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Cazado 7. Criada interna, doncella y esclava.

en Dominación

He dejado mi casa. Ahora soy una criada interna. Vivo en casa de mi Señora Teresa. Mi vida transcurre entre el instituto, donde trabajo de ocho y media a dos, más o menos, y la casa de Teresa, donde trabajo el resto del día, de todos los días.

-Si vamos a casarnos -me había dicho-, tendremos que probar la convivencia, a ver si somos compatibles.
Me ha dejado libre los domingos por la tarde. Ese día, después de dejar todo limpio y recogido tras la comida, mi Señora me indica qué ropa debo ponerme, qué falda, qué blusa, qué pañuelo, para salir.
Y yo, vestido así, solo puedo ir a mi casa. Ir casi corriendo, la cabeza inclinada, sin mirar a nada ni a nadie, para que nadie me reconozca. Y debo limpiar a fondo mi casa, aunque no se use, porque a eso de las nueve, ella pasa a recogerme, examina la casa, y nos vamos a la suya, yo agarrada de su brazo.
Todos los demás días son iguales. Ella no ha vuelto a decir nada de dejarme en libertad, de dejar que compre mi libertad. Al contrario. A veces me llama, y yo dejo lo que esté haciendo para correr a su lado. Me enseña una revista:
-¿Has visto que vestido tan bonito?
Me enseña un vestido de novia, de chifón, largo, escotado, con un velo que arrastra varios metros.
-Y solo cuesta dos mil euros. Yo creo que me lo puedes regalar. ¿No te gustaría que tu novia llevara este vestido?
-Si, señora.
-A veces pienso que teníamos que ir las dos iguales. claro que a veces pienso que no, cada una con su vestido, el mío espléndido, el tuyo sencillito, como corresponde a la criada. ¿Tú que opinas?
Se ríe al decirme y preguntarme esas cosas.
-Lo que usted desee, Señora.
-Claro que sí, claro que sí. Lo propio sería que yo llevara un vestido magnífico, y tú llevaras un elegante uniforme de criada, de raso negro, con encajes blancos, con una cofia bien tiesa, y un velo, claro, que para eso eres una novia. pero eso sería llamar demasiado la atención. Lo mejor es dos novias con trajes parecidos, el mío grandioso, el tuyo sencillito. Y nada de comprarlos por internet, que nunca quedan bien del todo. Hay que hacerse pruebas con la modista... bueno, ya te irás enterando.
-Sí, Señora.
¿lo decía de verdad, bromeaba a mi costa?
-Hala, sigue con lo que estuvieras haciendo.
Seguía. Como todos los días.
Cada día, me levantaba una hora antes que ella. Me quitaba el camisón y me duchaba. Me repasaba el cuerpo con una hojilla de depilar. Había poco que quitar, porque me había hecho la depilación completa en el instituto en las sesiones más humillantes que recordaba. Un profesor del instituto quedándose en bragas y sujetador, "hoy me apetece que vayas guapa", me había dicho, y yo fui con miedo de que se se notara el sujetador, hasta que en un hueco entre clases me mandó a la peluquería para que me depilaran por completo. Me desnudé en la cabina, procurando que esas prendas quedaran escondidas entre las otras, hasta que entró una chica a por mi ropa, que fue cogiendo prenda a prenda mientras no dejaba de mirarme. Salió con todo de la cabina y pude oír las risas de todas.
Me afeitaba concienzudamente y me daba maquillaje, lo justo para que no fuera muy visible, pero que disimulara los puntos que quedaran de barba. Me ponía un sujetador y unas braguitas a juego, las medias, casi siempre transparentes, porque mi Señora decía que estaba bien que se me vieran las piernas, un uniforme limpio, un delantal y un pañuelo en la cabeza, en triángulo o doblado como diadema, sujeto por unas horquillas. Y me pintaba los labios. Mi Señora quería que yo estuviera bien guapa cuando la fuera a despertar.
Ya bien vestida, enchufaba la cafetera y preparaba el servicio en el salón y entraba en la habitación de la señora.
