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Doña Luisa 05:

en Zoofilia

Volví a quedarme dormida. Supongo que las emociones de los últimos días habían hecho mella en mi. Al despertar, debía ser mediodía. El cielo se había nublado. El fuego estaba encendido en la chimenea, y Sandra, sentada en la alfombra, jugueteaba con Plas. Parecían haberse hecho muy amigos. Lo llamaba y acudía, y parecía alegrarse de verla. Lamía su cara y sus manos moviendo la cola con entusiasmo. Era la viva imagen de la felicidad. Permanecí inmóvil y en silencio, observándoles. Sandra estaba preciosa. Una vez más, había asimilado como natural algo que nunca en mi otra vida me hubiera atrevido ni a pensar. Lo asumí sencillamente, sin complicaciones, sin ninguna dificultad. Asimilé que me gustaba aquella mujer, que podía desearla y, de hecho, la deseaba.

- ¡Vaya! Mira, Plas, se ha despertado la bella durmiente.

Casi me dejé caer sobre ella desde la cama. Deslizándome sobre el colchón, caminando con las manos por la alfombra, avancé hacia ella hasta resbalar y ganar el suelo. Me abracé a su espalda besándola con entusiasmo. Mi macho parecía feliz de vernos así. Supuse que se alegraba al ver crecer su harén. Giró hasta abrazarnos y me besó los labios.

- Quiero quedarme aquí, contigo.

- Mmmmmmmmm...

- En serio.

Me enterneció la dulce convicción con que me lo dijo, con los ojos muy abiertos, como si fuera una niña anhelante y mimosa.

- ¿Y Adrián?

- Adrián... Adrián nada. Si te descuidas no se va a dar ni cuenta.

- ¡Mujer...!

- Adrián es maricón, cariño.

- ¿Adrián? Pero...

- Si supieras lo que he pasado...

Durante horas, delante de su hijo, que nos miraba en silencio con cara de asombro, me contó la triste historia de su matrimonio. Al parecer, tras casarse, habían hecho el amor cada día varias veces durante un par de semanas, exactamente el tiempo necesario para que tuviera su primera falta. Después nada. Pasó años preguntándose qué podría haber hecho que le distanciara de ella tan bruscamente sin explicación aparente. Al parecer, aquello se convirtió en una idea obsesiva. Sandra trataba de aclararlo con él, que la cortaba abruptamente. Al cabo de unos años, ni siquiera se hablaban. Un buen día, dejó al muchacho, que por entonces debía tener cinco años, con su niñera, y se dedicó a seguirle. Le siguió discretamente con el coche hasta que le vio aparcar a lo lejos entre las encinas de Valdemadera. Había oído contar que las parejas solían ir allí a “darse el lote”. Anochecía. Detuvo el coche lejos y, como pudo, caminando con sus tacones por aquellos caminos de tierra, se había acercado lo suficiente como para ver a un muchacho que bajaba de otro coche y se metía en el suyo.

- Me dio un vuelco el corazón...

De pronto estaba allí, en medio del campo, con un tacón roto, llorando mientras veía a su marido inclinado sobre la polla del muchacho. Imaginó lo que hacían, y su mundo se derrumbó.

- Fue como si se me deshiciera la vida entre los dedos...

Al cabo de algunos días de llanto, se decidió a hablar con él, que reaccionó con violencia. Por lo visto, la había pegado e insultado. La llamó zorra, y cotilla. Pasó más de dos semanas sin poder salir a la calle para que nadie viera su rostro amoratado. A partir de ahí, las cosas empeoraron. Descubierto su juego, Adrián se manifestó como el cabrón que era. Empezó a llevar a casa a los muchachos. La dejaba en el salón, y se los llevaba a su cuarto.

- Un día, me armé de valor y entré en el dormitorio. Estaba con un chico jovencito. No debía tener ni veinte años. El muchacho, tumbado boca arriba, se dejaba sodomizar, y Adrián, mientras le clavaba la polla, agarraba la suya y le masturbaba. Me miró con desprecio y siguió haciéndolo delante de mi, sin inmutarse, hasta que el chico se corrió. Él debía habérsele corrido dentro también. “¿Ya está, puta? ¿Satisfecha?”, me decía. Se puso muy violento. Me pegó de nuevo. Me agarró del pelo y me llevó hasta el muchacho. Me hizo chupársela mientras me daba azotes muy fuertes. Me subió la falda, me dejó el culo al aire delante de aquel extraño, y me obligó a chupársela hasta que se me corrió en la boca sin dejar de darme azotes. Cuando acabó, se vistieron y se fueron bromeando, riéndose de mi. Me quedé en la cama llorando. ¿Sabes? Me masturbé llorando, allí, sobre la cama, sola, recordando la impresión de sentir su polla palpitándome en la boca, su leche caliente... Me masturbé como una posesa y me corrí llorando.

