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La lasciva vida de una maestra de escuela

en Confesiones

El verano del 1998 marcó un antes y un después en mi vida madura. Fue eso que llama un verdadero punto de inflexión. Pero antes de empezar, déjenme presentarme. Soy una mujer de 66 años a julio de 2018 nativa de Barcelona. Sí me casé nada más terminar la carrera y al año siguiente aprobé las oposiciones, desde entonces soy Maestra de profesión. Estuve casada 36 años y tengo dos hijos de ese matrimonio, bueno en verdad uno es más de mi marido que el otro… por entonces Emiliano tenían 24 años y Alberto 18. Soy una mujer muy directa, discreta y educada, dedicando gran parte de mi vida a la familia. Me llamo Ana Pilar Pujol Bruguera. En verano tengo dos meses de vacaciones y el fin de curso acostumbra a coincidir con un punto en el estoy harta de la ciudad. Barcelona me encanta, pero me agota y llega un momento en el que necesito desconectar. Así que paso prácticamente todas las vacaciones en el chalet que tenemos en la playa, cerca de Tarragona. El verano del 1998 no fue una excepción. Mi marido apenas tuvo un par de semanas de vacaciones y solo venía los fines de semana. Mi hijo mayor estaba en Londres buscándose la vida. Por lo que se podría decir que pasé gran parte del verano con mi hijo pequeño en el chalet. Cada día seguía la misma rutina. De buena mañana, con los primeros rayos de sol, me levantaba, me ponía ropa de deporte y salía a correr o andar, dependiendo de las ganas. Aunque… no sé a quién pretendo engañar, casi siempre me conformaba con andar una hora. Después iba a la playa, antes de que se llenase de gente, me daba un baño y volvía a casa. Salía a comprar lo necesario para cocinar y preparaba la comida que después compartía con mi hijo. Prácticamente ese era el único momento del día que le veía. Después tocaba una buena siesta. Por la tarde bajaba a la pequeña piscina que teníamos en el jardín. Allí tomaba el sol y me bronceaba. Y al atardecer salía con algunas amigas a tomar algo, al cine o a cenar, dependiendo del día. Con mi hijo pequeño apenas compartíamos momentos. Se pasaba las mañanas enteras durmiendo. Comíamos juntos y después siempre iba a la playa con los amigos o se los traía a casa para pasar horas y horas jugando a la videoconsola. Y por las noches salían casi siempre.

El verano parecía avanzar en la más absoluta normalidad hasta que un día, por la tarde, estando en la piscina tomando el sol, escuché un ruido detrás de los arbustos que rodeaban toda la zona de la piscina. Me giré y me pareció ver una cabeza que se escondía. Mi hijo y sus amigos estaban jugando a la videoconsola y al menos un par de ellos fumaban. Tenían completamente prohibido fumar dentro, así que cada cierto tiempo alguno salía a fumar fuera. Me levanté de la tumbona y fui detrás de los arbustos. No había nadie pero encontré una colilla en el suelo, todavía humeando. Estaba claro que algún amigo suyo había dado un paseo hasta la parte de atrás de la casa y me había visto tomando el sol. La verdad es que no le di más importancia y, aunque me cabreó ver el cigarrillo en medio del césped, preferí evitarles la bronca. No me gustaba que me vieran como una gruñona. Lo que tenía que quedar en una anécdota, volvió a pasar justo la tarde siguiente. Y la otra, y la otra. De repente, no sé si medio paranoica, me sentía observada mientras tomaba el sol o me daba un bañito. Y lejos de molestarme, me ponía nerviosa. Podría decir que me gustaba esa sensación.

