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Doña Luisa 04: venganza

en Zoofilia

Aquellos días, desde que descubrí el placer que Plas podía darme, hasta que Jaime me violó, de alguna manera me cambiaron. No es fácil definirlo, podría decirse que descubrí que la vida me había negado un placer que, recién descubierto, necesitaba. Cada nuevo día descubría algo nuevo, no solo real y tangible, si no que, buscando por Internet, un mundo de placer... ¿perverso? Se abría ante mis ojos. No podía detenerme.

El sexo, para mí, había sido un acto rutinario. Placentero, no diré que no, pero incompleto, soso, nada comparable con la locura desbocada a que me conducía Plas, ni a la excitación que me causaba leer cuanto encontraba. Me moría de deseo y curiosidad viendo aquellos vídeos de homosexuales, hombres y mujeres, de sádicos, yo qué sé, casi cualquier cosa que encontraba me hacía desearla. Incluso lo sucedido con Jaime, aquel asalto, aquella sensación de indefensión, de humillación, incluso de dolor, me había resultado violentamente excitante.

Por eso, cuando la aparición de mi macho dio aquel giro repentino a la situación, puede decirse que mi cerebro, que desde entonces ya casi no era capaz de pensar más que en placer y en deseo, ingenió aquello, que ni siquiera me pareció descabellado, ni malvado. De alguna manera, había interiorizado que se me había negado lo mejor de la vida, y que tenía derecho a recuperarlo. Era cómo si tomara lo que me pertenecía, sin remordimientos, con una naturalidad que imagino que resultaría extraña a cualquiera que no hubiera formado en su interior aquella absoluta conciencia del placer que yo había conseguido, pero que a mi me parecía sencillamente normal, casi inevitable ¿Cómo no tomarlo, si estaba a mi alcance?

Así que, cuando vi la escena, cuando me encontré con el muchacho aterrorizado, sometido a mi macho, con la polla todavía dura y aquel gesto contraído por el miedo, la idea se conformó en mi cabeza al instante, y mis reflejos activaron la respuesta automática, proporcionándome los medios para materializar una nueva fantasía cuyas consecuencias ni siquiera pretendía adivinar, ni me importaban.

Aquella noche hice que Plas me follara como nunca. A cuatro patas, tumbada boca arriba, abierta de piernas, haciéndome destrozar por aquella polla magnífica suya, dejándole llenarme de leche, cubrirme de leche... Cada vez que terminaba, que hacía ademán de apartarse, me lanzaba sobre él, lo seducía, lo excitaba de nuevo, y él volvía a montarme, a follarme con aquella energía anómala, a llevarme al paroxismo, casi al desmayo de placer, ahogada y temblorosa, enloquecida.

A Sandra la conocía desde crías. Habíamos estudiado juntas en el Instituto. En estas ciudades pequeñas casi somos todos familia. Por entonces era una muchacha guapa, morena, muy morena de piel, de pelo negro azabache brillante y liso y rasgos más que correctos, casi agitanados. Tenía la nariz ligeramente grande, unos ojos negros enormes, y una boca que volvía locos a los chicos, aunque ella, que era una mojigata, no supe nunca que tuviera nada con ninguno hasta que se casó con Adrián. No es que fuéramos íntimas, ni mucho menos, pero nos conocíamos, sabíamos de nuestras familias, y podíamos tomar un aperitivo juntas si coincidíamos.

A las seis, cuando apareció en casa con su niño, que llevaba el terror dibujado en los ojos, nos saludamos cariñosamente. Sonreí al ver el troley que dejaban junto a la puerta cuando les invité a pasar.

- Sandra, cielo, qué alegría verte.

- Buenas tardes, cariño. No podía rechazar tu oferta. Ya sabes la importancia que le damos...

- Claro, mujer, no es para menos. Deja, déjame tu abrigo, que lo cuelgue. Jaime, cielo, ve calentando los dedos mientras charlamos. Ponte con unas gnossienes, por ejemplo. Pasa, Sandra, por aquí.

