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YO

*Este relato es un experimento y un reto a la vez. El experimento es contar algo sin embellecer, absolutamente real. Una vivencia personal contada al detalle. El reto es doble. El primero atreverme a abrirme de esta manera. El segundo os lo traslado a vosotros. Os reto a contar una historia real vuestra. No tiene que ser espectacular, tan solo íntima. Llevo mucho tiempo contando historias que creo en mi cabeza y, por una vez, me apetece leer VERDAD. Si os animáis os animo a que en el título del relato pongáis entre paréntesis (Reto Gambito), y, si no es ya mucho pedir, me enviéis un mail informándome a GambitoDanes@gmail.com.

Estoy ansioso por empezar lo que me imagino será un fracaso. Pero de ilusión se vive…

1

Nací en un barrio marginal de Barcelona, el Raval. Especialmente hace veinte años. Famoso por la prostitución callejera, la inseguridad y la droga. En el seno de una familia humilde pero muy culta, vinculada siempre al mundo del teatro. De allí haber elegido aquel enclave. Mi abuelo, fue un hombre pobre pero sabio. Cobrador de la Telefónica por el día y actor de teatro por la noche, siendo el Romea de la calle Hospital su teatro, su casa. En pleno corazón de Las Ramblas. A los nueve años me mudé, gracias a los esfuerzos y el trabajo duro de mi padre, el único empresario de la familia, a la zona alta de la ciudad. Tres Torres, para ser exactos. La parte más elitista de Sarrià. Aquel contraste siempre he pensado que me hizo bien. Conocer lo mejor y lo peor, dos realidades muy distintas.

Mi nueva etapa en el colegio público del barrio fue buena. Me integré con bastante facilidad. Recuerdo con ternura que al principio me daba miedo pasear por aquellas tranquilas y solitarias calles residenciales. Acostumbrado al gentío de mi primer barrio, las prostitutas en las esquinas, los pedigüeños toxicómanos o los gitanos arremolinados a una guitarra. Crecí en aquel barrio privilegiado. Inmerso siempre en el deporte, los libros y mis nuevas amistades.

 Siempre fui alto, alcanzando el metro ochenta y tres a los catorce años, pero fue poco antes de cumplir los dieciséis cuando mi cuerpo cambió de verdad. Todo el ejercicio acumulado fue como si hiciera efecto de golpe, musculando y definiendo mi figura. Nadaba una hora al día antes de ir al instituto en un colegio privado cercano a mi casa que tenía una piscina olímpica. Por las noches, aunque estuviera agotado, boxeaba junto a mi hermano y sus amigos, todos diez años mayores que yo. El resto del día lo dedicaba a estudiar y a leer. Siempre fui un poco tímido, pero no por eso impopular.

Recuerdo perfectamente aquella tarde de febrero. Salía de la biblioteca del colegio rumbo a casa, debería ser cerca de las siete. En la mochila: un par de libros y mis guantes de saco. Ya en la entrada de la puerta principal me encontré con la profesora de literatura catalana, que me sonrió y se me acercó. En todos los colegios del mundo me imagino que hay leyendas, rumores, habladurías. La señorita Llençà era, sin duda, el foco de las del mío. Diversos relatos sexuales de los alumnos de último curso junto con ella llenaban de susurros los pasillos de aquel viejo edificio.

—¿Aún por aquí? —me preguntó amablemente.

—Sí, me voy ya a casa.

Ella miró el cielo, empezaba a oscurecer y llevaba todo el día chispeando. Pude ver el vapor saliendo de mi boca al contestar.

—¿Te llevo? —se ofreció amablemente, señalando con la mirada su coche rojo aparcado justo delante.

Dudé unos segundos, sorprendido.

—No hace falta señorita Llençà —le dije con una voz de imbécil que ni ensayada.

—Merçè —contestó ella animándome a llamarla por el nombre y agarrándome del brazo —. Vamos, que te vas a quedar congelado.