Estaba claro que algún amigo fumador de mi hijo me estaba espiando a diario, el problema era que no sabía quién era de todos ellos. Mi mente me hizo creer que quien me espiaba era Manu, un chico dos años mayor que mi hijo. Era un jovencito que ni estudiaba ni trabajaba, aunque tampoco lo necesitaba. Era hijo de una familia muy adinerada. Iba de playboy perdonavidas y resultaba un tanto insoportable y pedante, pero por otro lado era físicamente irresistible. Alto, musculado, manos enormes, sonrisa perfecta… No sabía que me pasaba. Echando una mirada atrás, creo que mi deseo sexual se había aletargado hacía años. Después de los dos hijos, con el trabajo, la hipoteca, la familia y la maldita rutina diaria, la vida sexual entre mi marido y yo casi había desaparecido. Apenas lo hacíamos, de una forma mecánica, una vez cada dos o tres semanas. Puedo decir que no me sentía para nada deseada. Aunque eso no quita que me sintiera muy querida por toda mi familia. Creo que simplemente el sexo y el deseo habían desaparecido por completo de mi vida. Y de repente, ahí estaba, imaginándome que un chico, amigo de mi hijo, me estaba observando mientras tomaba el sol. Lo curioso es que durante esos momentos en la piscina me sentía incluso excitada, pero después, en casa, me sentía fatal por haberme incitado, por haberme imaginado cosas así. Yo, una mujer de mi edad con 46 años, y lo peor de todo, escondiendo esos pensamientos a mi marido.

Por mucho que tratase de evitarlo, cada tarde sucedía lo mismo. Algún movimiento en un arbusto, alguna colilla en el suelo y yo excitada tomando el sol. Hasta que llegó el último día de julio. Al día siguiente, por la mañana, mi hijo y yo teníamos que regresar a Barcelona, porque mi marido empezaba vacaciones y nos íbamos una semana a París, los dos solos. Y claro está, bajo ningún concepto iba a dejar a mi hijo tanto tiempo a solas en una casa como esa. Llegó la hora de la piscina y como cada día ahí estaba yo, tostándome bajo el sol, cuando escuché un ruido entre los arbustos. “Ya está ahí mi admirador”, pensé. Pero ese día, ese día fue distinto. Fue como si el morbo se apoderara de mí y me dejara sin control. Sin reflexionar, en la tumbona donde estaba, un impulso hizo que me quitara la parte de arriba de mi bikini. Nunca en mi vida había hecho topless, ni estando sola, y de repente me encontraba dando un masaje a mis pechos con crema solar. El bronceado de mi cuerpo en contraste con mis pechos blancos parecía dibujar un bikini perfecto en mi piel. A medida que he madurado me he ido sintiendo más orgullosa de mis pechos. No son grandes, ni tampoco pequeños. Mi marido siempre ha dicho que son del tamaño perfecto.

Creo que eso me ha permitido conservarlos con relativa firmeza a pesar de mi edad y de haber dado el pecho a dos niños. Pues allí estaban, con un blanco nuclear, con mis aureolas color café de seis o siete centímetros de diámetro con unos pezones enormes, son como la falange de mi dedo meñique… un buen pezón del que mamaron mis dos hijos. Recuerdo que de jovencita mis pezones me habían acomplejado mucho porque siempre se marcaban. Pero ahora, ahora me imaginaba a Manu detrás de los arbustos, observándome y deseándome. Y mis pezones parecían estallar. Estuve unos minutos en la tumbona, después me di un baño y volví a tumbarme. No sé cómo pero me dormí, fue algo rarísimo. No tengo claro cuánto tiempo pasé dormida, pero como mínimo fue una media hora. De repente me desperté al oír la puerta de casa cerrándose. Mi hijo y sus amigos se iban.

Quedándome dormida a esa hora de la tarde podía haberme dado una buena insolación. Volví a ponerme la parte de arriba del bikini, recogí la tumbona y la llevé al pequeño cobertizo que tenemos en el jardín. Además de ser el sitio donde mi marido guarda todas las herramientas del jardín, disponemos de un baño y una ducha. Resulta muy útil para evitar tener que subir al chalet cuando estás en la piscina. Después de tomar el sol siempre me daba una ducha y subía a casa ya vestida. Así iba a hacerlo cuando, de repente, por la ventana del cobertizo vi un cabeza asomándose y espiándome. Me dio un susto de muerte y grité. Quien fuese que me estuviese espiando se asustó todavía más al ver mi reacción y lo siguiente que escuché fue un gran estruendo. Se había pegado una buena hostia, seguro. Salí corriendo y di la vuelta al cobertizo y allí en el suelo encontré a Jorge, el amigo gordito y tímido de mi hijo que hasta hace 7 años era alumno mío en primaria. Se había subido a un cubo y al asustarse se había caído. Estaba tirado en el suelo con un corte enorme en la pierna.

