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Memoria anal

en Sexo Anal

Armé este relato, a partir de mis recuerdos y mis reflexiones (precedentes y posteriores), en honor de mi primera experiencia de sexo anal. No importa tanto la historia, sino las acciones.

Gocé escribirlo y refrescar mi cabeza con las sensaciones que el sexo anal puede proporcionar.

Espero que lo gocen como yo.

*

Alinieé mi cuerpo sobre su espalda, apoyándome con una mano sobre su hombro izquierdo, para apuntar bien mi verga en la entrada de su culo. La presionaba con fuerza a un lado de su cuello, agarraba con mi derecha la base de mi falo y empezaba a empujar hacia adelante. Ambos estábamos sudados, la transpiración corría por mi cara, bajaba por mi frente y saltaba de mi nariz salpicando su bronceada espalda. La entrada por su puerta trasera era el culmen de nuestra sesión de casi dos horas.

Y entraba más fácil de lo que me esperaba. Esa presión inicial desaparecía a medida que mi cabezón traspasaba el anillo de su ano. La sensación era distinta. Me la figuraba cavernosa, irregular, con protuberancias.

A medida que iba entrando, me reacomodaba sobre ella, apoyaba el peso de mi cuerpo sobre mi mano izquierda en su hombro, haciéndola descender aún más, enterrándola en la cama; flectaba más las rodillas, abría más las piernas aterrizando mi pelvis sobre su enorme culo.

Era trabajoso encontrar la postura indicada, nuestros movimientos lo evidenciaban. Un movimiento más a la izquierda, otro devuelta a la derecha, buscando el camino indicado. Hasta asentarme en sus carnosas nalgas, sintiendo su suave piel y mis vellos púbicos aplastados en ella.

Liberaba, mientras, profundos y bajos gemidos con mi boca cerrada. Gemidos murmurados, guturales. Me sentía más animal sodomizándola que cuando la cabalgué de frente con sus piernas abiertas en el aire. Ahora era más dueño, como cuando le culeé la boca, tomándola con ambas manos por la nuca y ella sosteniéndose de mis nalgas. Regalándome esa mirada fija llenándose de lágrimas con mis embestidas.

Ella, por su parte, recurría a vocalizar Ues largas, acompañando mis movimientos penetrantes. Sus ululaciones eran largas como mi trozo de carne en su culo.

Una vez me estacioné dentro de ese culazo, me acomodé sobre su espalda. Bajé mi mano por su espalda para apoyarme bajo sus costillas e hice una prueba de bombeo: atrás y adelante, lantamente, sintiendo el camino de mi cabeza en su interior.

  • Te lo comiste entero, puta de mierda. - le solté con palabras mordidas.

  • Mmmmhhh… síiiiiiii- fue su siseante respuesta.   

Me detuve sólo un momento a contemplar nuestros cuerpos unidos por mi puente de carne. Mirando hacia abajo la intersección de mi pelvis y sus generosas masas de carne, que hace ya más de una hora había contemplado enfundadas en su falda negra de secretaria. Ahora las veía y eran tal como me las imaginaba.

Y levanté mi cuerpo haciendo aparecer mi venosa verga cubierta en latex. Ella exhaló en tanto un quejumbroso “uhhhn”, sonorizando mi acción. Bajé el mismo camino recorrido y ella, la hembra, me celebró con su vocalización.

Mi cuerpo entero sólo quería dejarse caer y ensartarla como animal herido, pero mi cabeza ordenaba mesura. Había leído y sabía que lo mejor era permitirnos a ambos acostumbrarnos a nuestras dimensiones. Pero también quería hacerla pedir más, pedirme rudeza que le daría sin medirme.

Entonces mantuve el movimiento contenido, que me tomaba más fuerza y autocontrol. Subía mi pelvis hasta casi sacar mi estaca y volvía lentamente a acoplarme entre sus lomas de carne. Así hasta que noté que sus gemidos cambiaban, ya no eran sólo exhalaciones, sino que buscaba en el blanco de su cabeza enculada, una forma de manifestar su inconformidad con mi ritmo.

Ahora ella subía en mi búsqueda, antes que yo bajara. Pude ver ascender sus nalgas acelerando la estocada. Esto requería que ella se tomara de la cama como si quisiera levantarse y reajustara sus rodillas para dar impulso a su cadera.

Agarré sus ondulados cabellos negros con mi mano izquierda para levantar su cara, abrí mi mano derecha en el aire y le dejé caer una lacerante nalgada que le dejara marcados mis dedos en su carne, para cambiar su atención y pregunté:

  • ¿quieres que te parta el orto?

