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No es tan raro

en Zoofilia

No es tan raro como puede parecer si se mira desde afuera. Solo hay que reunir los elementos necesarios y dejar que fluya. Si lo analizas fríamente, (si es que los asuntos del bajo-vientre pueden analizarse desde la frialdad), resulta casi lógico. Casi. Y es ese “casi” el que te vuelve loca, el que te hace preguntarte cada noche si eres un monstruo, o estás enferma, o eres una degenerada, o… o todavía peor, si estás enamorada. Porque si estás enamorada, entonces la lógica ya no sirve. Tienes que agarrarte a los hechos, porque los hechos no mienten y los hechos guardan una secuencia… quiero pensar que una secuencia lógica, pero sea o no lógica es una secuencia real que explica la situación, y los hechos son los siguientes:

Tú me dejaste. Es un hecho irrefutable que me dejaste por Lorena, que tiene quince años menos que yo, dos tallas de sujetador más que yo, que se ríe de tus chistes mucho más que yo y que si lo que dice Germán es cierto, la chupa mucho mejor que yo.  Tú me dejaste y yo me quedé sola. Soy el prototipo de mujer abandonada, porque antes de que tú me dejaras yo había dejado todo lo que no tenía que ver contigo. Mis amigos eran tus amigos, mis amigas eran las mujeres de tus amigos, mi familia está a miles de kilómetros de aquí y toda mi actividad diaria giraba en torno a ti. Me quedé sola en un inmenso chalet en la sierra que ni vecinos tiene. Yo y César. Solos. Sin nada que hacer en todo el día, sin nadie con quien hablar. Todo el día para pensar, maquinando pequeñas venganzas para fastidiar tu vida perfecta con tu nueva putita, aunque si las hubiera llevado a cabo, en realidad, no te hubieran supuesto más molestia que una piedra en el zapato.

Llegué a imaginar cosas tan absurdas como tirarme a Germán y a todos tus amigos para vengarme de ti. ¡Cómo si eso te hubiera importado, pobre ignorante! Hasta que una noche, tras el tercer “gin-tonic”, la idea asalta la cabeza, casi como una broma, una “boutade”: “Tal vez debería tirarme a César, eso le jodería”. Y empieza la locura. Tu mirada se fija solo un segundo entre las patas del pobre animal y por primera vez después de convivir con él tantos años, durante un instante, te das cuenta de que “eso” que hay ahí es una polla. Apuras la copa y te vas a la cama, te ríes de ti misma y sacudes la cabeza antes de arroparte, pero la idea ya ha anidado. No es más que una semillita pequeñita enterrada en lo más hondo de tu cerebro, una semilla que moriría igual que nació si estuvieras ocupada en asuntos más importantes, pero yo no tenía otros asuntos. Y César siempre estaba ahí, paseándose delante de mí. Con “eso” colgando.

Me parece que fuera ayer la primera noche que me masturbé pensando en él. Fue la primera de muchas. Fue la primera de todas, porque siempre desde entonces César se ha encarnado en mis dedos para explorar mi intimidad, ora lengua acariciando mi clítoris, ora miembro penetrando mi sexo. Y recuerdo con más fuerza aún el primer día que él colaboró en mi autosatisfacción mañanera lubricando mis dedos con su lengua sin saber, ¡pobre “animalico”!, que yo iba a transformar sus inocentes lametones en lascivas caricias. Todos los días. Una nueva rutina que se instala en tu vida. Volver a la época del instituto y masturbarte con saña pensando en el chico que te gusta, aunque sabes que nunca te vas a atrever a decírselo. Con una diferencia. Una diferencia importante. El chico que te gusta está ahí, todo el día, desnudo, mostrándote sus atributos y ni siquiera tienes que decirle nada. Sabes que no te va a decir que no, que no va a contarte que le gusta más tu amiga, que no va a avergonzarte ni darte calabazas. ¡Es tan fácil!

