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La habitación de Soraya

en Fetichismo

Recuerdo que aquella noche hacía calor.

El sudor me caía a chorros por la frente mientras caminaba con paso airado, impaciente, a través de la finca de manzanos que me separaba de mi destino.

Por aquel tiempo vivía en un pueblo en el que quien mas y quien menos tenía un pequeño terreno dedicado a la explotación agraria, así que no era el único que atajaba a través de las fincas de frutales para ahorrar tiempo, y estaba acostumbrado a hacerlo de noche desde pequeño.

El corazón me latía como a cien por hora, y notaba las palpitaciones en la cabeza como una especie de presión intermitente nada desagradable. 

Estaba nervioso. Sabía que no debía hacer lo que me disponía a hacer, pero no podía resistirme.

Me dirigía a casa de mi amigo Juan. 

Mas o menos una semana antes, habíamos ido juntos a dar una vuelta en bicicleta hasta el río, nos habíamos dado un baño y habíamos hablado de nuestras cosas. El me dijo que el viernes siguiente, el y su familia se irían de fin de semana a casa de unos familiares.

Juan y yo teníamos los dos 15 años por aquel entonces. Estabamos muy salidos, eramos unos pajilleros adictos al porno, las películas de terror de bajo presupuesto y por supuesto, éramos vírgenes. Ni siquiera habíamos tocado teta alguna todavía.

Juan tenía una hermana de 17, Soraya. 

Soraya estaba como un queso. No era muy alta, pero tenía un precioso culito de nalgas apretadas que sobresalían de los ajustados shorts que acostumbraba a vestir.

Tenía unas grandes tetas que le gustaba enseñar a través de los anchos escotes de sus tops, una carita preciosa carita de niña pilla comepijas y ese tono de piel oscuro que junto con sus ojos verdes y de mirada sugerente, su larga melena lisa, negra y aquel piercing en sus carnosos labios inferiores, le daba una imagen de chica rebelde y guarrilla capaz de hacer las más increibles virguerías con las pollas de cualquier tío.

Obviamente, la chica recibía diariamente las insinuaciones, piropos e invitaciones de decenas de chicos de hormonas en ebullición, algo mayores que yo, aunque sin embargo no tenía ninguna noticia de que esuviera saliendo con ninguno de ellos o se hubiera liado con nadie. No lo sabía todavía, pero pronto entendería por qué.

No hace falta decir que a mi se me iba el aliento cada vez que la veía, intentaba decir algo interesante y se me hacía la picha un lío (nunca mejor dicho). Desde el momento en que mi amigo me dijo que no estarían en casa empecé a preparar lo de aquella noche.

Al día siguiente volvimos al río, y aproveché para robarle las llaves de casa. 

Sabía que nunca sospecharía de mí, poque mi amigo es muy despistado. Como esperaba, pensó que se había metido al agua con ellas y las había perdido.

El día antes de aquel viernes, confirmé que se iban de viaje, y aquella noche me escape por la ventana de mi casa, intentando hacer el menor ruido posible.

Cuando llegue a la gran casa de mi amigo, salté la cancilla para no hacer ruido abriéndola, y la rodee para comprobar que no salía luz de ninguna de las ventanas y no había ningún coche fuera.

Introduje la llave en la cerradura del garaje y abrí lo mas silenciosamente que pude. Me alegré de ver que no había ningún vehículo.

Con la linterna del movil alumbré mi camino hasta las escaleras, que me llevarían a otras escaleras que finalmente me llevarían a la planta en la que, a la mano izquierda, encontraría la habitación que pretendía asaltar.

Había sido fácil, demasiado fácil, a mi parecer, así que cada vez estaba mas nervioso. Cuando llegué a la puerta de aquella habitación casi no podía respirar de la excitación que sentía. Podía oir mis acelerados latidos y mi boca se puso seca. Me costaba salivar y mi saliva era espesa.

Abrí lentamente y, por fin, ante mí podía ver el interior de la habitación de Soraya. Su escritorio a la entrada, sus fotos de grupos musicales en la pared de la izquierda, y al fondo, su armario y su cama, con algunos peluches encima.

Me dirigí directamente al armario y entonces encontre, tirado en el suelo, uno de los mayores tesoros que podía encontrar en aquel momento: un pequeño tanga negro, tirado de mala manera. Me avalancé sobre el y lo alumbré. Estaba sucio, manchado por una sustancia viscosa, blanquecina y semihúmeda: sus jugos íntimos.

Sin dudarlo, me lo llevé a la nariz y aspire profundamente su aroma dulzón, dejando que me embriagara, y mi polla comenzó a crecer.

Me la saqué y empecé a masturbarme frenéticamente sin quitarme la prenda de la nariz. Lamí toda aquella sustancia viscosa y entonces me di cuenta de que seguramente se habrian marchado hacñia poco tiempo. Eso me puso mas cachondo todavía, puesto que comprendía que aquella secreción era reciente.

Restregué mi glande contra la delicada prenda y sin poder evitarlo comencé a emitir suaves gemidos de placer. 

Entonces se me ocurrió buscar más bragas.

Abrí los cajones y finalmente las encontré en el último de ellos, junto con los sujetadores.

Cogí unas cuantas y, desdoblandolas cuidadosamente para que no se notara que alguien las había cogido después, las puse sobre mi polla y las utilicé para limpiar el líquido seminal que ya estaba saliendo, fruto de mi febril excitación.

Notaba que estaba a punto de correrme, pero no quería, quería prolongar aquella dionisíaca sensación todo el tiempo posible.

Quería dejar algo de mí en cada centímetro de aquella habitación, para luego regocijarme al saber que, tarde o temprano, tocaría algo que había estado en contacto con mi pringoso pene. Era mi forma de hacerla mía, y enfrentarme a la frustración de que nunca conseguiría follarmela.

A fin de cuentas, ¿Que prisa tenía?.

Cogí también algunos sujetadores, y  froté mi miembro por ellos, y al final hasta hice lo mismo con algunos peluches y algunas zonas de la almohada, pero pronto volví a aquel sucio tanga, que era el que más me satisfacía.

Me la estaba pelando con tanta fuerza, subiendo y bajando tan rápido y con tanta furia que me hacía daño, estaba bañado en sudor y ya no aguantaba más. 

Puse el tanga alrededor de mi glande y cogí unas bragas blancas, subí el ritmo al máximo y entonces, sin poder evitar gritar de placer, expulsé uno, dos, tres, hasta cuatro abundantes chorretones de espeso semen sobre ellas, mientras pensaba en el cuerpo de Soraya y me la imaginaba allí,viendome hacerlo, con aquella provocadora sonrisa en su preciosa cara, divertida y excitada.

Todo mi cuerpo se contorsionó, y experimente una sensación casi de desmayo ante uno de los mayores orgasmos que he experimentado (y seguramente experimentaré) en mi vida. 

Estaría encima de aquella cama, inmovil, jadeando, extasiado, con las manos aún apretando el tanga y la braguita contra mi glande durante cerca de diez minutos, antes de poder levantarme, doblar todas aquellas prendas y colocar un poco la cama.

Dudé si hacerlo o no, pero al final metí el sucio tanga en los bolsillos de mi pantalón antes de salir de allí. Era mi trofeo.

De camino a casa, todavía con el corazón latiendo furiosamente, me sentía extraño. Maravillado, pero a la vez un poco culpable. 

En el fondo sabía que repetiría, y que probablemente lo hiciera todas las noches de aquel fin de semana, que se me antojaba largo y prometedor.

¿Sabeis una cosa? Tenía razón.