De rodillas al lado de la cabecera, empezaba a llamarla en susurros.
-Mi Señora. Mi Señora, mi señora...
ella me contestaba al despertar, o alargaba el brazo y me tocaba la cabeza. Yo me incorporaba y retiraba el edredón suavemente. Le daba la mano y la ayudaba a incorporarse, a sentarse en la cama. Me inclinaba ante ella y besaba sus pies antes de colocarle las zapatillas. La ayudaba a ponerse en pie y le colocaba bien el camisón, acariciándole todo su cuerpo con mis manos. abrazándola la llevaba al servicio, donde le quitaba el camisón chupándole brevemente los pezones. La duchaba acariciándole todo el cuerpo con mis manos. Luego la secaba por completo y ella se sentaba en un taburete para que pudiera secarle el pelo y peinarla, otra cosa que había aprendido de las chicas del instituto en varias clases terribles.
Había sucedido después de la depilación, que en mis partes más íntimas había sido hecha por la profesora de estética. Completamente limpio de cualquier pelito, había pedido mi ropa, pero solo me trajeron las bragas, el sujetador y las medias. Me puse esas prendas y asomé la cabeza en la puerta del vestuario. "perdona, Ester, no encuentro mi ropa". "Ah, sí, perdona, me contestó, toma esta bata que nos ha dado Teresa. Póntela y sales". La bata era de chica, de colegiala, ni siquiera era una de las batas de peluquera que las estudiantes solían llevar allí. era una bata larga, hasta las rodillas, de rayas naranjas y blancas, que se ataba atrás, y delante llevaba el cuello redondo, un canesú con puntillas blancas y dos bolsillos adornados también con puntillas. Se la había dado Teresa, no podía negarme. Me puse mi bata de colegiala y salí muerto de vergüenza, una vez más. "Me ha dicho Teresa que quieres aprender algo de peluquería para atenderla. Empezaremos por lavar cabezas. a ver, una voluntaria para que andrés la lave". Durante varios días, en todas mis horas libres iba a la peluquería, me ponía la bata sobre bragas y medias, y me convertía en una alumna más. Uno de esos días apareció Teresa cuando yo estaba peinando a una compañera, alumna, y se quedó mirando. Cuando terminé, y esperando inocentemente una felicitación, Teresa me ordenó: "Ve a la cafetería y nos traes unos cafés para Ester y para mí". Me miré sin querer la bata, y cuando levanté la vista, supe que me había ganado unos buenos azotes esa tarde. Corrí a la cafetería a por los cafés. Me preguntaba entonces qué pensarían en el instituto de mí. Lo mejor era que creyeran que estaba encoñadísimo con Teresa, y que lo hacía todo por ella. Así aprendí a peinarla. Cuando dio por terminadas mis clases, me hizo guardar la bata, para cuando hiciera falta.
Después de peinarla, volvíamos a su cuarto donde me decía qué ropa quería ponerse. Se la ponía como una amorosa doncella enamorada, pues no perdía ocasión de acariciar cualquier parte de su cuerpo. Vestida y lista, se sentaba en el salón, donde le servía el desayuno, y esperaba a su lado mientras ella lo tomaba. 
Después se quedaba tranquilamente leyendo el periódico en la tableta, mientras yo retiraba el servicio y dejaba la cocina impoluta, tomaba deprisa un café y corría a mi cuarto a cambiarme, dejándome siempre medias y bragas bajo mis ropas de hombre. Y sobre ellas ya llevaba siempre un pañuelo. Pero no me podía quitar el carmín hasta que saliéramos de casa. Yo bajaba antes, y esperaba en el portal, con el pañuelo al cuello y los labios pintados. Cuando ella llegaba, me limpiaba los labios con un kleenex, con la duda siempre de si quedarían rastros, y me agarraba a su brazo para ir al instituto.