Cuando empiezas a pensar estas cosas la idea inicial ya ha germinado e invade una buena parte de tus pensamientos. Si la riegas con ginebra florece. Si la alimentas con orgasmos diarios a base de gastar tus huellas digitales frotándote el coño, da frutos, y te sorprendes a ti misma haciendo cosas antes impensables. Te pones guapa para él. Guardas el “chándal” en el armario y sacas otra vez las faldas. De que te quieres dar cuenta estás paseándote a las nueve de la mañana por casa con tacones. Sola. Sola no, con él. Como si César se diera cuenta de que te has arreglado. Arreglarse, pintarse, ponerse guapa, tiene un poder extraño sobre la mujeres. Si tú te ves guapa, sabes que los demás también te ven guapa.  Aunque los demás sea un pastor alemán que no tiene conciencia más allá de que sabe que le gusta comer, dormir, que le rasquen las orejas y…

 La semillita ya es un baobab.

Bañarlo es una tortura. Por mucho que fantasees sigues teniendo el pudor lógico de dar un paso más y no te atreves a frotarlo “ahí”. Te da miedo empezar algo que quizás no puedas parar y perder el último vestigio de humanidad que aún conservas. ¡Pero es que es tan fácil, tan accesible, está tan cerca! A las obsesiones hay que darles salida o te destruyen. Otra vez intentas revestir tu locura de razonamiento sensato, pero la verdad es que las obsesiones se abren paso a patadas. No te levantas en el instituto en medio de la clase y besas al chico que te gusta porque tienes un freno. El freno son los demás, también el imaginar qué pensará él de ti… Yo no tenía nada que me frenara. Al contrario, César estaba todo el día detrás de mí pidiéndome afecto. Cuesta abajo y sin frenos. Encima, la mayoría de las noches conduciendo la situación con tres copas de más. ¿Dónde estaba entonces la Guardia Civil? Nadie me iba a juzgar, nadie se iba a enterar, nadie me lo impedía. Acaricias sus orejas, alargas la caricia por su pecho, sigues por su vientre y ya está. Ya la has agarrado.

Recuerdo aquel primer contacto como si hubiera sido hoy. Aún se me acelera la respiración, se me encoge el estómago y el corazón se me desboca. Empecé a masturbarlo despacio, entre asustada y excitada, temiendo que me mordiera o algo, pero él, en vez de reaccionar con extrañeza, acompañó mis torpes movimientos acompasando cada sube y baja con su pelvis. Su polla fue creciendo en mi mano hasta llenarla. Nunca había estado tan excitada. Mi coño iba a estallar. Incluso ahora, recordándolo tengo un volcán entre mis piernas. Yo estaba sentada en el sofá, él también sobre el sofá, de pie, con su cara muy cerca de la mía, respirando acelerado, con la lengua fuera, incrementando cada vez más la velocidad de sus movimientos, tomando el control… Huí. Salí corriendo y me escondí en mi cuarto. Con su olor en mi mano, prueba de mi locura, acusándome. ¡Estás enferma! Con el recuerdo del tacto de su polla en mi mano, torturándome. ¡Eres una cobarde! Avergonzada de mí misma por no controlarme. Mojada, excitada, sin poder controlarme; sin saber controlarme; sin querer…

Las decisiones  no se toman siempre de forma consciente. Las decisiones no se toman nunca de forma consciente. Cuando tú crees que has decidido algo, en realidad lo único que haces es confirmar de forma consciente algo que ya había decidido tu subconsciente. Cuando empecé a mirar vídeos en internet, me engañaba a mí misma diciéndome que era simple curiosidad. Mentira podrida. La semillita había dado lugar a una selva tan frondosa que no dejaba pasar la luz de ningún pensamiento que no tuviera que ver con César. Había problemas técnicos que tenía que solucionar. No era curiosidad, era necesidad de información. Todos hemos oído esa leyenda urbana de la mujer que va a urgencias pegada a su perro y aún me quedaba la suficiente dignidad como para no querer pasar por un trago semejante. Me desanimé. Comprendí que la zoofilia no es más que un invento de la industria del porno. Vi decenas de vídeos, tal vez cientos, de chicas humilladas con perros humillados, forzando una situación imposible, con la participación de terceros haciendo las veces de mamporreros. Feo. Industrial. Falso. Podría volver a masturbarlo, podría conseguir que me lamiera el coño, pero nada más. Casi sentí alivio al llegar a la conclusión de que todo había sido una loca fantasía. Y entonces apareció la chica pelirroja.