La invité a acomodarse y serví un par de copitas de anisette para romper el hielo. Me entretuve observándola mientras conversábamos. Se había convertido en una mujer opulenta de cincuenta o así, como yo, pero algo más “abundante”, aunque su pecho no estuviera tan bien servido como el mío. Tenía las caderas amplias y la caída del vestido dejaba adivinar que estaba dotada de un culo impresionante y unas piernas grandes y firmes. Seguía siendo guapa, muy guapa, de rasgos agitanados, o semitas, no sabría definirlos, y llevaba el pelo recogido en un moño impecable que tensaba sus facciones. Resultaba muy atractiva.

- No sabes cómo te lo agradecemos, Luisa. Adrián no ha podido venir, por que anda de viaje, cómo siempre, pero me ha encargado que te lo diga. Por lo que respecta al precio, no tenemos ni que hablarlo. Cuando termine, tú nos dices cuanto te debemos, sin problemas.

- Bueno, mujer, no te preocupes por eso. Yo también le he cogido aprecio a tu hijo, y creo que tiene madera de pianista. En cierto modo me hace ilusión que lo consiga, y me halaga tener algo que ver en ello. ¿Otra copita?

- ¡Madre mía, con lo que se me sube esto a la cabeza! ¡Venga, que un día es un día!

- Claro que sí, mujer. Al fin y al cabo, lo peor que puede pasar es que tengas que quedarte a dormir aquí. Ya ves que hay sitio de sobra.

Seguimos charlando, dejando pasar el tiempo. Jaime, al fondo del salón, interpretaba sus partituras sin errores, pero sin arte, demasiado deprisa, como si escribiera a máquina. Resultaba evidente su nerviosismo, aunque su madre no se daba cuenta. Plas, echado frente al fuego, terminaba por componer una escena de cuento. Serví una tercera copa, que Sandra tomó entre protestas fingidas.

- El caso es que creo que puede aprobar, pero quiero asegurarme. Me llevaría un disgustazo si el tribunal rechazara su solicitud de ingreso, y ya sabes lo exigentes que son.

- Calla, calla, no quiero ni pensarlo.

Descuidadamente, tomé el mando a distancia de la tele y, sin dejar de hablar, pulsé el botón de encendido, navegué entre los menús, y activé el pase de diapositivas que había preparado cuidadosamente después de comer. Cinco de las fotos que tomara la noche antes, donde resultaba evidente la flamante erección del muchacho, y la contracción de su gesto por el miedo, que bien podía interpretarse como de intenso placer.

- Así que, cielo, imagínate lo que pasaría si los jurados recibieran en sus correos estas fotos.

- Pero... esto... Jaime...

La súbita transformación de su risa en aquel gesto de espanto, sus balbuceos, y el modo en que me miraba sin comprender, aterrorizada, me causaron una punzada de vértigo en el vientre, un placer delicioso. El brillo húmedo de sus ojos, y su silencio repentino, me hicieron comprender que había conseguido mi objetivo.

- Jaime, cariño, es un hijo de puta que ayer tarde me violó, y hoy voy a darle la lección que tú no has sabido.

Sentándome sobre sus rodillas, comencé a desabotonar su blusa. Hizo ademán de resistirse, de sujetarme las manos, y la abofeteé. Le di dos bofetadas sonoras que hicieron que se rindiera y me dejara hacer llorando. Jaime intentó levantarse, pero una rápida carrerita de Plas, que se colocó frente a él mirándole con la cabeza ladeada, sin ni siquiera gruñir, bastaron para recordarle quien era el macho de aquella manada, y volvió a su banco con un gesto de impotencia delicioso. Desde allí, pudo contemplar cómo, prenda a prenda, desvelaba ante sus ojos el cuerpo de su madre.

Yo me dejé llevar por la excitación y por mis fantasías. Terminé de despojarla de la blusa y del sostén, descubriendo sus tetas redondeadas, no muy grandes, coronadas por unos pezoncillos oscuros, de color café con leche, como botoncitos prominentes apenas orlados, que pellizqué delicadamente. La parte de su piel que cubría el bañador cuando tomaba el sol contrastaba marcadamente con aquellas otras que la luz acariciaba. Me pareció bonito. Tenía la piel suave e hidratada, y parecía carnal, deseable. Me excitaba aquella indefensión, aquella sumisión llorosa y balbuceante.

