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Doña Luisa 01: de repente

en Zoofilia

Como cada día, después de su clase, acompañó hasta la puerta del jardín a Jaime, su alumno, y, tras despedirle, doña Luisa cerró con llave la cancilla y permitió que Plas, el enorme danés de color ceniza, entrara en la casa siguiendo sus pasos con la cabeza alzada y aquel andar parsimonioso y elegante que le permitían sus patas larguísimas.

Tras enviudar, apenas necesitó ensayar durante unos meses para recuperar la destreza de concertista de piano, perdida tras años de abandono de la práctica después de retirarse cuando se casó con Carlos. Al principio, mantuvo la costumbre de tocar unas horas cada día, pero después, cuando llegaron los niños, las tareas del hogar fueron abrumándola y, poco a poco, quedó relegado el piano a un rincón olvidado, hasta que se planteó que ayudar a jóvenes aspirantes al ingreso en la escuela superior de música, podía complementar la exigua pensión que de modo alguno le permitía ninguno de aquellos pequeños lujos a los que se había acostumbrado.

- Buenas tardes, doña Luisa.

- Buenas tardes, Jaime. No olvides que mañana tendremos la clase una hora antes.

- Descuide. Hasta mañana.

Le vio alejarse por la calle en dirección a la parada del autobús y pensó que era un muchacho bien parecido, con aquella melenita rubia, sus ojos azules de aspecto noble y sincero, y el cuerpo delgado y ágil. Un poco afeminado quizás. No resultaba extraño en aquellos muchachos que decidían dedicarse a los estudios musicales que aquella sensibilidad exagerada se tradujera en ademanes delicados. Realmente no significaba nada, pensó. Era un muchacho muy guapo.

- Venga, Plas, vamos a casa, que empieza a refrescar.

Sonrío al encontrarse una vez más hablando con su perro. Le había cogido mucho afecto desde que su hijo Carlos se lo regalara, apenas un cachorro, el mismo día que se marchó de casa para irse a estudiar a Barcelona, donde terminó por hacer su vida.

- Si te empeñas en quedarte sola en este caserón vas a necesitar que alguien se preocupe por ti. Yo me quedo más tranquilo sabiendo que tienes un perrazo, y no creo que nadie se atreva a entrar en la casa cuando lo vea.

Al principio no le hizo gracia. Lo aceptó, claro, por no desairar a su hijo, pero tardó en comprender lo importante que llegaría a ser en su vida. En realidad, no tardó mucho en coger simpatía al cachorro, que crecía a tal velocidad que casi se le podía ver estirarse y que, a diferencia de otros menores que habían tenido los chicos, no parecía aspirar a nada que no fuera seguirla parsimoniosamente y tumbarse a sus pies allá donde decidiera sentarse. Pronto estuvo plenamente integrado en su vida. Le hacía gracia pensar que hablaba con él como si pudiera entenderla, y que el modo en que la seguía, apuntando las orejas hacia ella mientras lo hacía, parecía indicarlo así. Tuvo que acostumbrarse a salir a abrir cancilla del jardín, por que ni el cartero, ni los repartidores del supermercado se atrevían a entrar en su casa cuando Plas andaba suelto, y comprendió que su presencia hacía segura aquella casa alejada de todo al final de la última calle de la periferia de la pequeña ciudad donde vivía.

Aunque su venta le hubiera reportado una pequeña fortuna, no siguió el consejo de sus hijos de venderla. Carlos y ella la habían comprado con esfuerzo y la habían amueblado a su gusto durante años. Era su obra y su legado, y la sentía como una parte de su propio ser. Habían dedicado media vida a la mansión donde esperaba algún día recibir durante los veranos a los nietos que, por el momento, no llegaban, y no quería renunciar a ella, aunque tuviera que trabajar ayudando a soltarse a aquellos jóvenes. Tampoco resultaba un trabajo abrumador.

Tomó una cena frugal sentada en la mesa enorme del office. Plas, tumbado frente al fuego del hogar descomunal, era la imagen misma de la paz. Viéndole así, parecía mentira la fiereza con que defendía su jardín gruñendo y enseñando los dientes sin ladrar a cualquiera que se acercara a la puerta. Finalmente, no había resultado mala idea la de Carlos.

- Bueno, cariño, pues ya hemos cenado ¿Nos vamos a la camita?

Plas la acompañó hasta el dormitorio y permaneció a su lado, observándola, mientras se desnudaba, como cada tarde, frente al espejo enorme que cubría parte de la pared, junto al armario, desde el suelo y hasta el techo, apenas enmarcado por un listón delgado de madera oscura.

Sentía cierta melancolía al contemplarse mientras se despojaba de las ropas amplias a las que se había ido acostumbrando, más que nada por comodidad. Los años no pasaban en balde y, aunque se mantenía razonablemente en forma, su carne había perdido en buena medida su firmeza. Sus senos grandes y pálidos, de pezones sonrosados, ampliamente orlados, perdían poco a poco la batalla contra la gravedad, y su culo resultaba mayor de lo que quisiera. A partir de los cincuenta había que elegir entre cara y culo, y ella había decidido que no quería tener pinta de muerta con los pellejos colgando, así que prefirió dejarse “rellenar” un poco. Observó la curva amplia de sus caderas, sus muslos generosos, y hasta cogió sus senos con las manos elevándolos frente al espejo, como si quisiera recuperar el vigor de la piel que en tiempos los mantuvo erguidos y firmes.

