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Konon, el piadoso

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EL YERNO

Doña Lucrecia, cuando quedó viuda tenía 54 años. Mientras vivió su marido con el que había tenido 3 hijos, con tantos años de matrimonio a cuestas le apetecía más estar sola en la cama que con la compañía de él. No era por que no lo quisiera, si no por que el deseo de un varón se había volatizado en el tiempo. Sola estaba más tranquila, que teniéndolo al lado durmiendo, que solo con que este se diese la vuelta ya la despertaba. Después ya le costaba conciliar el sueño otra vez.

Cuando murió, todo y queriéndolo, se sintió más libre y con ganas de hacer lo que nunca había hecho que en realidad era bien poca cosa, pero eso sí, ya no necesitaba las explicaciones de lo que hiciese o dejase de hacer. Cosa que en toda su vida había hecho, primero con los padres y después con el hombre que se casó siendo muy joven. En realidad, ahora sabía lo que era la libertad aunque ya no le necesitase. Quizá le pasase  como a los esclavos de color que vivieron en el Gran País Americano, que en cuando el Norte venció al Sur, les dieron la libertad y entonces muchos de ellos se preguntaron para que la querían. Aunque no todos.

Doña Lucrecia, todo y teniendo cerca de 60 años mantenía un cuerpo como una mujer con 10 años menos, se sabía hermosa y deseable. Sus voluminosos pechos, ella sabía que a muchísimos hombres les hubiese gustado acarícialos  y besarlos. Su hermoso y voluminoso culo, también. De piel muy blanca y sedosa, sabía por sus amigas que a los hombres aquello les iba más que una tarta de chocolate con fresas salvajes. Su monte de Venus que aún conservaba la sombra oscura y vellosa que enmarcaba su exquisita cueva, de mujer madura, la hacía sentir deseada, y a veces lujuriosa.

Doña Lucrecia, no tenía a nadie en quien confiar sus inquietudes y ella sabía que los años la iban llevando hacía la estación, de la cual nadie se vuelve. Aquello muchas veces la angustiaba y la hacía sentir débil y más bien poca cosa.

De los tres hijos que tuvo, una era la hija que se casó muy joven con un ejemplar de hombre con estampa de actor del celuloide. Alto, hermoso, con unos labios tan bellos que le daban ganas de besarlos y para más inri,  con unos cabellos muy largos de color castaño que ella se los hubiese peinado cada día, más de una vez.

Cuando los hijos dejaron su casa y se fueron a otros sitios, por esta solo pasaba y muy de vez en cuando el marido de su hija, y con visitas tan cortas como los días de sol en invierno. Ella se dio cuenta de que le hubiese gustado que el yerno pasase allí más tiempo. Pero este agobiado por los problemas de la vida a ella le veía solamente como a su suegra.

  Cuando un día de verano de fuerte calor, este paró en su casa como a veces solía hacer, y en su camisa se la marcaba la humedad del sudor, fue ella la que dio el primero paso, para ver si él entendía que además de una suegra también era una mujer apetecible.

Y aunque supiese por su hija que este muchas veces tiraba a la montaña como las cabras, y después daba a entender que nunca había roto un plato, quiso probar suerte. Como si aquello fuese una más de sus labores domesticas le sugirió que se duchase y que ella le enjabonaría la espalda. Este, aunque lo hubiese soñado más de una vez, nunca habría tenido el valor de pedírselo. Incluso se extrañó de contestarle que sí, cuando iba a decir que no.

Ya dentro de la ducha, él, desnudo completamente, y ella con un corto y fino camisón que dejaba todas sus bellezas a la vista, lo fue frotando con una esponja con un jabón perfumado que ella tenía para ciertos momentos. Después de la espalda, bajó su mano hasta los glúteos, para pasar a su entrepierna, como si aquello fuese la más natural del mundo. Cuando ella de rodillas le frotaba aquellas, partes, lo hizo girar, quedando frente a su cara el iniesto priapo de este. Ella, sin quitarle el jabón, empezó con una mamada que solo una mujer madura, podía hacer. Después, llevándoselo de la mano como a un corderillo y sin enjuagarse ninguno de los dos, arrodillose encima de la cama dejándole su formidable culo en posición, y cogiéndole con su mano el PRIAPO ya otra vez iniesto se lo apuntó allí.- Este, solo lo tuvo que empujar suavemente, el gel del baño hizo el resto. Entrándole hasta el fondo, en donde sin tardar se lo llenó. Aquella buena mujer, en cuando sintió dentro de ella aquella ardiente cosa no pudo dejar de decirle con voz entrecortada que se lo destrozase hasta que sangrase. Después, ella suplicante le rogó que no tardase tanto en volver.