- No... me hagas... esto... Jaime...

- ¿Te da vergüenza, puta? Anda, ponte de pie, y tómate otra copita si quieres.

Obedecía sin rechistar. Tomó la copa que le ofrecí y la apuró de un solo trago mientras aflojaba su falda con mis dedos y la hacía caer hasta los pies dejando a la vista sus medias grises, el liguero, y las braguitas color de humo, con coquetos encajes discretos y elegantes, que se clavaban en su carne mullida. Se dejaba hacer avergonzada. Se dejaba desnudar lloriqueando ante su hijo, balbuceando entre hipidos una súplica, una queja interminable e impotente que no servía mas qué para incrementar mi excitación. Acariciaba cada parte de su cuerpo que descubría. Amasé su culo amplio y tierno, sus muslos, su vientre, y hasta introduje la mano bajo sus bragas hasta sentir el tacto jasco de su pubis, y deslicé un dedo entre los labios, todavía secos de su coño.

- Ven, Jaime, cariño, acércate No te gusta mamá?

- Para... para... por favor...

El chico obedeció sin rechistar. Asustado todavía, esquivó a Plas, que le siguió de cerca, para acercarse. Bajo su pantalón se adivinaba un bulto notable. Tenía una expresión entre febril y asustada.

- ¿Te gusta, hijo de puta? A ti te gustamos las viejas ¿No? ¿Te gusta la zorra de tu madre?

- …

No respondió. Le dejé allí, de pie, apenas a un metro del muchacho, y me acerqué a él situándome a su espalda. Comencé a desabrochar su cinturón muy lentamente, los botones de su camisa... Acaricié su pecho delgado y musculoso mientras mordisqueaba su cuello. Gimió. Cuando le libré al mismo tiempo de los pantalones y los calzoncillos, su polla, dura como una piedra y brillante de húmeda, quedó sacudiéndose en el aire al ritmo de los latidos acelerados de su corazón. Sandra apartó la mirada. Sus piernas flaquearon y cayó sobre el sillón.

- ¡Vamos, puta, míralo! No me digas que no es precioso ¿No quieres ver el efecto que le causas?

Dejándole allí, excitado y aterrorizado a partes iguales, me arrodillé en la alfombra, junto a su madre. Agarrándola del pelo, besé sus labios al tiempo que le arrancaba las bragas a tirones violentos, rompiéndolas. El sabor salado de sus lágrimas, que le cubrían la cara entera, me pareció delicioso, excitante. Su miedo, la sensación de dominio que experimentaba, me causaban una excitación brutal. La idea perversa de que aquello sucedía frente a su hijo, a quien resultaba evidente que excitaba lo que veía, me impulsaba a seguir, a llegar más lejos, y me entretuve en su boca, en sus tetas, que besé, cuyos pezones mordí; en su coño velludo, que acaricié con los dedos sin dejar de magrearla entera, de gozar de su carne mullida. Comencé a follarla con los dedos. No dejaba de suplicarme que parase, que la dejara. Incluso cuando los labios comenzaron a separarse evidentemente, y mis dedos a resbalar en la humedad de su interior, y su culo a moverse ligeramente, acompañando al compás de mis dedos, que la follaban, seguía lloriqueando, pidiéndome que no lo hiciera. Plas, nervioso y excitado, daba vueltas a nuestro alrededor observándonos. Su enorme polla rojiza se movía dura y brillante. Sentí los labios de Sandra pegarse a los míos y respiré un primer gemido suyo.

Me levanté separándome de ella y contemplé su imagen voluptuosa: caída sobre el sofá, abierta de piernas, con los labios del coño brillantes y la respiración agitada, me miraba con los ojos inflamados como llamándome. Comencé a acariciar la polla de su hijo haciendo que mi mano resbalara lubricada por el abundante fluido que segregaba.