– “Pero por Dios, ¿te has hecho daño?”

–“No, no, yo… yo es que… no, no, estoy bien”, dijo intentando levantarse. Le dolía tanto que no pudo.

– “Déjame ayudarte”, y le di una mano y con la otra le agarré el brazo y le ayudé a levantarse. Casi no podía ni andar. “Ven, entra un segundo en el cobertizo que hay un botiquín y te curaré la herida”.

–“No, no hace falta, estoy bien”, dijo cuándo al apoyar la pierna herida casi vuelve a caer.

–“Vamos, entra, ven”.

Le acompañé dentro y se sentó como pudo en la tumbona. Fui a buscar el botiquín, me arrodillé a su lado y empecé a limpiarle la herida.

–“A ver Jorge, ¿me dirás que estabas haciendo o tengo que enfadarme?”

–“Yo nada señora, de verdad”.

–“¡Como me llames señora te voy a cortar la otra pierna!”

–“Ay sí, lo siento, señora… digo, ufff, mmmm, perdona”. Respondió tembloroso, nervioso y sudando.

–“¿Pero no os habíais ido?”

–“Bueno, sí, pero yo…”

-“¿Tú qué?”

–“Yo… es que… buf… es que bueno… estaba espiándola, lo siento mucho, de verdad, no quería, yo, lo siento mucho, no se lo diga a su hijo, ni a mi madre”.

–“Mira, tengo claro que se lo diré como me sigas tratando de usted”.

–“Ay si, perdona, yo es que… Bueno, no me mates, de verdad, pero íbamos a la playa y entonces he hecho como si mi madre me mandara un mensaje y les he dicho que tenía que irme, que mi madre me había dicho de volver a casa rápido. Y lo que he hecho, cuando han girado la esquina, es volver a entrar y bueno… ¡AY!”

–“Uy perdona, ¿te duele?

–“No, no”.

–“¿Y estabas espiándome?”

–“Sí”, asintió completamente ruborizado.

– “¿Me habías espiado otras veces?”

– “Sí, llevo todo el verano espiando detrás de los arbustos”.

– “¿Así que eras tú?” Una parte de mí se sintió excitadísima al saber que era cierto, que un jovencito me estaba espiando. Pero por otra, mi fantasía de que fuera Manu se esfumó, menudo chasco, mi yogurín se esfumó.

–“Sí”.

–“Voy a vendarte un poco la pierna y si mañana te duele vas al médico, ¿vale?” Y cada vez que terminaba una frase y subía mi cabeza para mirarle, le pillaba echando un vistazo a mi bikini, a mis pechos.

–“Sí, sí, lo haré”.

–“¿Y por qué me espías?”

–“Yo bueno, yo es que… bufff… es que eres una mujer muy atractiva. Yo es qué… bueno no solo yo…todos lo creemos”.

–“¿Yo? ¿Atractiva?” La verdad es que hacía años que no me veía a mí misma como una mujer capaz de excitar a un hombre y menos a jovencitos. Quizás sea cierto que todavía conservaba un buen cuerpo. Mi culo era más grande que cuando tenía 20 años. Tenía un poco de barriguita y un poco de celulitis, pero supongo que sí, qué demonios, estaba de buen ver.

–“Pues sí, joder si incluso Manu que se las folla a todas dice que estás buena que te cagas…”.

–“Oye, ¡ese vocabulario!” Aunque dentro de mí me encantó que dijera eso. Manu también creía que estaba buena. ¡Qué calor!

–“Perdona, lo siento. Llevo todo el verano espiándote cuando te bañas”.

–“Pues que sepas que eres un poco ruidoso”.

–“Vaya, lo siento. Soy muy torpe”.

–“¿Solo tú me has espiado?”

–“Sí. No se lo diga a nadie, por favor. Decía que salía a fumar y me ponía espiar. Los otros no lo saben”.

–“Pero hijo, ¿Es que no tienes novia?”