  • Síiii… pá-arteme… párteme

Apoyé ambas manos entonces en sus hombros y casi salté para dejarme caer y ser detenido por su cuerpo. Cama y habitación crujieron y ella, como golpeada por dentro profirió un profundo “uuhhnnn!”, que ligeramente era amagado por la cubierta de la cama arrugada en su boca.

  • Así, mierda?!

  • Nnnnhhh…… SSÍIIIIII!!

Era lo que necesitaba para iniciar lo que quería que fuese una matanza. Empalarla con saña, como se apuñala una bestia. Quería matarla a vergazos, enterrar hasta mis huevos por el agujero de su culo y hacer aparecer mi goteante cabezón por su boca. En mi nublada cabeza, el sexo era entonces un acto criminal. Quería darle dolor, porque ella quería sufrir y (paradójicamente) debía castigarla por ello.

Se tornó todo bestial entonces: mis gruñidos era más profundos, sus quejidos, menos articulados, nacían del tope de mi verga en el fondo de su recto y salían empujados por su garganta.

La veía empuñar las sábanas con su mano izquierda y la derecha, adelantada en el aire, fuera de la cama buscar un apoyo en la muralla próxima.

No me había dado cuenta que, de empellón en empellón, la estaba sacando de la cama.

Al cabo de dos o tres embistes de mi cadera, ella ya tenía la cabeza medio colgando de la cama.

Entonces me tomé una pausa. Volví a enterrar profundamente mi verga, la estacioné en el fondo de su caverna, planté mis pies a los lados de sus rodillas y levanté su cabeza de los pelos, para vernos bien en el espejo que cubría todo un muro de la habitación.

  • Mírate. Mírate montada como una perra. ¿Ves cómo te tengo empalada?-  Yo, por mi parte, disfrutaba la vista de este camioncito tres cuartos que me estaba culeando: le miraba las ubres colgantes, bamboleantes, la cara desencajada, roja y sudada, su rush corrido de sus labios, su saliva goteante por su barbilla. Su falda negra arrugada en su cintura, sus medias de malla con ligas… que la hacían ver todo lo puta que era. Y le veía su cara perdida, de gozo y perversión.

Ella veía lo mismo y le gustaba. Había notado que no había dejado de verse en los múltiples espejos mientras culéabamos. Gustaba de verse puta y (mi teoría era que) con el veinteañero que la estaba montando, se sentía la vieja más puta de las putas. Se veía a si misma con una mirada vacía, su expresión estúpida, buscando cómo contestar dentro de su cabeza que colgaba de mi mano.

Parecía que no obtendría más respuesta que esos quejumbrosos gemidos que dejaba escapar de su boca semi abierta. Por más que tironeaba de su cabello y exigía respuesta, mi falo debía estar haciendo presión en el centro del habla de su culo.

Pero ella no quitaba la mirada del espejo, se llenaba la vista con el cuadro porno: ella en cuadro patas, medio saliendo de la cama, con una mano afirmada del espejo mismo, otra asida de las sábanas arrugadas de la desarmada cama; su culo en pompa como axis de mi cuerpo, que ahora trataba de mantener erecto sobre ella. Mis piernas flanqueando su culo grueso, bien plantadas en la cama. Mi mano derecha sosteniendo sus riendas negras de las que colgaba su cabeza, mi izquierda en su cadera, afianzando mi dominio. Y un detalle que yo había dejado pasar: mi mirada de pervertido, como desquiciado, con los dientes apretados, mi cuerpo tenso y sudado, brillante como el de ella, no había quitado la vista de mi presa, y como eso la sostenía.

Salí de mi trance, tenía que volver a lo mío: a destrozar el culo de esta puta.

Me incliné sobre ella alcanzando su cara, pude ver sus ojos anegados y lágrimas surcando su rostro, buscando su nariz. De su boca abierta, buscando aire asomaba la punta de su lengua… entonces le planté un violento escupitajo que golpeó disperso entre su sien derecha y algo de su mejilla. Mi saliva espesa, se veía blanca en la congestionada cara.

La sorpresa algo la sacó de su trance. Pero era muy tarde.

Solté su cabeza, que se precipitó por el borde de la cama y tuvo que mover su mano izquierda para apoyarse en el suelo.

Agarré su cadera con ambas manos y empecé mi embestida final con fuerza, haciendo sacudir la cama, haciendo remecer sus carnes.

Los gemidos que se habían apagado, volvieron más largos y más fuertes. Eran gritos ahora. Y a los pocos empujones de mi verga, medio cuerpo de ella, se fue siguiendo el camino bajo la cama. Lo que me hizo perder el equilibrio también y casi caer. Ahora era yo el que se golpeaba con el brazo derecho en el muro-espejo.