Allí daba mis clases, sin quitarme nunca el pañuelo del cuello. Como Teresa decía, era su marca, la prueba de que le pertenecía. en cuanto tenía un rato libre, debía buscarla para servirla, a ella y a quién estuviera con ella, o a Alicia si Teresa tenía clase. Lo mismo le daba un masaje en la cabeza, o en los hombros, ella sentada y yo de pies, detrás. O iba a por los cafés, o atendía sus guardias mientras ellas charlaban. A veces tenía ganas de jugar y delante de cualquiera, o en el pasillo, me colocaba bien el pañuelo, lo doblaba en diagonal y me lo ataba al cuello dejando un rabo delante y el otro atrás, o hacía un comentario sobre mis labios resecos, y como no tenía cacao, me pintaba suavemente los labios con carmín marrón o rosa. Siempre visible, pero no escandaloso.
-Lo que siente Andrés por ti es verdadera adoración -le decían, y ella sonreía.
-Pues teníais que verlo en casa: una auténtica criadita, no me deja hacer nada -contestaba.
Al salir yo me iba corriendo, sin esperar a nadie. Pasaba por la panadería, donde me tenían guardado el pan cada día. Y llegaba corriendo a casa. Lo primero que hacía era vestirme como debía: quitarme la ropa de hombre, añadir el sujetador, el uniforme, o una blusa y una falda, a veces me lo había dicho antes, a veces elegía yo, el delantal, y el pañuelo que había llevado al cuello, siempre vistosos, femeninos, de cualquier tela sedosa, fina, me lo ponía en la cabeza, en triángulo o como diadema, sujeto por horquillas, igual que por la mañana, preparar la comida, que la hacía entonces o estaba medio hecha del día antes, poner la mesa y, si acababa, esperar a mi Señora de rodillas ante la puerta de entrada.
Cuando llegaba, le besaba suavemente los pies, y la acompañaba a su cuarto. Si no decía nada, lo hacía caminando detrás de ella. a veces venía enfadada por cualquier cosa, y me ordenaba:
-a gatas, andrea -y yo ya sabía que ese día sería castigado, por algo que hubiera hecho, o que no hubiera hecho, por un gesto, por un descuido, o simplemente para que ella se desahogara de cualquier cosa.
En su habitación le quitaba la ropa de calle, incluido el sujetador, que le molestaba en casa, le ponía una bata de raso y la acompañaba al comedor, para apartar la silla y que se sentara a comer.
Le servía la comida igual que el desayuno: yo iba y venía a la cocina, le servía el vino, le desdoblaba la servilleta, apartaba el plato... y cuando no tenía nada que hacer, me quedaba a su lado, de pies, o de rodillas, esperando.
-Hoy comerás conmigo -me decía muchas veces-, trae tu plato.
Ponía mi plato, enseguida fue un comedero de perros, en el suelo. Cuando recogía lo que ella dejaba, vaciaba su plato en el mío, y lo comía en el suelo, sin manos, fuera sopa, espaguetis o cualquier otra cosa.
Al terminar, solía sentarse en el sofá, o echarse, con un periódico, o con la tele. Yo me arrodillaba delante de ella, o a su lado, para lamerle pies y piernas y, si se abría de piernas porque le apetecía, su pubis y su sexo, hasta que ella me despidiera. A veces se quedaba dormida, pero tenía que estar bien seguro, y entonces me levantaba con mucho cuidado para recoger la mesa, comer en la cocina de sus restos si no lo había hecho antes, limpiar la cocina y empezar a trabajar en lo que tuviera que hacer en casa.
A partir de ese momento, mi tarde es para todas las tareas de la casa. Empezando por la cocina y los servicios, que todos los días limpio y friego, los suelos siempre de rodillas, su habitación, la mía, el resto de la casa, el salón cuando ella se haya despertado, lavar su ropa interior a mano y cualquier cosa que me mantenga ocupada: volver a limpiar los cristales, planchar, hacer la colada, o hacer la compra, el peor momento, pues tengo que seguir siendo Andrea.
-Un día de estos -me recuerda de vez en cuando-, bajarás al super vestidita de lo que eres, de criada.
De momento, me permite cambiarme, ponerme unos pantalones de mujer y una blusa, pintarme levemente los labios, llevar el pañuelo al cuello...