Entré en aquella lata que hacía de su vehículo en el asiento del copiloto, buscando desesperadamente la palanca que permitiría que cupiesen mis piernas, ansioso por mover el asiento hacia atrás. Vivía a unas cuatro calles del instituto, iba a tardar más yendo en coche que a pie, pero todo fuera por no pasar frio, mojarme, y contentarla. En ese momento ella tenía cuarenta y cuatro años y se conservaba bien. De cara era, como mucho, resultona. Iba bien maquillada, se sacaba partido y destacaba por tener unas fosas nasales algo anchas, casi africanas. Estaba siempre muy morena, yo creo que fue una de las precursoras de la adicción a los rayos UVA, y tenía el pelo muy negro y bastante corto. Era menuda y delgada. Con poco pecho, cintura esbelta y, eso sí, un trasero despampanante curtido a base de horas y horas de aeróbic.

Al llegar justo en frente de mi portería detuvo el coche, poniendo el freno de mano y sin apagar el motor.

—¿Es aquí?

—Aquí mismo —respondí cogiendo la mochila de entre mis piernas y dispuesto a salir —muchas gracias señori…Merçè.

Ella no dijo nada, me miró muy fijamente. Sus ojos eran tan oscuros que apenas podía distinguir el iris de la pupila. Aquellos segundos en silencio fueron eternos y desconcertantes. Me puso la mano en el muslo, como dándome una palmada pero manteniéndola luego sobre él. Y siguió observándome, estudiándome, escudriñando dentro de mí. Abrí la puerta sonriendo de manera nerviosa y, saliendo del coche, me despedí:

—Gracias, hasta mañana.

Ya en el ascensor noté como se me aceleraba el corazón, sin saber muy bien por qué. Me venían todas esas habladurías a la cabeza, también las reacciones tan ridículas que había tenido desde que había empezado aquel improvisado viaje. No solo era virgen, era, claramente, gilipollas. Aunque aquella noche tenía previsto descansar, acabé yendo a entrenar con mi hermano y sus amigos. Recuerdo estar tan distraído que hasta me pusieron un ojo morado haciendo de sparring atontado.

2

Es increíble lo mucho que te puede hacer reflexionar un simple gesto. Una mano en la pierna. Algo tan aparentemente inocente. Durante días no pude dejar de pensar en otra cosa. No se lo conté a mis amigos, no quería ser la víctima de bromas socarronas. A medida que pasaba el tiempo, poco pero lento, me convencí a mí mismo de que aquello no había sido más que una estupidez. Que todo lo que pudiera pensar después no era más que mi cerebro envenenado por las hormonas.

A las nueve de la mañana tenía Literatura Castellana, impartida por la profesora Carmen Maldonado. Esta, a diferencia de su homóloga catalana, físicamente era insalvable. Poco agraciada, con cuerpo, digamos, piramidal, siendo la base de la pirámide un culo desproporcionado y nada atractivo. Era, eso sí, una gran profesora y una gran persona. Yo le tenía un afecto especial supongo que debido también a mi amor por las letras.

—Chicos, antes de terminar, mañana quiero una redacción. Dos hojas por delante de vuestro puño y letra, tema libre.

Las quejas fueron generalizadas, todos excepto yo, que para mí lejos de ser deberes era una oportunidad. Una excusa para liberar mi mente sobre el papel. Comencé a escribir tarde, después de cenar. Con el cuerpo dolorido por las agujetas de todo el día. La redacción se escribió sola. En poco menos de una hora la tenía terminada y corregida. El día siguiente la misma asignatura se impartía a primera hora de la tarde, a las cuatro. Repasamos varios conceptos, algunas figuras estilísticas y pronto la profesora Maldonado se dispuso a recoger los deberes y leer algunas de las redacciones en voz alta, de manera anónima, sin anunciar los autores. A la tercera llegó mi turno, algo habitual ya que solían gustarle mis escritos.

—Empecemos ahora con esta —anunció—. “La tarde que me acompañó”, se titula.

