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El club de las gaviotas

en Otros Textos

DELILLE (ABAD) JACQUES

(1738-1813)

POETA FRANCÉS

 

“El arte de escribir consiste en el arte de interesar”

 

 

EL CLUB DE LA GAVIOTA

 

                La presa de la Capital llegó un momento que recurrieron a Enciclopedias y otros papeles escritos, para encontrar calificativos con que definir a un chico Luso que además de guaperas, incluso  cuando la metía – la pelota se entiende – se convertía en el Rey de la Tauromaquia – después de un pase de pecho y para que se sintiese feliz todos los que jugaban a su lado, lo abrazaban, lo besaban e incluso y ya en el suelo, se lo ponían encima como si lo quisieran proteger de los posibles males que azotan a la Humanidad. La mamá de este, al ver el cariño que le daban aquellos chicos con calzones cortos se emocionaba como una magdalena Bíblica. Para este chico luso nada era suficiente para agasajarlo. Tenía botas de oro, balones también de oro, escudos de oro, relojes de oro, estilográficas de oro. Hasta su vida era de oro. Todas las mamás con hijas casaderas soñaban con un yerno así. Sus valores… ni más ni menos que donde ponía el ojo ponía el esférico de piel. Algo, que ningún otro era capaz de hacer en el Planeta Tierra. Los había que ya lo intentaban, pero nadie era capaz de convertir en oro lo que chutasen.

         Solo salió uno que hubiese podido superarle. Este que era de por la zona del Prat de Llobregat se entrenaba a solas y diariamente en un campo de aquella zona ininterrumpidamente, tanto si llovía como si hacía sol. Para este no importaban ni los días de la semana. El, cruzaba el campo como un gladiador moderno y ya cuando llegaba al centro de este, levantaba el balón y con la parte exterior del pie derecho, lo enviaba a portería con tal efecto que parecía que se iba fuera y 20 metros antes de llegar cambiaba de dirección entrando por la escuadra. Con aquellos tiros no había portero que lograse pararlos. El problema que se encontró este malabarista del balón fue, que algunos balones se le iban a un terreno en donde su dueño plantaba coles, y entre el balón y este que tenía que ir a buscarlo, aquel payés no lograba llevar ni una al mercado de MERCABARNA; todas acabarían pisoteadas. Este malabarista, para no tener que pagar más coles, optó por dejar los entrenamientos y cambiar de deporte. De buena se libró el chico Luso de los balones de oro, botas de oro, relojes de oro, plumas de oro y escudos del mismo metal. De no ser por esta adversidad de tener que pagar tantas coles, a buen seguro que al Luso lo hubiese dejado capeando novillos, dentro del estadio.

         Un tiempo después, un pensador Ampurdanés, encontró explicación a estos vaivenes de la existencia humana. Este, acercándose a una vidente, que vivía cerca del Pirineo, cuando le explicó aquel extraño caso, ella a la que no le gustaba ni el balón ni las coles, le dijo que estas cosas las liaba el Diablo; y que contra este no se podía. Cuando aquel pensador Ampurdanés dejo atrás a la vidente se dio cuenta que era mejor no meterse en berenjenales, ni coles, ni balones. Que aquellos asuntos eran para los que vivían del cuento. (El pensador se refería el cuero esférico).

Este se había dado cuenta por fin, de la ley de la gravedad, la teoría de pitadoras y la prueba del 9. Entonces, ante estas clarividencias, y ya delante del club de la junquera entró. Allí, entre aquellas hijas de María y el olor a bistecs a la parrilla, y gambas a la plancha, sintió que había traspasado la línea roja. Comprendió que después del 154 venía el 155. Entonces el pensador Ampurdanés, lloró desconsoladamente.       

La única hija de María que se le acercó para consolarlo era un mulatita recién llegada de Haití que al verlo tan desconsolado se le ofreció a cambiar su sino. Esta, se lo llevo del brazo a su habitación. Allí lo consoló como solo saben hacerlo las hijas de María en estos trances. Y ya cuando estuvo consolado más de una vez, el pensador Ampurdanés se acercó a la larguísima barra en donde estaban los grills cociendo las butifarras de vic, y al olfatear tan sabrosos olores no se le ocurrió otra cosa que cantar aquello de ‘’LISBOA ANTIGUA Y SEÑORIAL…’’ – todos y todas los allí presentes dejaron de comer y beber y lloraron desconsoladamente a lágrima viva emocionadísimos.

Fue en aquel momento cuando allí entraron los hombres que mandaron desde la meseta para repartir leña y al ver que cocinaban, con carbón, sacándose los cascos y chalecos la emprendieron con las ultimas 155 butifarras de vic que quedaban. Los allí presentes y puestos en pie, aplaudieron vigorosamente. Solo uno de los allí presentes no aplaudió, y cuando le preguntaron el por qué este dijo en un perfecto Francés que su tío Napoleón no lo dejaba. – En cambio – continuó este – la Josefina – no había día o noche que no necesitase de los aplausos. – Lo que este sobrino de Napoleón no dijo era que ella los aplausos los quería allí en donde la espalda cambia de nombre.

Cuando el pensador Ampurdanés salió a la calle dos hombres con botas blancas le pusieron la camisa de fuerza y lo cargaron en el furgón que allí tenían. Solo 20 minutos después y en la carretera general el chofer del furgón que iba comiendo pipas, se empotró encima de un fraile, quedando hecho puré. Los dos ocupantes delanteros hechos una braga. Cuando llegó la Policía ambos ya los que allí pararon los tenían encima de una manta en el suelo. El hombre de dentro de furgón – o sea el pensador Ampurdanés – pidió a uno de los allí presentes que le quitasen la camisa de fuerza. Y este enseguida se ocupó de los allí tendidos que aun respiraban. La Policía le preguntó quién era y que hacia allí; el pensador Ampurdanés les dijo emocionado que él era el paciente que iba en la camilla dentro del furgón. Los Policías que querían saberlo todo que para eso eran policías, le preguntaron a donde lo llevaban, y este – el pensador Ampurdanés – le aclaró que al manicomio de San Boi.

Cuando ya todo estuvo aclarado y los heridos en una ambulancia, durante unos kms los policías los escoltaron.

         Allí nadie se dio cuenta de que el hombre de la camisa de fuerza – o sea el pensador Ampurdanés – se había quedado plantado en medio de la carretera viendo como se iban. Después, este dio media vuelta y se volvió al Club de las Gaviotas para encontrarse con la hija de  María recién venida de Haití, y así reiniciar otra tanda de Consuelos.