- Tampoco estoy tan mal ¿No, Plas?

Sin necesidad de agacharse, acarició el pelo corto de su cabezota entre las orejas sonriéndole y el animal, como si la entendiera, alzándose sobre los cuartos traseros, se abrazó a ella y comenzó a culear. No pudo mantener el equilibrio y cayó al suelo entre risas. Plas, puesto de pie, era más alto que ella, y más pesado. Nunca lo había visto así. Entre risas, lo empujaba para apartarlo mientras él, componiendo una curva con la espalda y sin soltarla, sacudía las caderas golpeando el aire con aquel falo descomunal, violáceo y rojo, surcado por venas de intenso color azul oscuro. Parecía de piedra.

- ¡Quieto, bobo! ¿Qué haces? ¡Habrase visto!

Forcejeó con él hasta conseguir apartarlo y se encaminó hacia el baño para ducharse sintiéndose extrañamente inquieta. Plas la siguió y se tumbó junto a la bañera lamiendo tranquilamente su falo mientras que ella, abriendo el grifo, se dispuso a tomar una ducha cálida. Aunque tratara de negárselo, mientras se enjabonaba con aquel gel perfumado y dejaba que el agua caliente la recorriese la piel, comprendió que aquel breve encontronazo la había excitado. Trató sin éxito de evitar mirarlo a través del cristal de la mampara. Era mayor que el de Carlos, el único con el que podía compararlo. Terriblemente firme y grueso, casi una amenaza. Evitó prolongar el contacto de la mano entre los muslos, que le causaba una inquietud que pensó malsana.

- ¡Anda, que...! Claro, Luisa, hija... Te has encerrado aquí, sola... ¿Cuanto hace?... Cinco años ya...

Lejos de relajarla, la ducha parecía haber incrementado aquella confusa sensación de ansiedad que se negaba a admitir. Se secó deprisa, se cepilló el cabello largo y rizado frente al espejo, se puso el camisón, se sentó en su sillón, frente a la tele, y se dispuso a ver lo que fuera que pusieran. Cada escena, cada beso, cada mirada cómplice, cada roce entre los personajes que se movían por la pantalla desarrollando tramas que era incapaz de desentrañar, contribuía a reforzar aquella excitación enfermiza que Plas había despertado en ella. Permanecía tumbado a sus pies, lamiendo infatigablemente aquel apéndice monstruoso.

Venció la vergüenza propia, esa sensación absurda de saberse, y, recordando los años turbios de la adolescencia, apoyó la mano sobre su vulva presionándola con fuerza. Sintió un estremecimiento y cesó casi asustada. No tardó en repetirlo. Presionó nuevamente con fuerza y en aquella ocasión comenzó un movimiento circular de la mano sobre su sexo que la obligó a emitir un gemido casi de sorpresa. La invadió un deseo febril. Plas, frente a ella, se había puesto de pie y la miraba jadeando, con la cabeza ladeada. No tardó en quitarse las bragas blancas de algodón. Comenzó a acariciarse torpemente, con el camisón recogido. Entre el vello, sentía la humedad. No tardó en encontrar la manera más eficaz de hacerlo. Presionando con las yemas de los dedos a los lados de su clítoris, comenzó una caricia circular. Comprobó que, si lo acariciaba directamente, sentía un calambre violento que interrumpía el crescendo de placer. No podía apartar la mirada del falo tremendo del perro, que la observaba nervioso. En pocos minutos se encontró jadeando, con los muslos separados, acariciándose despacio, tratando de prolongar aquel deseo agónico. Sus dedos resbalaban entre los labios húmedos. Acariciaba al mismo tiempo sus pezones a través de la tela suave notando su dureza, dibujándolos, apretándolos a veces.

- ¡No! ¡No! ¿Qué.... haces?... Pa... ra... Paaaaaa... raaaaaaa...

Plas había introducido su hocico entre los muslos aprovechando un descuido, apenas un instante de ojos cerrados mientras sus dedos resbalaban hacia su interior chapoteando. La lamía freneticamente, como si quisiera beberla, y no tuvo fuerzas para resistirse. No sentía asco, ni vergüenza. Solo aquel fervor extraño, aquel frenesí anómalo y violento. La lengua enorme, caliente y húmeda del animal, abarcaba su vulva entera. La deslizaba entre los labios, sobre los labios, como si la desarmara, y solo podía culear gimiendo histéricamente. Se rindió a su caricia. Se dejó hacer. Como en sueños, se sintió resbalar hacia el suelo. Veía como en sueños sus rodillas flexionadas, sus piernas abiertas, y la cabezota enorme de su perro chapoteando entre ellas. Lo recorría entero con su nariz fría, con su lengua caliente, obligándola a ahogarse de placer. Entre sus ancas poderosas, aquella polla cabeceaba hipnoticamente. Culeaba curvándose, presa de la excitación, el pobrecito, reproduciendo aquel movimiento automático una y otra vez, haciéndola excitarse aún más a ella al contemplar su deseo.