–“¿Yo? Que va”, dijo mirando al suelo. “¡Nunca he tenido! Todas me consideran un escombro”.

–“Ah, ¿eres virgen?” A veces soltaba las frases sin pensar. Ser tan directa me había traído más de un problema.

–“Yo bueno, yo… sí”, ruborizándose al máximo.

–“Perdona, no tenía por qué preguntártelo, eso es algo íntimo y personal, discúlpame”. Y de repente vi cómo se revolvía en la tumbona y se ponía nervioso. “¿Qué te pasa?”

–“No nada, nada, tengo que irme”. Y en ese preciso momento se hizo evidente que algo le había crecido debajo del bañador.

–“Uy, ja, ja… ¿tienes una erección? Hijo te has empalmado ¡Bendita juventud!”

–“Bueno yo”, tartamudeaba. “Yo… sí, bueno, tengo que irme. No sé lo diga a nadie”.

–“A ver”… le dije cuando terminaba el vendaje. Ya veo que no quitas ojo de mi bikini. Supongo que antes me has visto los pechos mientras tomaba el sol”.

–“Yo…” mirando al suelo otra vez.

–“Mira, no le diré nada a nadie de tu afición a espiarme…, ni tu tampoco dirás nada a nadie. Esto será nuestro secreto para siempre ¿vale?” Y asintió con cara de alivio. “Pero no quiero que te vayas así con mal cuerpo… estoy segura que te vas todos los días con ese dolorcito de huevos tan rico y tan molesto por no poder aliviarte ¡¿Verdad?!” Él me miraba asombrado y expectante. “¡Mira, hagamos algo! Relájate aquí en la tumbona, tómate tu tiempo. Yo voy a darme una ducha ahora mismo y tú observas. No voy a mirarte, haz lo que quieras mientras me ducho”. Me estaba escuchando a mí misma… ¿estaba loca? ¿Qué demonios estaba haciendo? No me reconocía.

–“Pero…”

–“No hables más más y actúa a tu libre albedrío… haz lo que te apetezca sin miedo”, me levanté, recogí el botiquín y lo guardé.

 

Me puse delante de la ducha y despacio me quité la parte de arriba del bikini. Estaba dándole la espalda. Después me quité las braguitas. Suponía que estaba teniendo una buena vista de mi culo. No sé qué me estaba pasando. Una mujer como yo… Pero ahí estaba siendo empujada por un morbo incontrolable delante de un jovencito de 18 años, que por otro lado no me resultaba nada interesante. Qué raro era todo. Me puse debajo de la ducha y empecé a dejar caer el agua. Estuve un par de minutos mojándome y después me puse a enjabonar todo mi cuerpo, muy despacio, de frente, para que él pudiera verme entera y desnuda. Empecé por mi cuello y me detuve en mis tetas, unas buenas ubres por cierto. Me di un masaje con mucha espuma durante un minuto largo. Tenía que controlar la risa, porque verme así, como si fuera una stripper, me resultaba divertido. Mis pezones, eso sí, parecían dos clavos enormes. Mi marido siempre dice que cuando estoy excitada mis pezones podrían cortar diamantes. Enjaboné mi vientre y después mi coñito rasurado con una pelitos muy cortos de máquina eléctrica. Me di la vuelta y acaricié mi culo un buen rato, hasta que me volví a poner de frente para acariciarme lentamente las piernas. Volví a dejar caer el agua y dejé mi cuerpo limpio. Salí despacio de la ducha y agarré la toalla que había colgado a un lado. En ese momento le eché un vistazo. Estaba en la tumbona, sudando a mares, con los ojos fuera de sus órbitas y con una mano dentro del bañador masturbándose frenéticamente.

–“Pero por favor, te he dicho que te relajaras y lo disfrutarás. No seas estúpido, si te apetece hacerte una paja hazla bien sin miedo… no creo que me asuste ver una más…”, le grité acercándome a él.