- ¡No... no! ¿Qué...? ¡Páralo! ¡¡¡Para.... paaaara... loooo!!!

Zas había aprovechado su oportunidad y, colándose entre sus muslos, clamía su coño desesperadamente. La pobre Sandra trataba de cerrar las piernas, pero su corpachón se lo impedía. Sus lengüetazos no tardaron en causar efecto. Sandra se debatía jadeando, tratando inútilmente de zafarse de sus caricias, perdiendo las fuerzas a cada lametón, a cada uno de aquellos lengüetazos que cubrían su coño entero, que lo recorrían entero, calientes, rápidos, intensos... No tardó en gemir desesperadamente. Culeaba como una posesa mientras sus labios todavía trataban de formular una queja, de suplicarme que se lo quitara, que lo apartara de ella.

- ¿Esto era lo que te excitaba tanto, cariño? ¿Te puso muy caliente verme así?

Su polla resbalaba como una roca en mi mano. Trató de acariciarme, pero le prohibí hacerlo. Me gustaba mantenerme así, vestida ante ellos, inaccesible, dueña de la situación.

Ante sus ojos, su madre se corría con la cabeza de mi perro entre los muslos. Se corría como una posesa. Jadeaba, gemía... En algunos momentos, era como si se le detuviera la respiración, como si su pecho no fuera capaz de respirar aire suficiente para tal cantidad de placer, y su cuerpo entero se tensaba, su rostro se amorataba, y se estremecía en pequeños espasmos violentos para terminar chillando y respirando a bocanadas, entre gemidos angustiosos, culeando como una perra.

- ¡Eso nooooo! ¡Para...! ¡¡¡Eso... nooooooooo!!!

Plas se había subido sobre ella, que trataba de apartarlo. Culeaba buscándola. La sujetaba con sus patazas arañando sus costados de piel blanca, dibujando líneas sonrosadas. Incluso algún delgado reguero rojo se marcó sobre su piel. Podía ver el pánico en sus ojos. De pronto chilló. Mi macho había acertado. Chilló como una loca al sentir aquella tremenda verga clavándose en su interior. Su chillido se hizo vibrante cuando Plas comenzó a barrenarla a aquel ritmo bestial suyo. Pronto su chillido se transformó en un gemido prolongado. Se dejó caer desbaratada. Movía aquel culo tremendo, que dibujaba ondas; recibía sus embates con los ojos en blanco, emitiendo aquel enervante quejido agudo, histérico en que se deshacía. No tardó en fluir un reguero de esperma transparente de perro que resbalaba entre sus nalgas.

- ¿Esto era lo que querías ver?

Acariciaba su polla despacio, muy despacio, dejando apenas que mi mano resbalara muy lentamente sobre su capullo empapado, consciente de que se correría apenas la agarrara. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en la imagen de su madre, que ya se abrazaba al torso descomunal de mi macho, entregada al placer involuntario que se apoderaba de su cuerpo. Yo susurraba a su oído frases que pretendían excitarle más, hacerle fijar su atención en lo que veía, hipnotizarle.

- Mira cómo tiembla. Se está corriendo otra vez.

Su polla parecía de piedra. Al soltarla, un resorte la proyectaba hacia arriba. Chorreaba. Mi mano resbalaba sobre su capullo suavemente, describiendo círculos que, a veces, arrancaban un gemido lastimero, un quejido afeminado. La soltaba entonces, y percibía su queja. Su corazón latía arrebatado.

- ¿Te gustaría follarla?

- …

- ¡Vamos, contesta! ¿Te gustaría clavar tu polla y llenarla de lechita? Mira cómo aprieta el culo. Fíjate en los bultitos que se forman. ¿No te gustaría hacerla gemir así?

- Sí...

- ¿Quieres follarte a mamá?

- … Sí...

Continué acariciándole así mientras me libraba de la falda y desabrochaba mi blusa con una sola mano. Me excitaba sentir cómo la enervaba, la dureza de sus músculos, sus respingos cuando mi mano se posaba en su culito de piedra, en su pubis, o recorría su pecho mientras susurraba junto a su oído. Le sentía tenso, al borde del colapso. Contemplaba a su madre hipnotizado. La miraba sin pestañear, como si quisiera percibir cada detalle, retener cada instante de aquella sucesión interminable de orgasmos depravados.