Por las tardes ella suele leer, corregir, o salir con las amigas, al cine o a tomar un café.
A mí me deja algo que hacer, "quiero los cristales invisibles a mi vuelta", "hace ya unos días que no limpias a fondo los armarios de la cocina", "preparas la cena y la comida de mañana"... o me deja, como ella dice, pensando: de rodillas en mi habitación, frente a una pared, atado de pies y manos. esto suele pasar cuando me ha tenido de rodillas y a gatas toda la tarde. A su vuelta, sé que habrá un castigo, por la razón que sea, que ni siquiera me dice, aunque a veces lo imagino, como aquel día en que lo pensé unos segundos antes de ir corriendo a por unos cafés con mi bata de colegiala.
Simplemente me desata y me ordena ir al salón con el cepillo de fregar. Un duro y fuerte cepillo de gruesa madera que tuve que comprar para esto. O con una zapatilla de suela de goma dura y rugosa, que duele más que el cepillo. Ella se sienta en una silla y yo, tras levantarme la falda o el uniforme, y bajarme las bragas, me tumbo boca abajo sobre sus piernas y coloco mis manos en la espalda.
Empieza a darme duros palmetazos en el culo, siempre dolorido porque no suelen pasar muchos días entre castigo y castigo, y yo los voy contando y agradeciéndoselo. Puede que sea suficiente con eso, o puede que no, nunca lo sé. Puede que cuando se canse de tenerme allí me diga:
-A la mesa, querida.
Y yo, casi lloroso, camino con las bragas en las rodillas y la falda levantada hasta la mesa del salón, sobre la que me inclino, dejando el culo en pompa, y los brazos estirados a los lados. Ella sigue azotándome con el cepillo o con una fusta que también me hizo comprar.
Yo vuelvo a empezar la cuenta y a agradecerle el castigo.
-Ya puedes agradecer que me esfuerce así por enseñarte, en vez de mandarte al puticlub una semana.
Y se lo agradezco, de verdad que se lo agradezco.
Pero a veces, en vez de castigo, hay sexo. Yo siempre tengo que estar preparada. No se me ocurre masturbarme nunca, para no repetir lo de la primera vez y enfadarla de verdad.
Cuando le apetezca, antes de comer, después, por la tarde, a su vuelta... ella se me acerca y me toca el culo, o la polla, como con timidez.
-... mi novia...
y yo dejo lo que tenga entre manos para atenderla
-... mi Señora...
y he de atenderla con pasión
-... mi adorada señora...
y empiezo a besarla, en el cuello, en las manos, o en los pies si estoy de rodillas, para terminar besándonos en la boca mientras ella acaricia o pellizca mi culo, mi picha.
Nos vamos a su cuarto y deja que la vaya desnudando mientras no dejo de hablarle de amor, de deseo, y nos besamos, y la beso por todo el cuerpo. No es que me apetezca, es la misma mujer que me tiene esclavizada 24 horas al día, todos los días, la que me pega una y otra vez, la que me presta a cualquiera, la que me mandó a un puti para que me violaran por el culo y por la boca tantas veces, pero tengo que desearla, porque de lo contrario, si me viera sin ganas... no sé qué pasaría, porque no se ha dado el caso más que aquella primera vez.
Desnuda, en la cama, no dejo de besarla y lamerla mientras me quito la blusa y la falda. Ella quiere que me deje las medias, el sujetador y las bragas, y el pañuelo en la cabeza, porque así soy más mujer, suele decir, mientras me acuesto a su lado sin dejar de tocarla, mientras le como el sexo para que tenga sus primeros orgasmos, se lo acaricio con la mano mientras meto mi lengua en su culo. Se corre más veces. Se quiere relajar un poco, se pone de espaldas y mi lengua recorre detenidamente la planta de sus pies, sus piernas, su culo.
A veces ahí se termina todo, yo me quedo con las ganas, ella me manda levantar y sigo con mis tareas.
A veces me pone de espaldas y me mete un vibrador en el culo, se pone encima de mi y me folla empujando con sus piernas.