Me agaché poniéndome en cuclillas, sus ojos se salían de las órbitas, le agarré el bañador por el elástico y se lo bajé tirando de él hasta quitárselo. Un cipote enorme apareció delante de mí. Era un chico gordito y lampiño… no sé porque, pero me había imaginado que tendría una picha de 12 o 13 cm lo máximo…, estaba equivocada, jamás había visto nada tan grande.

–“Ahora así, sin bañador, relájate y tócate bien. Te dejo que me observes un poquito más mientras me seco y me visto…. Y córrete en la toalla que no quiero que te vayas con el bañador hecho un asco lleno de leche. Lo mismo eyaculas un mogollón con las ganas que tienes y lo gordos que son esos huevazos que gastas…”, le dije acercándole una pequeña toalla.

Era un chico que no me resultaba para nada atractivo pero estaba extrañamente excitada en un juego donde una es como pocas veces con los hombres, la dominadora. Me puse a un lado y sequé despacio todo mi cuerpo con la toalla. Sus ojos me recorrían entera. Cogí un poco de leche hidratante y me la puse en mis pechos quemados por el sol. Empecé a masajearlos sin dejar de observarle. Creía que se habría corrido muy rápido, pero ahí estaba, con ese enorme pene masturbándose a un ritmo frenético.

–“Vaya chico, que ritmo y que aguante tienes”, dije haciéndome la sorprendida.

–“Yo es que… bueno…”, tartamudeaba sin dejar de masturbarse. “Es que bueno, yo… hoy ya me he masturbado dos veces pensando en ti…”

Me quedé sin poder decir nada, se agarraba el cipote por la mitad, por debajo del glande y aún le quedaba polla sin cubrir por abajo…, le calculé unos 16 cm de verga unos cojones enormes y proporcionales a su rabo. Qué excitante era sentirme tan deseada. Mis manos estaban temblorosas, creo que toda esa situación empezaba a superarme, si no fuera por lo poco atractivo del chaval, por esa verga me hubiese tirado a tragármela sin compasión. Pero por suerte, en ese mismo momento, el chico soltó un suspiro, cerró los ojos y llenó la toalla de semen. Se hizo el silencio. Estuvo casi un minuto con los ojos cerrados y yo embobada tratando de asimilarlo todo.

– “Gracias”. A lo que respondí con una risa incontrolable.

– “Por favor, no digas nada de esto. Recuerda, esto no ha pasado. ¿Vale?”

–“Sí, sí… no ha pasado nada”.

–“Espera un segundo, me visto y te acompaño a casa”. No respondió, parecía extasiado, como si estuviese drogado.

Recogí la toalla y antes de dejarla en el cubo de la ropa sucia observé la cantidad de lefa que Jorgito había eyaculado, era unos grumos cuantiosos, los olí impregnando mis papilas del aroma a macho, a testosterona que desprendían esas manchas de esperma. Miré desde la ventana como se colocaba el bañador con cuidado acomodando su extensa y rígida verga. “¡Si mi esposo solo tuviese la mitad de energía y de polla que ese chico!” Pensé para mis adentros. Me vestí rápidamente. Me puse un sujetador blanco y unas braguitas a juego. Encima solo un vestido de lino blanco hasta las rodillas, muy veraniego y fresquito… tipo ibicenco. Me peiné y lista. Se sentó en el asiento del copiloto del coche como pudo. Fui a dejarle a casa y durante el trayecto, de unos 10 minutos, apenas abrió la boca. Seguía sudado y sonrojado. Llegamos delante de su casa y paré el coche. Me dio un “gracias” tímido, sin mirarme, y salió como pudo del coche. Di media vuelta y me dirigí a casa.

Seguía tremendamente estimulada. Era como si no pudiera controlarme, como si mi cuerpo me pidiera sexo. Era como descubrir una nueva sensación. Sentía que no podía demorarlo más. A medio camino, vi la entrada de un centro comercial. Sin pensarlo ni meditarlo un segundo, entré con el coche en el parking y aparqué en la esquina más alejada y solitaria. Apagué el coche, me quité las braguitas y las guardé en el bolso. Recliné el asiento y me tumbé relajada. Me subí el vestido hasta la cintura y puse una mano encima de mi coño ardiente. ¡Por Dios! Estaba empapada, debí haberme metido ese badajo tan duro y calmar esta necesidad imperante ¡¿pero que hubiera pensado el chico de mí?! De Puta para arriba.