Pero no cedí, la mantuve bien tomada del muslo izquierdo y continué machacando sobre ella, que se retorcía sobre si misma. Soportando el peso de su cuerpo entre sus hombros, cabeza y lo que había logrado acomodar sus manos. Uno de sus tacos (que en el inicio de prohibí quitarse), me golpeó a la altura de las costillas, tenía los pies en el aire y las rodillas en la cama.

Y me mantuve en la faena de darle fuerte y arrancarle gritos ahora desde el piso. Así hasta que mi aguante cedió. La inminencia de la corrida que presentía, mi alarmó para tomar la base de mi verga y retirarme de la caverna abierta, donde abandoné mi condón.

Apretándome el falo con la mano, le di un empujón a su trasero, que fue a dar al suelo y avancé un paso en lo que su cuerpo me dio espacio en el piso, tratando de alcanzar la altura de su cara que asomaba ahora desde abajo de sus tetas y entre sus brazos.

Con un par de jalones le escupí mi semen por la cara, cabello, hombros y tetas. Dispersamente y desordenado, la decoré con un par de largos chorros y varias gotas de blanco y gruesa leche que acompañaron en su cara mi saliva ya seca.

Nos quedamos así un rato, yo de pie, con las piernas a medio flectar, sosteniendo la base de mi verga que no estaba plena, pero mantenía un buen cuerpo curvo apuntando aún a su cara. Ella acostada en el suelo, en el breve espacio entre el muro espejo y la desarmada y movida cama; sus brazos a los lados de su cabeza, su cabellera desordenada y ensortijada, salpicada de gotas blancas, así como sus tetas, que subían y bajaban con su pesada respiración, su amplio cuerpo ahora extendido en el suelo y sus piernas abiertas, una en el espejo, otra descansando en la cama (mi pie derecho entre ellas).

Sorbeteó sus mocos y empezó a reir con al situación. Por terminar de ese modo, por la acumulación de sensaciones extremas que estuvo acumulando en su cuerpo, por tener a un hombre menor que ella, con aspecto de ser aún más joven de lo que era, de pie, apuntándole con la verga.

Y reí con ella.

  • “No sé qué me pasó- empezó diciendo ella desde el suelo- no me comporto así… pero ahora… no sé - se retorcía en el suelo, mientras hablaba– …me calenté.

Terminó mirándome con cara de gata en celo, mordiéndose los labios, sonriendo sutilmente y con perversión en sus ojos. Estiró su mano izquierda, subiéndola por mi muslo, rozando mis pelos, la tomé y ayudé a incorporarse, hasta quedar sentada. Entonces, sola, por su cuenta, se lanzó nuevamente a buscar mi miembro, con voracidad.

Lo tomó con ambas manos y metió en su boca. Ya antes, cuando lo tenía completamente sólido, se lo había tragado entero, ahora que se iba poniendo suave, nada le costó devorarme el pico y jugar con él en su boca. Me lo ensalivó y lamió mis bolas prolijamente, tomándome nuevamente de las nalgas para hacer desaparecer mi miembro por completo y me dedicó una larga mirada en esta pose.

Cuando lo tuvo “limpio” y húmedo, bajó su cabeza entre mis piernas y, torciendo su cuerpo, recorrío el camino entre mis bolas y mi ano, para finalmente enterrar en él su lengua. Levanté mi pierna izquerda para ponerla sobre la cama y facilitar su tarea, agarré su cabello y empujé nuevamente su cabeza hacia mi y me regaló un bien babeado beso negro de despedida.

Cuando terminó, yo sentía tanto mi verga, como mi culo, frescos y húmedos. De haber continuado, podríamos haber vuelto a empezar. Pero llevábamos ya casi tres horas en la pieza y dentro de poco llamarían para sacarnos. Así que la levanté del suelo, tomé su rostro con ambas manos e introduje mi lengua tan profundo en su tráquea como me fuera posible.

Así sellamos el término de una de mis más memorables sesiones de sexo.

Después quedó ducharme y vestirme. Conversamos alegremente nuestros últimos momentos en la pieza, mientras me vestía. Ella, enfundada en una toalla, me observaba y me mostraba sus piernas ahora desnudas y su profundo escote, del que sus ubres parecían querer escapar en cualquier momento.

Dejé tres billetes en la cómoda, a su lado y nos despedimos con otro profundo atraque bucal y un fuerte agarrón de teta, como recuerdo para mi mano izquierda.

 

FIN