- Mi amor...

Después de aquello, al parecer, la había sometido a aquel tipo de vejaciones de continuo, hasta que debió echarse un novio fijo, y su presencia en casa se hizo más esporádica. Aquellos dieciocho años debían haber sido un infierno para ella.

- Déjame quedarme...

Me lo pidió de nuevo con los ojos muy abiertos, sin llorar, como si hubiera agotado su capacidad de hacerlo. Me lo imploraba con la mirada, con un temblor apenas perceptible en los labios, y, en aquel preciso instante, amé sus labios gruesos, su boca grande, sus ojos como abismos negros, la caricia aterciopelada de su piel y su carne amorosa.

- Claro que sí, cariño. Quédate conmigo y nos hacemos viejitas juntas aquí tú y yo.

Al anochecer, Seguíamos allí, abrazadas como dos colegialas enamoradas, sentadas en la alfombra, mirando en silencio decaer el día, besándonos a veces, acariciándonos con dulzura, descubriéndonos. Jaime nos miraba sin atreverse a hablar. Parecía avergonzado, desconcertado... Para él, hasta entonces, su padre había sido un hombre de negocios que pasaba mucho tiempo fuera, de viaje. Lo escuchado parecía haberle dejado noqueado. Ni siquiera se había atrevido a levantarse. Nada. Tan solo había permanecido allí, desnudo en el sillón, mirándonos con expresión desolada, incapaz de reaccionar.

- ¿Y con este cabrón de hijo mío qué hacemos?

- No sé, ya veremos. De momento que nos haga la cena ¿No?

Nos duchamos y nos vestimos para cenar. Dejé a Sandra uno de mis vestidos. Le quedaba bien, y estaba preciosa, con una blusa india y un pantalón amplio de algodón de andar por casa, que permitía más que adivinar cada una de sus curvas. Cada movimiento suyo era una invitación. Jaime nos acompañó callado. No se atrevía a mirarnos. Sus ojos permanecían fijos en el suelo. Apenas de vez en cuando, se permitía una mirada furtiva.

Tras el postre, nos acurrucamos en el sofá para ver la televisión. Pronto estuvimos jugando. Empezó en un coqueteo, un bromear, una insinuación, una caricia pícara, unas risas... Pronto nos besábamos apasionadamente, como adolescentes, excitadas, ansiosas. Ignorábamos a Jaime a propósito. En cierto modo, le provocábamos. Le habíamos incorporado a nuestro juego como un espectador a quien torturábamos y que incrementaba la excitación de acariciarnos, y él lo soportaba estoicamente, sin rechistar. En un momento dado, mientras mordía la boca de su madre y acariciaba su coño (los pantalones arrebujados en los tobillos, los talones juntos, los muslos abiertos, y mi mano escarbando entre los labios de su coño empapado, jadeante, excitada, dándome su lengua que yo succionaba a su vista, sin disimulo), mirándole a los ojos, le ordené levantarse.

- Tú, de pie.

Dejé a Sandra allí, mirándonos mientras me acercaba a él muy lentamente, muy seria, acariciándose el coño muy despacio (muy muy despacio, casi posando apenas la mano sobre él, con el dedo anular entre los labios), y comencé a desnudarle.

- ¿Te gusta?

- …

- ¿Te gusta vernos?

- …

- Ya veo que te gusta.

Le desnudé despacio, recreándome en la provocación. Desabroché uno a uno los botones de la camisa descubriendo su pecho lampiño, con apenas cuatro vellos rubios; aflojé su cinturón, desabotoné el pantalón y metí la mano dentro para encontrar su polla, dura y mojada.

- ¿Así te pone ver a mamita zorreando con la puta de doña Luisa?

- …

Bajé sus pantalones dejándolo a la vista, exhibiéndolo para ponerlo en evidencia, mostrándoselo a su madre, que permanecía callada, muy seria, obervándolo todo sin dejar de mover mínimamente su dedo acariciando uno de sus pezones por encima de la blusa dibujando círculos nerviosos.

- Mira, cariño, cómo pones a este cerdo.

- …

- ¿Te mueres por follarte a mamá?

