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Tras una semana

en Autosatisfacción

Sí, lo que me parecía imposible hace un par de años había ocurrido en la última semana. No es que estuviera obsesionado cuando era más joven, no era de los que me pasaba el día encerrado en la habitación sin oler el perfume femenino. Sin embargo, como cualquier otra persona, lo practicaba de vez en cuando, para aliviar tensiones o porque mi chica estaba en sus días.

E incluso de casado seguía practicándolo de forma natural, por un motivo u otro llegaba a esos momentos en los que lo necesitas, y ahí que vas. Pero esa semana, como decía, había hecho algo inaudito para mí: una semana sin masturbarme. Y lo que es aún peor, una semana sin eyacular. En muchísimas ocasiones van unidos la una con la otra, pero sí que es cierto que muchas veces nos excitamos y llegamos a “sobarnos”. Era tentador, aunque fuera solo por divertirme un rato, pero no podía hacerlo. Y me lo tomé enserio.

No era para menos, tenía 33 años (la edad de Cristo, como dicen), y ya llevaba junto con mi mujer unos meses buscando un embarazo. Pero como en muchos casos, las cosas no salían bien, y decidimos ir a un especialista. Evidentemente ambos estábamos nerviosos por saber “quién tenía la culpa” (y quién podía buscarse a otr@ con quien procrear), y la primera prueba fue para mí. Era la más sencilla (una paja y arreando), pero la más comprometedora para mí.

El especialista nos comentó lo típico: solo era una semana, era por algo importante… las típicas cosas que te dicen para que no te quejes demasiado de tener que estar una semana sin mojar. Reconozco que pensé más de una vez en decirle a mi mujer que le hicieran las pruebas a ella, por no tener que pasar por el trago. Pero no lo hice.

Y aquí estamos. Una semana después. Una semana llena de altibajos, de momentos en los que piensas demasiado en lo que estás haciendo y te entran ganas con cualquier mujer que aparezca en la televisión, momentos relajados, erecciones matutinas con ganas de orinar en las que solo piensas en no empezar a tocarte y multitud de roces en la cama que unos días antes podrían haber supuesto el inicio de algo fogoso, pero los preservativos iban a estar una semanita sin aparecer por el lecho matrimonial.

En general una semana difícil, pero ya había pasado, y ahora estaba en una estéril habitación de clínica, con un vaso estéril y con la misión de obtener una muestra de semen. La tensión se cortaba con cuchillo, quitando eso sí la broma de mi mujer (“tranquilo, ya falta poco para quedarte a gusto”). Aunque no fue demasiado efectiva.

Tras entrar en esa habitación me quedé mirando un par de minutos a mi alrededor. Nunca había estado en un lugar específico para hacer eso, más allá de que se considere la habitación de uno como tal. Comprobé que había una ducha en la sala, y pregunté si era posible tomar una ducha (e ir entrando en calor). Para mi suerte me dijeron que sí (no sin antes advertir de que no me pasara de tiempo).

Tras recibir el OK, volví a la habitación y me desnude completamente. Durante los últimos días decidí no mirarme mucho al espejo desnudo, por si entraban ganas de hacerlo (sé que queda algo narcisista), y tras mirarme sentí una extraña sensación de estar más en forma. Imaginaciones pensé, y me introduje en la ducha, abriendo el grifo del agua fría y del caliente alternativamente hasta conseguir una temperatura templada que incitaba a mi propósito. No voy a negar que tras estar una semana sin hacerlo quería hacerlo bien. No usé jabón ninguno, solo agua, que iba subiéndome la temperatura corporal y haciendo que mi polla fuera aumentando de tamaño gradualmente. Yo la acariciaba, suavemente, para ir poniéndome a tono. No fue una ducha demasiado larga, unos cinco minutos, suficientes para tener una erección de caballo (como era de esperar). Mis 17 centímetros en toda su expresión esperando a ser ordeñados.

Después de secarme y lavarme a conciencia manos y genitales, decidí que era hora de empezar el ritual, y cogí mi móvil, donde había descargado un par de películas y algunas fotos porno para la ocasión. En la sala había una televisión con varios DVD’s y al lado montón de revistas eróticas, que a pesar de tener esa función no me atraían mucho. Las cintas de hace un trillón de años y revistas que se movían entre las de señoras desnudas que ya habrían fallecido y señoritas con más plástico que en una fábrica no eran mi fuerte. Sabía a lo que me enfrentaba y por eso traje esos vídeos.

No sabía cómo ponerme, solo estaba la ducha (mojada y con riesgo de caída) y el retrete, así que elegí este último, apoyándome en la pared contigua con una mano, la izquierda, y con mi derecha, comencé a masturbarme, mirando el porno en mi móvil, que estaba encima del inodoro. Empecé flojito, por el miedo a correrme y no hacerlo en el botecito, pero comencé a aumentar la velocidad, sin prisa. La peli avanzaba y, como no era demasiado larga, el protagonista en un momento determinado comenzó a eyacular de forma exagerada, lo que tampoco provocaba demasiada excitación en mí. Quizás me había equivocado de película o quizás solo estaba bloqueado. La peli se acababa, la chica se había tragado todo el semen, pero el mío todavía no había salido, solo empezaba a sentir cierto cosquilleo.

Decidí cambiar de táctica y empecé a pensar en cosas más naturales. Como es lógico comencé a pensar en mi mujer, pero el motivo por el que estaba hacía que me siguiera bloqueando cuando pensaba en ella. Yo seguía masturbándome mientras pensaba en ponerla a cuatro patas, pero no conseguía llegar a eyacular.

Pero de repente, como si hubiera vuelto a mi adolescencia, a esas pajas que “se hacían solas” y que por voluntad o sin ella, las acababas en nada, empecé a pensar en una de mis musas de las pajas de ese tiempo: Nadia, mi compañera de clase. Hacía años que no la veía, desde que salí del instituto, pero su recuerdo vino a mí. Más concretamente esas tetazas que gastaba, y que unidas a generosos escotes y una altura menor a la mía hacían que rara vez la mirásemos a los ojos (porque a todos nos pasaba igual). Y si daba unos pequeños trotes, ya era el acabose. Y ahí estaba yo, concentrándome en el escote con el que me hacía pajas a los 16, y que me estaba salvando. Empezaba a notar ese ardor en la punta de la polla que hace presagiar la explosión final, y cogí el bote donde debía dejarlo todo, sin dejar de agarrar mi polla.

Empecé a imaginármela de rodillas, con su generoso escote, pidiéndome que me corriera en sus tetazas. Yo ya no podía más, y, no sin dificultad, empecé a eyacular una riada de semen en el botecito, que para mí era el entreteto deseado de Nadia durante tantos años, porque, para mi desgracia, nunca puede catar tales tetas (bueno, ni tetas ni nada suyo).

Tras un minuto echando semen y otro recuperando la consciencia, volví a mí mismo y empecé a recoger todo, a sabiendas del buen trabajo hecho. Salí de la habitación como un campeón, y tras entregar la abundante muestra a la enfermera, marché junto con mi mujer a casa, con el trabajo hecho pero con la incertidumbre del resultado. A pesar de todo lo eyaculado, seguía teniendo ganas de tener sexo o masturbarme. Y una de las dos iba a hacer seguro. Pero esa es ya otra historia…