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La celda

en Sadomaso

Al principio no podía sentir nada. Tenía la cabeza embotada, como en una mala resaca. Un sonido agudo y desagradable recorría la distancia que va de un oído al otro, una y otra vez, una y otra vez. Lo único en el mundo era ese mareante, horrísono vaivén. No podía sentir nada más.

Poco a poco, muy, muy despacio, el chirrido se fue haciendo cada vez más tenue y, al mismo tiempo, el resto de sus sentidos empezaron a despertar.

Entonces sintió un sabor ácido, pútrido, que nacía en lo más profundo de su garganta. Abrió la boca. Quiso exhalar, pero no de su boca no salió nada. Notó que tenía sed. Quiso moverse pero se dio cuenta de que no podía mover los brazos.

Entreabrió los ojos y solo vio oscuridad. Sus brazos colgaban exangües de un punto elevado e invisible. No los podía mover. Pero, como si por el acto de mirar hacia su propio cuerpo éste recupera súbitamente su existencia, sintió de pronto un dolor lacerante en las muñecas y en los hombros. La oscuridad era tal que no las veía, sus muñecas, pero sí sentía, nítido, el dolor de unos grilletes que las herían. Giró la cabeza y mordió o más bien hundió la boca en sus bíceps, buscando algo de calor o quizá algo de consuelo. El dolor era terrible. Percibió entonces el sabor metálico de un fresco hilo de sangre.

En ese momento despertó del todo. Sus sentidos se activaron, como si hubieran recibido una orden directa y urgente, su corazón se puso a latir a máxima velocidad y pareció como si todos los poros de su cuerpo se pusieran a sudar al unísono. Estaba atada, suspendida de sus muñecas. Estaba desnuda. Estaba encerrada en un zulo o en una celda o un habitáculo de tamaño ínfimo. Había muy poco aire o el aire estaba viciado, contagiado de una atmósfera pútrida. Hacía calor. Sudaba profusamente.

Sus pies no tocaban el suelo pero a sí rozaban algo. Los tenía dormidos. Los movió torpemente, como muñones y lentamente fueron reviviendo. Buscó apoyos, necesitaba apoyar los pies, aliviar el dolor de sus brazos. De pronto, sintió un pinchazo. No podía ver el suelo. Ni siquiera podía agachar la cabeza, que al menor movimiento chocaba con las agobiantes paredes de su celda. Al segundo intento ya no le quedó ninguna duda: el suelo estaba erizado de pinchos, o agujas, o clavos, afilados y punzantes

Cuando más despierta se encontraba, mayor era su agonía y su miedo. ¿Dónde? ¿Quién? ¿Por qué?

En la celda olía a orín, a heces, a sangre.

Levantó sus piernas. Histérica, golpeó las paredes con las rodillas. Eran paredes de cemento excepto en uno de sus lados, donde el frío de una placa metálica, tal vez de una chapa, indicaba una puerta, una salida. La oscuridad era total. Con sus brazos anegados solo podía golpear esa puerta con sus piernas. Lo hizo. Con todas sus fuerzas. El golpeo produjo un sonido romo que se perdió en la lejanía como un grito en la oscuridad. María gritó, pidió ayuda. ¡Socorro!, exclamó, pero la voz le salió rota. Pateó de nuevo y volvió a gritar, pero, pronto, los ecos de sus gritos se apagaron. Volvió a reinar el silencio como un dios de la noche, vengativo y cruel.

Claustrofobia. Miedo. Horror.

Pasaron minutos. Buscó la forma de apoyar los pies. Quizá hubiera algún error en el diseño de su celda, algún intersticio o rayo de esperanza. Reavivó los dolores de heridas anteriores en las palmas de sus pies, en sus dedos delicados, pero no encontró ningún apoyo estable. Solo confirmó lo que ya sabía: colocando los pies en vertical, como los de una bailarina, podía introducirlos entre un pincho y el siguiente, y evitar así el dolor punzante de esas agujas hiriendo las palmas de los pies. Pero entonces todo su peso colgaba de las muñecas. Fue cambiando de una agonía a la otra; se dejaba caer, hasta que el dolor en las muñecas era insufrible y sentía que los débiles huesos iban a estallar; se apoyaba entonces sobre los pinchos, afilados, espaciados sobre el suelo con insólito sadismo para que un pie en posición horizontal nunca abarcara más de dos al mismo tiempo. Probó a cambiar de posición, a pasar de un pincho a otro, pero al poco tiempo no podía soportar ese baile sangriento. Varias veces intentó apoyar los pies en las paredes, pero, ensangrentados y sudorosos, resbalaban, y además carecía de fuerzas para impulsarse.

