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Gloria es una conocida y sé que se siente atraída por mí. Un día hice que me invitara a su casa, con la intención de pasar un buen rato junto a ella: por pasar un buen rato yo entiendo tirármela, y hacer de ella mi esclava. A eso iba dispuesto, sabiendo que ella no opondría resistencia.

            Llegué por la tarde, y, efectivamente, Gloria ya estaba predispuesta: vestía una especie de bata de seda, semitransparente, a través de la cual podía adivinar el contorno de sus senos, y la forma de su talle. Pasamos al salón, nos sentamos en el sofá, y casi inmediatamente nos abrazamos con ansia, con avidez. ¿Quieres tomar algo?, me preguntó. Sí, tu cuerpo, le respondí yo. Es tuyo.

            Acerqué mi boca a la suya y nuestras lenguas se juntaron en un beso apasionado. Mis manos buscaron sus pechos, que acaricié con verdadero frenesí. Eran sus tetas grandes, pero no desmesuradas; desarrolladas, pero no excesivas; pese a su tamaño, eran firmes y compactas, no fláccidas ni caídas. En fin, unas tetas maravillosas, tal como yo soñaba en esas noches en las que, solo en mi habitación, pensaba en Gloria, y me hacía grandes pajas pensando en ella, soñando cómo la follaba, cómo se la metía hasta el fondo por todos los agujeros de su cuerpo. Gloria apretaba su cuerpo contra el mío, síntoma de que también estaba ansiosa, y de que su apetito igualaba o superaba al mío.

            La tumbé sobre el sofá, y quité el lazo que sujetaba la prenda que llevaba puesta, abrí los faldones de la misma y descubrí su deseada figura: Gloria tenía un cuerpo fantástico, tal como yo había imaginado. Debajo no tenía más que el sujetador y la braguita, que, tenuemente, dejaba entrever la oscuridad de su sexo, anhelante y profundo, cálido y acogedor, según imaginaba yo. Inclinándome sobre ella, aspiré el aroma que exhalaban sus senos: olor de hembra en celo, de mujer ansiosa por ser jodida, de ser follada como es debido. Sus manos se habían apoderado del bulto que brotaba del pantalón, y lo frotaban con gran entusiasmo. Yo, por mi parte, acariciaba sus senos, frutos magníficos, trofeos prodigiosos, por los que cualquier hombre daría gustoso la vida. Me desabrochó el pantalón y, pasando la mano por entre la ropa, cogió el miembro erecto y lo acarició en toda su extensión, agitándolo arriba y abajo, como haciéndome una paja. Pensando que habría tiempo para ello, quité sus manos de mis partes y las puse sobre mis hombros. Sabía que Gloria haría todo lo que yo le dijera, que era mi sierva, así que le dije que se estuviera quieta. Naturalmente, obedeció. De un tirón, arranqué el sujetador y lo lancé lejos. A mi vista quedaron sus magníficos senos, que me apresuré a lamer, mordiendo sus pezones, chupando la superficie tersa de aquellos maravillosos frutos. Tenía la polla hinchada de deseo de aquella mujer. Me quité los pantalones y el calzoncillo. El miembro estaba henchido y rojo, de pasión contenida. Me puse entre sus piernas, con el falo enhiesto, como un mástil, como una lanza presta a ser clavada en territorio por conquistar. El glande aparecía brillante, merced al líquido lubrificante que brotaba. ¡Qué buena estás!, le decía, mientras mis manos, de nuevo, acariciaban sus tetas. ¡Fóllame!, decía ella. ¡Te la voy a meter!, decía yo. Le quité la braguita, y apareció su sexo, mojado por la excitación, adornado con el brillo de la humedad que su entusiasmo había provocado. Sin dudarlo, guié el falo hasta la entrada de su pórtico, y luego empujé hasta que buena parte del miembro estuvo dentro de ella. Era una sensación maravillosa la de estar dentro de aquella mujer. Sin pensar en otra cosa que no fuera obtener placer, me dediqué a follarla, hasta notar la proximidad del Gran Momento: la cercanía del orgasmo, el cosquilleo en la planta de los pies. La sensación era tan intensa que a los pocos minutos no pude resistir más y vertí en su interior el preciado líquido vital, con una fuerte sacudida, con un espasmo infinito que me hizo vaciar en Gloria todo mi deseo y toda mi pasión. Quedé tumbado sobre ella, respirando fuertemente, debido al esfuerzo.