Empezó a leerla sin ninguna sospecha, completamente tranquila. La historia trataba sobre un joven muchacho, cercano a los dieciséis años, que saliendo de la biblioteca del colegio una profesora se ofrecía para llevarlo a casa. La introducción era calcada a lo sucedido días anteriores, la única diferencia eran los nombres. La cosa se ponía interesante justo en el momento que la madurita profesora aterrizaba una de sus pequeñas manos sobre el joven y musculado muslo del alumno. Allí el desarrollo era completamente distinto. Carmen se atragantó, literalmente, para no leer el siguiente párrafo. Terminando abruptamente con la lectura con la primera excusa que se le vino a la cabeza. El resto de compañeros se quejaron enérgicamente, hacía rato que ya percibían el tono in crescendo del escrito.

El resto del día fueron todo conjeturas sobre el final de la redacción y la autoría del mismo. Sí, en efecto, aquel fue el primer relato erótico que escribí en mi vida.

3

Dos días después estaba sentado, junto a mi padre, en el despacho del director del instituto. Junto a él me esperaba la profesora Carmen Maldonado. Fueron muy amables, se les notaba realmente incómodos con aquel tema. El director hizo una introducción no muy afortunada en la que casi se disculpaba por habernos llamado. Cogió el relevo Carmen, sin mucha más fortuna.

—Disculpad —dijo mi padre—. Es que creo que estoy un poco perdido. Si mi hijo ha hecho algo malo díganmelo e intentemos solucionarlo.

Nunca les había dado ningún problema a mis padres. Ni en los estudios ni en nada. Mi padre acudía a la cita con la tranquilidad de conocerme lo suficiente como para saber que no podían contarle nada demasiado grave. El director finalmente le entregó mi redacción y le invitó a leerla. Me sentí abochornado, pero no en exceso.

Mi padre se sonrió antes de decir:

—¿Este es el tema por el que estamos aquí?

Profesora y director se miraron desconcertados.

—Verá —dijo el señor Peña— creemos que es un texto…inadecuado.

—¿Ah sí? —preguntó mi padre.

—Bueno —siguió Carmen—. Indudablemente está bien escrito, de eso no cabe duda. Es quizás…el tema…el tono. Ciertos detalles.

—Entiendo. Miren, si me permiten hablarles con sinceridad: Entiendo perfectamente la situación. Es más, quizás mi mujer y yo seamos responsables, le hemos educado siempre con naturalidad, sin tabús hacia ningún tema. Les diré que si creen que mi hijo merece alguna medida disciplinar, tienen todo mi apoyo. Un castigo, una expulsión temporal, están en su pleno derecho. Eso sí, no le pidan, por favor, que se disculpe. Primero porque sé fehacientemente que no lo hará y segundo porque sería, para mí, un error y una decepción.

El resto de la conversación no fue más que un cúmulo  de excusas y tópicos por parte de los docentes para terminar llegando a la conclusión de que lo mejor era no hacer nada y ser discretos. Eso sí, yo recuerdo salir de allí con la certeza de tener un padre que me entendía y, aún a día de hoy, como uno de los días de más orgullo de mi vida.

4

No hacía falta ser un lince para saber que aquel escrito había llegado a manos de Merçè Llençà. Sus miradas, indescriptibles, lo dejaban más que claro. Salía un día de tutoría y en la puerta principal la pude ver apoyada, incorporándose justo al verme con la clara intención de interceptarme. Estaba justo llegando a su posición cuando noté como me agarraba de la mano mi amiga Carla.

—¿Volvemos juntos? —me dijo mostrándome su preciosa sonrisa, con los dientes mejor alineados y más blancos que jamás había visto.

—Claro —dije sonriente, pasando justo por delante de la frustrada profesora.

Nos conocíamos desde hacía unos cuatro años, justo cuando llegó al centro. Era colombiana aunque ella y su madre habían vivido muchos años en Berlín. Su belleza era absolutamente indiscutible. Os hablo además de una época en la que la multiculturalidad no era tan frecuente, y mucho menos en un barrio residencial. Para nosotros además de guapa era, por así decirlo, exótica. Con su larga melena negra y su piel trigueña, preciosa. Desarrollada ya como toda una mujer.