Agarrando su polla, comencé a masturbarle lentamente. Pelaba su capullo sintiendo entre los dedos su dureza. Me excitaba la angustia que sentía. Pegada a su espalda, notaba su temblor. Estaba ansioso, excitado y avergonzado a la vez. Dediqué un rato a acariciar solo el capullo con las yemas de los dedos, a hacerlo resbalar entre ellas. No pudo evitar gemir. Las piernas parecían ir a dejar de sostenerle.

- Muy bien, cabrón. Ahora te vas a estar muy quieto ¿Lo entiendes?

- …

- Qué si lo entiendes. Responde.

- Sí... -dijo con voz temblorosa-.

- Yo voy a follarme a tu mamá, y tú te vas a quedar aquí, mirando y sin tocarte.

- …

Su cara era un poema. Ni siquiera pestañeaba, y estaba rojo como la grana. Su polla cabeceada y chorreaba un hilillo continuo de líquido transparente que goteaba hasta el suelo. Me acerqué a Sandra, que lo observaba todo en silencio. Su dedo todavía hurgaba entre los labios, que habían florecido. Arrodillada en el suelo, frente a ella, la atraje hacia mi tirando del cuello de la blusa y mordí sus labios apasionadamente.

- Tendrá su castigo. Este mes será su castigo.

- ¿Sufrirá?

- Aprenderá.

- Haz que me corra.

Me acerqué al trinchante, abrí uno de sus cajones, y extraje de él las gruesas medias de lana que había preparado para Plas. Con solo verlas, comenzó a girar a mi alrededor loco de contento. Su polla hacía rato que se mostraba dura y grande. Lo acerqué al sofá, donde Sandra me esperaba con los ojos encendidos. Se sentó en el suelo esperando pacientemente a que se las colocara. Sabía que iba a follar a sus perritas, y estaba dispuesto a soportar aquel mínimo inconveniente.

- Ven, acércate, tócala.

Parecía debatirse entre el deseo y el reparo. Aunque sabía el placer que podía darle, se resistía todavía a admitir que quisiera dejar que un perro la follara. Agarré su cabello sin violencia y tiré de ella hasta bajarla a la alfombra. Mordí sus labios con fuerza.

- Acércate, perrita, y tócala.

Tímidamente, alargó la mano. Apenas la rozó. Plas, como si intuyera las dificultades, permanecía extrañamente quieto, observándonos con la cabeza ladeada, muy atento. Por fin, se decidió a agarrarla, y mi macho dio un respingo de placer.

- Está... está muy dura.

- Muy dura.

- Y es...

- ¿Tremenda?

- Sí.

- Te va a volver loca.

- Ufffff...

Tras despojarla de la blusa, la obligué a ponerse a cuatro patas. Sujetando a Plas por el collar, le invité a explorarla. Giramos lentamente un par de veces a su alrededor, tomándonos el tiempo necesario para olfatearla y lamerla. Sandra Temblaba. Vi que sus pezones estaban duros, muy duros. Pese al calor de la chimenea, las orlas diminutas se habían contraído y se veían granudas. Pensé en cómo me fascinaban aquellas delgadas líneas azules que dibujaban sus venitas bajo la piel blanca.

 

- Es tu perra, Plas, tómala.

Pareció entender mis palabras. Me aparté para mirarlos. Nunca había visto la escena desde fuera y me causaba una excitación brutal. Sandra aparentaba miedo. Temblaba como un flan. Su culo, amplio, pálido, carnal, se mantenía en pompa esperando lo que, en el fondo, pese al susto, deseaba. Me acerqué a Jaime, que permanecía quieto, sin atreverse a mover un dedo. Juntos, contemplamos el primer acercamiento, los primeros lametones que la hicieron gemir como una gata mimosa.

- Se la va a follar, cariño. Mi macho se va a follar a mamá.

- …

- ¿Quieres verlo?

- Sí...

Respondió con una pizca de voz temblorosa, apenas audible. Tragaba saliva sin parar. Parecía que su polla pudiera estallar sin siquiera rozarla. Unas perlas de sudor comenzaron a dibujarse en sus sienes. Estaba congestionado.

- Mira, va a montarla ahora. Va a montar a su perra.

Plás, efectivamente, curvó su cuerpo, como solía. Su polla dio dos o tres golpes involuntarios en el aire antes siquiera de levantar una pata. La rodeó con las dos y comenzó aquella maniobra de búsqueda, golpeando con ella sus muslos, sus nalgas, que dibujaban ondas al recibir sus golpes. Se abrazó fuerte a ella. La movía. La manejaba como a una muñeca. Cuando, por fin, acertó, Sandra lanzó un grito que no se interrumpió cuando empezó aquel frenético movimiento suyo. La estrujaba con sus patazas. Apenas conseguía soportar su peso, pero él la mantenía sujetándola. Su voz vibraba, como ondulándose en un gemido alto y agudo. Movía la cabeza de lado a lado.