            Pese a haber tenido el orgasmo, mi deseo no se había apagado. Así de nuevo sus tetas, magreándolas con fruición, con mimo, comiendo aquellos manjares, saboreando su tersura, su firmeza. Sobé su cuerpo, desde los muslos, piel suave, hasta su cuello, que mordí con los labios. Con la intención de reanimarme me puse a horcajadas sobre su pecho, y cogiendo su cabeza la acerqué para que con su boca aceptara el miembro fláccido. Come, le dije. Ella aceptó gustosa la extremidad, y, sabiamente, logró la recuperación en pocos momentos.

            Presto como volvía a estar, le dije que estaríamos más cómodos en una cama. Me guió hasta su habitación, en la que, de pie ambos, frente a frente, le quité toda la ropa e hice que se pusiera de rodillas. Cogiéndola por la nuca, acerqué su boca al calvo. De nuevo mostró su saber hacer, lamiendo con cuidado la superficie del glande o bálano, sorbiendo con afán los restos de la anterior eyaculación. Volví a sentir nuevo deseos de poseerla, pero esta vez de forma diferente: la iba a sodomizar. De momento dejé que siguiera chupándomela; sujetaba su cabeza contra mí, impidiendo que se retirara, y apretando mi pelvis contra su cara, de forma que, en ocasiones, el pene llegaba hasta su campanilla. Hice que siguiera así durante unos minutos. Cuando mi deseo era insoportable le dije que se pusiera sobre la cama a gatas. Gloria obedeció, como es natural; me coloqué detrás de ella y acerqué la punta del falo a la entrada de su ano, separando las nalgas, al tiempo que las acariciaba, pasando sobre ellas las yemas de los dedos, recreándome en su tacto. Finalmente, cuando Gloria menos lo esperaba, hundí la polla en su culo, traspasándolo, notando la resistencia del músculo, pero venciéndola y logrando mi propósito. Gloria lanzó un grito de dolor cuando el miembro endurecido cruzó su entrada posterior, pero yo no hice caso y me dediqué a taladrar su trasero. Desde mi posición podía alcanzar tanto sus muslos, piel dorada, suave, como sus senos, que apreté sin contemplaciones. Gloria sollozaba de dolor y de humillación, pero yo era inflexible: la estaba jodiendo bien, en todos los sentidos. El orgasmo no llegaba, pero yo había satisfecho mi afán, así que me salí de ella y quedamos los dos tumbados sobre la cama. La abracé, frotando mi máquina contra su piel, acercando, inopinadamente, la punta del miembro a la entrada de su cueva. Ella, con un mohín, pretendía rechazarme, pero podía más su deseo que su voluntad, así que aceptaba mis caricias, y mis atenciones. Besé sus pechos, acariciando su piel, cuyo contacto hacía erizar la mía. Posé una mano sobre su sexo, notando sus humedades, y su calor. ¿Quieres que te folle otra vez?, le pregunté. ¡Mátame a polvos, si quieres!, fue su respuesta. Date por jodida, y acto seguido la monté. Salió bien, porque ya tenía la punta casi dentro de su coño, así que me abalancé sobre ella y con poco esfuerzo la penetré de nuevo. Puse las manos sobre sus pechos, apretando sin contemplaciones. Chupé sus pezones mientras la follaba con ganas, con glotonería.

            La follé como creo que nunca había follado antes a una mujer: con autoridad, con plena conciencia del dominio que ejercía sobre ella. Gloria no reaccionaba, se dejaba llevar (bueno, se dejaba follar) sin hacer nada, limitándose a disfrutar de las sensaciones que le transmitía la máquina poderosa que había en su interior. Su garganta emitía breves grititos de placer, señal de que estaba disfrutando de aquella situación. Yo continuaba taladrando su agujero, frotando sus tetas, besando su cuello, su cara, su boca... Me salí de ella.

Consciente de su sumisión, hice que me la volviera a chupar. Se inclinó sobre el miembro tieso y se aplicó a la tarea de lamer toda su superficie, no dejando poro sin repasar. Su lengua abrazaba el glande, sus labios ceñían el perímetro del pene, estrechándose sobre su contorno; su boca aceptaba, sin ambages, el galardón de aquella herramienta puesta a su disposición. Yo, tumbado sobre la cama, dejaba hacer, dejándome llevar por las sucesivas oleadas de ardor, de pasión, de furor que iba sintiendo. Era una mujer que sabía cómo complacer a un hombre. Pero Gloria quería más: quería sentir dentro de sí el dardo candente, la máquina folladora que era mi picha, quería sentirse satisfecha con la enormidad del falo que ahora tenía en la boca.

Se la volví a meter. Esta vez hasta la empuñadura.