Congeniamos desde el primer momento, pero nunca había pasado nada entre nosotros. En un par de veces sentí que alguno de mis amigos se me había adelantado justo en el último momento. Muy probablemente me había faltado algo de malicia para dar el paso, o para que ella lo diese. La acompañé a casa, informado de que su madre trabajaba hasta tarde y con la única intención de escuchar un poco de música en su habitación. Descalzos y cómodos sobre su cama, escuchando, aún lo recuerdo, el Loosing my religion de R.E.M., me lo preguntó:

—¿Has sido tú, no? El de la redacción.

Mire el techo, sonreí.

—¡Lo sabía! —exclamó ella.

Estábamos muy cerca el uno del otro, ella me interrogaba con la mirada.

—Así que los rumores son ciertos, ¿no?

Me reí a carcajadas.

—¡No te rías capullo!

Le saqué un mechón de su cara, aún no sé por qué.

—Es ficción —afirmé.

—¡Y una mierda! Tú estás distinto, hace tiempo que lo noto. Te ha cambiado la mirada. ¿Y no pensabas contármelo? Eres un cabrón…

Volví a reírme, no estaba acostumbrado a ser el centro de atención.

—Carla, nunca te he mentido, es ficción. Además, Carmen nunca leyó demasiado, no sé qué te estás imaginando.

—¡Hombre! Me lo puedo imaginar, eh.

—Pues probablemente te equivoques.

—Sí, ya…

Tumbados sobre su cama me acerqué aún más.

—Dime que te imaginas y te diré si ponía eso.

Reflexionó unos instantes, interesante, coqueta.

—¡Sexo duro sobre el asiento! —dijo justo antes de estallar en una carcajada, contagiándome.

Cuando nos recuperamos le susurré:

—Una dulce y casi piadosa masturbación.

Por un momento sus enormes ojos parecieron salírsele de las órbitas, atragantándose incluso antes de gritar:

—¡¡¿¿O sea que te hizo una paja??!!

Volvimos a reír.

—Ya te he dicho que es ficción. ¿Sabes que dejó de leer justo cuando me pone la mano en el muslo no? Pues eso fue todo, lo siguiente fue yo asustado como un niño saliendo del coche.

—¡Venga va! ¡Eso no se lo cree nadie!

—Te lo juro.

—¿¿Y nada más??

—Bueno, sí. Vergüenza, introspección, asombro y, finalmente, una larga noche dedicada al onanismo.

Las risas saltaban con cualquier tontería, cuanto más socarrón era el comentario, más fuertes las carcajadas.

—No te puedo creer, estás distinto. Todo tú. Ni siquiera andas igual.

—Serán las agujetas.

Nos miramos durante mucho, mucho rato. O al menos eso me pareció. Nuestras narices se acariciaron como en una estúpida comedia romántica, luego le siguieron los labios. Nos besamos, lenta y apasionadamente. Yo le acaricié la cintura y las nalgas, con timidez, con miedo a pasar una línea imaginaria que diera al traste con la situación. Ella llevó directamente su mano a mi entrepierna y me acarició por encima del vaquero.

—Entonces…nunca llegó a tocarte —insistió mientras seguía.

—Nunca.

Seguimos enrollándonos mientras ella lentamente me desbrochaba el cinturón y el pantalón y liberaba una vigorosa y joven erección.

—Pero te habría gustado, ¿verdad? —me preguntó entre susurros.

—Seguramente.

Comenzó a masturbarme mientras yo aprovechaba para manosearle aquel culo tan codiciado en el instituto, llevábamos tanto tiempo besándonos que pequeños hilos de saliva conectaban nuestros labios cuando nos separábamos momentáneamente.

—¿Así?

Me temblaba todo el cuerpo, no estaba acostumbrado a este tipo de encuentros. Un gemido fue toda mi respuesta y ella aumentó el ritmo de los tocamientos. Le acaricié yo también el sexo por encima de la ropa, notando como se estremecía entre mis dedos.

—¿Esto es lo que te habría gustado?

—Joder sí…

Siguió jugando con mi miembro y cuando vio que estaba a punto de explotar me metió la lengua hasta lo más hondo de mi boca, morreándome mientras eyaculaba sobre sus sábanas y su ropa, alcanzando el orgasmo entre fuertes sacudidas.

