia la puerta delantera ante la mirada furiosa de algunas personas (mujeres, sobre todo), buscando nuevos aires. Había un chico guapísimo, de unos veinte años, que acababa de subir y al que me acerqué cuidando no verlo directamente pues podría delatar mis intenciones. El joven se sujetaba de una barra asegurada al techo del bus y miraba despreocupadamente por la ventana. Me coloqué a su lado. El corazón me latía muy rápido e incluso podía oír mi propia respiración agitada en aquel recinto cerrado. Es ahora o nunca, me dije.

Estaba a su lado, pero no lo miraba Sentía que él me miraba por momentos y eso me excitaba, pero no me atrevía a hacer nada aún. Durante un par de frenadas me hice un poco más al costado de lo necesario, dejando que su pierna rozase con mi culo, expectante a algún movimiento de él, aunque lo único que recibía eran nuevas miradas, en mi cuerpo y, ahora, en mi culo. Quizás necesitaba una señal más obvia, pensé. ¿Una sonrisa? ¿Un movimiento más evidente? Mientras pensaba en qué hacer sujetaba con más fuerza la baranda amarilla. Una sonrisa. Sí, una sonrisa.

Cuando el carro frenó nuevamente di un paso hacia el lado y esta vez no había forma de equivocarse: el bulto que estaba al medio de sus piernas había rozado por un segundo con mis nalgas. Y al volver a mi posición volteé un poco la cabeza y sonreí lo más lascivamente que pude. El chico en verdad era guapo. Creo incluso que su expresión entre asombrada y excitada lo hacía ver más lindo. Pero esbozó también una pequeña sonrisa y pronto quedé volteada y de espaldas a él. Fue delicioso sentir como el bulto duro de sus jeans rozaba y recorría mi nalga derecha hasta colocarse al medio de mi trasero, me mojo de solo recordarlo. Sonreí nuevamente para darle a entender que estaba cómoda y entonces él empezó a moverse. Me punteaba despacio mientras yo sacaba culo y buscaba el mayor contacto posible. Era fantástico sentir el contorno de su verga erecta recorrer la línea media de mis nalgas. Sus jeans y mi falda eran delgados, lo que permitía una mayor sensación. Me sentía como una puta allí, en aquel bus infecto, con el pene de un completo extraño apoyado sobre mi trasero y con mi concha humedeciéndose a una velocidad de vértigo. La quería adentro, pero eso era ir demasiado lejos… A veces quisiera cambiar algunas reglas de la sociedad…

De pronto la sensación cambió… Ya no sentía el roce de telas, sentía un pedazo de carne que latía y hervía con fiereza contra mi cuerpo. Volteé apenas y confirmé lo que sentía: la polla del chico sobresalía desde el agujero que dejaba su cremallera abierta y se doblaba apretujada contra mis nalgas. Mi concha estaba hecha un charco. Le dejé seguir luego de mirar sus ojos cafés poseídos por la lujuria, pero inmediatamente me arrepentí. Si alguien nos descubría íbamos a meternos en problemas serios, quizás unas horas detenidos por impúdicos…

-Ya me falta poco, mami… - susurró, y el mundo casi se me vino abajo. Había olvidado que tenía que correrse. ¿Dónde iba a correrse? Suficientemente mojada de mis jugos y de líquido pre seminal estaba ya mi falda como para recibir su lefa caliente y salir indemne. No lo niego, quería su leche, pero estaba en una situación complicada. Mi culo sin embargo seguía moviéndose como si tuviese mente propia, se la sobaba con vehemencia y no parecía importarle nada. Él gemía despacio y yo hacía lo mismo. Ambos estábamos a punto de corrernos.

Ahogué un grito cuando llegué al clímax. Me había corrido y ni siquiera me había tocado la panocha. Mientras lo hacía sentía también una gran cantidad de líquido caliente impactando contra mi calzón húmedo. Con mi mano tanteé el área y me di cuenta de que el chico había levantado mi falda con su verga y seguía viniéndose en el espacio que había delante. Tres, cuatro, cinco chorros de leche mojaron mis piernas y mi panocha cubierta. Mi encuentro había terminado.

Ya voy a salir del trabajo. Luego de terminar nuestro pequeño encuentro en el bus escribí en una hojita mi nombre y mi número de teléfono y se la di. José me llamó hace media hora. Vamos a encontrarnos en un paradero dos calles abajo y luego iremos aún no se a donde, aunque puede que se trate simplemente de otro viaje en autobús.