Sandra culeaba con los ojos en blanco, su rostro se contraía en un rictus terrible de placer convulso cuando Plas, satisfecho, hizo ademán de apartarse sin lograrlo. Había quedado enganchado a ella, y tiraba arrancándola gritos de dolor, o de placer, nunca lo supe. Cuando, por fin consiguió despegar la polla de su coño con un sonido de ventosa, un chorro de esperma transparente se deslizó hasta el suelo. Su cuerpo, presa todavía de espasmos violentos y arrítmicos, descansaba sobre la alfombra, con la espalda apoyada en el sillón, desmadejado. Dejé al muchacho, que me miró con cara de lástima, y me acerqué a ella.

- No se te ocurra tocarte, cabrón.

Acaricié su pelo, su frente sudorosa, sus tetas pequeñas, su vientre. La besé en los labios, y recibí una mínima respuesta agotada. De pie, sin atreverse a acercarse, su hijo nos miraba, Su polla goteaba y cabeceaba en el aire amoratada, extremadamente dura. Acaricié el pubis de mi amiga, que se giró para abrazarse a mi. Cuando deslicé mis dedos en sobre su coño, lo encontré empapado, dilatado, abierto como una granada. Rezumaba esperma de perro. Recibió mi caricia con un gemido agotado. Sus labios se pegaron a los míos y me sorprendió sentir su lengua deslizándose entre ellos.

- ¿Cuanto hacía?

- Si... siglos...

- ¿Y Adrián?

- Adrián es un cabrón.

Parecía recuperar su vigor por momentos. Pronto llevaba la iniciativa. Me dejé terminar de desnudar. Me enervaba el contacto de sus dedos en mi piel mientras desabrochaba el sostén. Acarició mi coño empapado, arrancándome un gemido angustioso. La tensión había impedido que comprendiera hasta que punto estaba caliente, ardiendo. Me dejé querer. Me dejé caer sobre la alfombra y me siguió echándose sobre mí. Su cuerpo mullido y amoroso resbalaba sobre el mío. Devolvía sus caricias apretando su carne con las manos, sintiendo entre los dedos la rotunda abundancia de sus nalgas. Noté resbalar su sexo en mi muslo, y la presión de su piel en mi coño empapado, y me dejé llevar. Me besaba, me lamía. Me recorría entera con los labios. Me mordía. Chillé cuando sus dientes presionaron mi pezón, y me deshice en gemidos cuando comenzó a lamerlo, a succionarlo hasta llenarse la boca de mi carne. Jaime nos miraba con expresión angustiada. Cuando se sentó a horcajadas en mi muslo, y nuestros coños se unieron en un beso lúbrico, entre gemidos, le indiqué que se acercara. Se arrodilló a mi lado. Sandra bailaba sobre mí, y su caricia me transportaba al centro mismo del placer. Comencé a acariciar su polla lentamente, agarrándola por fin. La caricia de su madre, aquel frotárseme, me enloquecía, y el tacto rugoso y duro de su polla deslizándose en el interior de la piel apretada, tan firme, tan dura, me recordaba momentos de mi vida pasada. No tardó en gimotear, en temblar. Su polla latía entre mis dedos. Se inclinó sobre él. La tomó entre los labios y, al instante, mi alumno bramó como un torito. Sandra se corría. Yo me corría, y el esperma que resbalaba entre sus labios goteaba en mi cara. Abría la boca para beberlo. Su hijo sujetaba su cabeza con las manos y empujaba atragantándola. Tenía los ojos en blanco. Dejaba escapar su lechita sobre mí temblando. Me agarré con fuerza a su culo abundante y poderoso y la sentí temblar sobre mí, pegada a mi cuerpo, envolviéndome en aquel calor húmedo suyo, en aquel perfume dulzón, intenso.

