- Es mi mente. Mi mente enferma. La que no necesita más que un detalle, una palabra, un gesto, para convertir la más anodina de las situaciones en algo excitante, erótico, sexual. A veces ni eso. Por ejemplo, el otro día. Estaba en el súper haciendo la compra, cuando al llegar a la caja tenía delante una chica vestida como esos personajes de cómic japonés, ya sabe, como un dibujo animado, tienen un nombre, pero ahora no caigo…-
- Cosplay- interrumpió la voz que se escondía a mi espalda en la oscuridad de aquel gabinete.
- Si, eso, cosplay- continué. El caso es que a mi eso no me dice nada, pero la chica… si seguía mirándola me iba a terminar por gustar, así que preferí mirar para otro lado. Me fijé en su compra, en lo que acababa de dejar sobre la cinta. Ocho barras de mantequilla y un paquete de lacasitos con letras. Únicamente eso. Pidió factura. No el ticket, sino factura. Y entonces, mientras la cajera se preguntaba cómo demonios tenía que hacer una factura que nunca nadie le había pedido, lo vi claro. Su vestido, la factura, tanta mantequilla… sólo podía ser por el rodaje de un vídeo de sexo anal. No sé porqué, pero era la única razón que se me ocurrió. Sé que habrá mil explicaciones más plausibles, pero es la que en ese momento vino a mi mente. Aún hoy, si usted me lo pide, me costaría encontrar una razón más real. El caso es que lo vi. Cerré los ojos y la vi como podía estar viéndola en mi casa, delante de la pantalla del ordenador. Y estaba ella tendida en la cama, vestida tal cual en ese instante, con botas y medias, una falda plisada color negro, una blusa blanca y el pelo con mechas rosas, como el uniforme de una escolar rara. Y junto a ella un hombre sin rostro. Bueno, no, rostro tenía, pero era como el de los personajes de manga, todos iguales, por lo menos a mi me lo parecen. Él, desnudo, tenía los dedos embadurnados en mantequilla y una sonrisa lasciva. Levantó su faldita y no llevaba ropa interior. Su boca lució un brillo metálico y ella se enrojeció avergonzada. De pronto levantó la mano, como si fuera a dar la bendición, o a advertirla que empezaba el juego; luego la bajó de pronto. Sus ímpetus y la lubricación de la mantequilla hicieron que entrara a la primera. Ella gritó de inicio, y luego apretó los dientes ahogando su dolor. Él se servía de la mano izquierda para agarrar un poco más de mantequilla y untar la zona mientras que los dos primeros dedos de su mano derecha agrandaban el ano de la chica. Ella tenía cara de dolor, con la boca entreabierta y las pupilas brillantes, como si retuvieran una lágrima, pero no se quejaba, le dejaba hacer. Hacían un uso bulímico de la mantequilla, cuando ya no podía rebañar más un envase, abría otro, y otro, y otro más… De haber querido hubiera podido enterrar más que la mano. Ella, siempre callada, lo miraba y aguardaba. De pronto extrajo los dedos de las entrañas de la chica y aproximó su pene. Estaba erecto, de hecho siempre había estado erecto. Era estrecho y largo, y de un color uniforme, poco real. Quiso arrancarse de lejos, y el exceso de lubricación le hizo errar el golpe. Su polla tiesa se doblaba hacia abajo, recorriendo la piel lustrosa de ella. Le dolió el fallo. No estaba dispuesto a repetirlo. Agarró a la chica por los tobillos y la giró boca abajo. Izó las caderas de la chica mientras ella giraba el cuello manteniendo su cara pegada al edredón. Luego se aproximó de nuevo. Despacio, con el cuidado con el que uno maneja la porcelana antigua, llevó su rabo hasta la entrada del culo y empujó. Entró entero. Ella gritó mientras sus manos se agarraban a la colcha retorciéndola. Entonces, antes de que él empezara a moverse de nuevo, fue como si se parara el tiempo, como si esperaran para que un lagrimón recorriera a cámara lenta las mejillas sonrojadas de la chica. Después empezó el traqueteo. La mantequilla hacía que en cada viaje él saliera casi del todo para, a continuación, colarse nuevamente hasta el fondo, hasta que su vello púbico de un negro oscuro chocaba con la piel clara de ella. Aún así, de vez en cuando lubricaba un poco más la zona con la mantequilla que quedaba. En un momento dado, él estiró la mano derecha, y manchando el liso pelo de la chica con restos de grasa, le hizo incorporar la cabeza. Ella obedeció. Entonces vi su rostro surcado por dos ríos de llanto. Era su primera vez; tenía que ser así, obediente y sumisa. Él se agarró a sus caderas y empujó. A cuatro. Un rato, una y otra vez, rítmicamente. Luego volvió a estirar las manos. Estaba demasiado nervioso para tomarse la pausa de soltar la blusa, así que usó la fuerza. En cada uno de sus tirones explotaba un botón. Hasta que ella quedó con la blusa abierta y únicamente un sujetador negro retuvo sus voluminosos senos. Un zarpazo casi animal y el sostén fue historia. Creo haber oído alguna vez que las chicas de los dibujos porno japoneses suelen tener los pechos enormes, pero este no era el caso, grandes sí, pero sólo porque la chica que seguía delante de mí en el supermercado los tenía. Abrí los ojos un instante para comprobarlo. Grandes y bailarines. Al menos en mi mente. Cada vez que él embestía, aquellos pechos se balanceaban sin orden ni concierto. Él empujaba con brío, como si quisiera llegarle más y más adentro en sus entrañas. Ella alternaba gemidos con débiles grititos que se clavaban en mis oídos. Ese era el sonido de la escena. Ese y el ruido de los cuerpos chocando, me encanta ese ruido, quizás deba anotarlo, doctora…- hice una pausa girando la cabeza buscando su presencia al otro lado del diván. Al no hallar respuesta continué.
- …mi mirada se centraba en la cara de la chica. En los párpados que se le caían en cada golpe, como si no pudiera evitarlo, en los respingos de su cuerpo, en el leve aleteo de su pelo rosáceo. La falda escondía las uñas del chico clavándose como garras en su blanca piel. Se aceleraba. Él tensaba el gesto mientras el sudor le caía por el cuello hacia el pecho. El ritmo de los gemidos lastimeros se hacía más rápido, quizás incluso un poco más agudo. Su cuerpo grande pero grácil a la vez se veía cansado, desentrenado en aquellas lides. Un empujón, tal vez algo más intenso, y ella cayó de bruces enterrando su rostro en la cama. Él aprovechó para volcar su peso sobre el cuerpo de ella, y ambos cayeron con estrépito en el colchón. Ya ni se retiraba. Tan sólo movía los glúteos, clavándose más y más, barrenándola. Ella, presa entre el lecho y el cuerpo del chico, no hacía nada, mordía el edredón y esperaba. De pronto un rugido, el cuerpo se le volvió a él informe, como su rostro, y como en una especie de erupción, su pene reventaba manando semen en todas direcciones… Y al abrir los ojos doctora, aquella chica se alejaba tranquilamente hacia la salida del súper mientras me comenzaban a atender a mí-.
-Claro… y los lacasitos eran para los títulos de crédito, ¿verdad?- creí oí musitar a la psicóloga sentada a mi espalda.