- Ven.

Le obligé a tumbarse junto a ella, casi debajo de su cara, que se contraía en un rictus de placer agónico y violento, y me senté sobre él, sobre sus labios. La visión de Sandra experimentando aquel placer brutal que tan bien conocía, me ponía al borde del infarto, en un estado de deseo incontrolable. Me inclinaba sobre ella para contemplar su rostro, para observar de cerca cada convulsión que padecía mientras, más que dejar que Jaime me comiera el coño, lo frotaba en su cara. Pellizqué sus tetas, las amasé, tiré de sus pezones. Chillaba, gemía, y repetía una letanía excitante, que casi parecía una oración:

- Ma... dre mía... Madre... míiiiia... Ma... dre... míiiiiiaaaaaaaaaaa...

La vi correrse una y otra vez al tiempo que yo misma me corría, desesperadamente, incontrolablemente, de una manera salvaje, terrible. La escuchaba ahogarse, quejarse, repetir su cantinela incoherente. La veía estremecerse, poner los ojos en blanco, morderse los labios, ahogarse. Su cuerpo entero temblaba, sometido al brutal ritmo que Plas imprimía a su polla, al golpeteo constante y violento de su cuerpazo sobre ella. Su coño chorreaba. Lloriqueaba, gemía, jadeaba. A veces, se quedaba en silencio, con los ojos en blanco y el rostro contraído en una mueca, sin respirar, y temblaba violentamente antes de tomar una bocanada de aire ansiosa, al borde de la asfixia, con el rostro violáceo. Nos corrimos juntas más que un millón de veces, en un carrusel infernal de orgasmos que se sucedían sin solución de continuidad, como un vendaval que nos zarandeara.

Cuando Plas decidió que había terminado y se dio la vuelta, quedaron enganchados. Durante varios minutos, tiraba de ella, que gritaba y temblaba, hasta que logró arrancársela. Gritó de dolor y se dejó caer, todavía temblorosa, apoyando la espalda en el sofá. Me acerqué para besarla. Tenía los ojos llorosos, y las lágrimas corrían por sus pómulos. Temblaba y respiraba agitadamente. Devolvía mis besos con la boca blanda y húmeda, y me daba las gracias sin parar.

- Gracias, mi amor... Gracias, gracias, gracias...

Permanecimos así, abrazadas, casi en silencio, besándonos, durante minutos, recuperándonos de aquella violenta avalancha de placer que parecía habernos pasado por encima. Tardamos mucho rato en acordarnos de Jaime, que permanecía quieto, con el rostro congestionado y la polla amoratada, completamente erguida, casi rígida. Me hizo gracia que tuviera la cara empapada de mis flujos.

- ¿Y qué hacemos con este?

- No sé... No vamos a dejarle así ¿No?

- Ya, pero...

- Yo sé una cosa..., mira.

Colocándose entre sus piernas de rodillas, le hizo flexionar las piernas. Mojó en saliva su dedo corazón, y lo introdujo delicadamente entre sus nalgas. Comenzó a hurgar dentro, como si buscara. El muchacho gimoteaba, medio quejándose, incapaz de resistirse, hasta que empezó a gemir.

- ¿Te gusta, cabrón? ¿Te gusta?

- Sí...

- Lo aprendí de un hombre que se lo hacía al maricón de tu padre mientras me destrozaba el culo a pollazos.

- …

Pareció encontrar lo que buscaba, y dejó de mover la mano. Apenas la tensión y distensión de los tendones de su muñeca indicaba que su dedo maniobraba en el interior, profundamente clavado en el culo de su hijo que, de pronto, lloriqueando, comenzó a correrse a chorros que proyectaba muy por encima de su cabeza. Lloriqueaba y se corría cómo si fuera a vaciarse. Su polla, como activada por un resorte, golpeaba el aire con fuerza y escupía un chorro de esperma tras otro, ensuciándose, cubriéndose de leche y salpicando a cuanto había a su alrededor.

Sacó el dedo. Le miró con desprecio, obligándole a girar la cara por no enfrentarse a sus ojos. Su polla, todavía, de cuando en cuando latía y soltaba una gota más de esperma sobre su vientre. Se puso de pie y me ayudó a levantarme.

- Vamos a dormir, cariño. Este que se quede aquí, con el perro. Maricón, como su padre...

- No. Plas duerme en mi cuarto.

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