- Sigue... sigue así.... no pa... res... no.....

Alcanzó un primer orgasmo salvaje casi inadvertidamente, sin avisar. Sencillamente, una corriente eléctrica pareció recorrerla entera, tensarla hasta hacer que su espalda se arqueara, que sus dedos se crisparan sobre la alfombra, y una sucesión de espasmos violentos la obligaron a mover frenéticamente la pelvis mientras gemía un único gemido prolongado. Se sintió llevar al paroxismo, casi al límite de la consciencia.

Plas no se detuvo. Ni siquiera cuando comenzó a suplicar que parase el animal pareció entenderla. Era como si comprendiera su excitación y su deseo, y aquella debilidad súbita lo animaba. Trató en vano de apartarle, de empujarle sin fuerzas, incapaz de imponerse. El perro giraba a su alrededor lamiéndola entera, despertando pequeños calambres en cada centímetro de su piel que recorría. Su polla aparecía brillante, firme. La fascinaba su aspecto imponente. Sin poderlo evitar, alargó la mano hasta rozarla, y el perro pareció quejarse. La sorprendió que estuviera seca, y tan firme. Enloquecida, comenzó a acariciarla. Plas, desorientado, como sin saber qué hacer, peleaba con ella por abrazarla. Jadeaba como un loco. Comenzó a acariciarla, a presionarla y acariciarla arriba y abajo. La impresionaron los bultos gigantescos que comenzaban a formarse junto a la base, mayores que su puño. Los apretó con la mano. Su polla gigantesca comenzó a escupir una aspersión interminable de diminutas gotas transparentes que caían sobre su cara, sobre su camisón, en una sucesión frenética. Estaba loca de deseo, enloquecida, histérica.

Se quitó el camisón. Casi se lo arrancó. Sin pensar, incapaz de pensar, presa de aquella locura que se apoderaba de ella, se desnudó a tirones. Plas giraba a su alrededor lamiéndola. Su polla seguía disparando sus gotitas cristalinas. Colocándose a cuatro patas le ofreció su grupa llamándole, y el animal volvió a lamerla, a olfatearla. Nerviosamente, levantaba sobre ella una de sus patas y se retiraba para volver a lamerla. La volvía loca de deseo.

- ¡Vamos... fóllame... fóllame... cabrón...!

Pareció entenderla. Sintió sus patazas enormes abrazándose a su pecho. Ni siquiera necesitaba levantarlas del suelo para cubrirla y, sin embargo, pareció abrazarse a ella. Culeaba. Su cuerpo se movía zarandeado por la tremenda fuerza del animal, por su peso. Su polla golpeaba sus nalgas y sus muslos como buscando. Jadeaba junto a su oído, y su aliento cálido la enervaba.

Y, de repente, acertó. Fue como si se abriera el cielo, como si la abriera a ella en canal. Aquella tranca gigantesca la penetró violentamente y se sintió desgarrada. Chilló. Comenzó a culear de una manera monstruosa, a una velocidad frenética. La destrozaba. Doña Luisa chillaba. Escuchaba su propia voz quebrada por la violenta presión de los movimientos frenéticos de Plas, que la follaba salvajemente. Parecía imposible que un animal tan grande pudiera moverse tan deprisa. Su polla la perforaba, la taladraba. Casi sentía dolor. Y seguía escupiendo su esperma en su interior, caliente, abundante y caliente. Rebosaba, resbalaba por sus muslos, chorreaba en la alfombra. Consiguió clavar aquel engrosamiento enorme en ella. No paraba de crecer, y parecía actuar como un tope reteniendo en su interior aquella verga gigante que la destrozaba por dentro y la inundaba llevándola a una sucesión de orgasmos insoportable, agotadora. A veces, incapaz de resistirlo, se quedaba como muerta. Plas la sujetaba con sus patas musculosas y seguía barrenando su coño sin parar, y volvía a sentirlo, volvía a experimentar aquel calambre que ascendía por su vientre, y gemía de nuevo, gritaba, lloraba temblando, dejándose manejar por aquella bestia que podría devorarla si quisiera.

Por fin, se detuvo. Fue como si el aire se parara. Se dejó caer casi desmayada sobre la alfombra, libre por fin de su abrazo, sin fuerzas. Un sonido de ventosa y pareció que le arrancaban las entrañas. Su coño chorreaba, y Plas lo lamía y lamía alternativamente su verga, que lentamente iba recogiéndose en la piel. Apenas podía moverse cuando se tumbó a su lado. Se sintió dormir. Ni por un momento había dejado de lamerla, como si la besara. La mujer del tiempo recitaba su letanía monótona a lo lejos.

 

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