Era menuda, delgada, de pechos pequeños, feúcha. La típica chica de aspecto británico, seguro que pecosa si la calidad del vídeo hubiera permitido verla con más detalle. Estaba tumbada de espaldas en la cama, con las piernas abiertas apoyadas en el suelo. Su amante, un pastor alemán igual que César, la penetraba con entusiasmo con sus patas delanteras subidas en la cama. Las caras juntas, ella acariciando su cabeza. Sus pechos se movían al compás de los empujones del can. Parecía pequeña al lado del animal. Él se salió un momento y lamió el sexo de ella, después, sin que nadie se lo ordenara, volvió a alzarse sobre sus patas traseras y la tomó de nuevo. Ella gemía con la voz entrecortada por cada embestida que recibía. Se podía hacer. La chica pecosa era la prueba que estaba buscando. Se podía hacer. Solo había que atreverse, derribar el último obstáculo, mi propia dignidad. Solo había que dar un paso más, degradarse un poco más, caer un poco más bajo. Aquella noche volví a masturbarlo y no huí. Aguanté hasta que terminó y después lamí mi mano. Un paso más. Otra paja más después, sola, en la cama, con los dedos aún húmedos por su semen…

Volví a ver la película de la chica pecosa más veces. Muchas veces. No hubiera hecho falta, yo ya sabía que iba a hacerlo más tarde o más temprano, pero tenía que reunir el valor suficiente. Masturbarlo se convirtió en una costumbre. Escogí la habitación pequeña para invitados, la rosa, para nuestros encuentros nocturnos, tampoco se trataba de ensuciar todo el mobiliario de la casa con sus fluidos.  Introduje una nueva rutina en mi vida, después de cenar, dos “gin-tonics” y paja a César. Luego a la cama y paja para mí. Cuando me encaminaba a la habitación rosa, César ya sabía lo que iba a pasar y me acompañaba con entusiasmo. Quiero pensar que pasó más de un mes, pero en realidad no sería ni una semana antes de que una noche, con su polla en mi mano, pensé: “¿Se la chupo?”.

Me quité la blusa para no mancharla y me tumbé en el suelo debajo del pobre animal. Un chorro de esperma caliente cayó en mi cara, junto a la comisura de mi boca. Me dio bastante asco. Pensé en dejarlo, pero ya que estaba en aquella situación me pareció cobarde levantarme sin darle por lo menos unos lametones. Nunca me gustó decepcionar a mis amantes. Lorena lo haría. Lo mejor para tener valor a veces es ser un cobarde. Lo hice porque no me atreví a no hacerlo. Saqué la lengua y lamí la punta. Me regaló otro chorro de semen que fue a parar directamente dentro de mi boca. Se parecía al tuyo, caliente y pringoso. Algo se desconectó en mi cabeza, me la metí en la boca. Se acabó el dudar, era hora de actuar. Intenté tragármela entera hasta que me dieron arcadas. No sé cuánto tiempo estuve, serían solo unos minutos, pero me parecieron horas. Bebiendo sus jugos, llenando mi boca, sin pensar si quería realmente hacerlo y sin saber tampoco si a él le gustaba. Tratándolo como a un hombre, o rebajándome yo a bestia, daba igual. La razón ya no pinta nada aquí. Otro paso más. El definitivo. Ya no había vuelta atrás.