O me deja el vibrador y me ordena esperar de rodillas al lado de la cama, por si sigue con ganas.
Antes o después, me va a tirar en la cama boca arriba, con el vibrador en el culo, y se va a sentar sobre mi polla. Me aparta el sujetador y me pellizca los pezones mientras me cabalga y se corre.
Y yo, siempre, siempre, estaré hablando en susurros, diciéndole cuánto me gusta, cuánto la deseo, y que quiero ser suya, que me encanta ser suya, que deseo ser suya toda la vida.
Y ella me dice: Sí, mi niña, mi esclavita, vas a ser mía para siempre, nos casaremos y seguiremos así toda la vida.
Y yo espero y deseo que eso no sea cierto, que lo diga solo porque estamos follando.
-Ponte bien el pañuelo, amor, que se te ha descolocado.
Yo estoy de rodillas a su lado, me quito las horquillas, me quito el pañuelo, lo doblo cuidadosamente en triángulo, me lo llevo a la cabeza, lo anudo atrás, y vuelvo a ponerme las horquillas. Me gusta cuando eres tan femenina, mi esclavita.
Los días que me permite correrme, en un condón, dentro de ella, o a su lado, o de rodillas en el suelo, tendré que llevarme luego el condón a la boca y saborearlo.
-Bébete la leche que tu señora te ha sacado, cielo.
Y aunque me gustara correrme, también lo odiaba porque después de desahogarme era cuando más fuerte sentía que yo ya no tenía una vida, que lo que pasaba en la calle, en el trabajo, con mis amigos, mis compañeros, las cañas, el cine, las lecturas, la tranquilidad de mi casa, los ligues... todo eso ya no era para mí.
cuando se daba por satisfecha, me mandaba a seguir con las tareas. Preparar la cena, la comida del día siguiente.
Y después de servirle la cena y dejar la cocina recogida y limpia, me pone de rodillas frente a ella, que mira la televisión, yo miro al suelo, y voy a estar así hasta que ella quiera acostarse, a lo mejor conmigo, pero normalmente no.
Y hablamos, en ese rato habla conmigo como se habla con una criada, supongo. Hablamos del trabajo, de la casa, de lo que vamos a comer el día siguiente, o de mi exnovia y sus castigos, de qué se siente al follar con un perro, y hablamos de compras.
-Tenemos que ir pensando en el vestido de novia, en los vestidos de novia. ¿A ti como te gustaría ir?
Tengo que mostrarme entusiasmado con la boda, o me mandará a la mesa, donde me levantaré la falda, me bajaré las bragas y me iré a dormir ese día con el culo al rojo vivo.
-Me encantaría ir vestida como usted quiera, Señora.
-He visto algún vestido de novia sencillo y elegante. Querrás llevar velo.
-Sí, Señora.
-Un velo que te cubra por completo la cara, seguro.
De lo que yo pensaba que eran fantasías de boda, ese velo cubriéndome era la mejor oferta.
-Sí, Señora, como usted desee.
-jajajaja, pues no, nada de velo, que se te tiene que ver bien. A lo mejor un pañuelo en la cabeza, como si fueras una mujer musulmana..., o a lo mejor simplemente tu bata de colegiala, esa que guardaste. Yo, elegantísima novia, y tú, con medias, bragas, sujetador y la bata. Eso dejaría las cosas claras, no crees?
-Sí, mi señora. Se vería claramente que yo solo soy su esclava.
Por fin la acompañaré a su cuarto, donde la desvestiré y le pondré un camisón, la acostaré y me pondré de rodillas a su lado para susurrarle cuánto me gusta, cuánto lo deseo, cuánto me gusta ser suya.
-Vete a dormir, anda.
Le besaré una mano haciendo una reverencia, y me iré a mi cuarto. Me desnudaré, me pondré un camisón, y un pañuelo en la cabeza, bien apretado, con un nudo bajo la barbilla y otro atrás, porque, según dice, las mujeres musulmanas con muy sumisas, y tengo que aprender de ellas. Dice que pronto podré salir con un pañuelo así a la calle.