Me corrí como una perra. Me corría enloquecida, como viendo el mundo a cámara lenta, como si asistiera desde fuera a una escena pasada a cámara lenta donde yo recibía sus atenciones limitándome a temblar entre sus cuerpos, a recibir sus caricias estremeciéndome despacio, deshaciéndome despacio entre sus besos y caricias.

Perdí la consciencia un instante, creo que solo un momento. Al recuperarla, La cabeza de Sandra entre mis muslos resultó la explicación al calambre de placer que me recorría. Inclinada sobre mí, lamía mi coño volviéndome loca. Me agarré con fuerza a su pelo. Jaime, a su espalda, la follaba casi al mismo ritmo frenético de Plas, que nos mirada excitado, girando a nuestro alrededor sin saber donde ponerse. Gemía entre mis piernas, y cada gemido suyo parecía recorrerme entera, despertar una onda de calor y de placer que se extendía por todo mi cuerpo hasta la punta misma del cabello. Mi cuerpo, poseído por una respuesta autónoma, se tensaba y destensaba en violentas contracciones que dominaban mis piernas haciéndome separar el culo del suelo a veces, o culear en la alfombra histéricamente, gimiendo, ahogándome de placer, estallando en oleadas de placer que me arrancaban el aire del pecho. Como en sueños, le vi separarse un poco, apenas un palmo, y volver a pegar el pubis a su cuerpo agarrándose con fuerza a sus caderas. Sandra chilló. Trató de revolverse y chilló. Jaime la sujetaba con fuerza. Mis dedos, aferrados a su cabeza, la sujetaban con fuerza. Gritaba, lloraba a gritos sobre mi coño empapado volviéndome loca. Su hijo la taladraba casi con rabia, sin consideración alguna. La sodomizaba como un animal. Por encima del vello de mi pubis, veía sus ojos llorosos, a veces abiertos, como con espanto; otras, cerrados, apretados, contraídos en una mueca de dolor. Le vi inclinarse sobre ella, deslizar su mano entre los muslos morenos, y comenzar a acariciarla. Gemía y lloriqueaba. Cada sonido que su boca emitía, ahogándose en mi coño, retumbaba en mi haciéndome estremecer. Trató de liberarse, de levantarse apoyándose en las manos. El impulso de los envites brutales de su hijo la lanzó sobre mi cuerpo y me encontré su rostro junto al mío. Chillaba y gemía. Deslicé la mano en su coño. Estaba empapado, abierto. Comencé a acariciarla, a masturbarla tratando de transmitir el placer que me causaba su angustia y su dolor. Su llanto no tardó en convertirse en una extraña mezcla de quejidos, jadeos y gemidos. Lloriqueaba temblando sobre mi, y me sentí estallar chillando y tiritando. Vi como entre la bruma a Jaime acercarse. Le vi arrodillado, a nuestro lado, agarrando su polla con fuerza. Su esperma nos salpicaba, estallaba sobre nosotras. Enloquecida, histérica, lamía los chorretones que resbalaban sobre el rostro de Sandra que, como yo, parecía quebrada, rota de placer. Sentía los espasmos de su cuerpo sobre el mío, confundiéndose con los míos mientras aquella efusión inagotable de esperma nos cubría.

Desperté por la mañana, en mi cama, con mi camisón puesto, y mi primera imagen fue la de Sandra a mi lado, abrazándome y sonriendo. Me besó en los labios. Jaime permanecía sentado en el silloncito, mirándonos. Su polla seguía erecta y tenía mala cara. Debía haber pasado la noche allí. Devolví su beso abrazándola. Me sentí bien.

- Bueno días, corazón.

- Buenos días.

Permanecimos abrazadas en silencio mucho rato. El sol de la mañana clareaba la habitación blanca dotándola de una luz prístina, deliciosa, que invitaba a la pereza, a contemplar el día sin más. Por alguna razón, nada me extrañaba en aquella situación.

- Oye, Sandra...

- Dime, cielo.

- ¿Tú... esto... alguna vez...?

- Jajajajajajajaja...

- En serio...

- En el insti, con Noelia.

- ¿Con Noelia?

- ¡Cómo me ponía esa zorrita!

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