Miré alrededor dentro del coche y no veía nada que pudiera servirme. Abrí la guantera y encontré un trapo sucio que mi marido usaba para limpiar el coche. Eso me serviría. Lo puse encima del asiento y me senté encima. Al menos así no lo dejaría todo perdido. Me tumbé y puse las piernas encima del salpicadero, cada una a un lado del volante. Me desabroché dos botones de la parte de arriba del vestido y saqué mis mamas por encima del sujetador como pude. Con una mano empecé a acariciármelos, centrándome poco a poco en mis pezones saltones, tirando de ellos, pellizcándomelos. Con la otra mano, otra vez en mi raja…empecé a acariciarme suavemente los labios vaginales. Ufff, estaba empapada. Mi coño goteaba literalmente. Estuve un buen rato acariciándome muy despacio, saboreando cada milímetro de mis labios, frotándome sobre el capuchón el enervado clítoris. Cerré los ojos y mi imaginación me llevó de vuelta al cobertizo. Me imaginaba a Jorge otra vez desnudo, en la tumbona, con ese pollón rígido y tan grande como el de un semental…la imagen solo era de ese pollón inhiesto.

Yo, desnuda también, me dirigía a él y me sentaba encima del cipote…despacio me metía esa tranca dentro de mi anhelante coñito. Intentaba rememorar la sensación de tener algo tan grande dentro como el rabo de Ramón, que tan feliz me hizo hace años… concretamente 19. Él me miraba con ojos de deseo y me decía lo mucho que le excitaba, que era una mujer muy atractiva. Yo cabalgaba encima de él, cada vez más rápido. Él se ponía mis pezones en su boca, me los lamía enteros, los chupaba y succionaba queriéndolos arrancar. Me chupaba los pezones tirando de ellos con pequeños mordiscos. Dios mío, no podía más. Volví a la realidad. Poco a poco empecé a meter un dedo dentro de mi raja inundada y después otro. Tenía dos dedos penetrándome mientras pegaba la palma de la mano a mi clítoris refregándolo con fruición. Estaba completamente salida. De repente un orgasmo inundó mi cuerpo. Grité de placer sin poder evitarlo. Increíble. Sentí como mis piernas se desvanecían y mi mente se apagaba. ¿Cuantos años hacía que no me masturbaba? Probablemente desde antes de conocer a mí marido. ¿Cuánto hacía que no sentía un orgasmo? Demasiado.

Pasaron unos minutos hasta que no volví al mundo real. Miré alrededor, seguía sola y sin nadie cerca. Subí el asiento y bajé del coche. Recogí el trapo. Estaba completamente mojado. Fui andando hasta un cubo de basura que había a unos metros y lo tiré. Volví al coche y… Dios mío, olía a sexo, más bien a chumino. Arranqué y regresé a casa con todas las ventanillas bajadas. Teníamos que volver a Barcelona con ese coche y olía a noche de pasión. Fue llegar al garaje del chalet y todo cambió… todas esas sensaciones de excitación, morbo y lujuria, se convirtieron en vergüenza y culpabilidad. ¿Cómo podía haber hecho algo así? Si Jorge era niño, un amigo de mi hijo. Si su madre era una buena amiga. Solo deseo que mi marido nunca sepa nada de todo esto. Al cabo de unos minutos estaba llorando a solas en la cocina. Pasé una noche muy mala en la que no pude dormir ni un segundo. Me sentía sucia por mis malos deseos. Había hecho una locura, sin embargo lo que yo tenía era un deseo irrefrenable de que me dieran una buena follada con una verga de tamaño supremo. Nunca creí que podría llegar a ser una persona así, infiel al menos de pensamiento. Lo que yo no sabía en ese momento, es que ese suceso sería el detonante, la chispa que haría cambiarlo todo dentro de mí definitivamente.

Durante días rememoré mi aventura con Ramón, el albañil que me preñó de mi segundo hijo, aquello fue por el ’80 ¡Cuanta falta me hacía un revolcón como aquellos...!

Continúa...

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