Después de esa tarde, no sabría deciros en que nos convertimos. Si en novios, amigos con derecho a roce o amantes, pero los encuentros se convirtieron en algo usual y fue con ella con quien perdí la virginidad.

5

Tres semanas después el lío de la redacción había pasado. Carla no se equivocaba, estaba diferente. Con la ligera confianza del adolescente que ya conoce el sexo. Sexo que practicábamos casi cada tarde en su casa aprovechándonos de la ausencia de su madre. Esa tarde no quedamos. Me quedé en la biblioteca hasta las siete repasando unos problemas de matemáticas que me llevaban por el camino de la amargura. Inmerso en aquel rompecabezas sentí una presencia y, al alzar la vista, vi a Mercè sonriéndome. Iba vestida completamente de negro, con unos pantalones tan ceñidos que bien podrían ser los predecesores de los leggins. Me invitó a que la siguiera con un simple gesto con la cabeza. Obedecí.

Siguiéndola por los pasillos no pude dejar de verle aquel despampanante culo, de nalgas firmes y con forma de corazón. Sin mediar palabra llegamos a su coche y entré en el asiento del copiloto como si fuera un autómata.

—¿Dónde vamos? —pregunté casi con la voz quebrada.

—A Sants —respondió ella.

Me tenía absolutamente idiotizado, pero con la certeza de que no estaba enfadada conmigo. Su cara era pícara y sonriente.

—¿Y que hay en Sants? —interrogué con el coche ya en marcha.

—Mi casa.

Temblaba por la tensión, y eso que ni siquiera me había quitado el abrigo. Rebusqué en mi bolsillo y consulté mi Nokia, el primer móvil que tuve en mi vida. Solo tenía un mensaje de texto de Carla, dándome ánimos con los estudios y diciéndome que me echaba de menos.  Tuve sentimientos encontrados, pero no sabía que me deparaba al final de aquel viaje, lo creáis o no por mucho que hubiera ganado algo de confianza en mí seguía siendo así de inocente. No es menos cierto que ella y yo no salíamos juntos, nunca habíamos hablado del tema ni formalizado nada.

Mercè no me habló en todo el camino, se limitó a poner la radio. Era de noche cuando entramos en su portal y ella seguía sin hablarme. La primera reacción fue ya en el ascensor, se acercó a mí como una gata en celo y me puso la mano en la entrepierna, frotándome.

—Así que exageras en tus redacciones, ¿verdad? —me recriminó con voz queda.

Yo no pude contestar. Me quedé inmóvil hasta que, poniéndose de puntillas, me besó. Cuando llegamos al quinto piso nuestras lenguas se entrelazaban y mis dos manos apretujaban desesperadas sus deseables posaderas. Del ascensor a la puerta no dejamos ni un momento de meternos mano, tan ansiosos que ella tuvo dificultades para encontrar la llave del piso en el bolso y abrir. Entré en su casa y me libré del abrigo de camino al sofá, sitio dónde me abalancé sobre ella caliente como nunca. Confieso que estaba tan excitado que mi mayor preocupación era no dar la talla.

Seguimos sobándonos y besándonos hasta que ella consiguió quitarse el jersey negro, mostrándome un sujetador del mismo color y unos pechos pequeños, casi infantiles. Sin perder el tiempo se deshizo también del sostén mientras que yo me quitaba patosamente el pantalón vaquero y las deportivas. Continuó ella con su pantalón y yo con la parte de arriba, quedándonos los dos con solo la ropa interior de cintura para abajo. En ese momento, tumbada sobre el sofá y yo incorporado, se detuvo. Me miró con los ojos más viciosos que había visto en mi corta vida y me preguntó:

—¿Te gusto?

Yo repasé su menudo cuerpo de arriba abajo, un cuerpo atlético y apetecible aunque distinto al de la típica MILF voluptuosa y respondí:

—Me encantas.

Ella se sentó en el sofá a mi lado, me acarició el torso cariñosamente y añadió:

—Tú tampoco estás mal.