La danza continuó por un tiempo imposible de precisar. Volvió a gritar. Golpeó de nuevo la puerta y las paredes. Y de pronto percibió, por fin, ¡por fin!, un sonido que venía de más allá. Oleadas de aire mefítico llenaron sus pulmones: gritó más fuerte que nunca. ¡Ayuda!, ¡socorro!, ¡por favor!. Lloró mientras escuchaba el sonido de unas llaves, mientras la puerta se abría, lloró de emoción, pero también de miedo. ¿Quién la había encerrado? ¿Sería que la misma persona que ahora…?

La puerta se abrió pero el aire seguía estando viciado, y la oscuridad sólo se hizo un poco más tenue. Junto a la puerta de chapa apareció un hombre bajo, delgado, desgarbado, sucio. Vestía ropas viejas y raídas. Tenía la cabeza ligeramente inclinada y un cigarro le colgaba de las comisuras de los labios. La inspeccionó de arriba abajo. Palpó sus brazos, su cuello. María no hizo movimiento alguno. Al tiempo suplicó, con una voz suave pero rasgada por el sufrimiento y por los gritos. Por favor, por favor, sáqueme de aquí, duele mucho, por favor, ayúdeme. Pero el hombre no había abierto la celda para ayudarla.

Inasequible a las súplicas, no hizo ademán alguno de responder. Con un movimiento desapasionado se agachó y cogió algo del suelo, y María no sabía lo que había cogido hasta que lo tuvo a la altura de sus ojos. Era un largo objeto de cuya punta salían, como serpientes amenazantes, los dos varillas de lo que parecía un enchufe gigantesco. Una picana para ganado. Enorme.

Volvió a gritar. ¡No!, ¡no!, ¡no!, ¡no!, ¡no!. Pero nadie la escuchaba.

El hombre dejó caer la mano y apoyó la punta de la picana contra el vientre de la prisionera. Hizo fuerza contra ella, empujándola hasta que su espalda se apoyó en la pared trasera de la celda. Con las varillas presionando a ambos lados del ombligo, el hombre la miró a los ojos y apretó un botón rojo.

No hubo tiempo, ni modo, de gritar. Se hoyó una especie de suspiro, una respiración. Por unos segundos pareció que el cuerpo agonizante ya no colgaba de unos grilletes, sino que levitaba. La descarga duró cinco segundos pero al cuarto ya se estaba aplicando sobre un cuerpo inconsciente.

El hombre dejó la picana en el suelo y pasó a recrearse, como admirando un tipo arcano o esotérico de belleza. El cuerpo lánguido, ajado, el olor repulsivo, la celda atosigante. Agarró el cuerpo de su prisionera por la cintura, como un compañero de baile. Magreó los pezones enormes, erectos por efecto de la descarga. Acarició los pechos pequeños. Restregó los dedos por la entrepierna, penetró en ambos orificios. Luego se los puso junto a la nariz y respiró profundamente. Los flujos, el sudor, la orina, la mierda. Sonrió. Le excitaba el olor del miedo. Exhaló la última bocanada de humo, agarró a la inconsciente por el pelo y apagó el cigarro en medio de su frente. Una quemadura redonda y nítida, perfecta. El cuerpo exánime no se inmutó.

El hombre cerró la puerta. Echó la llave. No pronunció una palabra pero se dijo algo a sí mismo: "la próxima vez, cuando despierte, no gritará".

El aire era viciado allí abajo. Hacía calor. El silencio pesaba, como si ejerciera una presión invisible. En la lejanía pareció distinguirse el sonido de algo golpeando contra un objeto metálico. Luego se oyeron unos gritos.