Las decisiones no se toman siempre de forma consciente. A veces las decisiones ni siquiera las tomas tú. Fue César quién decidió follarme la primera vez y yo, únicamente, cedí. Es lo que he hecho durante toda mi vida, ceder a los deseos de otros. Esta vez no iba a ser diferente. Fue de la forma más prosaica y menos romántica que puedes imaginar. Escribiendo esto me doy cuenta ahora de lo absurdo que resulta esperar romanticismo de un perro, pero supongo que es que soy así. Mitad romántica, mitad absurda.

En la habitación rosa, mientras una noche más masturbaba a César, sonó un pitido en el teléfono indicando que la batería se estaba agotando. Está mal interrumpir un acto sexual por algo así, lo sé, pero César no se iba a quejar, así que solté su polla y me acerqué a la mesilla para enchufar el cargador. Cuando le di la espalda, él intentó montarme. Cedí. Me mostré sumisa ante él. Si mi “hombre” quería follarme, yo debía aceptarlo. No busqué mi propio placer, sino el suyo. Él lo había decidido y no podía hacer otra cosa más que satisfacerlo. Yo empecé aquello y no tenía derecho a dejarlo a medias, no podía permitir que César pensara que solo era una “calientapollas”, una niñata que va por los bares de copas calentando a los tíos y que a la hora de la verdad, se raja. Si mi “hombre” quería follar, era mi deber dejarme.

Me despojé del pantalón y las bragas de un solo tirón. César estaba como loco, saltando alrededor de mí, empujándome con sus patas para obligarme a agacharme. En uno de sus intentos apoyó sus patas delanteras sobre mis hombros. Erguido ante mí, su cara frente a la mía, como una pareja de baile, pude ver su polla a la altura de mi sexo y supe que iba a ser suya. Me lamió la cara y yo abrí mis labios. Le besé. Su lengua entró en mi boca y estuvimos así unos instantes. Besándonos en la boca, como dos amantes “humanos”. Él deshizo el “abrazo” y volvió a requerir mi cuerpo. Pensé en dejarme la blusa por si me arañaba, pero recordé que la chica pecosa no llevaba nada, así que desnude también la parte de arriba y me tumbé sobre la cama igual que ella, de espaldas, a lo ancho y con las piernas abiertas, apoyadas en el suelo.

Me montó. No vaciló ni un segundo, como si ya supiera lo que tenía que hacer. Seguramente lo sabía mejor que yo. Me montó sin dudas, de manera bestial, sin pedir permiso, tomando lo que era suyo. Me montó con pasión, con fiereza, casi. Encontró mi sexo casi al instante y lo penetró sin contemplaciones, sin importarle si me hacía o no daño, sin importarle mi placer, ni mis sentimientos. Me montó como se monta a un animal. El sexo es eso, un instinto animal, y César lo entiende mucho mejor que tú. Jadeaba ante mi cara, me embestía con furia, me dio miedo sostener su mirada y cerré los ojos. Me abracé a su cuello y lo dejé hacer. Babeó sobre mi boca abierta. La abrí más por si volvía a hacerlo. Si era lo que él quería, debía aceptarlo. Me folló hasta que se cansó. Ni un segundo más. Cuando quiso paró. No me preguntó: “¿Te ha gustado, cariño?”. Le daba igual, no le importaba demasiado cómo se sentía su nueva perra. Creo que entendió que ya era suya y que podría volver a montarme cuando él quisiera. Fue breve. Llenó mi sexo de esperma y se salió antes de que yo me corriese. Me quedé un rato sobre la cama, intentando comprender lo que había pasado. No pude. Terminé con mis dedos lo que él dejó a medias y me quedé dormida. Cuando desperté César estaba junto a mí, tumbado en la cama. Yo estaba aún desnuda, sucia, abrazada a él. No he vuelto a dormir en nuestra cama, me he mudado a la habitación rosa.

César casi nunca consigue que me corra, pero no se disculpa, ni tengo que fingir los orgasmos. El tiene la autoestima mucho más alta que tú, que necesitas llevar a tu lado una zorrita como Lorena para sentirte hombre.