Me quitó el bóxer, me abrió las piernas y metiendo su cabeza entre mis muslos, arrodillándose en el suelo y conmigo sentado en el sofá, comenzó a lamerme con delicadeza y maestría. El morbo de tener a mi profesora en esa situación era indescriptible. Siguió con aquella deliciosa felación ayudándose también con la mano que me agarraba ahora la base del pene. Tuve miedo de no aguantar, incluso intenté desconcentrarme, desconectarme del mundo para no demostrar lo que era, un niñato con poca experiencia al que todo aquello le iba grande.

Por suerte la experiencia que a mí me faltaba a ella le sobraba y supo parar justo a tiempo. Se tumbó de nuevo en el amplio sofá y abrió las piernas, dejándome ver su sexo parcialmente depilado e invitándome. Sentí que debía corresponderle de igual forma e incrusté mi cara en su entrepierna, proporcionándole placer oral con la lengua a una mujer por primera vez en mi vida. Supongo que el morbo camufló mi inexperiencia, pero pude verla y oír retorcerse de placer. Seguí con el culilingus sintiendo su excitación y retroalimentando la mía, con mi miembro palpitando ansioso.

Decidí tomar la iniciativa por primera vez y me coloqué encima, acomodándonos en aquel sofá que empezaba a desmontarse. Pude correrme con tan solo rozar mi glande contra ella pero resistí en una mezcla de orgullo y heroicidad. Finalmente la penetré, despacio y hasta que mis muslos chocaron contra sus ingles. Ambos gemimos fuerte y entrecortadamente, con agonía.

Me guio con sus caderas, con el movimiento de su pelvis, marcándome en cada momento el ritmo que quería. Temblaba de placer. Aprovechaba para magrearle los pequeños pechos y el culo, colando la mano entre el cojín y el glúteo. Aumentó el ritmo y yo por primera vez me sentí a la altura de la situación, con la mente despejada y dispuesto a aguantar lo que hiciera falta, pero toda mi confianza se desvaneció cuando hábilmente fue bajando la cadencia, se separó de mí momentáneamente y se colocó en el suelo, sobre la mullida alfombra a cuatro patas.

Cuando vi su prodigioso trasero en pompa supe que estaba perdido. Me arrodillé detrás de ella, le agarré las caderas y la penetré perrunamente. La embestía ahora con fuerza, con golpes secos, incrustando  mis ingles contra sus nalgas de acero a cada acometida. Gimió tanto que casi era ensordecedor, ahogando mis propios gritos de placer. Sentí el bochorno de estar a punto de llegar al clímax pero el destino me sonrió por última vez, teniendo ella un visible orgasmo, estremeciéndose como un pez fuera del agua para terminar exhausta. No necesité mucho más, un minuto después, liberado de toda presión, era yo quien me corría como un animal, acomodando mi pecho contra su espalda y apretujándole los pechos mientras sentía mis espasmos.

Los dos descansamos sobre el mismo suelo, sonriendo pero sin decir nada. Fue entonces cuando me di cuenta que era aún más niñato de lo que pensaba, y pensé por primera vez en el preservativo. Decidí confiar en ella, en todos los aspectos, pero aprendí la lección.

Consecuencias

Esa misma noche le conté lo sucedido a Carla. Ella dijo alegrarse por mí, entenderlo y hacerse la moderna. Pero no fue así. Nuestra relación sentimental terminó al instante y nuestra amistad quedó seriamente tocada hasta que años después nos reencontramos por casualidad. A Día de hoy seguimos siendo muy amigos, y disfrutamos de nuestra tensión sexual, pero nunca más hemos vuelto a estar juntos.

Con la profesora fue aún más radical. Me obvió por completo a partir del mismo día siguiente. Me trato incluso más fríamente que un alumno más. Supongo que ese era su juego. Diez años después me la encontré en una cafetería y nos saludamos afectuosamente. Tomamos un café durante un par de horas y me alegré, maliciosamente, de que no conservaba ninguno de sus encantos. Esa tarde sí coqueteó, casi desesperadamente. Obtuve mi pequeña venganza despidiéndome como si tal cosa.

*Por primera vez en todo este tiempo me he decidido a contar una historia real. Real y personal vivida en mi adolescencia. Es un relato normal, sin excesos ni adornos. Su única virtud es el ser cien por cien veraz. Lo único cambiado son los nombres.